Hacia 1220, en el momento más esplendoroso del Medievo en Occidente, algunas voces empezaron a criticar la situación. El fiasco de la Cuarta Cruzada y el saqueo de Constantinopla, la persecución sangrienta contra los cataros, los enfrentamientos entre Francia e Inglaterra, la inestabilidad política en Alemania y la atomización de Italia eran los principales problemas de la cristiandad, que parecía haberse olvidado de Tierra Santa.
No obstante, allá seguían llegando peregrinos a los que había que atender, y con creces, pues muchos se quedaban un año e incluso más; buena parte de ellos pagaba su estancia enrolándose en el ejército como mercenarios. Las órdenes de templarios, hospitalarios y del Santo Sepulcro mantenían sus actividades gracias a las rentas que les llegaban de sus encomiendas de Europa, pero daba la impresión de que el papado y los reyes cristianos habían renunciado a recuperar Jerusalén. La tensión fue en aumento y el ancestral odio que se profesaban mutuamente templarios y hospitalarios estalló de modo violento en 1217, produciéndose entre ambas órdenes enfrentamientos armados en las calles de algunas ciudades de Palestina, con muertos por ambos bandos; la animadversión recíproca ya no desaparecería nunca.
Inocencio III, tal vez a petición de los templarios, decidió predicar una nueva cruzada, ahora sí contra el islam, pero mientras la estaba preparando murió en 1216 sin haber llegado a convocarla. Lo hizo su sucesor, Honorio III. Los templarios fueron informados de inmediato y pusieron en marcha una gigantesca campaña en busca de fondos para financiarla. El éxito fue considerable. En apenas un año lograron recaudar la fabulosa cifra de un millón de besantes, la moneda de oro bizantina, con los cuales iniciaron la construcción de la que iba a ser su más imponente fortaleza en Palestina, el famoso castillo Peregrino, en la localidad de Athlit, unas pocas millas al sur de la ciudad de Haifa, donde hasta entonces sólo tenían una atalaya denominada torre Destroit.
A la llamada del papa respondieron franceses, alemanes, austríacos y húngaros, con su rey Andrés a la cabeza, que además dejó su reino en custodia del maestre provincial de Hungría, un caballero templario llamado Pons de la Croix. El volumen de tropas era considerable, pero la logística fue un desastre. Nadie había previsto la manera en que tantos soldados iban a desplazarse al otro lado del Mediterráneo, de manera que cada cual hizo el viaje como pudo. Las tropas que lograron llegar se concentraron en Acre, donde templarios y hospitalarios aguardaban para unirse a ellas. Eran bastantes, y además cada grupo obedecía sólo a su señor, con lo que no hubo manera de organizar una fuerza homogénea. Además, el rey Andrés de Hungría se marchó enseguida; apenas tocó Tierra Santa, se dedicó a comprar todo tipo de reliquias —hasta una jarra con la que Cristo convirtió el agua en vino en las bodas de Cana—, declaró que había cumplido su voto de cruzado y regresó a su reino.
En las últimas semanas de 1217 siguieron llegando más y más cruzados hasta que su número fue considerado suficiente para emprender la campaña militar. Con muchas reticencias por parte de los nobles llegados de Europa, al fin se decidió que el rey Juan de Jerusalén dirigiera el ejército. La campaña militar de la Quinta Cruzada tenía como objetivo Egipto, donde radicaba el poder del Imperio mameluco. El plan consistía en destruir las bases musulmanas en el delta del Nilo e intentar la conquista de El Cairo. La ocupación de la ciudad de Damieta, en el gran brazo oriental del río, era vital para continuar hacia El Cairo. Los cruzados llegaron al delta en la primavera de 1218. Durante un año, en el que sufrieron todo tipo de penalidades, se mantuvieron firmes, hasta que el 21 de agosto de 1219 decidieron ocupar Damieta. Como solía ser habitual, templarios y hospitalarios fueron los primeros en lanzarse al asalto; el resultado fue cincuenta templarios y treinta dos hospitalarios muertos, y el ataque rechazado.
Dos testigos de excepción estaban presentes ese año en el delta del Nilo. Por un lado, el templario alemán Wolfram von Eschenbach, a quien le impresionó tanto el arrojo de sus hermanos en la Orden que a su regreso a Alemania escribió el poema épico Parsifal, en el cual convirtió a los templarios en los guardianes del Santo Grial.
El otro gran personaje era Francisco de Asís, considerado como un santo en vida, que viajó desde Italia con el convencimiento de que mediante la palabra y la buena voluntad se podía poner fin a tantas muertes y tantas guerras. En aquella plétora de guerreros, mercenarios y aventureros, el santo de Asís debía de ser el único que creía realmente que los conflictos podían resolverse mediante el diálogo y el entendimiento mutuo. A los templarios, las ideas de Francisco de Asís debieron de parecerles como de otro mundo. Ellos eran los guerreros de Dios, los soldados de Cristo, y estaban allí para defender a la cristiandad y para matar musulmanes. Así constaba en el discurso que les dedicara san Bernardo de Claraval y eso era lo que les habían enseñado y para lo que estaban aleccionados; algunos todavía recordaban que cuando en 1124 el abad del monasterio de Morimond propuso a Bernardo la fundación de un monasterio cisterciense en Tierra Santa, el futuro santo le contestó que «las necesidades allí son caballeros que luchen, no monjes que canten y se lamenten». ¿Cómo explicar si no el sacrificio al que se sometieron los ciento cuarenta de sus hermanos que hundieron a propósito su nave atacada por mil quinientos musulmanes para irse al fondo todos juntos en el verano de 1218 en el delta del Nilo?
El asedio de Damieta acabó de manera inesperada. Los defensores musulmanes, aislados y sin alimentos, fueron muriendo de hambre y de enfermedades; allí falleció, víctima de la fiebre, el maestre Guillaume de Chartres el 26 de agosto de 1218. Cuando los cruzados se dieron cuenta de lo que estaba pasando, se acercaron con cautela a la ciudad y la tomaron sin apenas lucha; ya no quedaban hombres vivos o sanos. El sultán de Egipto ofreció un pacto: entregarles Palestina a cambio de la paz y de la devolución de Damieta, además de reintegrarles la Vera Cruz.
No se llegó a un acuerdo y se reanudaron las hostilidades. Los cruzados dominaban parte del delta del Nilo, pero estaban atrapados en un terreno pantanoso que además se inundaba cada año con las crecidas del río. En el verano de 1220 los musulmanes abrieron los canales aguas arriba y toda la zona se inundó, causando un enorme desconcierto en los cruzados, que iniciaron una desordenada retirada. Miles de musulmanes cayeron sobre ellos provocando una matanza. Los cruzados capitularon y abandonaron Egipto. La Vera Cruz, que el sultán había ofrecido devolver a los cristianos, no apareció.
En 1219 los templarios eligieron maestre a Pedro de Monteagudo, que tenía experiencia como administrador por haber ejercido el cargo de preceptor en Provenza y Aragón, y además era considerado un hombre valeroso y diestro en el combate.
En 1227 el nuevo papa, Gregorio IX, hizo otro llamamiento a la cristiandad. La Sexta Cruzada se puso en marcha y a su frente iba a colocarse por primera vez un jefe indiscutible, Federico II, emperador de Alemania, que se puso en marcha en septiembre de 1227. A pesar de haber sido excomulgado por el papa, Federico II desembarcó en Acre y fue recibido como un verdadero libertador; hasta los templarios le mostraron toda su fidelidad, pese a la enemistad del emperador con el papa. Federico se casó con Isabel, la hija del rey de Jerusalén Juan de Brienne; y al morir, recién nacido, el hijo de ambos, Federico, se coronó rey de Jerusalén.
El objetivo de Federico era uno solo: Jerusalén. Con apenas diez mil soldados, de ellos ni siquiera mil caballeros, se puso en marcha desde Acre hacia la Ciudad Santa en la segunda mitad de 1228. A los templarios se les planteó un grave conflicto. No podían ir a la par que Federico II, pues su plan estaba condenado por el papa, pero no podían faltar a sus votos de acudir en defensa de los cristianos en Tierra Santa.
El maestre Pedro de Monteagudo decidió seguir a Federico, pero a una cierta distancia. Los templarios no irían a Jerusalén al lado del emperador, pues estaba excomulgado, pero se mantendrían al alcance de la retaguardia por si los cristianos eran atacados para poder intervenir en su defensa. Con esa actitud el maestre Monteagudo creía cumplir los dos preceptos: obedecer al papa al no ayudar directamente a Federico y estar listos para ayudar a los cristianos si era necesario; los hospitalarios decidieron hacer exactamente lo mismo. Pero en el camino, el emperador hizo gala de su habilidad diplomática. Ofreció a los maestres del Temple y del Hospital que cabalgaran a su lado pero sin atenerse a sus órdenes; su ejército no era el del emperador de Alemania, sino el de Cristo, les dijo. Los dos maestres accedieron y templarios y hospitalarios se adelantaron hasta unirse al grueso del contingente.
Entretanto, Federico estaba negociando un acuerdo con el sultán de Egipto sobre Jerusalén. En 1229 esta ciudad había perdido gran parte de su importancia; tantos años de luchas y muertes habían esquilmado a la población, que estaba muy disminuida. Además, buena parte de sus murallas había sido derruida, y ya no tenía para los musulmanes la importancia estratégica de antaño. Al sultán de Egipto no le causó demasiados problemas aceptar un pacto sobre la ciudad con Federico II, que lo único que pretendía era regresar a Europa revestido con la aureola de haber sido quien devolviera Jerusalén a la cristiandad.
Ambos soberanos llegaron al acuerdo de que Federico recibiría Jerusalén, Nazaret y Belén, pero los musulmanes conservarían Hebrón. Los Santos Lugares de todas las religiones serían respetados y los musulmanes mantendrían bajo su control la explanada del Templo de Salomón y sus dos mezquitas, la de la Roca y la de al-Aqsa, ambas abiertas al culto islámico.
En cuanto se enteraron de las cláusulas del tratado, los templarios se enfurecieron, como también los hospitalarios y el patriarca de Jerusalén, que los acompañaba. Federico los había engañado. Los templarios querían recuperar su antigua sede de al-Aqsa; hacía más de cuarenta años que habían sido expulsados de allí por Saladino y su orgullo quedó muy herido al comprobar que al-Aqsa, el lugar en el que se había fundado la Orden, iba a seguir siendo una mezquita y que en la mezquita de la Roca una inscripción que había ordenado colocar Saladino siguiera anunciando a todos cuantos pudieran leerla que «Salah ad-Din purificó esta Ciudad Santa de los politeístas».
El emperador entró en Jerusalén el 17 de marzo de 1229 y se autocoronó como rey en la iglesia del Santo Sepulcro; a la ceremonia no asistieron los maestres del Temple ni del Hospital, ni por supuesto el patriarca, pero sí Hermann von Salza, el maestre de la Orden Teutónica, quien realizó un encendido elogio de Federico II. El emperador se sintió desairado y planeó vengarse de los templarios, a los que acusó de traición, pues sospechaba que pretendían asesinarlo. Pero los caballeros de Cristo eran demasiado poderosos incluso para Federico, quien intentó secuestrar al maestre Monteagudo una vez que regresaron a Acre, pero desistió porque el maestre siempre iba protegido por una formidable escolta de caballeros. Federico II abandonó Tierra Santa el 1 de mayo de 1229; embarcó en Acre tras recibir una lluvia de inmundicias en su camino por las calles de la ciudad hacia el puerto. Tierra Santa volvía a quedar huérfana, y ahora sin siquiera un rey presente, pues aunque nominalmente lo era Federico II, sus intereses estaban exclusivamente en Europa.
El desconcierto también se cebó en la Orden del Temple, que a la muerte de Monteagudo en 1232 eligió como nuevo maestre a Armand de Périgord, quien en los primeros años de su mandato realizó acciones alocadas, como el ataque suicida a la fortaleza musulmana de Darbsaq, donde murieron varios caballeros y otros muchos fueron apresados. El caos general condujo a nuevos enfrentamientos entre templarios y hospitalarios, en torno a los cuales, y ante la ausencia de otra autoridad en la zona, se congregaron los nobles y los soldados cristianos. En su desesperación y soledad, los templarios llevaron a cabo acciones impropias de su condición de caballeros; en octubre de 1241 atacaron la ciudad de Nablús, mataron a todos sus habitantes y quemaron la gran mezquita. La Orden parecía abocada a convertirse en una organización al margen de lo que hasta entonces había sido. Claro que semejantes demostraciones de fuerza bruta la convirtieron en el único poder de referencia en los territorios cristianos de Tierra Santa.
Aunque en los primeros años de su mandato Armand de Périgord se vio sumido en el caos general que se extendió por Tierra Santa tras la marcha de Federico II, en los últimos dos años, 1243 y 1244, logró varios éxitos diplomáticos que restañaron los errores de la década 1230-1240. Armand, ante la división que se había extendido entre los musulmanes de Egipto y los de Siria, aprovechó la ocasión para recuperar el solar fundacional en Jerusalén. A fines de 1243 llegó a un acuerdo con el gobernador Ismail de Damasco, quien aceptó que los musulmanes se retiraran de las mezquitas de la Cúpula y de al-Aqsa. Los templarios regresaron a Jerusalén y se ofrecieron para dirigir la reconstrucción de las arrumbadas murallas y de la poderosa fortaleza conocida como la torre de David. Las buenas noticias llegaron a Roma y el papa Inocencio IV elogió a sus caballeros, con lo que volvieron a recuperar parte del prestigio perdido en los años anteriores.
Aun así, la recuperación de su casa matriz en la explanada del Templo fue efímera. Ayub, sultán de Egipto, lanzó un ataque contra su enemigo, el señor de Damasco, al que ayudaron los templarios. En el verano de 1244 Ayub se dirigió contra Jerusalén; los templarios casi habían acabado las fortificaciones, pero no fueron suficientes para resistir el ataque de los egipcios, apoyados por varios regimientos de feroces jinetes joresmios, mercenarios reclutados por Baibars en Asia Central; la división en el bando musulmán era la misma que en el cristiano. Los defensores no eran muchos y la ciudad cayó en manos musulmanas el 11 de junio; de los seis mil pobladores cristianos que había en ella sólo se salvaron trescientos. Jerusalén fue saqueada y la iglesia del Santo Sepulcro, tal vez la más venerada de la cristiandad, fue quemada.
Los egipcios aprovecharon su ventaja para asolar el sur de Palestina, y aunque los cristianos se rehicieron, fueron derrotados el 17 de octubre de 1244 en la batalla de La Forbie, al noreste de Gaza. Las tropas musulmanas las dirigía un general aguerrido que en los años siguientes sería el azote de los cristianos; se llamaba Baibars, y algunos lo consideraron un segundo Saladino. En la batalla murieron cinco mil cristianos. En ella participaron trescientos caballeros templarios, de los que sólo se salvaron treinta y tres, y entre ellos no estaban ni el mariscal ni el maestre Armand de Périgord, que cayeron en el combate. La cabeza del maestre fue cortada y exhibida como trofeo de guerra en las puertas de El Cairo.
El final de la presencia cristiana en Tierra Santa parecía ahora más próximo que nunca.