Abro la shojii y me apresuro a entrar en casa, con mi bolsa de provisiones colgada del brazo, porque traigo a mi pinzón la primera fresa del año. Ir de prisa es una costumbre maravillosa, porque siempre es mejor que corran las piernas que el pensamiento. Pero ¿cómo mover de prisa las piernas, en una casa tan pequeña? Dejo la bolsa y aguzo el oído, esperando en vano oír voces familiares. Hace tan sólo cuatro días, resonaban por todas partes alegres gritos en mi casita. Pero desde que Michiko y Tadeo se fueron a casa de tía Matsui, la casa parece una tumba.
Tiendo la fresa a mi pinzón a través de los barrotes de la jaula, pero es evidente que no se encuentra más animado que yo. Acurrucado en el fondo de la jaula como un viejo, hecho una bola bajo sus plumas y con la cabeza colgante, abre el pico, entornando los ojos.
—¡Qué vergüenza, dormirse así antes de cenar, malo!
Pero no puedo continuar por más tiempo semejante juego. Arrodillada ante la jaula, apenas me puedo tener derecha. Estoy demasiado cansada, hasta para ir a hacerme una taza de té. Pero no puedo evitar contemplar amorosamente mi querida tetera de porcelana antigua, que está como siempre en un rincón de la cocina. Ésta es la hora sagrada de la taza de té bien caliente. Y Ohatsu demostró conocerme muy a fondo al colocar bajo mi gruesa y ventruda tetera, la tarde que se fue de casa, este billetito:
Me he ido a Tokio. No trates de encontrarme, hermana mayor. Hiroo quería casarse a pesar de la oposición de sus padres, y no he tenido más remedio que irme. No tengo el derecho de casarme. Es justo que todos los hombres puedan tener hijos en buen estado de salud. Y mis hijos se parecerían quizá a aquel pez. Debo irme, hermana mayor, a pesar del mucho cariño que te tengo. Te pido que me perdones. Adiós, te quiero y te respeto.
Querida Ohatsu! Había escrito «casarse» con dos erres. Nunca sabrá escribir esta palabra. Más que ninguna otra cosa, fueron sus faltas de ortografía las que hicieron acudir las lágrimas a mis ojos.
No obstante, me asaltó también el pensamiento de que en la torpe nota de Ohatsu se encerraba una amenaza que debiera inquietar mucho a todo el mundo. Ohatsu, en sí misma, no es sino una pobre jovencita, pero millones y millones de Ohatsus podrían cambiar la faz de la Tierra. Si todas las muchachas se negaran a tener hijos, serían más fuertes que todos los aviadores con sus bombas: porque los aviadores están sólo al servicio de la muerte, mientras que las pequeñas Ohatsus llevan en su interior la semilla de la vida.
—¡Yuka! ¡Yuka! ¿Qué es lo que no funciona como es debido?
Me sobresalto. He debido de quedarme aquí horas enteras. La habitación está completamente a oscuras, y me alegro de ello, porque así, Sam-san no podrá verme la cara. Pero siento que me roza con las manos la cabellera deshecha y las mejillas, húmedas de lágrimas.
—¡Usted ha llorado!
Lo niego con la cabeza, pero ahora Sam-san me conoce ya bastante, y no puedo ocultarle nada.
—No tiene aún noticias de Ohatsu, ¿verdad? ¿Es eso lo que le pasa?
A pesar de que no me haya dicho nada, adivino lo que Sam-san está pensando. Para él, no hay duda de ninguna clase: Ohatsu ha dicho un «adiós definitivo» a la vida. Le han hablado demasiado de todos esos supervivientes de Hiroshima que ponen fin a sus días, y atribuye a mi hermana las mismas intenciones. ¿No se dio muerte por amor la Ohatsu de la leyenda? Sin embargo, me niego a creer que Sam-san pueda estar en lo cierto. Y, cuando a veces me cruza por el pensamiento la imagen de la siniestra roca de Osima, me esfuerzo en mirarla sin temblar. Me agarro a la esperanza de encontrar un día a mi hermana pequeña, y no estoy dispuesta a renunciar a tal ilusión.
Sam-san, irritado de pronto, se da en una mano con el puño, exclamando:
—¡Santo Dios, cuando pienso en los estragos que ha causado esa bomba! Van ya quince años desde que cayó, y sigue aún haciendo víctimas. Y, mientras tanto, nos dedicamos a esperar tranquilamente a que la próxima nos caiga en la cabeza. ¡Pero, en todo caso, le puedo decir una cosa, y es que yo no me quedaré sin hacer nada!
Sam-san, con gesto rabioso, se pasa la mano por el pelo, que se le pone tieso en la cabeza, como si se tratara de las púas de un puerco espín.
—¡Naturalmente! Quiero vivir, soy joven y no voy a permitir que un general cualquiera me mande al otro barrio con sólo apretar un botón. Mi padre luchó siempre para salvar vidas humanas. ¿Por qué no voy a hacer lo mismo yo?
Apenas calla, oigo que me llaman en el jardín. Es una voz tan ronca, tan débil, que reconozco en seguida a Maeda-san. ¿Qué le traerá por aquí a estas horas?
Dejo a Sam-san y me precipito en la oscuridad exterior. Junto a la puerta de bambú está mi viejo amigo, más pálido aún que de costumbre a la desvaída luz de nuestro farol de piedra.
—¿Le pasa algo, Maeda-san? ¿Le ha ocurrido alguna cosa a Iisa?
—¡Tiene usted que ser fuerte, Yuka! Acaban de telefonearme desde el hospital. Fumio… Fumio la llama —me dice Maeda-san, con voz tan quebrada que apenas puedo entender lo que dice.
Le agarro por la manga; quiero saber qué ha pasado. Pero comprendo que es inútil. Para que me hagan llamar así, cuando ya es noche cerrada…
Sin perder un instante, nos ponemos en marcha hacia el hospital, y camino tan de prisa que el pobre viejo apenas puede seguirme. Pierde una sandalia, se detiene a recogerla…
—¡Me adelanto corriendo, Maeda-san! —le grito.
—Tiene usted razón. Ya nos encontraremos en el hospital, Yuka-san. Dese prisa.
¡Hace años que no he corrido como corro ahora! Voy literalmente volando por nuestra calle sin luces, y cruzo por el terreno indefinido donde todas las mañanas traigo a mis viejas amigas Nakano-san y Tamura-san. El viento me ha deshecho el peinado, y el pelo me barre la cara y me ciega. Prosigo mi carrera tropezando a cada paso, sin aliento, sin detenerme ni un instante…
… Y, de pronto, tengo la impresión de no estar sola, de que a mi alrededor hay por todas partes gente que corre, que corre… ¡Ah, sí, son los fantasmas! Hace quince años, corría de ese mismo modo por las calles, en medio de una multitud enloquecida, que durante todo este tiempo ha seguido corriendo así en mi imaginación. Esta noche me persiguen aquellas mismas personas, con sus caras carbonizadas, con los hombros destrozados, colgando en jirones… Las reconozco perfectamente. Son las que veo en mis pesadillas. Esta muchacha cuya cara devoran las llamas, ese hombre que lleva sobre la espalda a su mujer muerta, corrían conmigo aquel día. Aquí hay un grupo de colegiales, desplomados unos sobre otros, todos ellos muertos. Allá, un perro, con las patas aprisionadas en el asfalto fundido. Esto es lo que nos espera a todos, si no corremos lo bastante de prisa. Rápido, rápido, o moriremos asados. También es preciso que encuentre a mi madre. Ante mí, a lo lejos, veo la línea negra del río y las sombras que se zambullen en sus aguas. Semejantes a antorchas vivas, con el cabello en llamas, las mujeres saltan desde la escarpada orilla, en racimos apretados. ¿Estará mamá entre ellas? ¿Dónde está mamá? ¿Dónde?
—¡Eh! ¿Qué le pasa?
He tropezado de lleno con un agente de policía, y el choque me devuelve a la realidad. Me inclino y balbuceo:
—Dispénseme. Dispénseme, por favor.
Tras lo cual continúo mi carrera hacia la imponente masa del hospital, que se alza ante mí.
Al entrar en el vestíbulo, me veo en un espejo la cara desencajada y el cabello en desorden. Me ajusto instintivamente el kimono, me arreglo el pelo y paso junto al vigilante nocturno, saludándole al pasar. Luego corro escaleras arriba, caminando de puntillas para no importunar a nadie. En el rellano, pasa la enfermera que tiene el turno de noche, llevando en una bandeja muchos platillos de cartón, en cada uno de los cuales hay un comprimido encarnado, sin duda alguna un soporífero. Me dirijo a toda prisa hacia la habitación de Fumio y abro suavemente la puerta.
Hay un biombo alrededor de la cama, un biombo que a las seis, cuando me separé de Fumio, no estaba; y comprendo en seguida lo que esto significa. Me acerco sin hacer ruido y oigo hablar a mi marido detrás del biombo. Tal vez esté alguien con él.
—¡Fumio!
No tiene fuerzas para volver la cabeza, pero levanta los ojos hacia mí, y se cruzan nuestras miradas.
—Hablaba contigo, Yuka —murmura.
Me arrodillo junto a su cama, tomo su mano deforme en la mía y me la llevo a mis labios. Fija en mí su mirada y se le iluminan los ojos, esos ojos de expresión dulce y humilde que jamás han mirado con amargura.
—Sí, hablaba contigo, Yuka —repite—. Te decía todo lo que no me he atrevido a decirte nunca. Era demasiado tímido y no podía atreverme.
Se detiene, pero sé que no ha dicho todo lo que tenía que decir, y aguardo a que continúe.
—Lo has sido todo para mí —prosigue con voz débil—. Lo sabes muy bien, Yuka. Sé que también yo he sido mucho para ti, y me disgusta dejarte con todo ese amor desperdiciado.
Sacudo la cabeza en señal de negación, pero sigue diciendo obstinadamente:
—Sí, sí, he acaparado todo tu amor, y ahora ya no estaré contigo… Quería decirte que… Otras personas te necesitarán, y necesitarán tu amor, como lo he necesitado yo.
Intenta sonreír, pero una oleada de dolor le contrae bruscamente el rostro, y se encoge todo su cuerpo. Lucha con el dolor como se lucha con un león. Ya me levanto para ir a buscar a la enfermera cuando Fumio me retiene a su lado con un débil gesto del brazo. Se muerde los labios hinchados para no gritar y para no turbar el sueño de sus compañeros de habitación. Mi marido y el león siguen luchando, y puedo oírles jadear en este terrible combate a vida o muerte.
¡Gana Fumio! Me lo hace comprender así su sonrisa, y me inclino instintivamente ante el vencedor, que es al mismo tiempo la víctima; ante el hombre que sufre, ante ese gran hombre que es mi marido.
Y, ante tal tributo rendido a sus sufrimientos y a su triunfo, se le llenan a Fumio los ojos de lágrimas. Brillan un instante en sus largas pestañas y luego corren, como minúsculos ríos, por el paisaje de agonía que ha sido el rostro de un hombre. Pasan por el borde sus pústulas, secas ya, caen en el hueco de sus llagas vivas y se pierden en la cavidad de su boca entreabierta.
—¡Fumio! —digo solamente, en un suspiro.
¡Querría decirle tantas cosas! Pero no sé más que repetir: «¡Fumio! ¡Fumio!». No puedo hacer sino arrodillarme a su lado, sabiendo que ya no me oye.
Vuelve la cabeza sobre la almohada y cierra los ojos. Está ya inmóvil, ¡y parece tan pálido y tan débil, tan frágil! Ya no queda realmente nada de él. ¿A quién se parece esta noche mi Fumio? ¡Ah, sí, a mi muñeco de trapo! ¡Muñeco mío! ¡Cuánto le he querido!