La Tercera Cruzada (1188-1192)

Si la pérdida de Edesa provocó una gran conmoción en Europa y movilizó a Luis VII de Francia y a Conrado III de Alemania, la de Jerusalén supuso el mayor cataclismo para la cristiandad desde la aparición del Islam. En ese momento era papa Urbano III, contra quien estaba luchando el emperador Federico I Barbarroja. Abrumado y desesperado por el impacto de las noticias que llegaban de Tierra Santa, Urbano III falleció apenas una semana después de saber que Jerusalén ya no era cristiana; hubo quien aseguró que el papa había muerto de pena.

Gregorio VIII, elegido pontífice inmediatamente, envió una carta fechada el 29 de octubre del mismo año 1187 a los monarcas cristianos conminándoles a unirse para una nueva cruzada a cambio de notables indulgencias, a la vez que les pedía que resolvieran las querellas entre ellos y se centrasen en la lucha contra el enemigo común: los musulmanes. Pero Gregorio VIII, que había sido entronizado el 20 de octubre de ese año, falleció el día 15 de diciembre; su pontificado no duró ni siquiera dos meses. Aun así, el llamamiento a la cruzada ya estaba en marcha. A fines del siglo XII los ímpetus de los primeros años de las Cruzadas se habían desvanecido. Entre los cristianos de Tierra Santa y los de Occidente se había abierto una brecha demasiado amplia. En territorio cruzado vivían cristianos que ya habían nacido en él y no quedaba vivo ninguno de los pioneros.

Con la pérdida de Jerusalén y de la mayoría de las ciudades de Palestina y Líbano, los templarios perdían buena parte de su razón de ser, y su papel en la Iglesia comenzó a ponerse en entredicho. Antes incluso de la caída de la Ciudad Santa en manos de Saladino, algunos clérigos habían criticado la actitud de los templarios, sobre todo su afán desmesurado de riquezas y su orgullo y altivez, en tantas ocasiones manifestado. Como ocurriera en Europa hacia 1140, también en Tierra Santa surgieron voces que cuestionaron a la Orden del Temple. Guillermo de Tiro, nacido en Jerusalén hacia 1130, y que ocupó importantes cargos eclesiásticos en varias ciudades, denostó a los templarios en su crónica. Escrita hacia 1170, antes de que Saladino entrara en Jerusalén, su crónica contiene algunos pasajes en los que los templarios no salen precisamente bien parados. Uno de los aspectos más criticados de los caballeros de la Orden es precisamente su altivez y su desmesurado orgullo:

Como habitan en el palacio real, junto al templo del Señor, se les llama hermanos de la milicia del Temple. Pero aquellos que durante largo tiempo se habían mantenido fieles a su honorable proyecto, cumpliendo de un modo bastante prudente con su profesión, luego olvidaron la humildad […], se apartaron del señor patriarca que les había concedido la institución de la orden y sus primeros beneficios, y le negaron la obediencia mostrada por sus predecesores. Se convirtieron en una gran molestia para las iglesias de Dios, a las que retiraron los diezmos y las premisas y cuyas posesiones perturbaron indebidamente.

Está claro que ni siquiera en Tierra Santa los templarios despertaban unanimidad a la hora de ser considerados como los principales defensores de la cristiandad, que es como a ellos les gustaba presentarse.

Sin embargo, a fines de 1187 esa cuestión no era precisamente la más importante. La llamada del papa para una nueva cruzada fue bien acogida en Europa. Los reyes de Francia e Inglaterra y el emperador de Alemania reaccionaron con presteza y decidieron unir sus esfuerzos para recuperar Jerusalén. Desde luego, los enfrentamientos entre los monarcas cristianos, entre el emperador de Alemania y el papado y entre genoveses y pisanos resultaban una fuente constante de escándalos que una nueva cruzada podía contribuir a atemperar.

Por su parte, la moral de los templarios no estaba precisamente en su mejor momento. Su maestre Ridefort estaba preso, su sede fundacional en Jerusalén, que además les había dado nombre, estaba perdida y destruida y Saladino había ocupado sus castillos de Baghras y Darbsaq, además de la fortaleza de Safed, que habían considerado como inexpugnable. La realidad les había demostrado que ellos solos no podían siquiera mantener Tierra Santa en manos de los cristianos. Su orgullo quedó muy resentido.

Tras el desconcierto que siguió al desastre de 1187, los templarios procuraron reorganizarse. El hermano Terricus, que había sido preceptor del Temple en Jerusalén, se había hecho cargo de la dirección de la Orden en ausencia del maestre Ridefort. Terricus, olvidándose del legendario orgullo templario, pidió ayuda a los reinos cristianos y procuró acordar con Saladino la liberación del maestre. Por estar prohibido pagar rescate alguno para liberar a un templario de prisión, se negoció la libertad de Ridefort a cambio de Gaza. Los templarios que custodiaban esta ciudad costera debieron de sorprenderse mucho cuando oyeron al maestre ordenarles que se rindieran y entregaran sin luchar la ciudad a Saladino. Los caballeros obedecieron y Gaza pasó sin que se derramara una gota de sangre a poder del sultán, quien cumplió su palabra y soltó a Ridefort.

Una vez libre, Gérard de Ridefort, que tanto daño había causado por su insensatez y su afán de guerra, volvió a dirigir el Temple tras su captura en los Cuernos de Hattin. Y si antes de la prisión su actitud había sido muy belicosa, ahora lo sería mucho más. En cuanto fue liberado, se puso al frente de los templarios y volvió a inmiscuirse en los asuntos políticos.

En el verano de 1188 también fue liberado el rey Guido, tras un año de cautiverio en Damasco. Saladino estaba seguro de que los cristianos volverían a enfrentarse entre ellos y que la presencia de Guido sería un factor más para la confusión.

En 1188 la cristiandad se movilizó como nunca antes lo había hecho para la Tercera Cruzada. Felipe II de Francia, Ricardo I de Inglaterra y Federico I de Alemania, los tres soberanos más poderosos de Occidente, tomaron la cruz y decidieron ir en persona a la cruzada. Durante todo un año se realizaron los preparativos para llevar a cabo una empresa de semejante envergadura. El emperador de Alemania congregó a varias decenas de miles de hombres, hasta cien mil según algunos cronistas, con el propósito de trasladarse por vía terrestre atravesando Europa hasta Constantinopla, para desde allí, siguiendo la ruta de la Primera Cruzada, llegar hasta Jerusalén. Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León lo harían por mar, desde las costas del sur de Francia y desde Sicilia. La idea inicial era realizar un ataque combinado y planificado, pero no se decidió que hubiera un mando unificado.

A comienzos de 1189 empezaron a llegar importantes contingentes de cruzados a las costas de Tierra Santa; eran la avanzadilla de la Tercera Cruzada, que se adelantaban a la llegada de los tres soberanos. Guido había logrado recuperar el mando del ejército y decidió, junto con el maestre Ridefort, que la reconquista de la ciudad de Acre sería el primer paso para reconquistar los territorios perdidos en 1187, pues su posesión era crucial para lanzar una contraofensiva contra Jerusalén.

El maestre Ridefort estaba tremendamente excitado; era consciente de que con su actitud irreflexiva y su torpeza táctica había conducido a su orden al borde de la desaparición, y es probable que se sintiera culpable de la pérdida de Jerusalén. Con su cautiverio y su puesta en libertad a cambio de Gaza había perdido el poco prestigio que le quedaba, si es que todavía conservaba alguno; su mente no estaba en condiciones de pensar con claridad y quería resarcirse de las derrotas y de los errores anteriores.

En agosto de 1189 un nutrido ejército cristiano, en el que formaban los templarios, sitió Acre. Saladino envió tropas para rechazarlos, pero los cristianos resistieron. En septiembre apareció el propio sultán con más contingentes. El 4 de octubre se libró en las afueras de Acre una batalla entre ambos bandos; los cristianos no conseguían rechazar a los musulmanes y éstos no lograban desbaratar el cerco, por lo que, tras varias horas de lucha, el resultado de la pelea quedó en tablas.

Gérard de Ridefort, totalmente desquiciado y loco, se negó a abandonar el campo de batalla. La escena que presenciaron ambos bandos fue esperpéntica. Completamente solo, en medio del campo, Ridefort blandía su espada amenazando al ejército musulmán, mientras todos los demás cristianos se habían retirado a sus posiciones defensivas. Ni uno solo de los templarios se había quedado al lado de su maestre, quien desafió a los musulmanes a combatir. Durante un buen rato los hombres de Saladino contemplaron con asombro a aquel personaje gritando como un poseso y amenazándolos con su espada. Cansados de sus diatribas y bravatas, lo capturaron con facilidad. En esta segunda ocasión Saladino no se molestó lo más mínimo y ordenó la ejecución del maestre.

Nadie debió de sentir la menor pena por ello; los templarios respiraron al fin por haberse librado de un jefe tan obcecado. Las acciones de Ridefort los habían conducido a una situación extrema, sin duda la peor que hasta entonces había atravesado la Orden. Cuanto hizo Ridefort acabó manchando a todos los templarios; tanto que cuando, a principios del siglo XIV, se disuelva el Temple todavía se recordarán las infamias cometidas por este maestre, que se aducirán en el memorial de agravios de la Orden[19].

Federico I Barbarroja hizo votos solemnes, aparcó su enfrentamiento con el papado y en mayo de 1189 se puso en marcha hacia Oriente. El impetuoso emperador germánico obtuvo algunas victorias en Asia Menor y avanzó hasta Cilicia, cerca ya de las fronteras de Siria, pero un acontecimiento inesperado dio al traste con la cruzada de los alemanes. En el Selef, un riachuelo de escaso caudal, el emperador se ahogó el 10 de julio de 1190; nadie vio lo que pudo sucederle, porque se había separado de sus hombres para acercarse solo al río.

El efecto de su muerte fue fulminante sobre los cruzados alemanes; unos regresaron a sus casas y otros continuaron de manera descoordinada hacia el sur para integrarse en el ejército cruzado o buscar como mercenarios la fortuna que habían venido persiguiendo.

Pese a semejante revés —se había perdido la mitad de la fuerza armada de la Tercera Cruzada—, Felipe II y Ricardo I decidieron seguir adelante. Participaron juntos en una ceremonia religiosa en Vézelay, donde Bernardo de Claraval había llamado a la Segunda Cruzada, y partieron hacia Tierra Santa.

Ricardo Corazón de León se detuvo algún tiempo en Sicilia; allí pactó con los templarios para que éstos velaran por sus intereses. Ahí comenzó la relación amistosa entre el Temple y el rey de Inglaterra, que se mantendría hasta la muerte de Ricardo.

Desde Sicilia el rey inglés llegó a Chipre. Sin apenas esfuerzo conquistó esta isla, pero la vendió enseguida a los templarios por cuarenta mil monedas de oro. El Temple podía haber hecho de esta isla el solar de un Estado propio, como los hospitalarios en Rodas o en Malta más tarde, pero no supieron ni siquiera gobernar el territorio. Su orgullo, pese a lo que les había sucedido en los últimos años, seguía siendo enorme y su arrogancia les llevaba a tomar cuanto deseaban sin tener en cuenta a la población indígena, que no tardó apenas nada en enemistarse con sus nuevos señores hasta estallar una abierta rebelión. Acosados por los chipriotas, los caballeros que habían tomado posesión de la isla se refugiaron en un castillo bajo la dirección del hermano Bouchart, el jefe templario de Chipre. Agrupados en la fortaleza, realizaron una salida y perpetraron una gran matanza entre la población. La situación del Temple en Chipre era insostenible y la única solución era abandonar la isla. Por mediación de Ricardo, el Temple alcanzó un acuerdo económico con el rey Guido de Lusignan, que les compró Chipre. Los Lusignan gobernarían este reino durante los siguientes trescientos años.

Mientras Ricardo I y Felipe II viajaban hacia Tierra Santa, el Temple había perdido a su maestre y no se había reunido el Capítulo General para elegir a su sucesor. A comienzos de 1191, casi año y medio después de la muerte de Ridefort, seguían sin maestre. El provenzal Gilberto de Erail, que ya estuviera a punto de ser elegido, era el principal candidato, pero los caballeros decidieron optar por Robert de Sable, caballero de Maine, que estaba viudo y tenía hijos, pero la razón principal era que lo recomendaba Ricardo Corazón de León, de quien era pariente lejano. Se alteraba así una tradición no escrita por la cual solía ser elegido como maestre un caballero que había pasado la mayor parte de su vida en la Orden.

Los templarios seguían ocupados en sus asuntos de Chipre y en el cerco de Acre, y sus encomiendas en Europa no cesaban de enviar recursos económicos y hombres para hacer frente a sus necesidades. Decenas de caballeros, centenares de caballos y miles de libras fluyeron en los últimos meses de 1189 y los primeros de 1190 hacia las fortalezas templarias en Tierra Santa. La Orden había atravesado sus peores momentos e incluso se había sorprendido a uno de los hermanos, el caballero Gilberto de Hoxton, robando el dinero recaudado para la cruzada, pero la situación más grave parecía ya superada.

Además, la llegada de Ricardo I y de Felipe II constituyó un motivo de esperanza; eran pocos los que dudaban que Saladino no podría resistir a la fuerza combinada de estos dos soberanos, conocidos con los apelativos de Corazón de León y de Augusto respectivamente.

El maestre Sable ordenó a los templarios que redoblaran sus esfuerzos ante Acre; los dos reyes cristianos llegaron ante la ciudad, sitiada desde hacía casi dos años, mediado 1191. La acumulación de tropas ante Acre fue tal que la ciudad se rindió el 11 de julio de ese mismo año. Ricardo eliminó a todos los musulmanes y Saladino respondió negándose a entregar la Vera Cruz, que reclamaban los cristianos. El éxito pudo haber calmado los ánimos entre los cristianos, pero se despertaron demasiados celos entre los caudillos. Felipe de Francia, enfermo y sin ganas de seguir adelante, consideró que había cumplido sus votos de cruzado y a los pocos días de la conquista de Acre retiró sus tropas, las embarcó en el puerto de Tiro y regresó a Francia. Apenas había comenzado la cruzada y de los tres soberanos que la iniciaron uno había muerto, otro la había abandonado y el tercero dudaba entre marcharse o seguir adelante en solitario.

No obstante, la euforia se extendió por el bando cristiano y algunos creyeron que la reconquista de Jerusalén estaba próxima. Pero, en contra de lo que suponían, Ricardo no se dirigió hacia Jerusalén. Aliado con los templarios, con los que tenía una concordancia absoluta y con los que participaría en todas las batallas, avanzó por la costa en dirección sur, hacia Jaffa. El 20 de agosto Ricardo cometió un acto deshonroso; en Ayyadiah asesinó indiscriminadamente a una multitud de cautivos musulmanes, muchos de ellos capturados en Acre, entre los que había mujeres y niños.

Saladino se indignó y fue contra Ricardo. Se enfrentaron el 7 de septiembre de 1191 en Arsuf; venció el rey de Inglaterra, que cabalgaba siempre al lado de sus aliados templarios. La ruta hacia Jerusalén parecía abierta, pero el invierno se echó encima con frío y lluvias torrenciales, y además las noticias que llegaban de Inglaterra no eran nada halagüeñas. De vez en cuando se recibían mensajes sobre la actitud del príncipe Juan, el hermano menor de Ricardo, y de sus ambiciones de ocupar el trono del ausente.

Ricardo comenzó a sentirse incómodo. Saladino era un rival formidable y su reino quedaba demasiado lejos de allí. El era un guerrero, pero probablemente echara también de menos las cortes de amor de Aquitania y la vida caballeresca en la que lo había iniciado su madre, la reina Leonor.

Por fin, pasado el invierno, Ricardo decidió arremeter contra Jerusalén. Las dos grandes fuerzas estaban muy parejas y hubo entrevistas secretas y propuestas de pactos por ambas partes durante toda la primavera de 1192. Saladino estaba seguro de que Ricardo acabaría intentando ocupar Jerusalén. Entretanto, Ricardo consiguió reorganizar los territorios cristianos, absolutamente desvertebrados desde 1187. Logró convencer al rey Guido de Lusignan para que renunciara a la corona de Jerusalén y se convirtiera en rey de Chipre al comprar la isla a los templarios; el nuevo monarca, Conrado de Montserrat, fue asesinado por un miembro de la secta de los «Asesinos», y la corona pasó entonces al noble Enrique de Champaña, sobrino de Ricardo, a quien casaron con la princesa Isabel, viuda de Conrado.

Resuelto el problema de la sucesión en Chipre y en el reino de Jerusalén, el rey de Inglaterra avanzó hacia la Ciudad Santa, acampando a unos veinte kilómetros de allí a fines de la primavera de 1192. Una tradición relata que llegó a taparse los ojos con su escudo al ver a lo lejos el resplandor de sus tejados. Jerusalén estaba al alcance de su mano, apenas a dos horas de marcha a caballo, pero Saladino cortó el acceso al agua y, ante la duda, Ricardo se retiró a la costa. Hubo varias escaramuzas durante todo el verano hasta que ambas partes comprendieron que la derrota del adversario iba a ser muy difícil, por lo que decidieron negociar. Saladino y Ricardo llegaron a un acuerdo en Jaffa en septiembre de 1192, y pactaron una tregua de cinco años, de la que los templarios serían garantes por el lado cristiano. El rey de Inglaterra, cada vez más preocupado por la ambición de su hermano Juan, que se estaba convirtiendo en el verdadero soberano de su reino, declaró solemnemente que deseaba regresar a su tierra. El orgulloso soldado no había visto a Saladino en persona ni había puesto un pie en Jerusalén, pero sus acciones, gracias a una eficaz campaña de propaganda mediante canciones y poemas, lo convirtieron en un rey de leyenda, en el gran caballero de la cristiandad.

Los templarios habían estado a punto de regresar a su solar del Templo, de donde salieron en 1187. Cuando Ricardo decidió volver a Inglaterra, el maestre del Temple le proporcionó una escolta formada por cuatro caballeros de la Orden y le entregaron al rey inglés un hábito de caballero a modo de disfraz. Ricardo partió de Acre el 9 de noviembre de 1192, y su regreso fue muy accidentado; al pasar por Austria fue identificado, capturado y preso en un castillo durante casi dos años. Su madre, la reina Leonor, tuvo que hacer un gran esfuerzo hasta que logró reunir el dinero suficiente para comprar su libertad. Corazón de León fue liberado en febrero de 1194.

El maestre Robert Sable había ayudado y aconsejado a Ricardo Corazón de León en todo cuanto pudo, no en vano había logrado el puesto gracias a su recomendación. El rey de Inglaterra había sido el gran valedor de los templarios en unas circunstancias bien difíciles para los caballeros de la cruz, y nunca dejaron de agradecerle su apoyo.

Tras la conquista de Acre y la venta de Chipre, el Temple ubicó allí su sede principal, en un enorme edificio conocido precisamente con ese nombre, «el Temple». Robert Sable murió el 13 de enero de 1193, el mismo año que Saladino, y poco después, a comienzos de 1194, fue elegido, al fin, Gilberto de Erail, el provenzal cuya candidatura había estado encima de la mesa del Consejo desde hacía varios años.

La Tercera Cruzada logró recuperar algunas plazas costeras, como Acre, pero fracasó en el gran objetivo que se había planeado en 1188: la reconquista de Jerusalén. La muerte de Saladino vino a dar un respiro a los cristianos, sobre todo cuando su imperio se desmembró entre sus tres hijos, que gobernaron Alepo, Damasco y Egipto. La gran obra que construyera Saladino parecía venirse abajo.