Capítulo trece

¡De manera que ya han nacido las ardillitas! Asoman la nariz por el hueco del árbol, semejantes en todo a su feliz padre. Ohatsu y yo les hemos traído una bolsa de avellanas. ¡Así no tendrán necesidad de ir a la tienda de ultramarinos! Podrán quedarse todo el día sentadas en el alféizar de la ventana, recordando a Fumio y a sus compañeros que la felicidad existe aún en el mundo. ¿No es extraño que los hombres y las ardillas deseen, en el fondo, las mismas cosas: el amor, la salud y la paz? Pero ¿por qué hoy día estos bienes esenciales resultan más accesibles para las ardillas que para los hombres?

—¿Verdad que nuestra ardilla se ha hecho muy bonita? —me pregunta desde el fondo de su cama Madoka, el muchacho sin párpados.

Lo ha preguntado con voz temblorosa. Se diría que está tan delgado como una hoja de papel. Estoy segura de que estos seis muchachos no llegan juntos más que al peso de tres adultos normales. A pesar de eso, sus cuerpos, bajo la presión de sus glándulas revolucionadas, se hinchan de manera monstruosa por algunas partes. Apenas me atrevo a mirar a Fumio. En menos de una semana, los brazos se le han vuelto horriblemente esmirriados, mientras que la cabeza le ha doblado de volumen. Con sus labios tumefactos y agrietados y sus ojos hundidos, ojerosos y llenos de arrugas, la cara de mi marido se ha convertido en una máscara espantosa. En su rostro todo parece gritar: «¡Sufro!». «¡Sufro mucho!».

—¿Has dormido mejor esta noche, Fumio? —le pregunta Ohatsu.

Hemos venido las dos, con Sam-san, y estamos ahora al pie de la cama. Creo que a Fumio le gusta tenernos así, cerca de él. Al oír la pregunta de Ohatsu, ¡qué extraña mirada se enciende en sus ojos! Es como si viera hasta más lejos que todos nosotros, como si supiera más cosas. ¿Qué es lo que va a saber? Ni aun cuando pudiera decírnoslo lograríamos comprenderle sin duda. Mi tía Matsui decía que hay que haber sufrido para saber en qué consiste el sufrimiento.

Sam-san no consigue apartar los ojos de mi marido. Desde hace una semana, viene todos los días a ver a Fumio al hospital, y ha seguido los estragos de la enfermedad. Cada vez permanece inmóvil delante de la cama, con la mirada fija en este rostro impenetrable. Quizá lo que le intriga es la tranquila resignación de mi marido. A su manera humilde, Fumio ha alcanzado una gran altura. Se ha elevado hasta una cima donde no caben ni la mezquindad, ni las pequeñeces.

—¿Puedo decir unas palabras a Fumio, Yuka? —murmura Sam-san—. ¿Me lo permite usted?

Le contesto afirmativamente y se acerca a la cama. Tiene los músculos de la cara tensos y se pasa nerviosamente la mano por el pelo.

—Escuche, Fumio —murmura—, no sé exactamente cómo darle a entender lo que pienso, pero quisiera decirle: «Gracias». Sí, gracias por todo lo que me ha enseñado. Gracias a usted, he comprendido lo que significa Hiroshima, y no hay muchas personas que lo sepan. Y diré todo lo que he visto aquí. Eso es lo único que puedo hacer, decirlo a mi alrededor.

Voy traduciendo cuidadosamente. Cuando termino, Fumio levanta despacio los ojos y busca la mirada de Sam-san. Los dos hombres se miran el uno al otro durante un segundo. ¡Oh, pobre marido mío, qué fuerza hay de pronto en tu mirada! He aquí ahora que sonríe, sí, sonríe. Sam-san enrojece mucho. Siguen mirándose los dos largo rato y me parece entonces que el mundo entero se inmoviliza, que guarda silencio para rendir homenaje a estos dos hombres. Pasa un momento cargado de eternidad, que marca el tiempo con su imborrable huella.

—Me parece que Fumio se ha dormido, Yuka —me murmura Ohatsu al oído.

Nos alejamos, caminando de puntillas y, después de haber saludado uno por uno a los compañeros de Fumio, salimos de la habitación en silencio… Pero es para tropezar con el doctor Domoto, que se dirige hacia nosotros a paso de carrera, acompañado de un occidental de barba negra y cabello en desorden.

—¡Ah, muy malo! —exclama al ver a Sam-san—. ¿Habla usted el francés?

No, Sam-san no sabe francés, y sacude la cabeza con expresión ausente; su pensamiento está aún junto a Fumio.

—¡Ah, muy malo! Ustedes, todos, venimos a beber té, venimos a mi despacho —dice el doctor Domoto en su horrible inglés.

Nos precede y nos hace entrar en su despacho, al francés de la barba alborotada, a Sam-san, a Ohatsu y a mí.

—El doctor Bonnard es una autoridad mundial en materias genésicas y en mutaciones —me explica en japonés el doctor Domoto—. Desgraciadamente, he olvidado casi por completo el francés. Y, no obstante, lo estudié bien en París, hace veinticinco años. El doctor Bonnard ha venido al Japón para entrevistarse con nuestros grandes especialistas, el profesor Tomaki, el doctor Fujimoto y el doctor Kikushi. ¿Todos ustedes tomarán té? Muy bien.

Nos sirve el té una pequeña campesina de piernas arqueadas, que se muere de risa, tapándose la boca con la mano, al ver la barba del francés. Pero el doctor Bonnard ni siquiera lo advierte. Contempla absorto documentos y fotografías desparramados sobre la mesa, que le va enseñando el doctor Domoto. Mirando discretamente por encima de su hombro, veo una extraña fotografía; es un pez, pero ¡qué pez más horrible!

—Es una interesantísima experiencia del profesor Tomaki —nos explica el doctor Domoto—. Un pez monstruoso, con dos cabezas y cuatro ojos.

Me pide que explique a los demás que este pez, tratado en el laboratorio con rayos de cobalto, se ha vuelto radiactivo y no ha tardado en presentar signos de deformidad.

—Sí, sí —dice el doctor Domoto, sin darme tiempo para traducir—. Es verdad: cuantos más rayos de cobalto, más deformidades. Al cabo de una semana le salen al pez dos cabezas, cuatro ojos. Lo mismo puede sucederles a los hijos de los seres humanos, antes de nacer, si la madre está radiactivada, y hasta a los hijos de sus hijos… Esas transformaciones pueden saltar una o más generaciones. Las personas radiactivas no pueden estar nunca seguras de que sus hijos, sus nietos o sus biznietos no serán como estos horribles peces.

Nos acercamos a la mesa, con los ojos fijos en el pez del doctor Tomaki. El francés lo contempla largo rato mediante una lupa que pasa a continuación a Ohatsu, sonriéndole. (Hasta ese doctor barbudo se muestra sensible a su belleza). Pero mi hermana menea la cabeza y retrocede vivamente. Está muy pálida. Dirige una nueva mirada de horror a la fotografía del pez y desvía inmediatamente los ojos, como si buscara la salida. Comprendo que es mejor alejarla de tal espectáculo y cambio una rápida mirada con el doctor Domoto. Nadie conoce mejor que él los nervios descompuestos y la falta de dominio y de sangre fría de todas las víctimas de la bomba atómica.

—Gracias por su visita, Nakamura-san —me dice rápidamente, empujándome hacia la puerta para abreviar las despedidas—. Espero volver a verla pronto.

Y ya estamos las dos en la calle, en compañía de Sam-san. A la luz del día, Ohatsu parece aún más pálida que en el oscuro despacho del doctor. Se aprieta las manos contra el pecho, en un gesto conmovedor que es exclusivamente suyo.

—He de darme prisa —me dice—; debo estar en mi trabajo dentro de diez minutos.

Es apenas la una, y generalmente no empieza a trabajar hasta las dos. Me gustaría mucho que paseara un poco con nosotros, pero no me escucha y huye corriendo. ¡Dios mío! Paso por un momento de pánico y siento la tentación de echar a correr también tras ella. Nunca se puede saber qué idea abriga Ohatsu en la cabeza durante sus momentos de depresión.

—Deje de inquietarse por Ohatsu, Yuka —me dice Sam-san, apretándome amistosamente el brazo—. Ya tiene usted bastantes preocupaciones. La muchacha está enamorada, y eso es todo.

Trato de convencerme de que tiene razón, pero en el fondo sé que mis temores están justificados; Ohatsu no puede ser feliz, después de todo lo que le ha ocurrido. No obstante, no tengo ganas de discutir este asunto con el americano.

Bajamos lentamente hacia el río y entramos en el nuevo puente. En la orilla, justo debajo de nosotros, hay un hombrecillo que está pescando. Arroja sin cesar su red al agua y tira de ella hacia el ribazo, para volverla a arrojar en seguida. A cada intento, el agua se levanta en surtidores y vuelve a caer en menudas gotas, y los círculos concéntricos se agrandan alrededor de la red. Descubro cerca de la orilla un ramo de flores, sujeto entre dos piedras. Espero que Sam-san no lo vea, y trato de llevármelo de aquí, pero me dice:

—Mire, hay allí un ramo de flores, el mismo que el otro día. Es increíble, pero se diría que lo han puesto ahí ex profeso.

Querida mamá, tendré que explicárselo todo. Sabes muy bien que tiemblo ante la idea de pronunciar delante de un extranjero tu nombre, tan amado, pero Sam-san ahora es ya de los nuestros. Tiene derecho a saberlo todo. Gracias a él, otros sabrán lo que ha pasado aquí. Mamá, perdóname si cuento a este americano cómo transcurrieron tus últimos instantes y lo que tuviste que padecer en la corriente del río. Perdóname, mamá.

—Tiene usted razón, Sam-san. Este ramo, lo ha dejado ahí Ohatsu —digo en voz baja a nuestro huésped, que sigue mirando por encima del parapeto.

—¿Ohatsu? —repite, intrigado.

—Sí —le contesto—, todas las mañanas, al ir a su trabajo, deja ahí un nuevo ramo.

Y empiezo a contarle lo que hubiera sido imposible que le dijera unos cuantos días antes. Durante todos estos años transcurridos, ni una sola vez he hablado de ello con nadie. Pero ahora refiero a Sam-san que es exactamente en ese lugar donde nuestra madre se arrojó al río, transformada en una antorcha viva, después de hacer explosión la bomba.

—Veinte mil personas reposan aún en el fondo del río. Como mamá, se arrojaron al agua, envueltas en llamas, y los suyos vienen a dejar flores en el río. Es la única tumba a la que pueden llevar flores.

Sam-san me aprieta las manos sin decir palabra. Yo ya sabía que no podría decir nada. Comprende ahora por qué, la primera noche que pasó en nuestra casa, Ohatsu le arrancó bruscamente de las manos la flor que él le había cogido de su ramo.

—Sam-san, quiero contarle los últimos momentos de mi madre —le digo—. Quiero contárselos, porque es el destino que nos está reservado a muchos de nosotros, y tal vez incluso a la humanidad entera.

Intento entonces describirle aquella escena, que tan bien recuerdo: la de la ciudad de Hiroshima envuelta en llamas. Le cuento aquella huida desatinada a través de las calles, aquel día, con tía Matsui y con mamá, que llevaba a la espalda a la pequeña Ohatsu, de tres años. Estábamos casi desnudas, porque la onda de la explosión nos había arrancado la ropa. Atravesaban los aires bolas de fuego, de las que salían surtidores de llamas que incendiaban y abrasaban cuanto tocaban: los árboles, las casas y las personas. Éstas huían en todas direcciones. Las calles estaban tan calientes que el asfalto hervía y muchos pobres perros murieron quemados vivos por no haber podido levantar de él las patas, pegadas al suelo. Recuerdo los espantosos aullidos de aquellos infelices animales; y mamá también debió de gritar, antes de arrojarse al río.

—Calle, Yuka. Eso está por encima de sus fuerzas.

Pero es preciso que tenga fuerzas para hablar. Sam-san debe saberlo todo, puesto que ahora está aquí, con los que escaparon de la bomba. Cayó entonces sobre mí una rama de árbol, dejándome desmayada y salvándome tal vez de la muerte, de manera que sólo conozco la muerte de mamá por el relato de mi tía. Tal relato es el que repito ahora a nuestro huésped.

—Tía Matsui dice que no podrá olvidar nunca los alaridos de horror, ni el insoportable olor de la carne quemada. Fue ella quien recogió a Ohatsu en la orilla del río, donde la había arrojado mamá antes de saltar al agua. En medio de aquella muchedumbre de desesperados, mamá volvió por última vez su hermosa cara hacia su hija. Gritó el nombre de Ohatsu y se hundió entre las aguas con un grito de desesperación. Fue exactamente en el mismo sitio en que usted puede ver estas flores, las flores de Ohatsu.

No puedo continuar. No puedo. ¡Oh, mamá, tu cara ennegrecida me sigue mirando a través del agua gris! Hay una aureola alrededor de tu cabello quemado. Juro, mamá, juro por tu rostro calcinado y tus cabellos en llamas, consagrar el resto de mi vida a impedir que tales horrores vuelvan a producirse jamás. Ah, ¿me sonríes, mamá? ¿Es eso lo que esperabas de tu hija: la promesa de consagrarse a esta tarea? Pues bien, ya la tienes. Te lo prometo. Tu rostro angustiado ha desaparecido ahora entre las ondas del río, y ya no queda ahí más que el ramillete de Ohatsu, las flores de Hiroshima. ¿Duermes en paz, mi querida mamá? ¿Duermes de veras en paz?