La Orden de los templarios salió del Concilio de Troyes convertida en la gran esperanza de la Iglesia. La euforia que se despertó en torno a ella a partir de entonces fue extraordinaria. Aunque ya habían recibido algunas donaciones en 1128, merced a la campaña de propaganda con las visitas previas a la celebración del concilio, a partir de 1129 la entrega de bienes y privilegios se multiplicó de una manera asombrosa y con una enorme rapidez. A partir de 1129 no hubo papa, monarca, noble o incluso gente del pueblo llano que no donara al Temple alguna propiedad, dinero o privilegios.
Los cartularios que se han conservado de diversas encomiendas templarias están llenos de listados de donaciones de propiedades, o de compra de propiedades inmuebles gracias a los donativos en dinero, que comenzaron a llegar de manera ingente. A la vez, nobles poderosos, siguiendo el ejemplo de Hugo de Champaña, se enrolaron como caballeros, bien de manera permanente o de modo temporal, como Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, que se hizo templario al final de su vida y entregó a la Orden su caballo y sus armas.
Todavía se hace difícil, si no se tiene en cuenta la efervescencia espiritual y la excitación que vivía la cristiandad en la primera mitad del siglo XII, explicar el apabullante éxito del Temple tras el Concilio de Troyes.
Tal vez el ejemplo más contundente de la pasión que se despertó en torno a los templarios lo patentice Alfonso I el Batallador, soberano del reino de Aragón y del de Pamplona. Este monarca, criado entre soldados y dedicado íntegramente a la milicia durante toda su vida, heredó el reino a la muerte de su hermano Pedro I y lo amplió considerablemente ganando a los musulmanes miles de kilómetros cuadrados en el centro y el sur de la cuenca del Ebro. Para la defensa de la frontera sur estableció varias órdenes militares; en concreto, fundó una cofradía militar en la localidad de Belchite en el año 1122 y otra, a la que llamó la Militia Christi, en la recién fundada villa de Monreal del Campo en 1124.
Alfonso I albergaba además un sueño: pretendía conquistar todas las tierras de la península Ibérica para alcanzar las orillas del mar Mediterráneo y viajar desde allí hasta Jerusalén. La aparición del Temple fue para el rey de Aragón una verdadera revelación, pues era el tipo de organización, y tal vez de vida, que él siempre había estado buscando.
El Temple se convirtió para el Batallador en una verdadera obsesión y en un modelo de comportamiento, y llegó a obsesionarse de tal modo que en 1131 dictó un testamento inaudito. Ante la falta de un heredero —Alfonso I se había casado con Urraca, la reina de Castilla, pero el matrimonio se había roto enseguida y sin hijos y su único hermano, Ramiro, era clérigo y por ello estaba inhabilitado para reinar—, el rey de Aragón instituyó como herederas al trono de Aragón a las tres órdenes constituidas hasta entonces en Tierra Santa, es decir, templarios, hospitalarios y del Santo Sepulcro.
El asombroso testamento reza así:
Para después de mi muerte, dejo como heredero y sucesor mío al Sepulcro del Señor que está en Jerusalén y a los que lo custodian y sirven allí a Dios, y al Hospital de los pobres de Jerusalén, y al Templo de Salomón con los caballeros que vigilan allí para defender la cristiandad. A estos tres les concedo mi reino. También el señorío que tengo en toda la tierra de mi reino y el principado y jurisdicción que tengo sobre todos los hombres de mi tierra, tanto clérigos como laicos, obispos, abades, canónigos, monjes, nobles, caballeros, burgueses, rústicos, mercaderes, hombres, mujeres, pequeños y grandes, ricos y pobres, judíos y sarracenos, con las mismas leyes y usos que mi padre, mi hermano y yo mismo tuvimos y debemos tener… Añado también para la milicia del Temple mi caballo con todas sus armas.
Obviamente este testamento era inviable, y aunque el rey Alfonso lo ratificó poco antes de su muerte en septiembre de 1134, los nobles aragoneses no hicieron el menor caso a la voluntad de su soberano y otorgaron la corona a su hermano Ramiro II el Monje, que pese a su condición de obispo electo fue proclamado rey de Aragón. Claro que a cambio de la renuncia a los posibles derechos por el testamento, los templarios, y las otras dos órdenes, recibieron abundantes donaciones que venían a sumarse a las ya generosas concedidas por Alfonso I entre 1131 y 1134.
Para entonces, y una vez logrado con creces el objetivo que lo llevó a Europa, Hugo de Payns ya había regresado a Jerusalén. Según las crónicas de su tiempo, lo hizo acompañado de trescientos caballeros y muchos más escuderos, peones y sirvientes. No está documentada la fecha del regreso del maestre del Temple a Tierra Santa, pero sí la del conde Fulco de Anjou, a quien Hugo de Payns había visitado en Le Mans en abril de 1128 en nombre del rey de Jerusalén Balduino II para ofrecerle la mano de su hija y en consecuencia la herencia y la sucesión en el reino. El de Anjou desembarcó en Acre en la primavera de 1129 y se casó con la princesa Melisenda el 2 de junio. Es probable que fueran con él varios caballeros templarios, procedentes de las nuevas incorporaciones logradas en Europa. Hugo de Payns estaba en Aviñón el 29 de enero de 1129, pues recibió allí la donación de una iglesia de parte del obispo de la ciudad. Su itinerario parece indicar que, una vez finalizado el Concilio de Troyes, viajó hacia el sur por el curso del Ródano, probablemente para embarcar en alguno de los puertos de Provenza, tal vez en Marsella, para regresar a Tierra Santa. Si fue así, y embarcó a principios de febrero, bien pudo estar con Fulco de Anjou a su llegada a Acre esa misma primavera.
Hacía ya nueve años que se habían fundado los templarios; durante los primeros apenas habían tenido relevancia y desde luego no habían participado en ninguna acción notable, ni siquiera en una escaramuza bélica. Hasta 1129 eran un pequeño grupo de idealistas fieles al espíritu de la cruzada a quienes el rey de Jerusalén había entregado un lugar para vivir. Pero al regreso de Europa eran ya la principal orden de la cristiandad, volvían envueltos en un halo de prestigio extraordinario, reconocidos por todos, autorizados por el papa y refrendados por el magisterio incuestionable de Bernardo de Claraval, y ciertamente con bastantes riquezas. La transformación de su estatus había sido sustancial.
A mediados de 1129, gracias al dinero recaudado en Europa y a los nuevos caballeros enrolados en el Temple, ya estaban en condiciones de cumplir la misión militar fundacional. Y lo hicieron. A fines del verano de 1129 el rey Balduino II, reforzado por la llegada de su ya yerno Fulco de Anjou y del contingente de los nuevos templarios, decidió atacar la importante ciudad musulmana de Damasco, que constituía la principal amenaza para los territorios cruzados. El ataque, que se saldó con un fracaso rotundo, constituyó la primera prueba de fuego para la caballería templaria. Habían pasado nueve años desde su fundación cuando los soldados de Cristo participaron en su primera misión de combate, y se saldó con una derrota.
En 1130, o poco después, Bernardo de Claraval redactó la obra más importante jamás escrita en defensa del Temple. La llamó Líber ad milites Templi de laude novae militiae, es decir, Elogio de la nueva caballería templaria. En el prólogo, el abad de Claraval alude a las tres ocasiones en las que Hugo de Payns le ha pedido que escribiera este «sermón exhortatorio» para levantar los ánimos de los templarios[14].
Bernardo deja claro, y lo defiende con entusiasmo, que la misión de los templarios es «exterminar ahora a los hijos de la infidelidad», a los musulmanes, claro. Defiende con argumentos retóricos el derecho de los cristianos a usar armas para defender la causa de la cristiandad, el derecho a la propiedad de Tierra Santa por la sangre derramada por Cristo —habla incluso de que Cristo se mostrará alegre por la venganza—, y hace de los templarios el brazo ejecutor de este plan.
Presenta a los caballeros de Cristo participando en un doble combate: el que se libra contra los hombres —los musulmanes— y el que se traba contra las fuerzas espirituales del mal. De ahí la justificación de la lucha armada en armonía con la pelea intelectual. Si «la muerte del pagano es una gloria para el cristiano», la muerte del caballero que sirve a Cristo es un premio.
Bernardo no desaprovecha la ocasión para dejar claro cuál ha de ser el modo de vida de estos monjes-soldados: guardar una férrea disciplina, vestir y comer con lo que les den de limosna, vivir en común, no poseer nada propio, no permanecer nunca ociosos, no decir palabras insolentes, permanecer todo el tiempo posible en silencio, aborrecer los juegos de azar y la caza, y desechar a los magos, a los adivinadores, a los juglares y los espectáculos burlescos.
El anhelo del buen templario ha de ser la victoria, que no la gloria, lo que resume Bernardo en una metáfora:
[Los caballeros templarios] son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé cómo habría que llamarlos, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado.
Tras estas consideraciones, pasa a describir los Santos Lugares, cuya protección queda en manos de la milicia de Cristo: el Templo, Belén, Nazaret, el monte de los Olivos, el valle de Josafat, el río Jordán, el monte Calvario, el Santo Sepulcro, la aldea de Betfagé y Betania. Para acabar cita el salmo 113b, versículos 10-11, que se convertirá en el lema de la Orden del Temple: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria».
El Elogio de Bernardo de Claraval supuso un aval extraordinario para el Temple, tal vez necesitado de él a causa de algunos ataques, porque no todo fueron alabanzas. Isaac de la Estrella, aventajado alumno del gran Abelardo, el excelso maestro de la Universidad de París, y de Gilberto de la Porree, atacaría duramente en 1140 este texto de Bernardo, convirtiendo a la «nueva caballería» en «un nuevo monstruo», procurando restar legitimidad a los combates de los templarios, aludiendo a que el mensaje de Jesucristo estaba cargado de paz y no de guerra.
Confortados por el éxito, las donaciones y el contingente de nuevos caballeros que ingresó en la Orden, los templarios participaron en varios combates entre 1129 y 1136.
Hugo de Payns murió en 1136, tal vez el 24 de mayo. El primer maestre de la orden templaria había logrado dar con la fórmula del gran ideal que en aquel tiempo preciso y en Tierra Santa necesitaba la cristiandad, vio cumplido su sueño y logró que su éxito y su obra se prolongaran a lo largo de casi dos siglos.