Capítulo once

Me gusta el amanecer. El día es de todo el mundo, pero el alba no pertenece más que a sí misma. Mi hija Michiko es como yo: le gusta esta hora secreta del amanecer, tal vez porque es hija de la aurora: que llegó al mundo al mismo tiempo que nacía el día. Todas las mañanas, antes de que invada el cielo la roja luz del sol, Michiko se desliza hacia el jardín, feliz de saberse sola allí y sin que nadie lo sepa. Yo hacía lo mismo a su edad: tenía una cita secreta conmigo misma, y acudía a ella caminando de puntillas y latiéndome fuertemente el corazón, como si fuera a una cita de amor.

—Mamá…

La oigo murmurar ese «mamá…» todas las mañanas, pero sigo fingiendo que duermo profundamente. Y estoy segura de que mi madre hacía ya lo mismo en otro tiempo, cuando yo la llamaba suavemente, antes de escurrirme hacia el jardín. Mamá, mi querida mamá que me escuchaba con tanta atención…

Oigo como alguien hace correr la shojii; abro los ojos y veo en el jardín una diminuta silueta vestida con un yukata azul, que corre por la hierba con los pies desnudos. Estoy aún medio dormida, y permanezco bajo las mantas, tan inmóvil como una muñeca de trapo. Me vuelvo hacia Fumio y veo que su sitio está vacío. ¡Qué horrible despertar! Me pongo mi yukata y atravieso silenciosamente la habitación, para no despertar a mi robusto hijito, que duerme y, al mismo tiempo, ríe en sueños. Me apresuro a encender el fuego. Un bol de té bien caliente me dará ánimos y me confortará, después de esta noche que he pasado tan sola.

Mi pinzón se ha despertado también. Tiene la jaula cubierta aún por una funda, pero le oigo menearse y revolotear debajo de ella. Levanto un poco la tela y mi pájaro abre inmediatamente el pico amarillo. Si empieza a gorjear, despertará a mi Tadeo, pero ¿cómo se le va a impedir a un pájaro que cante?

Oigo que el agua para el té empieza a hervir en la cocina. Conozco muy bien el silbido de mi vieja olla. El silbido de las ollas es su lenguaje, como decía siempre Fumio. ¡Decía…! ¿Cómo he podido ponerlo en pasado, Dios mío? ¡Oh, Fumio!

Retiro el agua del fuego y me preparo un bol de té, que tomo a pequeños sorbos. Por la puerta entreabierta, veo mientras tanto a Michiko, que está en cuclillas al borde del estanque. Permanece quieta allí, contemplando fascinada los capullos de loto, dormidos sobre la superficie de las aguas. El corazón me empieza a latir más de prisa. ¡Ay, Michiko, cuánto nos parecemos! ¡También tú te estremeces al ver nacer las cosas! En esta tranquila mañana, mi hija concentra toda su atención de niña en los capullos de loto prontos a abrirse, acechando el misterioso rumor que harán los pétalos al desplegarse. Y yo, al mirarla, conmovida, creo oír también ese rumor familiar, unas veces seco, otras más dulce que un beso. De pronto veo sonreír a mi hija. Ilumina su redonda cara una expresión de profunda alegría, y comprendo que acaba de ser testigo de un milagro: del nacimiento de una flor primaveral en el instante en que nace también el día.

—¡Cógela, Michiko!

Atraviesa el jardín una pelota verde, y no me resulta difícil adivinar quién la ha arrojado. Nuestro joven huésped ha llegado a ser algo tan familiar para mí que, antes de verle salir de casa, imagino ya su silueta desmadejada dentro del yukata que le he prestado y que le viene demasiado corto.

—¿Buscas ranas, Michiko? —pregunta Sam-san.

Mi hija frunce el entrecejo. Busca las palabras inglesas que le están haciendo falta, pero acaba por menear largo rato la cabeza; y sé que no dirá nunca a nadie lo que ha visto esta mañana en la superficie del estanque; guardará su secreto hasta el fin de sus días, bien oculto tras su extraña y leve sonrisa.

Se levanta con un movimiento rápido y se inclina luego ceremoniosamente ante Sam-san; hay una expresión grave en su mirada. ¡Qué bonita está, inclinada así, por la ceremonia del saludo! Me invade de pronto el extraño sentimiento de culpabilidad que experimento de vez en cuando al pensar en el excesivo amor que profeso a mi familia. Pero ¿por qué he de avergonzarme de un afecto tan natural? ¿De qué soy culpable?

Como en respuesta a mis inquietudes, tres siluetas pasan como sombras por delante de nuestra puerta. Se trata de Harada-san y de sus dos amigas, que se encaminan a su trabajo. Van a partir piedras en una nueva carretera, a algunos kilómetros de la ciudad. ¡Ah, sí, ahora comprendo muy bien por qué me siento culpable! He consagrado todo mi tiempo a mi familia, descuidando a mis viejos amigos y olvidando que para nosotros, los supervivientes de la bomba, nuestro deber principal es ayudarnos los unos a los otros. No hace aún mucho tiempo, iba a verles para ayudarles cuanto podía. Ahora soy como una piedra cubierta de musgo, aislada en mi egoísmo.

—¡Konichiwa, Harada-san!

Michiko, que sigue cerca del estanque, se inclina ante nuestras tres vecinas, las cuales le devuelven su saludo. Ven entonces al americano, y le saludan también. El joven extranjero se inclina a su vez ante estas tres viejas, vestidas con grasientos pantalones de trabajo, y tengo la impresión de que, hace tan sólo ocho días, no hubiera podido efectuar con tanta sinceridad semejante gesto de cortesía japonesa. Es evidente que algún cambio ha tenido lugar en su espíritu; Sam-san ya no es el mismo que cuando llegó. De pie, junto al estanque, contempla cómo se alejan las tres víctimas de la bomba, y de pronto se vuelve y tiende los brazos a Michiko. Mi hija corre hacia él y Sam-san la estrecha sobre su corazón. Le anima, sin duda alguna, el deseo de proteger a esta niña contra el destino que les ha tocado en suerte a Harada-san y a sus compañeras, el que nos ha alcanzado, de un modo u otro, a todos los habitantes de Hiroshima. Me sorprende su expresión de gravedad, pese haber adivinado hace ya tiempo que, detrás de sus chiquilladas de americano, detrás de sus continuas bromas, se escondía otro Sam-san que sólo aguardaba una ocasión propicia para revelarse.

Súbitamente, todos los tejados de la calle, todas las ramas de nuestro cerezo resplandecen al sol. ¡El sol! ¡El sol! Abro de par en par la shojii para echar a correr bajo el sol de la mañana, cuando se me ocurre algo que me deja clavada donde estoy: delante de la ventana de Fumio, el cerezo del hospital debe brillar también a estas horas a los primeros rayos del sol. El día se levanta para mi marido lo mismo que para mí. Pero, para Fumio y para sus compañeros de habitación, se trata de un día más que les acerca a la muerte. Reprimo un escalofrío y apoyo un momento la cabeza en la shojii. ¡Ah, estos despertares en las mañanas inundadas de sol, estas piruetas por la hierba en compañía de Michiko eran, hace sólo dos días, una de nuestras alegrías diarias! Sí, hace sólo dos días.

De pronto, la pelota verde llega en línea recta hacia mí, y apenas tengo tiempo de cogerla al vuelo. Se la tiro a Michiko, que a su vez se la tira a Sam-san, y ya ha empezado el juego. En la excitación del momento, me olvido de todo lo demás.

—Para ser usted una mujer, no lo hace del todo mal, Yuka-san —exclama Sam-san con ironía.

Son las primeras palabras que me dirige desde su visita al hospital. Yo temía el momento de volver a vernos, pero este muchacho americano tiene realmente mucho tacto y delicadeza. Ha comprendido muy bien que no era éste el momento de recordarme una tragedia de la que, no obstante, ahora ya no ignora nada. Y se lo agradezco profundamente. A su lado, me siento confortada y tranquila.

Michiko abandona de pronto el juego y corre hacia mí con los piececillos desnudos, diciendo:

—Mamá, viene Yamagushi-san.

Me sobresalto y dejo escapar la pelota, que rebota tristemente a lo largo del sendero del jardín. Y me parece que toda la alegría de mi corazón se aleja de igual modo.

—¿Qué pasa, Yuka-san?

Con un dedo sobre los labios, le hago a Sam-san signo de que se calle, esperando, contra toda esperanza, que si Yamagushi-san no oye ruido en casa, pasará de largo. ¡Como si una zorra abandonara su presa, una vez ha olido la sangre!

Sin duda alguna, a nuestro casero le ha llegado ya la noticia de la enfermedad de Fumio, y sé muy bien hasta qué punto está impaciente por echarnos de aquí. Desde hace mucho tiempo, tiene el proyecto de construir un bloque de casas modernas, que le rendirán más que el modesto alquiler que yo le pago.

—¡Buenos días, buenos días, Nakamura-san!

La bestia está junto a nosotros. ¡Qué esfuerzo he de desplegar sobre mí misma para saludar a este hombrecillo que se acerca hacia mí, con su traje nuevo y su sombrero panamá! ¡Cuánto me cuesta inclinarme ante él y sonreírle!

—¡Qué día más hermoso hace! —le digo, tras las reverencias de rigor—. Se levanta usted muy temprano, Yamagushi-san.

—Es para que no se me escape la pieza que persigo, Nakamura-san. Dispénseme usted, he querido decir su marido —me contesta bromeando—. Tengo que decirle unas pocas palabras.

Para ganar tiempo, presento nuestro huésped a Yamagushi-san, que se apresura a darle unos cuantos golpes en la espalda, para demostrar que está enterado de las costumbres americanas.

—¿Cómo sigue su viejo país? ¿Y la vieja y querida Nueva York? —grita en un inglés aprendido en la Escuela de Comercio y perfeccionado más tarde haciendo estraperlo en Tokio.

—Muy bien —le contesta Sam-san con tono glacial.

Es evidente que no le gusta mucho este falso bromista de mirada dura.

—Tal como acabo de decirle, quisiera ver a su marido, Nakamura-san.

Mi casero ha cambiado de voz y de actitud, del mismo modo que los actores japoneses cambian de personaje en el teatro con cambiar de máscara.

—Mi marido está en Osaka —le contestó rápidamente—. Su patrón le ha enviado a hacer algunas compras para el garaje.

—¡Sodeska!

La sonrisa de Yamagushi-san me dice que sabe la verdad y que tiene la intención de echarnos a la calle.

—No tiene importancia —me dice—. Volveré otro día. Lo que me trae no es muy, muy urgente.

¡Ah, claro que no es urgente! El tiempo trabaja en favor de Yamagushi.

—Ahora he de irme —me dice—. He de hacer unas visitas por aquí cerca.

Vuelve a darle un golpe en la espalda de Sam-san, añadiendo:

—Me gustaría mucho conocer su país, ¿sabe? Es el país más importante del mundo. El Japón, ahora, es demasiado pequeño para mí. Bueno, hasta la vista —exclama, quitándose de nuevo su panamá con desenvoltura.

Y el horrible hombrecillo se aleja por la avenida del jardín.

—Un gusano —me dice Sam-san, siguiéndole con la mirada.

Yamagushi-san sale por la puerta de bambú y atraviesa la calle.

—Me repugnaría tener que tocar a ese gusano. ¿A usted no, Yuka-san?

No me había equivocado. Del otro lado de la calle, el casero se ha detenido para hablar con Honda-san, que está abriendo su tienda. Este Yamagushi es un verdadero fisgón; sin duda alguna le va a preguntar a Honda-san si sabe algo respecto a Fumio, y también tratará de saber si tengo deudas en su tienda. Éstos son sus procedimientos habituales. En realidad, también ataca a Honda-san; le ha aumentado el alquiler y espera que acabará por dejar el establecimiento. Todo para construir sus casas modernas.

—¿Qué le pasa, Yuka-san? ¿Por qué está usted tan inquieta?

Me sobresalto y me doy cuenta de pronto de que, desde hace un momento, no he parado de manosear el cinturón de mi yukata. Miro a Sam-san con una sonrisa triste.

—No tenga usted miedo, Yuka-san, no seré indiscreto —me dice—. No soy como esa víbora de Yamagushi.

¿Por qué no voy a desahogarme con Sam-san, contándole todas mis preocupaciones? No es ésta mi costumbre, pero tengo ya los nervios deshechos y le hablo con el corazón en la mano. Le explico de un solo tirón lo que es ser víctima de la bomba atómica; en todas partes se nos considera unos parias, unos pájaros de mal agüero y, lo que es peor, no nos quieren para ningún trabajo. Y es verdad que, por culpa del estado en que nos encontramos, somos a menudo unos malos trabajadores. También es cierto que nuestras cicatrices resultan repugnantes para quien las ve.

Sam-san me pone una mano en el brazo, precisamente en el que tiene las señales, bien ocultas ahora bajo la manga de mi yukata, y me dice con dulzura:

—¿Por qué no me ha hablado usted antes de todo eso? ¿Por qué razón? ¿Soy amigo suyo o no lo soy?

—No quería molestarle con estas cosas, Sam-san. Está usted aquí para cumplir una misión, y también para visitar nuestro país. Dentro de algunos días estará ya en Kioto.

—¡Que se vaya al diablo Kioto! —exclama bruscamente. Pero en seguida sonríe y sigue diciendo—: No soy de esos tipos que se quedan plantados delante de los templos y de todas las demás maravillas turísticas del Japón. ¿Qué me diría usted, si me las arreglara para quedarme unos cuantos días más? Lo único que tendría que hacer sería enviar un telegrama a Tokio, y lo peor que podría pasarme sería que mi padrastro me despidiera. Pero he de decirle que esto último no me disgustaría gran cosa. Y… escuche, Yuka-san, ya que hablamos de eso, podría pagarle una semana por anticipado.

Le miro sin contestarle, llena de gratitud; pero nuestras costumbres no me permiten expresarle mis sentimientos.

—Ahora tiene usted que ir a vestirse —me dice—. Si no, haría esperar a Fumio. La iré a buscar, si quiere, hacia las doce, y podremos ir juntos al mercado.

Le sonrío de nuevo. ¡Qué bueno es saberse protegida por un amigo tan fiel!

—Cuando sonríe, parece que tenga diez años —me dice Sam-san, meneando la cabeza—. La misma edad que Michiko. Parecen dos guisantitos de la misma vaina. Es lo que he pensado esta mañana al ver a Michiko en contemplación delante del estanque. Era el retrato de usted, Yuka-san.

—¿Y qué es lo que cree usted que contemplaba Michiko? —le pregunto, para mortificarle un poco.

—Por lo que he podido ver, no miraba nada en absoluto. No había nada que ver allí.

Recuerdo la expresión de mi hija, en cuclillas delante del estanque, al amanecer.

—¡Oh, no, Sam-san, se equivoca usted! Se equivoca por completo. Había algo digno de verse, algo que sólo Michiko podía ver.