La Cuarta Cruzada (1199-1204)

Mientras en Oriente los templarios se rehacían del desastre y reorganizaban sus fuerzas a partir de la recomposición del mapa político que se produjo en 1191 en plena Tercera Cruzada, en Occidente las cosas les iban bastante mejor. Sus posesiones habían alcanzado un volumen extraordinario, disponían ya de miles de encomiendas y las rentas que generaban eran capaces de suministrar dinero y caballeros de refresco para mantener su presencia en Tierra Santa.

Todavía poseían castillos y fortalezas en la costa de Palestina, del Líbano y en el norte de Siria, su organización militar se había restablecido y la llegada de caballeros noveles procedentes de las encomiendas de Europa había suplido las enormes pérdidas sufridas en la guerra contra Saladino.

A fines del siglo XII el Temple parecía renacer de los tiempos oscuros en los que lo había sumido la vorágine de Gérard de Ridefort. Gilberto de Erail era un hombre eficaz y cumplidor, fiel a la Orden y a su regla, muy distinto del aventurero sin escrúpulos que había sido Ridefort. Era el maestre que en esos momentos necesitaban los templarios, un hombre serio y tranquilo capaz de transmitir sosiego a sus hermanos.

El 8 de enero de 1198, tras varios papados de corta duración y un tanto provisionales, fue elegido papa Inocencio III, uno de los personajes más influyentes en la historia de la Iglesia. Era un hombre muy preparado y al cabo de la política de su tiempo. Una de sus primeras decisiones fue convocar a los reyes de Europa a una nueva cruzada, la Cuarta. Estaba dispuesto a gobernar la Iglesia con mano firme y en esa opción no quedaban al margen los templarios, a los que los papas, cosa que no habían hecho hasta 1196, comenzaron a amonestar.

En 1199 publicó la bula Insolentía Templaiorum. La máxima autoridad de la Iglesia y el único hombre que estaba por encima del maestre en la Orden criticaba con cierta dureza algunas actitudes que hasta entonces habían mantenido los templarios y les pedía que, siguiendo el mandato evangélico, actuaran con mayor humildad. Además, dictó una orden mediante la cual los obispos quedaban autorizados a actuar, es decir, a perseguir de oficio a aquellos caballeros que, habiéndose comprometido temporalmente con el Temple, lo abandonaran antes de haber agotado el plazo.

Inocencio III pretendía que la nueva cruzada tuviera éxito mediante la buena armonía entre todos los cristianos; sus intenciones eran buenas, pero el resultado de la Cuarta Cruzada fue un auténtico dislate para la cristiandad.

Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, era uno de los puntos donde solían recalar miles de peregrinos camino de Tierra Santa, sobre todo aquellos que viajan desde el centro y el norte de Europa por vía terrestre. La antigua Bizancio seguía siendo a comienzos del siglo XIII una de las ciudades más populosas y ricas del mundo. Ocho siglos de cristianismo habían dejado en sus calles decenas de iglesias y monasterios en los cuales se guardaban tesoros extraordinarios. Barrios de comerciantes venecianos, genoveses, písanos y alemanes estaban repletos de tiendas y almacenes rebosantes de mercancías de Oriente y Occidente. Constantinopla era el cruce de todas las rutas, donde se unían el este y el oeste, el norte y el sur. Una población de medio millón de habitantes requería un suministro constante de alimentos y productos básicos, su refinada aristocracia demandaba joyas y sedas, su escuela patriarcal, su universidad y sus bibliotecas tenían que ser provistas de hojas de papiro y pergamino, y sus templos de cera, iconos, orfebrería y productos para la liturgia.

Su población estaba acostumbrada a las amenazas procedentes de todas partes, pero se sentía segura tras su triple cinturón de murallas dotadas de fosos y parapetos. Eran tan sólidas y formidables que habían resistido todos los ataques, incluso los que los árabes lanzaron contra ellas en el momento de mayor pujanza en la expansión del Islam. Sus habitantes habían hecho frente con éxito a todas las amenazas, pero no se podían imaginar lo que se les venía encima.

Con la cristiandad en crisis, ningún caudillo tenía plena autoridad moral para ponerse al frente de la cruzada. Los que acudieron a la llamada de Inocencio III, un papa tremendamente ambicioso, se fueron reuniendo en las afueras de Venecia en las últimas semanas de la primavera de 1202. Sin un objetivo claro y sin un líder fuerte, los cruzados embarcaron rumbo a Oriente.

Los templarios esperaban con fruición la nueva cruzada; el islam estaba dividido y había una buena oportunidad para recuperar los territorios perdidos. Pero en 1203 una catástrofe natural provocó un cambio sustancial. Tierra Santa fue sacudida por una serie encadenada de terremotos, de mayor magnitud que los acontecidos en 1154 y sobre todo en 1170, que dejó en muy mal estado todas las fortalezas. El Temple, que había ido reuniendo fondos para contribuir a la Cuarta Cruzada, tuvo que dedicarlos a reconstruir sus castillos, pieza fundamental en su estrategia de defensa y absolutamente imprescindibles para garantizar la seguridad del territorio cristiano.

Los cruzados, entre tanto, fueron llegando a Constantinopla en las primeras semanas del verano de 1203, donde una crisis política había provocado la huida, con un buen tesoro en las manos, eso sí, del emperador Alejo III. El trono imperial fue pasando de mano en mano, del viejo y ciego Isaac Ángelus a su joven e inexperto hijo Alejo IV, ambos ejecutados cruelmente. La ciudad era ingobernable y los cruzados, acampados en las afueras, decidieron intervenir. El 6 de abril de 1204 se lanzaron sobre las murallas, apenas custodiadas por unos cuantos mercenarios ante la ausencia de autoridad que se vivía en la ciudad. El asalto apenas duró seis días, y el dux de Venecia, que había encabezado la cruzada, y los nobles que mandaban los variopintos contingentes tomaron una decisión que resultaría traumática. Emitieron una orden por la cual durante tres días los cruzados podrían tomar cuanto quisieran de la ciudad. La enemistad entre los cristianos de Oriente, los ortodoxos, y los de Occidente, los latinos, era secular; el emperador de Bizancio Isaac II incluso había enviado un emisario para felicitar a Saladino cuando éste conquistó Jerusalén.

El resultado fue uno de los mayores saqueos de la historia de la humanidad[20]. Iglesias, conventos, palacios, casas particulares, tiendas, almacenes, todo fue arrasado y robado; piezas de arte extraordinarias fueron destruidas. Al saqueo siguió una matanza indiscriminada y violaciones sin cuento. Las iglesias fueron convertidas en tabernas y los monasterios en prostíbulos.

Cuando al fin pudo restablecerse un poco de calma, los venecianos cobraron lo que los cruzados les debían por el transporte y los víveres suministrados para el viaje y el resto fue repartido al cincuenta por ciento entre Venecia y los saqueadores. En las naves de la Señoría se cargaron obras de arte, mármoles, esculturas y cuanto de valor se pudo transportar, y cargadas de tesoros partieron hacia la Laguna.

En Tierra Santa podían esperar a los cruzados en vano. Los templarios habían elegido a su decimotercer maestre a comienzos de 1201; se trataba de Felipe de Le Plessis, o Le Plessiez, caballero del condado de Anjou, que tenía difícil igualar la obra de reconstrucción que había realizado Gilberto de Erail, quien había asistido a la reunificación del Imperio islámico por Al-Adil, el hermano de Saladino, cuando éste hubo derrocado en 1202 a sus tres incompetentes sobrinos.

La cristiandad parecía haberse vuelto loca, y el ideal templario sonaba en esta situación como una música ajena a cuanto estaba pasando. La Cuarta Cruzada había olvidado a los musulmanes, y sus miembros se habían dedicado a saquear la mayor de las ciudades cristianas, que además era la primera defensa de la cristiandad frente al islam.

Pero aún faltaba el estrambote. En 1209, el papa Inocencio III, ávido de poder y ansioso por dotar a la Iglesia de un monolitismo inquebrantable, predicó una nueva cruzada, pero en esta ocasión no iba a ir dirigida contra los musulmanes, sino contra los cataros del sur de Francia, a quienes la Iglesia condenó por herejes. Entre 1209 y 1244 miles de cataros o albigenses fueron perseguidos y condenados a la hoguera en una vorágine de muerte y sangre. La idea de cruzada se había transformado en «un sangriento instrumento del poder papal», y el pontífice pidió a los templarios que le ayudaran en tan cruenta empresa. En 1219 los templarios participaron en una expedición que encabezaba el delfín de Francia, el futuro Luis VIII, contra los cataros. Sus votos de no combatir jamás contra cristianos quedaban rotos, aunque el papa los tranquilizó anunciando que esos herejes no se contaban precisamente entre las filas de los fieles de Dios.

Y en 1212, mientras un gran ejército constituido bajo la bula de la cruzada y compuesto por los reyes de Castilla, Aragón y Navarra derrotaba en la batalla de las Navas de Tolosa a los musulmanes almohades, un niño pastor francés llamado Esteban ponía en marcha la llamada «cruzada de los niños», que se dirigió hacia Oriente y que acabó con miles de muchachitos muertos o vendidos como esclavos en los mercados de las ciudades islámicas.

Inocencio III estaba dispuesto a ser el gran hacedor de la política europea, además del sumo pontífice de la Iglesia. Para ello actuó como un verdadero señor temporal, participando activamente en cuantas ocasiones se le presentaban para influir en los reinos cristianos. En 1213 dispuso, con el beneplácito de los nobles de la curia real de Aragón, que el joven Jaime I, rey de Aragón a la muerte de su padre Pedro II (caído en los campos de Muret defendiendo a sus vasallos cátaros del ataque de los cruzados del papa), fuera educado por los templarios en el castillo aragonés de Monzón. El más longevo de los reyes aragoneses se educó durante tres años bajo la disciplina del Temple; y algo del espíritu de los caballeros de Cristo debió de permanecer en él, porque en alguna ocasión este monarca ha sido llamado precisamente «el rey templario».

El prestigio del Temple y su influencia se habían recuperado gracias al buen hacer de los maestres Gilberto de Erail y Felipe de Le Plessis, que habían actuado con prudencia y evitado caer en los tremendos errores de Gérard de Ridefort. Y esa nueva imagen quedó bien patente cuando en 1209, finalizada una tregua de seis años que el rey Amalarico de Jerusalén había pactado con Al-Adil, el maestre Felipe de Le Plessis se negó a prorrogarla, como quería el sultán, y convenció a los nobles y obispos del reino a que hicieran lo propio. El nuevo rey, Juan de Brienne, se mostró enseguida dispuesto a colaborar plenamente con los templarios.

La alta nobleza y los grandes señores volvieron a ver a los templarios como a los grandes caballeros de la cristiandad. Por ejemplo, uno de los más notables, el famosísimo Guillaume el Mariscal, gran caballero, campeón de justas y torneos y lugarteniente de los reyes de Inglaterra, murió en 1219 haciéndose cubrir a modo de mortaja de honor con el manto blanco de los templarios.

A ello contribuyó el decimocuarto maestre, Guillaume de Chartres, quien pugnó por recuperar el prestigio perdido, así como el hecho de que las encomiendas templarias estaban más florecientes que nunca y producían unas rentas muy cuantiosas. El dinero fluía de manera copiosa y, ante la abundancia de capital, se convirtieron en prestamistas de nobles y reyes, creando una red financiera que los convirtió en los grandes banqueros de Europa en el siglo XIII.