A mediados del siglo XI islam y cristiandad mantenían sus posiciones más o menos estables. En la península Ibérica apenas se producían pequeñas escaramuzas fronterizas y, a pesar de que en 1031 había desaparecido el otrora poderosísimo califato de Córdoba, los reinos cristianos no tenían aún la fuerza necesaria como para intentar siquiera derrotar a los débiles reinos de taifas que se repartieron el antiguo territorio califal.
En el Mediterráneo y en Oriente las cosas tampoco habían variado casi nada desde hacía siglos. Los musulmanes habían logrado conquistar en los primeros años de la expansión la mitad suroriental del Imperio bizantino, es decir, Siria, Palestina, Egipto, Libia y el Magreb, pero, fracasados sus varios intentos para ocupar la capital, Constantinopla, las fronteras habían permanecido muy firmes desde mediados del siglo VII.
Sin embargo, todo comenzó a cambiar a mediados del siglo XI. En el año 1055 los turcos, una poderosa tribu semi-nómada procedente de las inmensas llanuras de Asia Central, cayeron sobre el debilitado Imperio abbasí y ocuparon su capital, Bagdad. El califa se convirtió en una mera figura decorativa sujeta al verdadero poder político y militar que ejercían los caudillos turcos. Convertidos al islam, los turcos apenas tomaron aliento tras la conquista de Bagdad y se lanzaron sobre las fronteras orientales del Imperio bizantino.
Bizancio había establecido en sus límites orientales, en la zona oriental de la actual Turquía, una nutrida red de fortificaciones y de guarniciones que habían frenado a los musulmanes durante siglos. Allí se habían forjado caballeros de frontera que dieron lugar a poemas de gesta como el Diogenis Akritas, donde se glosa la figura de uno de estos militares bizantinos profesionales de la guerra. Pese a la capacidad militar de esos jinetes y a su formación, nada pudieron hacer ante la avalancha que se les vino encima.
En el año 1071 el ejército bizantino del emperador Romano IV fue derrotado por los turcos seleúcidas en la llanura de Manzikert, en el extremo oriental de Anatolia, al norte del lago Van. El efecto de la batalla fue inmediato: Armenia, Siria y media Anatolia cayeron en manos de los turcos, que llegaron hasta Nicea, muy cerca de Constantinopla; el caudillo Atsiz ibn Abaq entró victorioso en 1078 en Jerusalén, que seguía siendo musulmana desde la conquista en el año 636.
Pese a que toda Tierra Santa estaba en poder de los musulmanes desde el siglo VII, los cristianos habían podido viajar en peregrinación a Jerusalén con cierta facilidad, salvando, claro está, los peligros propios de los viajes en aquel tiempo. Habían mantenido abiertas iglesias y monasterios, aunque con algunos momentos de gran tensión —como ocurrió en 1009 cuando el sultán de Egipto Al-Hakim arrasó la iglesia del Santo Sepulcro—, pero pronto se apaciguaron las aguas e incluso los comerciantes de la ciudad italiana de Amalfi abrieron un hospital en Jerusalén, probablemente en el año 1023, para descanso y atención de los peregrinos cristianos.
Los soberanos del califato fatimí establecido en El Cairo y con dominio sobre Palestina toleraban a los cristianos, no en vano en Egipto vivía una nutrida comunidad de cristianos coptos, y no habían puesto ningún problema a las peregrinaciones, que fueron en aumento en los primeros decenios del siglo XI, a la vez que se incrementaba el comercio en el Oriente mediterráneo. Pero la invasión turca provocó un giro sustancial. El statu quo mantenido hasta entonces entre Bizancio y el islam cambió por completo. El emperador Alejo I Comneno, desbordado por el avance turco y temeroso de que no tardaran en atacar Constantinopla, pidió ayuda al papa.
Hacía tiempo que los pontífices romanos venían apostando por un enfrentamiento directo con el islam. Ya en el año 1063 el papa Alejandro II había concedido indulgencia plenaria a todos aquellos cristianos que combatieran al islam con las armas. Y la ocasión no se hizo esperar. En el año 1064 el mismo Urbano II llamó a los príncipes cristianos a participar mediante el uso de las armas en una guerra santa contra los musulmanes de la península Ibérica, en concreto en una acción armada puntual para la conquista de la ciudad de Barbastro, en el somontano del Pirineo aragonés. Esta primera cruzada «oficiosa» se saldó con un éxito parcial, pues, aunque en el verano de 1064 la ciudad fue ocupada, los musulmanes la recuperaron nueve meses después.
A efectos prácticos, la cruzada de Barbastro no supuso gran cosa, pero significó algo muy importante: que los cristianos podían unirse bajo una misma bandera, la de la cruz, y con un mismo objetivo, la recuperación de los territorios antaño conquistados por los musulmanes. Y lo que no era menos importante, podían conseguir con ello fama, fortuna y tierras —riquezas, en suma—, además, claro está, de la promesa papal de alcanzar de inmediato el mismísimo Paraíso.
A fines del siglo XI la idea de conquistar Tierra Santa por la fuerza de las armas estaba ya muy extendida. La experiencia puesta en marcha en la península Ibérica y en Sicilia demostraba que era posible derrotar al Islam, lo que quedó ratificado en 1085 con la conquista de Toledo por el rey castellano Alfonso VI.
Todo un enorme aparato de propaganda se puso en marcha: se escribieron canciones de gesta, poemas y relatos en los que heroicos caballeros cristianos, modelos para los del siglo, servían con sus armas y sus vidas a la expansión de la fe y triunfaban en su empeño alcanzando gloria y riquezas; se incentivó la peregrinación a los Santos Lugares, y algunos nobles, como el mismísimo Roberto I, conde de Flandes, que viajó a Jerusalén entre 1086 y 1089, dieron ejemplo de lo que había que hacer; y se proclamó que la guerra contra el infiel musulmán era santa y por tanto grata a los ojos de Dios.
La única dificultad radicaba en el temor al poderío turco, que había sido capaz de derrotar al poderoso ejército bizantino. Pero el hecho de que en el año 1092 muriera el gran caudillo seleúcida Malik Sah y su sucesión provocara disensiones y una grave crisis en el poderío turco favoreció la causa de los que ya defendían que era necesaria una guerra contra los infieles musulmanes. La llamada de auxilio del emperador Alejo I acabó por inclinar la balanza hacia el lado de la intervención occidental en Tierra Santa.
Jerusalén no sólo era el lugar donde había sido crucificado Jesús, Dios mismo hecho hombre para los cristianos, sino que era también la ciudad desde la cual el profeta Mahoma, el fundador del islam, había ascendido a los cielos y el santuario más sagrado para los judíos, pues allí se había mostrado Dios a Abraham y allí se había construido el Templo de Salomón, donde se habían depositado los más preciados objetos del culto judío: las Tablas de la Ley y el Arca de la Alianza. Jerusalén era, por tanto, el mismo centro del mundo, y así aparecía representado en los mapas del mundo tal cual se concebía en la época. Pero la Ciudad Santa estaba en manos de los musulmanes; había que acabar con esa situación.