El fiasco de la Segunda Cruzada no desalentó a los templarios. A mediados del siglo XII estaban bien asentados en Tierra Santa, donde disponían de varios castillos, encomiendas y posesiones diversas en Jerusalén y otras ciudades, en tanto en Europa el número de sus casas y conventos y sus cada vez más abundantes dominios los estaban convirtiendo en la institución más rica de la cristiandad. Hacia 1150 el número de caballeros templarios en Jerusalén debía de superar los trescientos, además de unos mil sargentos, a los que habría que añadir los turcópoles, jinetes mercenarios contratados en Tierra Santa, y demás sirvientes y auxiliares. Quizá fuera ya la fuerza de combate más homogénea y sólida de cuantas guerreaban en ese territorio.
Ahora bien, el aluvión de incorporaciones que se produjo a partir de 1130 y la diversidad de su procedencia causaron ciertos problemas en la Orden. La mayoría de los templarios, sobre todo en el nivel de los caballeros, debió de profesar por convicción, pero otros lo hicieron por motivos bien diversos. Algunos entraron en el Temple para escapar de las sanciones que les imponían los tribunales, como por ejemplo el mismísimo conde Raimundo de Toulouse, a quien la curia romana impuso como penitencia que estuviera al servicio del Temple, o del Hospital en su defecto, so pena de perder todos sus bienes; o a los asesinos de Tomás Becket, a quienes se les condenó a servir durante catorce años en el Temple. No faltaron quienes entraran en la Orden a causa de un desengaño amoroso; ya lo hizo el conde Hugo de Champaña en 1125, al descubrir que su esposa había engendrado un hijo de otro hombre. A mediados del siglo XII corrían por Europa baladas y poemas en los que los juglares sugerían a los enamorados no correspondidos que se enrolaran en las filas del Temple para olvidar a su amada; eran los tiempos dorados del amor cortés, en los que el culto a la dama era casi reverencial.
Entrar en la Orden por estas vías entrañaba lógicamente el peligro de la deserción, que ya intentó atajar Inocencio II hacia 1142 pero que no se plasmó en una bula hasta la promulgación por el papa Eugenio III de la Militum Templo profesio, publicada en 1150.
Pese a las deserciones y a otros problemas, ser templario se había convertido en un timbre de gloria y los caballeros de la Orden se mostraban cada vez más altaneros y orgullosos de su pertenencia a la milicia de Cristo. Su autonomía casi absoluta, su creciente e imparable poder, su riqueza, las convicciones morales que se refrendaban en su regla, el origen nobiliario de todos sus caballeros y la convicción de que eran los soldados elegidos por Dios para cumplir su plan en la tierra los convirtieron en individuos altivos y soberbios.
Un acontecimiento bélico vino a demostrar estos asertos. En plena guerra generalizada en Tierra Santa, los cristianos estaban asediando en julio de 1153 la ciudad de Ascalón, en la costa mediterránea de Palestina, unos pocos kilómetros al norte de Gaza. Los sitiadores consiguieron abrir una amplia brecha en las murallas mediante la aplicación de fuego. Un grupo de cuarenta templarios, que peleaban en la vanguardia, se lanzaron al interior de la ciudad por el boquete del muro, mientras algunos de sus compañeros impedían a otros soldados cristianos penetrar en el interior. Estaban tan seguros de su fuerza, o tan henchidos de soberbia y vanidad, que aquellos cuarenta se creyeron capaces de conquistar ellos solos toda la ciudad de Ascalón. El resultado de aquella locura fue el esperable: los cuarenta templarios fueron atrapados por la guarnición musulmana y liquidados allí mismo. Sus cuerpos colgaron de los muros, los defensores pudieron cerrar la brecha y la conquista de la ciudad se retrasó por algún tiempo.
La orden de que no se dejara entrar a nadie en Ascalón a fin de que fueran los cuarenta caballeros del Temple quienes recogieran semejante honor en exclusiva partió del maestre Bernardo de Trémelay. El tercer maestre, Everardo de Barres, había renunciado a su cargo en el mes de mayo de 1151, sin que se sepan las razones, para acabar sus días como monje cisterciense en la abadía de Claraval. Como sucesor había sido elegido Bernardo de Trémelay, cuarto maestre, natural de Borgoña y comendador de Dole, en la región del Franco Condado, y como senescal Andrés de Montbard, uno de los nueve fundadores. En el sitio de Ascalón era Bernardo quien dirigía las operaciones y fue uno de los cuarenta que cayeron muertos el 16 de agosto. El rey Balduino III decidió continuar con el asedio y logró la conquista de Ascalón. Los cuerpos de los cuarenta templarios fueron enterrados, pero sin cabeza; los musulmanes sitiados habían tenido tiempo de enviarlas como trofeo a Egipto. Algunos autores han puesto en duda la veracidad de este episodio porque quien lo cuenta, con su habitual animadversión hacia los templarios, es el cronista Guillermo de Tiro. Fuera o no así, el borgoñón Andrés de Montbard, uno de los nueve pioneros y tío de Bernardo de Claraval, y por tanto de edad algo avanzada, fue elegido quinto maestre del Temple.
Tierra Santa se encontraba en una permanente situación de guerra, y los templarios eran la principal fuerza con la que contaban los cristianos. Ante semejante panorama, todo caballero con capacidad para empuñar un arma era bienvenido. El peso específico de la Orden y toda su organización radicaba en los hermanos profesos permanentes, sin los cuales se ha estimado que no hubiera existido el Temple, al menos tal cual se configuró, pero también fueron admitidos caballeros que se comprometían a un servicio temporal, algo que no era nuevo, pues recordemos que hacía ya varios años que el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV y veintiséis de sus nobles vasallos se habían comprometido a servir a la Orden y a reforzar sus filas mediante el ejemplo y por el tiempo de un año.
Estos acontecimientos de mediados del siglo XII provocaron notables cambios en la forma de actuar de los templarios. Formados para la lucha, combatían en las ocasiones que requerían hacerlo, pero el contacto constante con los musulmanes hizo que a veces tuvieran que llegar con ellos a pactos y a acuerdos, en una especie de dualidad de acciones a veces no bien comprendida por otros cristianos.
Un episodio narrado por un musulmán refleja esa situación de acercamiento entre los templarios y algunos musulmanes. Ocurrió en una fecha incierta a mediados del siglo XII y parece deducirse del mismo que llegó a existir cierta confraternización entre los templarios y algunos musulmanes:
He aquí un rasgo de la grosería de los francos —¡Dios los confunda!—. Cuando iba de visita a Jerusalén, tenía la costumbre de entrar en la mezquita de al-Aqsa. En uno de sus lados hay un pequeño oratorio en donde los francos habían instalado una iglesia. Así pues, cuando entraba en la mezquita de al-Aqsa, lugar de residencia de mis amigos templarios, ellos ponían a mi disposición ese pequeño oratorio. Un día, al entrar, pronuncié la fórmula Allah Akbar y me disponía a comenzar la plegaria cuando un franco se precipitó sobre mí, me agarró y me volvió la cara hacia oriente, diciendo: «¡Así se reza!». Enseguida intervinieron los templarios y lo alejaron de mí, y yo me dispuse a continuar con mi plegaria. Pero el hombre, aprovechando un momento de distracción, se abalanzó otra vez sobre mí, y me volvió la cara hacia oriente, repitiendo: «¡Así se reza!». Nuevamente intervinieron los templarios, lo alejaron y se excusaron ante mí, diciendo: «Es un extranjero. Acaba de llegar del país de los francos y nunca ha visto a nadie rezar sin volverse hacia oriente». «¡Ya he rezado bastante!», respondí, y entonces me fui, estupefacto por causa de aquel demonio que tanto se había irritado y trastornado al verme rezar en dirección a la qibla [18].
Y es que, en efecto, la actitud dual de los templarios, unida a su doble condición de monjes y soldados, provocó una doble visión sobre ellos; el obispo de Acre, Jacques de Vitry, llegó a describirlos en esa doble faceta de la siguiente manera:
[Los templarios son] leones en la guerra y corderos en el hogar; rudos caballeros en el campo de batalla, monjes piadosos en capilla; temibles para los enemigos de Cristo, pura suavidad con sus amigos.
En los primeros años de la segunda mitad del siglo XII los templarios se habían convertido definitivamente en el brazo armado de la Iglesia, el verdadero ejército del papado, y a pesar de episodios como el de Ascalón y de la animadversión de algunos clérigos, nobles y soberanos, su prestigio en la cristiandad se mantenía intacto, tanto que en 1160 su mediación fue requerida para solventar problemas diplomáticos entre los reyes de Francia y de Inglaterra.
Ajenos a otra cosa que no fuera cumplir la misión que se habían propuesto en Tierra Santa, seguían consiguiendo más y más donaciones en los reinos cristianos de Occidente y peleando contra los musulmanes; en 1163 lograron una gran victoria sobre Nur ad-Din, atabeg de Alepo y gran señor del Islam, en la batalla de La Bocquée. Estaban ya tan curtidos en la lucha y tan identificados con Tierra Santa que era imposible entender el conflicto entre musulmanes y cristianos sin la presencia templaria.
Claro que no faltaron personajes sin escrúpulos, ávidos de poder y de riquezas a costa de lo que fuera, que llegaron a acuerdos con los templarios pese a ser considerados personas poco recomendables. Uno de ellos se llamaba Reinaldo de Chatillon, caballero de fortuna carente de tierras que buscó la alianza con el Temple para su exclusivo beneficio y que llegó a convertirse en príncipe de Antioquía al casarse con Constanza. Encumbrado por su matrimonio con la heredera de Antioquía, el poder no hizo sino acentuar su locura y comenzó a actuar como un loco soberbio. En 1156 invadió la isla de Chipre, causando una gran matanza entre sus habitantes, violando a mujeres y destruyendo aldeas y ciudades.
El nuevo maestre del Temple, Bertrán de Blanquefort, elegido en 1156 a la muerte de Montbard, no sólo no denunció los abusos de Chatillon, sino que pactó con él y consiguió para el Temple el dominio de los pasos de Siria, y con ellos el control de las rutas y de los peajes correspondientes, por lo que no reprobó las acciones criminales de su aliado. La alianza con Chatillon fue un desastre para el Temple, que en 1158 perdió trescientos caballeros en una batalla entre la localidad de Baniyas y el río Jordán; los ochenta supervivientes, entre ellos el maestre Blanquefort, fueron conducidos a Damasco y paseados encadenados por las calles para burla y mofa de la multitud.
Pero en 1159 Chatillon fue capturado por los musulmanes en una escaramuza; fue encerrado en Damasco, donde pasó preso dieciséis años de su vida. Cuando fue liberado volvió a causar numerosos problemas.
El reino de Jerusalén comenzó a atravesar contratiempos y su joven rey Amalarico I optó por lanzar un ataque a los musulmanes de Egipto. El gobierno de este país había sido ocupado por los mamelucos, una casta de guerreros que habían sido comprados a sus padres siendo muy jóvenes por diversas regiones, sobre todo del Cáucaso y del norte de Irán, y entrenados para convertirlos en temibles soldados. Amalarico atacó Egipto en 1163, y de nuevo en 1167, pero el 18 de marzo fue derrotado a orillas del Nilo por el sultán Nur ad-Din, en cuyas filas combatía un soldado que años después se convertiría en leyenda viva para el Islam: Saladino. Amalarico se ofendió tanto por la actitud de los templarios que llegó a pedir al papa la disolución de la Orden.
Nur ad-Din volvió a derrotar a los cruzados en 1165 en la batalla de Harenc, donde murieron sesenta templarios; el maestre Blanchefort, que tras haber sido liberado de su cautiverio los dirigía, pudo escapar. Moriría en enero de 1169.
Le sucedió Felipe de Milly o de Nablús, el primero de los maestres nacido en Tierra Santa, quien dimitió en abril de 1171 sin que se conozcan los motivos.
Entretanto, en Egipto se estaba fraguando algo que cambiaría el curso de los acontecimientos. Un ejército bizantino fue derrotado por Kiliy Asían II en Miriokéfalon. Un siglo después de la batalla de Manzikert, Bizancio quiso recuperar la iniciativa bélica; no lo logró, y ya no lo intentaría jamás.
La renuncia efectiva del Imperio bizantino a participar activamente en la cruzada animó a los musulmanes de Egipto a lanzarse a una nueva aventura. Saladino, un kurdo de valor extraordinario y de gran prestigio entre sus tropas que había servido a las órdenes del sultán, se hizo con el poder en Egipto y decidió atacar Palestina.
A comienzos del otoño de 1177 el ejército mameluco de Saladino puso rumbo a Tierra Santa. En el mes de noviembre pasó cerca de Gaza, donde los templarios estaban atrincherados por orden de su maestre, Eudes de Saint-Amand. El rey Balduino IV, un joven que acababa de tomar posesión del trono de Jerusalén, se preparó para la defensa y pidió ayuda al Temple. Balduino IV era valeroso y noble, pero estaba afectado por una enfermedad terrible que ya había causado una profunda mella en su joven cuerpo: la lepra. El rey leproso se enfrentó a Saladino en la batalla de Montguisard, en unas quebradas al pie del cerro que coronaba este castillo. Balduino IV venció y Saladino pudo escapar de milagro.
Aquella victoria animó a los cristianos, pero tal vez subestimaron la capacidad y la tenacidad de Saladino, que salió ileso de varios atentados urdidos contra él por los «Asesinos». En 1179 venció a los cristianos en el vado de Jacob, capturó el castillo de Beaufort y apresó a ochenta caballeros, casi todos templarios, incluido al maestre Eudes de Saint-Amand. Una disposición que se cumplía a rajatabla impedía a los templarios pagar rescate alguno para recuperar a un hermano apresado en combate por los musulmanes. Saladino lo sabía y ejecutó a los caballeros y a los escuderos y sirvientes. Ni siquiera el maestre podía ser canjeado por dinero o por otro cautivo; el orgullo templario era ya tal que Eudes de Saint-Amand, ante la propuesta de canjearlo por un sobrino de Saladino, llegó a decir ante el sultán que no había ningún hombre en el islam que pudiera comparársele. El maestre quedó en prisión hasta su muerte el 19 de octubre de 1179.
Tras dos años de guerra ininterrumpida, Damasco y Jerusalén pactaron una tregua en la que se contemplaba el libre tránsito de hombres y mercancías. A fines de 1179 acababa de ser liberado de su prisión en Damasco el alocado Reinaldo de Chatillon, quien, sirviéndose de sus habituales argucias, se había casado con una joven viuda que le aportó el señorío de dos importantes fortalezas al este de Jerusalén, los castillos de Kayak y Shawrak. Los años de prisión en Damasco no sólo no habían apaciguado el carácter belicoso de Chatillon, sino que lo habían acentuado. Y Reinaldo no estaba dispuesto a respetar la tregua si había con ello algo que ganar. Sin encomendarse a nadie, atacó cerca del curso del río Jordán a una caravana de mercaderes que se dirigía desde La Meca a Damasco. Chatillon, a cambio de varias donaciones, consiguió aliarse de nuevo con el Temple. Saladino se mostró furioso y prometió solemnemente que mataría a Reinaldo por sus crímenes.
El belicoso Chatillon seguía contando con el apoyo de los templarios, que habían permanecido sin maestre entre octubre de 1179 y principios de 1181. El Capítulo General eligió nuevo maestre a Arnaud de Torroja, que había ocupado la jefatura del Temple en Provenza y en la Corona de Aragón. Cuando viajó a Tierra Santa mantuvo el apoyo de la Orden a Chatillon, que no estaba dispuesto a dejarse amedrentar. En el otoño de 1182 organizó una expedición militar para atacar la ciudad santa de La Meca. En el mar Rojo se encontró con un barco cargado con devotos musulmanes que iban en peregrinación al santuario de la Kaaba y lo hundió con los peregrinos a bordo.
Entretanto, la figura de Saladino crecía en fama y prestigio en todo el islam; en junio de 1183 entró triunfante en Alepo; para entonces ya era conocido como Yusuf ibn Ayyub al-Malik al-Mansur Salah ad-Din («Rey Victorioso, Fortaleza de la Fe»).
Las órdenes militares se estaban haciendo demasiado poderosas y los padres de la Iglesia, reunidos en Roma en el III Concilio de Letrán en marzo de 1179, plantearon recortar su poder, pero el papa no quiso que esta propuesta prosperase y quedó suprimida de las resoluciones del concilio.