El viaje a Europa

La llegada de Hugo de Champaña cambió las cosas, pero para conseguir el reconocimiento de la nueva orden era imprescindible una rotunda sanción favorable del papa. Para lograrla, tal vez por indicación del conde de Champaña, una delegación del Temple partió desde Jerusalén con destino a Europa en algún momento del año 1127, quizá poco antes de que se echara encima el invierno mediterráneo. Desde luego, la embajada la encabezaba el maestre Hugo de Payns y las crónicas refieren que lo acompañaron cinco caballeros, pero en diferentes documentos aparecen en Europa en 1128 y 1129 los siguientes templarios: Guillaume de Bures, Godofredo Bissot, Hugo de Rigaud, Godofredo de Saint-Omer, Rolando, Payen de Montdidier, Andrés de Montbard y Archambaud de Saint-Amand; es decir, nueve y no cinco. Si en total fueron nueve templarios a Europa y eran, según los caballeros documentados en 1127, tan solo quince, ¿sólo se quedaron seis en Jerusalén?, ¿o ninguno, si se acepta que hasta 1129 sólo fueron nueve? No parece probable. Más bien da la impresión de que los cronistas confundieron el número de nueve templarios desplazados a Europa en 1127 con el total de miembros de la Orden.

Lo que parece evidente es que los que viajaron a Europa se habían juramentado para conseguir que las luchas terrenales en Palestina fueran asumidas por el papado y por los reinos de la cristiandad como una cuestión de fe.

La embajada templaria llevaba, sin duda, varias misivas de recomendación de Balduino II; entre otras, una carta para Bernardo solicitándole que redactara la regla para los templarios, una petición al papa para que aprobara esa regla para su legitimación ante los ojos de la Iglesia y cartas para todos los monarcas cristianos. Pero además eran portadores de un mandato diplomático: debían convencer al poderoso conde Fulco de Anjou, quien ya favoreciera unos años atrás al Temple, para que contrajera matrimonio con la hija del rey Balduino, de modo que se convirtiera, como así ocurrió, en el siguiente rey de Jerusalén por derecho consorte; y para ese matrimonio se contaba con el beneplácito del rey Luis VI de Francia.

No existe constancia documental fidedigna, pero todos los historiadores aceptan que Hugo de Payns se entrevistó con el papa Honorio II en Roma, y que allí se trazó la estrategia para la entronización de la Orden con todos los honores. Si fue así, los templarios no perdieron tiempo, y en 1128 ya estaban recorriendo los reinos cristianos para ganar adeptos a su causa, sin duda exhibiendo la incorporación a la Orden del conde Hugo de Champaña, los salvoconductos y cartas de recomendación de Balduino II y tal vez los certificados de beneplácito de Honorio II. Pero Hugo de Payns no olvidó a los hermanos que se habían quedado en Tierra Santa, a los que animó en una carta para que no cayeran en el desaliento.

Los nueve templarios se distribuyeron las visitas a los reinos cristianos a lo largo de 1128: Hugo de Payns recorrió Inglaterra y Escocia, Godofredo de Bissot se ocupó de Provenza, Hugo de Rigaud lo hizo de los reinos hispanos y Andrés de Montbard, probablemente el más preparado de todos ellos, acudió a entrevistarse con Bernardo de Claraval, a quien se le pidió ayuda en su condición de figura más relevante y prestigiosa de la Iglesia.

Fuera por las recomendaciones acumuladas, por el nivel social de los caballeros o por su capacidad de convicción, el éxito acompañó a la misión templaria, que ya en ese mismo año de 1128 consiguió las primeras donaciones en Portugal y una muy buena acogida en Francia, León, Castilla, Aragón e Inglaterra. No faltaron tampoco caballeros que entraron a formar parte de la Orden.

Aunque no todo fueron parabienes. Algunos indicadores señalan que en algunos sectores hubo un cierto malestar por la actitud de los templarios. Se han conservado dos cartas que dejan traslucir esta delicada situación, que se ha interpretado en clave de desavenencias internas. Una de las cartas la dirige Guigues, prior de la Gran Cartuja, al mismísimo Hugo de Payns; en la misiva, escrita probablemente a fines de 1128, el prior le recomienda al maestre del Temple, con el que o bien se había entrevistado o bien había recibido alguna carta de su parte, que antes de lanzarse a aventuras externas, en referencia a la guerra contra los infieles musulmanes, emprenda «la conquista de nosotros mismos para que después podamos partir con seguridad a atacar a los otros; primero purifiquemos nuestras almas de los vicios y luego purguemos la tierra de los bárbaros que la manchan». Guigues es rotundo, y de sus palabras se deduce claramente el orgullo, sin duda excesivo, con el que Payns presentó el Temple a los soberanos europeos y a las altas dignidades de la Iglesia. Uno de los párrafos de la carta dice lo siguiente:

A Hugo, maestre de la santa milicia, y a todos los que son conducidos por sus pareceres, los hermanos de la Cartuja, sus servidores y amigos, desean plena victoria sobre los enemigos espirituales y corporales de la religión cristiana y la paz por Cristo Nuestro Señor.

Como ni a vuestro regreso ni a vuestra marcha hemos podido disfrutar del placer de conversar de viva voz, nos ha parecido bien dirigiros al menos algunas palabras por carta […]. Es en vano que ataquemos a los enemigos de fuera si antes no vencemos a los de dentro […], purifiquemos nuestras almas de los vicios primero y a continuación purguemos la tierra de los bárbaros que la manchan […].

Si proponemos esas reflexiones, hermanos, es porque hemos oído decir que algunos de vosotros estáis trastornados y confundidos por algunas gentes de pocos conocimientos, como si la profesión por la que habéis consagrado vuestras vidas a llevar armas contra el enemigo de la fe y de la paz para la defensa de los cristianos, como si vuestra profesión, digo, fuera ilícita o perniciosa, dicho de otra forma, como si ella constituyese un pecado o impedimento de un gran progreso.

La segunda carta es mucho más críptica y tal vez haya que interpretarla en clave interna de la Orden. Está firmada por un enigmático personaje que se denomina a sí mismo como «Hugo el Pecador», y que unos historiadores han identificado con Hugo de San Víctor y otros con el propio Hugo de Payns. Escrita a fines de 1128 o en los primeros meses de 1129, está dirigida al mismo Payns; en esta misiva se pone de manifiesto que el diablo está siempre presto para engañar al género humano y que una de sus armas es precisamente el orgullo que el demonio hace enraizar en el alma de algunos hombres. Acaba señalando que los hechos de armas no deben contribuir a la iglesia de los soldados de Cristo, sino sólo a los de Dios[11].

Que la acogida del papa Honorio II a Hugo de Payns fue excelente lo demuestra el hecho de que se convocó un concilio en Troyes, precisamente en la capital de la Champaña, para rarificar la creación de la Orden del Temple con todos los honores y con el beneplácito de la Iglesia.

El concilio se celebró, como ya se ha indicado, en el mes de enero de 1129, y las actas se conocen por una copia de mediados del siglo XII basada en la redacción que realizó un notario llamado Juan Miguel, que asistió al concilio. Bajo la presidencia del enviado del papa Honorio II, el cardenal Mateo, obispo de Albano, estuvieron presentes al menos seis de los templarios fundadores: Hugo de Payns, Godofredo de Saint-Omer, Rolando, Godofredo Bissot, Payen de Montdidier y Archambaud de Saint-Amand. Junto a ellos asistieron los más importantes cargos eclesiásticos del reino de Francia; es decir, los arzobispos Enrique de Sens y Reinaldo de Reims, los obispos Gocelin de Soissons, de París, de Troyes, de Orléans, de Auxerre, de Meaux, de Chálons, de Laón y de Beauvais, y los abades de Vézelay, de Cíteaux, de Pontigny, de Trois-Fontaines, de Saint-Denis de Reims, de Saint-Etienne de Dijon y de Molestes, los relevantes eclesiásticos Bernardo de Claraval, maese Aubri de Reims, maese Folco, el conde Thibaud de Champaña, el conde de Nevers y el señor André de Baudemant, senescal de Champaña; y numerosos eclesiásticos de diversos rangos. Aunque aparece citado en las actas y se dice que sus palabras en el concilio fueron elogiadas profusamente, algún historiador ha dudado de la presencia de Bernardo de Claraval; la mayoría de autores que han escrito sobre el concilio la dan por segura, pero alguno ha aducido que estuvo ausente debido a una enfermad, tal vez una gripe[12]. A la vista de la relación de asistentes, es palmario que la fuerza de los templarios radicaba en el reino de Francia y en sus Estados feudales de Champaña, Borgoña y el Beauvaisis. Para entonces, los templarios habían trenzado una red de relaciones en media Europa y contaban con el beneplácito del papa, de la mayoría de los soberanos, de buena parte de la nobleza y de las principales dignidades eclesiásticas. ¿Cómo lo consiguieron en un tiempo tan breve?

No hay duda de que semejante poder de convocatoria y de convicción se debió a la confluencia de varios factores: la aureola de prestigio que rodeaba a unos caballeros que habían entregado su vida a Cristo desprendiéndose de todas sus ambiciones mundanas, el ideal de la Primera Cruzada, que se mantenía vivo todavía en Occidente, el sentido de cierta culpabilidad y de mala conciencia de algunos reyes por no haber acudido en persona a la llamada de Urbano II en 1095, la necesidad de mantener Jerusalén, aunque fuera como mero símbolo, en manos cristianas y el aval personal del papa y de Bernardo de Claraval. Con los templarios se hacía realidad la idea de la misión cristiana de la caballería: era posible compaginar un modo de vida laico, promiscuo y altanero con el sentimiento religioso y la defensa de los valores espirituales que defendía la Iglesia.

El Concilio de Troyes otorgó a la Orden del Temple una legitimación canónica, pero además hacía falta dotarla de una regla que no ofreciera la menor duda de que la actitud personal y vital de los caballeros de Cristo no era una mera declaración de intenciones sino un compromiso serio y permanente. Y para redactar la regla, nadie mejor que el más excelso de los hombres de la Iglesia de ese tiempo, el prestigioso y reconocido Bernardo de Claraval.

Bernardo había nacido hacia 1090 en el seno de una familia de la baja nobleza de Champaña. A la mayoría de los hijos segundones de este tipo de linajes, administradores de pequeños feudos sobre los que no tenían capacidad de división ni de reparto, no les quedaba otra salida que la milicia, es decir, ofrecerse como caballeros mercenarios a los grandes señores de la nobleza territorial, o «entrar en religión», ya fuera profesando en un convento, en una parroquia o, en los casos más notables, en una escuela catedralicia para hacer carrera hasta alcanzar un puesto en el capítulo de canónigos de una catedral.

Bernardo se hizo monje en 1112 y profesó como novicio en la Orden del Císter. Su capacidad dialéctica, su rectitud personal, sus maneras beatíficas y su habilidad retórica lo convirtieron enseguida en un referente para la Iglesia. Y su carrera, apoyado por los poderosos condes de Champaña, fue meteórica. En 1115 ya era abad del monasterio de Cíteaux, y ese mismo año fundaba en unos terrenos donados por el conde Hugo de Champaña, a unos sesenta kilómetros al este de Troyes, el monasterio de Clairvaux, o de Claraval, destinado a convertirse en uno de los más importantes de la cristiandad. Su personalidad y su actividad eran arrolladoras, y no sólo fundaba monasterios y extendía el Císter por Europa, sino que mantenía una constante correspondencia con papas, reyes y obispos, a quienes asesoraba, escribía tratados de Teología, rezaba y batallaba contra los enemigos de la Iglesia.

Su fama creció a un ritmo vertiginoso y enseguida se corrió la voz de que era capaz de realizar los más asombrosos prodigios, que muchos calificaron de milagros. A ello se sumaba una aureola de santidad marcada por el sentido piadoso de cuanto hacía y por la austeridad que impregnaba todas sus acciones.

Su relación con el Temple fue muy temprana. Su gran protector, el conde Hugo, decidió ingresar en la Orden en 1125. Bernardo se sintió afectado, pues el valedor de sus fundaciones, el señor que le había donado tierras y hombres para llevar a cabo su plan de creación de monasterios, dejaba en manos de su sobrino el condado. Bernardo, ofuscado por esta decisión, se sintió algo molesto y le escribió una carta en la que, si bien felicita a Hugo por su ingreso en el Temple, no deja de atisbarse cierto malestar al perder a su benefactor:

Si, por Dios, que de conde os habéis hecho simple soldado, y pobre, de rico que vos erais, yo os felicito de todo corazón, y rindo gloria a Dios, porque sé que este cambio se debe a la diestra del Altísimo.

Pero si Bernardo tuvo algún recelo sobre lo que le podría ocurrir con la partida de Hugo de Champaña a Tierra Santa, pronto se demostró que nada iba a cambiar. Teobaldo, sobrino de Hugo y su heredero al frente del condado, lo protegió más si cabe, y cuando en 1129 se le presentó la ocasión de ser el redactor de la regla de los templarios, Bernardo aceptó encantado.

Desde luego, los caballeros fundadores del Temple no eran unos desconocidos para el abad de Claraval. Tenían en común muchas cosas: eran miembros del mismo estamento social, compartían inquietudes y sentimientos, y además algunos de los templarios eran parientes próximos; Hugo de Payns era su primo y Andrés de Montbard era su tío. Esta relación de parentesco no era nada extraña, dadas las relaciones matrimoniales, tan endogámicas, que imperaban en este grupo aristocrático.

Bernardo, de firme carácter y sólidas convicciones, era frágil de cuerpo, y tal vez por ello no había podido dedicarse a la milicia, pero su gran perspicacia y su notable intuición le llevaron a comprender de inmediato que el proyecto de aquellos caballeros templarios era el de la plasmación concreta de un ideal que hasta entonces se había considerado un imposible. Tan convencido estaba de que en el Temple se fundían ideas aparentemente opuestas e irreconciliables hasta entonces que afirmó sin dudar que los templarios eran nada más y nada menos que el brazo armado del Salvador e invitó a todos los caballeros cristianos a unirse al Temple para, sin dejar de practicar su principal actividad y su modo de vida, la caballería, poder salvar sus almas. El templario era un caballero, pero su condición de soldado de Cristo lo alejaba del libertinaje y el laicismo que envolvía a la caballería seglar, porque a diferencia de ésta, que lo hacía por la fama, el honor y el reconocimiento público, los caballeros templarios luchaban con la mente pura y limpia, y no lo hacían en su propio beneficio sino en el de Dios, la Iglesia y los cristianos.

En el siglo X y en las primeras décadas del XI se había acuñado un axioma que, al menos entre numerosos intelectuales eclesiásticos que escribieron al respecto (como Gérard de Cambray hacia 1024 o el obispo Adalberón de Laón hacia 1030), defendía y justificaba la división de la sociedad en tres órdenes estancos: unos, los clérigos, rezaban; otros, los caballeros, luchaban, y los terceros, los campesinos, trabajaban. Ese era el orden divino de las cosas de este mundo y no se podía romper de ninguna manera. Pero en cierto modo, la aparición de los templarios vino a quebrar el esquema de la sociedad, porque los roles estereotipados se venían abajo, pues los templarios rezaban y luchaban a la vez, e incluso, si eran castigados por alguna falta, podían llegar a trabajar con sus manos.

El reto que se le propuso a Bernardo de Claraval era considerable, y sólo él podía ser capaz de resolver tantas contradicciones como se presentaban a la hora de conjugar todos los presupuestos que concurrían en la Orden del Temple.

Con su habilidad habitual, Bernardo se dirigió a los prelados reunidos en el Concilio de Troyes para resaltar la importancia del Temple, su necesidad vital para la defensa de Tierra Santa y la imperiosa urgencia para dotarlo de una regla adecuada que le permitiera desempeñar correctamente sus funciones. La intervención de Bernardo fue un éxito completo y los padres conciliares ratificaron la creación de la Orden del Temple con verdadero entusiasmo. Allí mismo se pidió a los nobles de Europa que colaborasen con la nueva orden y se aprobó que fuera el propio Bernardo quien redactara la regla por la que habría de regirse el nuevo instituto armado de la Iglesia.

En los primeros años de su existencia, los templarios se habían gobernado por la regla de San Agustín, la misma que profesaban los canónigos del Santo Sepulcro en Jerusalén, pero Bernardo quiso que tuvieran una regla nueva y específica. Como destacado miembro del Císter, Bernardo de Claraval utilizó la rígida regla cisterciense como base, al menos en lo que respecta a la vida monacal que debían seguir los caballeros templarios. Como monjes, los templarios deberían profesar los votos de pobreza, castidad y obediencia, y además, en su condición de soldados, la de defender Tierra Santa con su propia vida si fuera necesario. Para ello, el Temple se dotó de una autonomía extraordinaria: sólo obedecerían al papa y a su maestre.

Por supuesto, el Temple no fue la primera milicia religiosa de la Historia[13], pero sí la primera institución cristiana que hizo compatible la dualidad entre la oración y la espada en un mismo individuo.