Capítulo catorce

¿Cómo explicar a un americano qué es el ko? Son absolutamente incapaces de comprender los refinamientos de la cortesía japonesa. Sacudida por el traqueteo del minúsculo tren que nos lleva a Kiosoko, donde vamos a conocer la familia de Hiroo, sonrío todavía al pensar en los esfuerzos que he tenido que hacer esta mañana para explicarle a Sam-san en qué consiste el ko.

—En nuestro país, no tenemos nada que se pueda comparar a esto —me decía, como si hablara de cualquier especialidad japonesa—. Yo quería mucho a mi padre, le quería realmente mucho, pero en lo que respecta a este género de amor filial… No, Yuka, de veras, no acabo de comprender su ko

Traté de hacerle una demostración más convincente; cogiendo un almohadón, me lo eché a la espalda como si se tratara de un niño pequeño y, caminando a pasitos cortos, me incliné varias veces. Es evidente que el «niño» seguía el movimiento.

—Imagínese usted que soy una joven japonesa que saluda a su marido. Cada vez que me inclino, Se inclina también mi niño. Así se le inculca de un modo completamente natural el respeto hacia el jefe de la familia. Y es el comienzo del ko.

—Escuche, Yuka, sería usted una buena actriz.

Animada por el cumplido, inicié un paso de danza, me arrodillé ante nuestro huésped y comencé una serie de reverencias tan profundas que tocaba al suelo con la frente a cada una de ellas.

—¡Dios del cielo! ¿Qué hace usted casi tumbada en el suelo?

—Hoy es Año Nuevo, y doy las gracias a mi honorable padre por todo lo que ha hecho por mí durante el año que acabamos de dejar atrás. Le aseguro mi profundo afecto y le prometo obedecer a todos sus deseos. He aquí lo que es el ko.

Pero no cabe duda de que Sam-san no lo comprenderá nunca. Y, mientras estamos instalados en este mínimo y bamboleante tren, observo a Hiroo, que está sentado frente a mí, y comprendo que el ko será siempre algo sólo nuestro, de los japoneses. Hiroo no ha tenido nunca la menor duda respecto a este asunto, igual que mi hermana y que yo misma. Para tan solemne circunstancia (la presentación de su novia a sus padres), se ha puesto el kimono de fiesta, el que lleva bordado sobre sus anchas mangas el emblema de su familia samurai. Con este suntuoso traje, el muchacho parece completamente distinto del Hiroo de todos los días; nada queda ya en él del habitual y atareado fotógrafo de Prensa; por el contrario, parece un personaje escapado en línea recta de algún cuadro clásico. Se mantiene rígido como una espada, no hace un solo gesto, ni dice una sola palabra. Tal vez sea mejor que Sam-san no nos haya acompañado.

Mi hermana, sentada al lado de Hiroo y con la nariz pegada al cristal de la ventanilla, contempla cómo desfila el paisaje ante nosotros, sonriéndose a sí misma. Está tan encantada de esta salida que olvida todo temor. Y, no obstante, del resultado de esta presentación depende todo su porvenir.

—¡Mira aquel templo azul, allá lejos, encima de aquella montaña! —exclama alegremente.

Ohatsu ha conquistado ya a todos los viajeros del departamento, con lo que Hiroo pierde ligeramente su rigidez. Tal vez su amada produzca una impresión igualmente favorable en sus padres. ¿Quién va a resistir al encanto de Ohatsu?

El tren acaba de detenerse unos instantes en una diminuta estación, e Hiroo propone que bajemos a tomar un refresco. Pero es tan evidente que tiene ganas de estar solo con Ohatsu que me voy sola hacia una tiendecita de recuerdos que hay aquí. Se encuentran en ella jarrones tallados en bambú, abanicos de papel pintado y pequeños amuletos. Me fijo en una minúscula perla cultivada, tallada en forma de corazón y pendiente de un hilo dorado que parece hecho a propósito para el frágil cuello de mi Ohatsu. A pesar de que el tal collar no cuesta más que algunos yenes, éstos son muchos para mis pobres medios. No obstante, lo compro sin vacilar, y la sonrisa extasiada de mi hermana (cuando se lo entrego) me da mil veces la razón. Palmotea y me murmura al oído:

—Nunca me desprenderé de él, hermana mayor, nunca.

—¡Que te traiga suerte, querida mía!

El tren acaba de recorrer vastos arrozales, y ahora los dejamos atrás para atravesar un bosque de abetos y llegar por fin al mar. Seguimos durante un momento por la costa, recorriendo la curva de una ancha bahía. Frente a nosotros se alza una roca rojiza y salvaje, la famosa roca de Osima.

—¡Cuando pienso que hay personas que vienen a tirarse desde ahí arriba! —exclama Ohatsu, que sigue con la nariz pegada al cristal—. ¿Cómo se puede ser tan tonto?

Pero se echa a reír al decirlo, porque hoy todo le divierte, hasta esta roca mortal.

—¡Ya estamos en Kiosoko! ¡Ya hemos llegado! —dice Hiroo, cuando el tren se detiene en la estación inmediata.

Parece profundamente impresionado y, mientras nos dirigimos hacia su casa, veo que la sangre le late precipitadamente en las sienes. Ya vuelve a influir en él la atmósfera familiar, y se diría que se ha olvidado de su trabajo, de su vida en Hiroshima y hasta de nosotras. Entra por la puerta del jardín como si traspasara el umbral de un templo y, con paso decidido, empieza a recorrer el sendero que conduce a una modesta construcción de bambú.

Delante de ésta, crece una hilera de cipreses. Sobre los peldaños que llevan a la casa nos aguardan, tan tiesos como los árboles, un hombre muy menudo y su mujer.

Llevan unos kimonos completamente ajados por el uso. A su alrededor, todo parece miserable y, no obstante, reina sobre esta casa y sus dueños no sé qué atmósfera de nobleza. Aún sin haber visto los emblemas samurai, medio borrados en las mangas de los kimonos, yo habría comprendido que estas personas pertenecen a otra casta que a la de Ohatsu y mía.

Los padres de Hiroo dominan perfectamente la expresión de sus rostros, y al saludarnos dan muestras de una cortesía encantadora.

Yoku irashai mashita. Dozo.

Cuando terminan los acostumbrados saludos, dirijo una mirada furtiva a nuestros anfitriones. ¡Dios mío! En lugar de las sonrisas que esperaba, descubro en sus rostros un velo de desesperación. A pesar de que admiran la belleza de Ohatsu, a pesar de que estoy segura de que han adivinado la dulzura de su carácter, comprendo que hay algo que no funciona en absoluto como es debido, y siento como una puñalada en el corazón.

—Les ruego que tengan a bien tomar uno de esos humildes refrescos. Dozo.

Nuevo intercambio de saludos y de fórmulas de cortesía. Luego nos arrodillamos todos en círculo en una estera de paja fina, bajo los oscuros cipreses, y una especie de gnomo prehistórico, que viste un kimono muy deteriorado, nos sirve té verde en unas tazas tan frágiles como galletas de hojaldre. La recepción sigue así largo rato, sin que hablemos más que de tópicos.

En un primer encuentro entre dos familias, con vistas matrimoniales, no debe hacerse ninguna alusión a la boda, pero ello no impide que tenga lugar por ambas partes el más minucioso de los exámenes. Tiene poca importancia lo que podamos decir mi hermana y yo; lo que importa es el tono de nuestras voces, la pronunciación, y nuestros gestos y expresiones. También es cuidadosamente examinada la ropa que llevamos. Me doy cuenta de que mi hermana produce una impresión favorable en los padres de Hiroo. Al parecer, les ha conquistado por completo. Y, no obstante, hay en los ojos del matrimonio una creciente expresión de tristeza.

Por fin cambian una mirada y, poniéndose graciosamente de pie, ruegan a su hijo que tenga a bien seguirles un momento. Le hablan con extraordinaria afabilidad y cortesía, prometiéndole no retenerle mucho tiempo. Luego, el padre se inclina ante Ohatsu y ante mí y nos ruega que les disculpemos un momentito.

—Nuestro sirviente les va a traer té fresco —nos dice—. Le ruego que nos disculpen por unos instantes. Dozo.

—Ya están disculpados —le contestamos a un tiempo, inclinándonos hasta el suelo.

El padre abre la marcha, dirigiéndose en línea recta hacia la casa. Le sigue Hiroo, y tras éste viene la madre, a unos tres pasos de distancia, caminando con esos andares lánguidos que se considera un signo de distinción en la mujer, («andares de pavo», hubiera dicho insolentemente Sam-san). Todo se desarrolla de acuerdo con la etiqueta, no hay ni una sola nota discordante, hasta que…

Hiroo vuelve la cabeza. ¡Oh, Dios mío! Su mirada es la de un prisionero que aguarda su sentencia. ¿Es éste el mismo Hiroo que hemos conocido corriendo de derecha a izquierda, con sus pantalones de franela y su chaqueta de cuello, su máquina de retratar colgada al hombro y sus bolsillos repletos de carretes de fotografías? ¿Existen, pues, dos Hiroo? ¿Hay dos personas absolutamente distintas en cada japonés?

Ohatsu se ha puesto en pie de un salto.

—¡Hiroo! —murmura.

A pesar de que éste no ha oído seguramente su llamada, le veo estremecerse de pies a cabeza. Pero vuelve a someterse inmediatamente al ko. Desviando la mirada, entra en la casa detrás de su padre. Su madre entra también, con la cabeza inclinada, en pos de sus dos amos. Todo en su actitud parece expresar una vida entera de obediencia y de tristeza.

—¡Hermana mayor!

La voz de Ohatsu vibra de angustia, pero yo meneo la cabeza. Nunca hasta hoy he tenido el valor de resistir a una llamada de Ohatsu, pero esta vez debo hacer caso omiso de mis sentimientos personales. Pase lo que pase, hoy debemos seguir las reglas de la etiqueta tradicional. Ohatsu lo comprende en seguida; vuelve a dejarse caer de rodillas y se acurruca silenciosamente sobre sí misma, junto a mí, en la dócil actitud que corresponde a una hermana menor.

¡Qué Dios bendiga a este viejo gnomo! Como todo el mundo, ha sucumbido al encanto de Ohatsu y ronda muy solícito a su alrededor, murmurando:

—¿Un poco de té? ¿Un pastelillo? ¿Dos pastas?

Mariposea alrededor de mi hermana y Ohatsu le acepta un pastelillo. Cambiamos con él, en voz baja, insignificantes observaciones acerca del tiempo. Parece ser que ésta es la primavera más calurosa que ha habido aquí desde hace setenta años, y mi encantadora Ohatsu, que no ha conocido aún más que diecisiete, aprueba espontáneamente lo que le dice el gnomo. Caminando a pasitos cortos y con los pies desnudos, el viejo le trae a Ohatsu una ramita de cerezo en flor; deposita su ofrenda ante ella, en la estera de paja, como si mi hermana fuera demasiado frágil para sostener las flores en la mano.

—¡Ah, ya vuelven, hermana pequeña! —digo de prisa.

Hiroo y sus padres salen ceremoniosamente de la casa. Tengo la impresión de que todos estamos representando nuestros papeles en una obra teatral, en uno de esos antiguos No en que cada gesto, cada palabra, conduce hacia un fin previamente determinado. Así, Ohatsu y yo, arrodilladas en nuestros respectivos lugares, aguardamos la entrada de los restantes personajes. No hay drama verdadero sin un conflicto entre el amor y el deber, y esto es lo que estamos representando ahora. Pero en el fondo de esta escena se esconde un drama mucho más espantoso todavía. Ninguno de nuestros poetas clásicos hubiera podido concebir nunca un personaje condenado a dar vida a una progenie monstruosa y por ello mismo excluido de la unión con el hombre o la mujer a quien ama.

¡Aquel pez monstruoso! ¿Por qué me cruza por la imaginación tal recuerdo en el preciso instante en que Ohatsu ve a Hiroo? En los ojos de mi hermana, agrandados por el miedo, vuelvo a ver el pez del doctor Domoto, con sus dos cabezas hinchadas y sus cuatro ojos de extraviada expresión. Y me doy cuenta de que mi hermana se estremece. ¿Experimenta, tal vez, una repentina repugnancia hacia su propio cuerpo? Bajo una apariencia engañadora, sabe muy bien qué género de muerte lleva en sí la sangre que corre por sus venas. ¿Cómo pudo aquella pérfida bomba manchar irremediablemente la sangre, la medula de los huesos y hasta las entrañas de una japonesita llamada Ohatsu?

—Ya está cayendo el crepúsculo —dice el padre de Hiroo.

Y me parece estar oyendo la voz de un actor del No.

—Es un atardecer muy hermoso, es cierto —le contesto como un eco.

¿Es posible que se sienta aún cierta felicidad en momentos de desesperación? Estas sencillas palabras: «Un atardecer muy hermoso», que pronuncio con voz firme, casi me hacen sentir feliz. Ohatsu y yo nos levantamos, y adivino que sólo la fuerza que irradio sostiene todavía a mi hermana. Mi voluntad la ayuda a atravesar el espacio que nos separa de Hiroo y de sus padres. Camina erguida, con la cabeza muy alta.

Me armo un lío con las habituales fórmulas de agradecimiento y, al despedirnos de nuestros anfitriones, les digo cuanto nos han honrado recibiéndonos en su casa.

—¡Tienen ustedes un jardín tan bonito! No olvidaré nunca este lugar. Gracias. Muchísimas gracias.

¡Oh, victoria! ¡Victoria sobre mí misma! La dulce sonrisa que me dirige el padre de Hiroo viene a ser un mensaje de aprobación. Hasta Hiroo parece satisfecho de mi conducta y de la de Ohatsu, a pesar de la tristeza que hay en su mirada. Me late orgullosamente el corazón. He sabido mantener, yo sola, el decoro que requería la circunstancia, y he logrado elevar hasta un nivel superior nuestro común sufrimiento. Me esfuerzo por sonreír una vez más, orgullosa de haberme convertido en una verdadera hija de Hiroshima.

—Hemos de darnos prisa, para no perder el tren —digo.

—¡Sodeska! Harán ustedes un viaje agradable. Ahora que el sol se ha puesto, no hace tanto calor, y el recorrido a lo largo de la costa es muy hermoso.

Sé ahora que nunca formaremos parte de esta familia y, sin embargo, el padre de Hiroo nos trata con tanta afabilidad como si fuéramos parientas suyas. Nos ha recibido como acogería a unas samurai, a pesar de que somos gente sin importancia, y mira a mi hermana pequeña como hubiera mirado a la mujer de su hijo.

Empezamos los adioses definitivos, saludándonos y sonriéndonos de nuevo. Y, al cerrar Hiroo a nuestras espaldas la puerta del jardín, me parece que ésta hace el mismo ruido que el telón que pone fin a un drama.