A la muerte de Hugo de Payns en 1136, y ya con la regla en plena vigencia, fue elegido segundo maestre el caballero Roberto de Craon. Este personaje, originario de la región del Maine, puede ser uno de los fundadores, tal vez el mismo que en 1125 es mencionado como Roberto, sin más, aunque hay quien considera que viajó a Palestina en 1126 tras haber prestado servicio en el círculo del duque Guillermo IX de Aquitania[15]. Roberto de Craon, que era senescal a la muerte de Hugo de Payns, aprovechó los buenos vientos que corrían a favor del Temple y logró su consolidación definitiva; la mayoría de los historiadores le reconocen una gran capacidad organizativa y notables conocimientos jurídicos.
Todo iba bien: las donaciones fluían sin cesar desde todas partes, las encomiendas que se fundaran a partir de 1129 en Europa florecían y crecían en propiedades, la red de encomiendas se extendía por toda la cristiandad, reyes y nobles favorecían ese crecimiento y el papado estaba dispuesto a hacer de la milicia templaria el brazo armado del que durante tanto tiempo había carecido.
El dinero de las donaciones y de las encomiendas en Europa se canalizó de manera constante hacia Tierra Santa, y los templarios pudieron edificar su poderosa red de fortalezas para la defensa del reino de Jerusalén y de las rutas que seguían los peregrinos. Gracias a ese flujo pudieron ser construidas las primeras fortalezas en Cisterna Rúbea (entre Jerusalén y Jericó), Bait Jubr at-Tahtani (junto al río Jordán) y la imponente Barghas (en el paso sirio).
El 29 de marzo de 1139 se produjo un hecho muy destacable. El papa Inocencio II promulgó la bula Omne datum optimum. En realidad, esta bula papal era un conjunto de privilegios que beneficiaban al Temple con una serie de ventajas y derechos que hasta entonces ninguna otra orden religiosa había conseguido. El sumo pontífice de la Iglesia otorgaba a los templarios el privilegio de no pagar diezmos a los obispos, es decir, conseguía la tan ansiada exención eclesiástica, les permitía asimismo disponer de sus propios cementerios y poder enterrar en ellos a sus muertos[16], la facultad de construir iglesias propias y la de recaudar impuestos sin necesidad de dar cuenta de ellos a nadie, salvo al papa. De facto, semejantes atribuciones y concesiones significaba reconocer que los obispos perdían en sus diócesis todo posible control o prerrogativa sobre los conventos templarios, tanto en lo material como en lo espiritual.
Los caballeros templarios lograban una autonomía prácticamente absoluta, pues además conseguían un clero propio, el reconocimiento de dos tipos al menos de hermanos, los caballeros y los sirvientes, y una dependencia directa del papa[17]. En cierto modo, esta bula no hacía sino ratificar lo contenido en la regla que redactara, aunque algunos opinan que no fue él quien lo hizo, Bernardo de Claraval, que en 1139 seguía siendo el principal valedor de la Orden en Europa.
La estructura de la Orden, simple en sus orígenes debido al escaso número de caballeros, empezaba a hacerse cada vez más compleja. En los primeros años bastó con un maestre para el Capítulo de caballeros, pues al ser tan pocos y residir todos en Jerusalén podían participar en los capítulos todos ellos. Pero veinte años después de su fundación, el Temple tenía casas y conventos por muchos reinos de Europa y ambicionaba expandirse por el reino de Jerusalén y por los Estados cruzados; y por ende, la autonomía conseguida en 1139 les confería una enorme capacidad de maniobra.
Las reformas y la adecuación a los nuevos tiempos debía hacerlas sin olvidar la misión fundacional. Y entre tanto, había que continuar asimilando la catarata de donaciones que seguían llegando. Véanse las principales adquisiciones:
La ayuda prestada a Ramón Berenguer IV en la conquista de Lérida en 1147 —el príncipe de Aragón solicitó la ayuda de diez caballeros templarios como fuerza militar contra los musulmanes de al-Andalus, en la continuación de la Reconquista aragonesa y catalana tras la unión dinástica del reino de Aragón y del condado de Barcelona—, les proporcionó a partir de 1149 la concesión de los feudos de Chivert, Oropesa, Aseó, Ribarroja y la zuda de Tortosa, es decir, el control de la salida al mar por el río Ebro, además de numerosas propiedades en las villas y ciudades de Barbastro, Huesca, Zaragoza, Daroca, Calatayud y Jaca y los castillos de Monzón, Chalamera, Mongay, Barbera, Remolinos y Corbins, aún por conquistar algunos de ellos, la encomienda de Belchite, varios privilegios, el diezmo de todas las rentas y censos, mil sueldos anuales en Zaragoza y un quinto del botín de las cabalgadas. En 1148 se crearon las encomiendas de Zaragoza y Huesca, y en los años siguientes el Temple se extendió por Ambel, Alberite, Cabanas, Tarazona, Borja, Velilla, Gallur, Pradilla, Sobradiel, Ejea, Uncastillo, Luna, Miravete, Boquiñeni, Encinacorba, Alfocea, Alagón, Pedrola, Alfajarín, Pina y La Zaida. La renuncia de los derechos al reino de Aragón en el testamento de Alfonso I le había salido carísima a sus sucesores y había procurado muchas posesiones a los templarios.
En el reino de Navarra, segregado de Aragón en 1134, recibieron la importante encomienda de Novillas y otras donaciones, como Razazol.
En 1137, el mismo año de su boda con el rey Luis VII de Francia, la duquesa Leonor de Aquitania les donó el puerto de La Rochelle, que se convertiría en la principal base de operaciones de la marina templaria en el Atlántico. En 1147, a punto de partir para la cruzada, Luis VII confiaba la custodia del tesoro de Francia a los caballeros templarios, que al año siguiente inauguraban su casa de la encomienda de París con la presencia del papa Eugenio III en un solemne acto al que asistieron ciento treinta caballeros.
En Inglaterra y Escocia, visitadas por el maestre Hugo de Payns, el éxito fue notable; muy pronto recibieron donaciones en Londres y en las regiones de Lincolnshire y Yorkshire.
Con tantas donaciones, los templarios se sintieron enormemente poderosos. Tanto que, en su peculiar pugna por la autonomía plena, siguieron logrando más y más triunfos frente a los obispos, que contemplaban resignados cómo el Temple quedaba al margen por completo de sus competencias en sus respectivas diócesis.
Una nueva bula, la Milites Templi, publicada el 9 de enero de 1144 por el papa Celestino II, dejaba definitivamente zanjada la ya absoluta autonomía del Temple. Los poderes de los obispos quedaban recortados por completo y hasta el control de las limosnas propias se reservaban los templarios.
Y si todavía quedaba alguna duda, una tercera bula, la Militia Dei, emitida por Eugenio III el 7 de abril de 1145, recién llegado al pontificado, consagraba el derecho del Temple a erigir oratorios y cementerios y ordenaba taxativamente a los obispos que no opusieran a ello ningún impedimento.