El papa Urbano II había sucedido, tras el breve pontificado de Víctor III, al gran Gregorio VII, tal vez el más importante de cuantos obispos han ocupado el solio de San Pedro. Imbuido del espíritu reformador que había impregnado la Iglesia, Urbano II se mostró obsesionado con la idea de recuperar Jerusalén y los Santos Lugares para la cristiandad. En marzo de 1095 celebró un concilio en la ciudad italiana de Piacenza donde se preparó el gran concilio de Clermont, celebrado entre los días 18 y 27 de noviembre de ese mismo año de 1095. Durante algunos años el papa Urbano II había rumiado su plan y, tras recorrer algunas tierras de Francia e Italia, promulgó un llamamiento que iba a condicionar la vida de medio mundo durante los dos siglos siguientes, y tal vez lo siga haciendo[1].
En las empinadas laderas de Champ-Herm, en las afueras de la ciudad de Clermont, Urbano II, sumo pontífice de la Iglesia católica, en presencia de altas dignidades eclesiásticas, nobles, caballeros y una multitud del «pueblo llano», pronunció un encendido discurso en el que llamó a todos los cristianos a tomar las armas y a recuperar por la fuerza los Santos Lugares de Oriente.
No se sabe cómo lo dijo, ni cuáles fueron exactamente sus palabras. El resultado de este concilio se conoce por una copia del siglo XII que algunos aseguraron que se había hecho fielmente. Cuatro cronistas aseguran haber sido testigos directos del concilio, y por tanto de las palabras de Urbano II: se trata de Geoffrey de Vendóme, Bandri de Bourgeil, Robert Moine y Foucher de Chartres. Ellos han puesto en boca de ese papa palabras como las siguientes:
Guerreros cristianos que en vano buscáis una y otra vez pretextos para la guerra, regocijaos, pues hoy habéis encontrado un pretexto legítimo. Vosotros, que tan a menudo habéis sido el terror de vuestro prójimo, id y luchad contra los bárbaros, id y luchad por la redención de los Santos Lugares. Vosotros, que por una vil soldada vendéis el vigor de vuestros brazos a la ira de otros, armaos con la espada de los macabeos e id y mereced la recompensa eterna. Si triunfáis sobre vuestros enemigos, los reinos del Este serán vuestra recompensa. Si os vencen, tendréis el honor de morir en el mismo lugar que Cristo, y Dios no olvidará jamás que os halló en los santos batallones.
Este es el momento de demostrar que os anima el verdadero valor, el momento de expiar la violencia cometida en plena paz, las muchas victorias obtenidas a expensas de la justicia y de la humanidad. Si es que necesitáis sangre, mojad vuestras espadas en la sangre de los infieles. Os hablo con severidad porque así me obliga mi ministerio. ¡Soldados del infierno, sed los soldados del Dios verdadero![2]
Urbano II estaba emulando en cierto modo el llamamiento a la yihad de los imanes musulmanes. Y siguiendo ese ejemplo, la guerra contra el islam fue anunciada como una guerra santa y los cronistas de la época se hicieron eco de la proclama pontificia. Desde luego, el objetivo primordial fue la conquista y «liberación» de Jerusalén y para ello se postuló la participación de caballeros, expertos en el oficio de la guerra, los únicos que podían garantizar el éxito militar del proyecto, y así se les hizo saber en proclamas como la del cronista Guibert de Nogent:
Dios ha instituido una guerra santa para que la orden de los caballeros pueda encontrar una nueva manera de ganar la salvación.
La llamada de Urbano II tuvo éxito. Durante los dos siglos siguientes, el XII y el XIII, los cruzados, aquellos caballeros que habían cosido sobre sus capas una cruz como señal de compromiso para seguir a Cristo y a su vicario en la tierra, pugnaron con los musulmanes por el dominio de Tierra Santa. En esas dos centurias, emperadores, reyes, nobles, artesanos, comerciantes, aventureros, mercenarios, monjes, indigentes, mujeres, niños incluso, partieron hacia Oriente imbuidos de diferentes ideales e intereses; unos lo hicieron henchidos de un ideal religioso inflamado por predicadores y visionarios que aseguraban que la muerte luchando por la causa de Dios era el camino más rápido para alcanzar el Paraíso; otros buscaron honor, fama y gloria y con ello el ascenso social que en sus territorios de origen se les negaba por su nacimiento o por su condición, y no pocos procuraron enriquecerse mediante la obtención de un buen botín, ganando tierras y señoríos o comerciando con los ricos y lujosos productos que se importaban desde el lejano Oriente a través de Palestina y Siria.
Durante doscientos años, Tierra Santa se convirtió en un inmenso campo de combate. En esa vorágine de guerras y batallas, Jerusalén, por el simbolismo que encarnaba su posesión, fue el objetivo más deseado.
Sin embargo, la encendida y apasionada propuesta de Urbano II no resultaba fácil de llevar a cabo. Era necesario reunir tropas, sin duda varios miles de soldados, caballos, carros, impedimenta, y recorrer miles de kilómetros procurando además alimento, estancia y vestido, calzado sobre todo, para tanta gente. Por ello era preciso preparar la cruzada con tiempo.
Claro que algunos exaltados no estaban dispuestos a esperar y decidieron ponerse manos a la obra de inmediato. Así, mientras el papa Urbano recorría varias ciudades de Francia en demanda de ayuda a su proyecto, Pedro el Ermitaño, un visionario con gran capacidad para arengar a las masas, logró reunir a varios miles de personas, sobre todo pobres desesperados, y se puso en marcha el 8 de marzo de 1096; tras atravesar Europa, llegó a Constantinopla el 1 de agosto. El grupo que encabezaba Pedro el Ermitaño no tenía la menor preparación para la guerra y el 21 de octubre de ese año el ejército turco lo aniquiló en Civetot (Nicea). Los cronistas relatan que esta «cruzada de los pobres» estaba integrada por unas veinte mil personas, de las cuales sólo tres mil sobrevivieron a la matanza.
El desastre de la «cruzada de los pobres» no desanimó a Urbano II, que logró convencer a varios nobles caballeros de las regiones del norte de Francia para que tomaran la cruz y partieran hacia la conquista de Jerusalén.
En los corazones de aquellos primeros cruzados se mezclaban sentimientos diversos. Sin duda, algunos acudían a la llamada del pontífice convencidos de estar protagonizando la mayor de las gestas en defensa de la cristiandad, pero otros contemplaban la cruzada como la única salida a su situación familiar, especialmente los segundones de los miembros de la pequeña nobleza, condenados, ante la falta de feudos que administrar, a vivir a la sombra de sus hermanos mayores o a profesar en un convento, y es evidente que muchos veían en la cruzada una oportunidad para ganar tierras y riqueza y convertirse así en grandes señores.
Por tanto, en los primeros cruzados coexistían el fervor religioso, el deseo de aventuras, la avidez por lograr feudos y fortuna y una sensación de haber sido elegidos por Dios para ser el brazo ejecutor de sus planes en la tierra.
El fervor religioso era imprescindible, y Urbano II supo encenderlo y mantenerlo con extraordinaria habilidad. Entre los actos de la magistral puesta en escena de su predicación a favor de la cruzada, este papa había rezado en la localidad de Souvigny ante la tumba del abad Mayeuil, quien en el siglo X había sido capturado en su monasterio de los Alpes por una expedición de piratas musulmanes. El mensaje era claro: los musulmanes ya habían llegado en otra ocasión al corazón de Europa, y ahora, fortalecido el Islam con el aporte de los turcos seleúcidas, esa circunstancia podría repetirse. Era necesario tomar la cruz y marchar contra ellos antes de que se presentaran de nuevo en plena cristiandad.
Los caballeros adoptaron la cruz como signo de identificación y la cosieron sobre los hombros de sus capas; y se convirtieron así en los crucesignati, los marcados por la cruz, los cruzados.
En la primavera de 1096 la actividad en varias regiones del norte y del sur de Francia fue frenética; decenas de mensajeros recorrieron ciudades y aldeas reclutando hombres y recabando ayuda y dinero para la cruzada. A lo largo de varias semanas, miles de hombres se fueron concentrando en los lugares previstos y se pusieron en marcha hacia Oriente.
Los principales nobles que encabezaron a los cruzados fueron Raimundo de Saint-Gilles, conde de Toulouse —«el primero en tomar la cruz»—, Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, Roberto de Flandes, duque de Normandía e hijo del rey de Inglaterra Guillermo el Conquistador, Bohemundo y Tancredo de Tarento, Esteban de Blois y Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia. Varios de ellos eran individuos de sangre real, pero entre los cruzados no había ningún rey. Esta circunstancia dejaba la cruzada huérfana de un jefe indiscutible, y además el papa no había designado a ninguno de ellos como el caudillo del ejército cruzado —se limitó a nombrar al obispo Ademar de Le Puy como su legado y guía espiritual en la expedición—, de modo que la cuestión del liderazgo debería de resolverse entre ellos. Ademar murió poco antes de la conquista de Jerusalén.
Desde varios puntos, los cruzados se pusieron en marcha y fueron llegando al Oriente mediterráneo entre fines de 1096 y los primeros meses de 1097. Unas cien mil personas acamparon a las afueras de Constantinopla, y entre ellas al menos cincuenta mil eran combatientes. El emperador Alejo I temió lo que se le venía encima e hizo cuanto pudo para que aquella marea humana, que ya había causado numerosas tropelías durante su viaje, abandonara sus tierras cuanto antes.
El ejército cruzado se puso en marcha hacia el sur, rumbo a Jerusalén. En junio los turcos fueron derrotados por los cruzados y entregaron la ciudad de Nicea. El ejército cristiano se dirigió entonces a Jerusalén, pero para llegar hasta la Ciudad Santa era imprescindible conquistar algunas fortalezas que aseguraran la retaguardia. La más importante de cuantas había en la ruta terrestre entre Constantinopla y Jerusalén era Antioquía, ante cuyas imponentes murallas se presentaron el 21 de octubre de 1097. Mientras un cuerpo de ejército avanzaba hacia la ciudad de Edesa, a un centenar de kilómetros al noreste, otro sitió Antioquía hasta su conquista siete meses después, en junio de 1098. A finales de ese año todo el noroeste de Siria estaba bajo control de los cruzados; el camino hacia Jerusalén desde el norte estaba abierto y asegurado, pero los enfrentamientos entre los príncipes cristianos —en cuyas filas ya había habido algunas deserciones— comenzaron a manifestarse, incluso de manera violenta.
Mientras los jefes cristianos planeaban en Antioquía la conquista de Jerusalén, estudiando las tácticas descritas por el general romano Vegetio Renato en su tratado De remilitaris, los fatimíes de Egipto conquistaron la Ciudad Santa a los turcos. Esta acción fue beneficiosa para los cruzados, que observaron con agrado el enfrentamiento que se había producido entre los propios musulmanes y el caos que se vivía en la zona. El ejército cristiano, dirigido ahora por Godofredo de Bouillon, se presentó ante las murallas de Jerusalén el 7 de julio de 1099.
La vista que se ofrecía a los ojos de aquellas gentes que habían atravesado Europa y Asia Menor era la de una ciudad pequeña en la que destacaba por encima de todo una maravillosa construcción, la mezquita de la Roca, construida en la gran explanada que en otro tiempo ocupara el mítico Templo del rey Salomón.
Jerusalén no disponía de defensas poderosas, de manera que Godofredo ordenó un ataque inmediato. Durante una semana varias máquinas arrojaron todo tipo de proyectiles sobre los muros y las casas de los sitiados. Los cruzados habían construido torres de asalto, ballestas y catapultas y lanzaron un ataque combinado y brutal el 15 de julio, que corresponde al viernes 22 del mes de shaban del año 492 de la Hégira en el calendario musulmán. Ni las murallas ni los defensores musulmanes estaban preparados para repeler semejante asalto y los soldados de la cruz conquistaron la ciudad al primer envite.
La matanza que siguió fue terrible. Tanto los cronistas árabes como los cristianos[3] coinciden en señalar que todos los musulmanes fueron muertos y que no quedó una sola persona viva en la ciudad: «La sangre corría por las calles y en algunos sitios llegaba hasta la altura de las rodillas», se lee en una de esas crónicas. Los judíos, que se habían refugiado en una sinagoga, también murieron, quemados dentro del edificio.
Y si deseáis conocer lo que se hizo de los enemigos que hallamos en su interior, sabed que en el Pórtico de Salomón y en su Templo nuestros hombres marchaban a lomos de sus caballos y la sangre de los sarracenos llegaba hasta la rodilla de los anímales […].
Tras alzarnos con la victoria, el ejército regresó a Jerusalén. Habiendo dejado atrás al duque Godofredo, Raimundo, conde de Saint-Gilles, Roberto, duque de Normandía, y Roberto, conde de Flandes, se encaminaron hacia Latakia, en donde encontraron la flota de los písanos y a Bohemundo. Cuando el obispo de Pisa hubo establecido la paz entre Bohemundo y nuestros capitanes, el conde de Toulouse se aprestó a regresar a Jerusalén por el amor de Dios y de nuestros hermanos […].
Por consiguiente os invitamos a vosotros, que formáis parte de la Iglesia de Cristo, y a todos los pueblos latinos, a regocijaros por el maravilloso valor y la devoción de vuestros hermanos, por la devota y más ansiada recompensa dada por Dios omnipotente y por la esperanza devota en la remisión de todos vuestros pecados mediante la gracia de Dios.
Los conquistadores se dedicaron a la matanza y al saqueo; después de tres días de vorágine de sangre y rapiña, se ofreció a Godofredo de Bouillon la corona y el título de «rey de Jerusalén». Pero el duque de la Baja Lorena renunció a semejante honor. Alegó que no era digno de portar una corona de oro en la ciudad donde Jesucristo había sufrido la pasión con una corona de espinas, o al menos así recogen los cronistas su renuncia. Godofredo se limitó a adoptar el título de Advocatus Sancti Sepulcri, «protector del Santo Sepulcro». Es probable que pesara sobre su cabeza una profecía muy conocida en ese tiempo en la que se aseguraba que cuando hubiera un rey cristiano en Jerusalén, ése sería el signo del inicio del fin de los tiempos. Godofredo murió al año siguiente y enseguida pasó a formar parte del imaginario legendario de la cristiandad, en el que sería reconocido como uno de sus tres grandes héroes, al lado del rey Arturo y del emperador Carlomagno; le sucedió su hermano Balduino, quien no tuvo el menor inconveniente en ser coronado como primer rey de Jerusalén.
Conquistadas Jerusalén, Antioquía y Edesa, y desorientados los turcos y los egipcios ante la avalancha de los cruzados, fueron cayendo en manos cristianas otras ciudades y plazas fuertes de Tierra Santa; entre 1102 y 1109 cayeron Tortosa, Tiro y Sidón. En 1112 los cruzados dominaban una alargada franja que se extendía desde el norte de Siria hasta el desierto del Sinaí y desde la costa mediterránea hasta el mar Muerto, el río Jordán, los altos del Golán y el curso alto del río Éufrates; media Siria, Líbano y Palestina volvían a ser cristianas cuatrocientos setenta y cinco años después de la conquista árabe.
La Primera Cruzada había sido todo un éxito. Se fundaron cuatro Estados latinos: el condado de Edesa, el de Trípoli, el principado de Antioquía y el reino de Jerusalén; además, la conquista de Tierra Santa se revistió de hallazgos maravillosos. En Antioquía un peregrino llamado Pedro Bartolomeo anunció que había tenido una revelación en la que se le indicaba que excavaran en un lugar determinado de la iglesia de San Pedro; así se hizo, y para asombro de todos apareció allí una lanza que enseguida se identificó con la empleada por el soldado romano Longinos para herir el costado de Cristo en la cruz. De inmediato la Santa Lanza se convirtió en una de las reliquias más preciadas de la cristiandad. Y en este descubrimiento de reliquias de la Pasión, las más apreciadas y valoradas, Jerusalén no podía ser menos: el 5 de agosto de 1099, apenas transcurridas tres semanas desde la conquista, se anunció que había sido hallada ni más ni menos que la Vera Cruz[4].
No sólo se recuperaban Jerusalén y el resto de los Santos Lugares por los que vivió y predicó Jesús, sino también sus reliquias más preciadas, aquellas que habían estado presentes en la Pasión y que habían estado en contacto con el cuerpo y con la sangre de Cristo: la Vera Cruz, la Sábana Santa, la Santa Lanza, la Corona de Espinas… Y se identificaron lugares bíblicos como la casa de Simeón con el lecho de la Virgen, una iglesia en el solar de la casa de los padres de María, el aljibe donde José y María encontraron a Jesús en Jerusalén… ¿Qué más se podía pedir?
La guerra santa de la que ya hablara san Agustín y que se proyectó en la cruzada tenía ahora pleno sentido, los sacrificios y la muerte de miles de peregrinos y cruzados quedaban completamente justificados, no en vano para muchos de ellos la muerte en el viaje a Jerusalén era una muerte santa y el deseo de morir en la ciudad donde fue ejecutado Jesucristo se vería recompensado con estar a su derecha en el momento de la resurrección.
Pero este triunfo significaba algo más, sobre todo para la Iglesia. Con la aceptación de los valores del guerrero y la ratificación de que con las armas también se servía a Dios, el papado abrió las puertas para justificarse como un gran poder feudal; ya lo era, desde luego, a fines del siglo XI, pero estas nuevas circunstancias parecían ratificar la necesidad de hacer de la Santa Sede también un poder temporal fuerte.
La cruzada —a la que los documentos y crónicas de la época nunca denominan con ese término sino con los de passagium genérale, iter, expeditío crucis o peregrínatio— fue también una formidable ocasión para hacer negocios. Ya en la Primera Cruzada, mercaderes venecianos y genoveses lograron grandes beneficios con el transporte de peregrinos y cruzados, lo que los colocó en una situación inmejorable que supieron aprovechar para instalar sus factorías y consulados comerciales en diversos puertos del Mediterráneo oriental, pero además se abrieron nuevas rutas y nuevas posibilidades de comercio entre Oriente y Occidente, de las que fueron precisamente los mercaderes italianos los más beneficiados.
El impacto del triunfo de la Primera Cruzada fue especialmente atractivo para los reinos cristianos de la península Ibérica, que a fines del siglo XI ya habían logrado dar la vuelta a la situación y estaban en condiciones no sólo de plantar cara al islam andalusí sino de superarlo claramente en el campo de batalla.
El rey Pedro I de Aragón manifestó su deseo de acudir a la defensa de Tierra Santa en cuanto tuvo noticia de la conquista de Jerusalén; este soberano compensó entre tanto su ímpetu de cruzada con un ataque a la ciudad de Zaragoza y un discreto asedio en 1101, fruto del cual fue la fortificación de un castillo frente a la misma al que llamó Juslibol, es decir Deus lo vol, el grito de guerra con el que los cristianos habían tomado la cruz en Clermont en noviembre de 1095.
Su hermano y sucesor, Alfonso I el Batallador, conquistó Zaragoza en diciembre de 1118, justo unos meses después de que un concilio celebrado en Toulouse otorgara a la campaña contra Zaragoza la categoría de cruzada. Y en verdad que lo fue, pues personajes como el conde Gastón de Bearn, que participó en la toma de Jerusalén, y el conde Guillermo IX de Aquitania formaron parte del grupo de caballeros que entró victorioso junto al rey de Aragón en la ciudad del Ebro.
Gracias a los éxitos en Tierra Santa, el espíritu de la cruzada ganó adeptos y espacios en toda la cristiandad.