Capítulo doce

¡Qué suerte que la fiesta dada en honor de Ohatsu caiga precisamente en la estación de las luciérnagas! Hemos ido dos noches a cazar estos bichitos a las colinas, y hemos llenado de ellos dos jaulillas de bambú que salen a relucir todas las primaveras.

Como todos los años, los bosques de los alrededores estaban atestados de innumerables cazadores de luciérnagas; pero ya apostaría cualquier cosa a que nadie ha cogido tantas como nuestro querido americano. ¡Pone tanto entusiasmo en todo lo que hace! Hoy está muy emocionado al pensar en la fiesta que Maeda-san da esta noche en honor de Ohatsu y de Hiroo.

—¿A qué hora salimos? —me pregunta—. ¡Con tal de que haga buen tiempo! ¿Cree usted que he de ponerme elegante?

—No, pásese simplemente el peine por esta vez. Será suficiente.

Sam-san forma de tal modo parte de la casa que me tomo familiarmente la libertad de poner en orden su alborotada cabellera. Su pelo, de un rubio casi irreal, es tan suave al tacto como lo parece a la vista.

—La fiesta de las luciérnagas empieza en cuanto se enciende la primera estrella —le digo—. Los alumnos de Maeda-san llegarán todos a la vez, y darán la señal para empezar.

Ha llegado el momento. Están todos ante la puerta del pintor, vestidos con sus kimonos de fiesta y levantando al aire la nariz, en espera de que aparezca la primera estrella. La casa de Maeda-san está ruinosa y destartalada, desde que la ráfaga atómica la sacudió de arriba abajo.

—Uno de estos días nos va a caer en la cabeza en plena clase de dibujo —dice uno de los alumnos, riendo tras de su abanico—. El maestro se cambiaría de casa muy a gusto, si no fuera por su mujer.

Sam, que empieza a saber algunas palabras japonesas, ha creído comprender que se habla de la mujer de Maeda-san, y me dice:

—¡Cómo! ¿Conque Maeda-san está casado? No me lo había dicho usted, Yuka-san.

Hago como si no le hubiera oído y entro en el jardín, con la esperanza de que Sam-san no vea a Iisa. Esta noche es fiesta, y no quiero estropearle la velada por descubrirle una nueva calamidad de Hiroshima. Pero todo es inútil.

—Vengan a saludar a mi mujer, queridos amigos —nos dice en seguida Maeda-san, acogiéndonos con amable sonrisa—. Vengan a dar las buenas noches a Iisa.

Adora a su mujer, y su amor se lee claramente en su rostro. Caminando a pasitos cortos y haciendo señas a sus jóvenes amigos de que no hagan ruido con sus getas, Maeda-san nos conduce hacia una especie de mirador tapizado de plantas verdes que se encaraman por una celosía. A la luz de algunas luciérnagas que se han escapado de sus jaulas, advertimos en el fondo de la estancia la silueta de Iisa, arrodillada ante un panel laqueado. ¡Qué extraña aparición! Quien no sepa que la mujer de Maeda-san respira, come y duerme, podría imaginar que el pintor ha dejado olvidada aquí a una muñeca gigantesca que, inmóvil y adornada con cintas, le sirve de modelo para sus cuadros.

Miro de reojo a Sam-san. Ha entornado los ojos y parece muy conmovido. Los alumnos de Maeda-san se inclinan todos a la vez, y nuestro huésped hace lo mismo. Así suelen honrar los muchachos a esta mujer, herida por el destino.

Saludo a mi vez a Iisa. Quisiera hacer algo más que inclinarme ante ella, pero ¿qué voy a decirle? Las palabras ya no tienen para ella ningún sentido. ¡Pobre Iisa! Igual que todos los relojes de Hiroshima, su inteligencia se paró aquella mañana del mes de agosto, a las ocho y cuarto. Ensordecida por la explosión, embobada, con el vestido hecho jirones, logró arrastrarse hasta su casa y desde entonces no ha salido de ella. Su marido la encontró aquel día meciendo en sus brazos a su hijito muerto, con los ojos muy abiertos, y contemplando con expresión de horror la negra lluvia atómica.

—¡Kirei!

Kojinó, el más joven de los pintores, murmura estas palabras, que significa «encantadora», y, como un eco, otra voz lo repite por lo bajo. Naturalmente, son artistas, ávidos de belleza. Una luciérnaga ha venido a posarse en la pura frente de Iisa e ilumina su rostro con suave resplandor. Es hermosa. Sus manos, tranquilamente cruzadas sobre el pecho, son tan blancas como los sedosos pliegues de su kimono, y su larga cabellera negra es tan suave como sus cintas de terciopelo. Kirei es la palabra que mejor describe a nuestra encantadora Iisa.

La resplandeciente luciérnaga ha apagado su lamparita, e Iisa se encuentra de nuevo sumida en la oscuridad.

Maeda-san nos hace signo de que le sigamos. No hay que fatigar a su mujer. Pero nadie quiere que la diminuta muñeca blanca se sienta excluida de la fiesta y, arrodillados en el césped, empezamos todos a cantar para ella. Nuestras voces no son más que murmullos, al cantar esas endechas de Hiroshima tan queridas para nosotros: «Cuando cae la lluvia negra», o «El ramillete sobre el agua», terminando, naturalmente con el Bungaku no ko. Nos sale apasionadamente del fondo del corazón, un grito: «¡Nunca más Hiroshima!». ¡Qué cerca nos sentimos los unos de los otros! Somos una raza aparte, la raza de los seres radiactivos, y los únicos ejemplares de esta especie que existen en la superficie de la Tierra. Todos nosotros somos hermanos.

—¡Yuka-san!

¡Me había olvidado del americano! Ya han terminado los cantos, que han sido substituidos por conversaciones en voz baja, y comprendo de pronto cuán solo y cuán triste debe de sentirse Sam-san entre nosotros. ¡Qué falta de tacto, haber descuidado así a un huésped honorable! Me siento culpable y le sonrío.

—¿No hay esperanza? —me pregunta repentinamente en voz baja, señalando a Iisa, que sigue inmóvil en el florido mirador.

—Desgraciadamente, no.

Le cuento en pocas palabras la historia de Iisa y veo que de nuevo se le oscurece la mirada.

—¿Hay muchos casos como éste en Hiroshima? —me pregunta con ansiedad.

En su rostro aparece la misma expresión que cuando el doctor Domoto le mostraba a los enfermos del hospital.

—Muchos, por desgracia.

—¡El refresco está servido! —exclama en este momento Maeda-san, con su voz ronca.

Realmente, son las palabras que todos estábamos esperando.

—Sé que la gente joven tiene buen apetito —añade.

Ríe con suavidad y da unas cuantas palmadas sin hacer ruido. Todo cuanto hace, lo hace calladamente, para no importunar a su mujer. Y, a ejemplo suyo, todos nos esforzamos por hablar, por reír incluso, sin hacer ruido. Se diría que la fiesta se desarrolla en sueños. Ohatsu y yo nos apresuramos a ir a buscar las fuentes de suchi, de hishimoshi. ¡Es tan divertido ver cómo devoran estos muchachos, con tanto apetito, todo lo que les ofrecemos! Una ocasión como ésta es tan extraordinaria para ellos como para nosotras. Entre las idas y venidas a la cocina, Ohatsu y yo separamos nuestra parte, saboreando tranquilamente estos hishimoshi de formas variadas que yo misma he preparado, y bebiendo a toda prisa unos cuantos tragos de limonada.

Cuando todos nos hemos saciado, soy yo quien da unas palmadas, diciendo:

—¡Y ahora, las luciérnagas! ¡Id a buscar vuestras jaulas, dozo!

Los jóvenes invitados de Maeda-san se ponen en pie de un salto, se quitan sus ruidosas getas (siempre para no molestar a Iisa), y corren hacia mí. Cada uno de ellos coge una jaulita de bambú y abre la puertecilla para poner en libertad a las luciérnagas. Pero, en cuanto están abiertas las puertas, los insectos apagan maliciosamente sus lucecitas. Está en las reglas del juego. Entonces hay que sacudir repetidamente las jaulas, hasta que por fin se encienden de nuevo.

—¡Las mías ya han salido! —exclamo alegremente.

Y el juego empieza. Empezamos todos a perseguirlas, riendo y dándonos empujones en la oscuridad.

Entonces, en esta estrellada noche de primavera, las luciérnagas levantan el vuelo por todas partes. Unas se posan en las hojas de los árboles y arbustos, iluminándolas como si fueran minúsculas lámparas. Otras, semejantes a diminutas estrellas, se lanzan en alas del viento en dirección a sus hermanas mayores del cielo. Y, al seguir con los ojos su lejana carrera, me pregunto si tal vez mueren antes de llegar al cielo. Pero si ello les ocurre, poco importa. Lo único que tiene importancia es partir, soñar y esperar.

El ruido de nuestros pasos llena el jardín de Maeda-san. Absortos en nuestro juego, todos volvemos a ser niños, y tropiezo con Sam-san debajo de un árbol. Con su jaula de bambú en la mano, mantiene los ojos clavados en el rostro de Iisa, que se adivina a través del ramaje del mirador. Nuestro huésped ya no siente el menor interés por las luciérnagas. La desgracia de Iisa le ha impresionado hasta tal punto que ya no puede sacársela de la cabeza. La fiesta ha terminado ya para él.

—Venga, Sam-san —le digo—, venga a jugar con nosotros.

Me sonríe con expresión ausente, sin mirarme. Y entonces, con gran sorpresa por mi parte, me pasa un brazo por los hombros y me atrae un momento hacia él. Del mismo modo estrechó contra sí a Michiko, aquella mañana, junto al estanque.

—¡Cuando pienso que hubiera podido pasarle eso mismo a usted, Yuka! —me dice gravemente.

Noto que me inunda una oleada de felicidad, que no intento comprender, pero que me resulta deliciosa la manera en que acaba de hablarme Sam-san, su modo de llamarme familiarmente «Yuka», sin darme tratamiento alguno, me hacen pensar, por primera vez, que no le soy indiferente. Pongo especial cuidado en no moverme, porque me siento feliz al notar en mis hombros este brazo protector, que me transmite calor y fuerza.

—Una cosa es cierta —le digo sin mirarle—: que nada malo me puede pasar esta noche.

—¿Por qué?

—Porque usted está aquí.

Noto que el brazo de Sam-san me aprieta los hombros con más fuerza aún, pero luego lo retira inmediatamente, como si de pronto se diera cuenta de que hay en su gesto demasiado intimidad. Se echa a reír, con cierto encogimiento, contestándome:

—Es la primera vez que alguien me lo dice, ¿sabe usted? Me hace sentirme con la conciencia tranquila. En el fondo, eso es lo que desean todos los hombres: dar seguridad a quien lo necesite. Es un sentimiento de personas adultas. Mire usted, Yuka, es extraño, pero tengo la impresión de haber envejecido desde que estoy en Hiroshima, de haberme convertido verdaderamente en un hombre.

Poco después, todas las luciérnagas han levantado el vuelo. Las hay por todas partes, en los árboles, en el tejado de la casa. Junto al pozo, los lirios están cubiertos de ellas, y sus tallos brillan como velas encendidas. El césped semeja un tapiz luminoso, y Príncipe Genki, el gato negro de Maeda-san, lo atraviesa majestuosamente (los bigotes le brillan al resplandor de las luciérnagas).

—¿Hermana mayor?

Oigo en la oscuridad una voz dulce y reconozco cerca de mí la silueta de Ohatsu.

—¿Qué quieres, hermana pequeña?

—¿Estás segura, Yuka, de que no estás enfadada con nosotros, por divertirnos tanto? —murmura, aún excitada por el juego—. Quiero decir, por Fumio. Pero es la noche más bonita de mi vida. Todo es tan magnífico: las luciérnagas, las estrellas, los pasteles que has hecho… Nunca me olvidaré de esta fiesta. Pero ¿estás segura de que no estás enfadada con nosotros?

—Claro que no, querida mía. Sabes muy bien que Fumio está mejor. Ya casi no tiene fiebre, y el análisis de sangre indica que ha mejorado mucho. Ve en seguida con tu Hiroo.

—¿Crees que Fumio se curará pronto?

—Naturalmente. Estoy segura.

La cara de Ohatsu pierde su expresión tensa.

—¡Oh, Yuka, estoy triste! ¡Te quiero tanto! ¡Y quiero también tanto a Hiroo! No sé a cuál de los dos quiero más.

—A Hiroo, naturalmente —le contesto sonriendo—. Vete de prisa con él. ¡Te lo mando!

Se aleja corriendo, embutida en su largo kimono, pero en seguida se detiene y se vuelve bruscamente hacia mí.

—¿Seguro que Fumio se curará? —implora—. ¿Me lo juras?

—Sí, te lo juro —le contesto sin vacilar. Y veo que se le iluminan los ojos. Esta vez se aleja de veras, y vuelve a participar en la fiesta.

¿Cómo íbamos a vivir sin estas pequeñas mentiras? Ya sé que Sam-san no es de igual parecer, pero creo que no tiene razón. Las mentiras de esta clase son valiosísimas para los que se quieren.