¡En este comercio del hospital, todo cuesta realmente demasiado caro! Hasta las manzanas, hasta ese peine de bolsillo de celuloide cuyo precio acabo de indagar. No paro de preguntar a la dependienta: «¿Cuánto cuesta esto?», se trate de un paquete de caramelos, de un abanico de papel o de un juego de go. Y de pronto me doy cuenta de que esta sencilla pregunta: «¿Ikura desuka?» se convertirá para mí en una obsesión diaria. Siempre he sido pobre, pero ahora, al estar enfermo Fumio, me encuentro falta de todo, y desfallezco sólo al pensarlo. No me gustan las personas que piden demasiado a la vida, pero de ahí a no poder comprarse ni siquiera una manzana, como le pasa a Harada-san, hay un paso difícil de dar.
—«Marilyn Monroe» —me dice la vendedora de cara cenicienta, tendiéndome un abanico, donde se ve el retrato de la estrella junto al Fujiyama—. Como está roto, se lo puedo dejar a mitad de precio.
Se le estremecen las ventanillas de la nariz como si apestara el ambiente algún infecto tufo a arenque. Le ocasiona sin duda ese tic nervioso el olor de los desinfectantes que respira durante todo el día. Un hospital tiene su propio olor, y en mi fuero interno decido aceptar éste, que de ahora en adelante formará parte de mi vida. ¿No es mucho mejor aceptar de buen grado lo que la vida nos reserva, en lugar de rebelarse contra ello?
—No tengo la intención de comprar nada hoy —contesto a la dependienta—. Sólo lo miraba al pasar. Mi marido…
Pero al pensar en Fumio, que está en cama y que sufre, me parece que el pasillo empieza a tambalearse. Me agarro al mostrador y oigo que la dependienta me pregunta en qué sala está mi marido.
—En la sección de las radiaciones —le contesto.
Entonces cambia milagrosamente de actitud, y me tiende con gesto sencillo su hermosa manzana encamada, diciendo:
—Cójala, se la doy. La bomba quemó a toda mi familia. Perdóneme usted que le hable de eso —añade humildemente.
Nos inclinamos una ante la otra, y no olvidaré nunca su rostro sonriente, lleno de cicatrices.
Se presenta otro cliente, y la dependienta me hace signo de que aguarde un momento, porque quiere envolver en un papel bonito la manzana de Fumio.
—Gracias —le digo, conmovida por tantas atenciones.
Me apoyo en la pared y pienso en Fumio, que, en su cama, justo sobre mi cabeza, lucha contra la muerte. Su sangre, su hígado, su bazo, luchan contra el mal que los va royendo, mientras mi marido permanece inmóvil, con la mirada fija en una diminuta ardilla que ha llegado a colocarse sobre el alféizar de su ventana. Al separarme de él, hace un momento, sus cinco compañeros de habitación se maravillaban, lo mismo que Fumio, de las evoluciones y saltos del gracioso animalillo. Se comprende. Desde hace quince años, la muerte está agazapada en los cuerpos de esos muchachos, y ha llegado ya la hora de su triunfo.
Mientras tanto, una diminuta ardilla…
Cierro los ojos (la dependienta sigue ocupada), y me recuesto contra la pared. He pasado la noche entera arrodillada junto a la cama de Fumio, sin pegar ojo ni un momento. Pero, si ahora me encuentro rendida hasta tal punto, es también por haber dado vueltas en mi cabeza, durante toda la noche, a pensamientos que pesan demasiado para mí.
Por ejemplo, me decía sin cesar que, si Fumio no hubiera tenido permiso precisamente el 6 de agosto de 1945, no habría estado en Hiroshima. Y, si no hubiera estado en Hiroshima, no habría podido buscar mi cuerpo entre los montones de cadáveres acumulados unos sobre otros y no le habrían alcanzado las mortales radiaciones que desprendían. Ahora estaría sano y salvo y construiría para los cuatro un porvenir feliz. Pero ¡ay!, la enfermedad ha decidido las cosas de otro modo, y ahora le arrastra hacia la muerte.
—Está usted durmiendo de pie, Yuka-san.
El alto americano ha aparecido ante mí, con el cabello en desorden y la mirada llena de ansiedad.
—¡Sam-san! —exclamo, pasándome rápidamente la mano por la cara, enflaquecida y tensa—. ¡Conque ha venido usted a ver a Fumio! Está durmiendo, ¿sabe? Lo siento con toda mi alma, pero nadie puede entrar ahora a verle.
—¡Santo Dios! Yuka-san, no me había dicho usted que su marido tuviera esa «enfermedad».
El americano parece completamente trastornado. Hasta ahora no ha comprendido lo que le pasó a Fumio ayer por la noche y, como de costumbre, es incapaz de disimular sus sentimientos. Al ver su angustia, pierdo la serenidad y se me llenan los ojos de lágrimas.
Por suerte, mi nueva amiga viene en socorro mío. Ha preparado un bonito paquete con la manzana de Fumio y me lo tiende con una sonrisa maravillosa. Me fascina la serenidad de su rostro, y la miro como pudiera mirar una joven actriz a una gran artista, de la que tuviese que aprenderlo todo. Me inclino silenciosamente ante ella para darle las gracias con toda mi alma.
—Escuche, Sam-san —digo luego—, sería mejor que volviera usted a casa. Fumio no puede recibir visitas.
Mi voz ha recobrado toda su tranquilidad, y me felicito por ello. Lo que acabo de decir no es cierto, pero quiero impedir que Sam-san vea a Fumio y a sus compañeros de habitación. He renunciado a ocultarle ciertas cosas, mas ahora le profeso ya demasiada amistad para enfrentarle, sin que sea necesario, con tales horrores. Sam-san es todavía un hombre libre, pero si la compasión se apoderase de él se echaría a perder su libertad, porque la verdadera compasión es siempre activa. Quiero que permanezca completamente aparte de la tragedia de Hiroshima.
Todo habría sucedido tal como yo lo proyectara si no se hubiera presentado inesperadamente el doctor Domoto. Este simpático médico se precipita hacia mí en cuanto me ve, y me coge del brazo.
—¡Ah, Nakamura-san! —exclama, brillándole de inteligencia los ojos tras los espesos cristales que lleva calados—. Yo visitando ahora a su marido.
Para que la mala suerte llegue al colmo, ha creído oportuno expresarse en su incorrecto inglés. Le presento a Sam-san y, como era de esperar, sucede lo que yo temía más: el doctor, orgulloso del nuevo edificio donde trata a las víctimas de las radiaciones, invita al extranjero a que nos acompañe allí. La suerte está echada. Subo silenciosamente por la escalera tras los dos hombres.
Apenas abre el doctor Domoto la puerta de la habitación, Sam-san me dirige una mirada llena de reproches. «¡De manera que éste es el secreto que usted quería ocultarme, Yuka-san!», parecen decirme sus ojos. «¿No soy amigo suyo?».
El doctor no se entretiene mucho junto a la cama de mi marido; ya está pasando a la siguiente. En cuanto a Fumio, no parece interesarse realmente más que por la ardilla.
—¿Has visto? —me dice—. Está preparando su refugio en el árbol, justo delante de mi ventana.
—¿De veras, querido mío?
Sus manos, que conozco íntimamente, que respeto y que honro, reposan sobre la colcha, monstruosamente deformadas y tumefactas. Se han convertido, en tan poco tiempo, en manos extrañas para mí y, para ocultarlas a las miradas del silencioso americano, las cubro tiernamente con las mías.
La ardilla ha vuelto a entrar en su agujero, y ya no se ve de ella más que el penacho de la cola, que se menea, con movimientos vivos y alegres.
—La hembra debe de estar incubando en este momento. ¿No te parece, Fumio?
He conseguido hacer sonreír a mi pobre marido.
—Claro. ¡Y espero que las crías salgan pronto del huevo!
Su voz no es ya sino un ronco murmullo, y tiene las facciones alteradas a causa del sufrimiento. No obstante, mi heroico Fumio tiene aún el valor de encontrar cierto gusto en la contemplación de una ardilla.
La broma acerca de los huevos de ardilla se repite de una cama a otra y las caras desfiguradas se iluminan con una sonrisa. Hay aquí un muchacho de manos retorcidas, cuyos dedos, desde hace quince años, están engarabitados como raíces de árbol calcinadas.
—¡Sí! —exclama, con gran excitación—, ¡pronto habrá muchos pequeños, estamos seguros!
Ante su alegría infantil, una pálida sonrisa viene a iluminar los rostros magullados de los otros enfermos.
—Ese hombre, ahí, en la cama, vigésima operación —explica el doctor a Sam-san—. Este chico, un tercio del cuerpo cubierto de cicatrices quelóidicas. ¡Ah, el inglés! ¡No lo sé hablar!
Y se lanza a una larga explicación en japonés, rogándome que haga de intérprete. Traduzco lentamente lo que va diciendo, sin soltar las febriles manos de Fumio y con los ojos siempre fijos en el cerezo en flor.
—El doctor dice que las víctimas de la bomba atómica tienen a un tiempo lesiones internas y externas. Las queloides y las otras cicatrices pueden curarse a veces mediante repetidas operaciones, pero las lesiones internas no tienen remedio.
Sam-san observa con atención las horrorosas heridas de carne tumefacta que cubren el pecho y los hombros del muchacho. Tal vez recuerda en este momento a su padre, que era médico, y acaso lamenta una vez más no haber seguido el mismo camino. Aunque quizá todavía no sea demasiado tarde para ello.
—El chico en la cama, contracción de párpados a causa de ráfaga atómica —sigue diciendo el doctor Domoto, ahora en inglés—. Quince años, duerme con ojos abiertos, o no duerme. Las dos orejas, desaparecidas. La boca… usted puede ver qué ha pasado a la boca…
Da una explicación científica a cada caso, levantando de vez en cuando las sábanas para mostrar a su visitante algún nuevo horror.
Mientras escucho al médico, me pregunto qué pueden pensar de lo que dice los «casos» en cuestión. Por suerte, no saben inglés. Pero, aunque lo entendieran, no creo que les interesase mucho saber por qué están condenados a muerte.
De momento, siguen ávidamente con los ojos las evoluciones de la pequeña ardilla por el árbol, buscando tal vez así la respuesta al mayor de los misterios existentes, al misterio de la vida. O tal vez se pregunten también por qué el hombre, que es incapaz de crear un pelo de la cola de esta ardilla, ha llegado a poner toda su sabiduría al servicio de la exterminación de los seres vivos.
Se posa en mi hombro una mano amistosa: es la del doctor, que quiere hablar un momento con Fumio. Le cedo mi sitio, a la cabecera de la cama, y me reúno con Sam-san, que se halla inmóvil a los pies de ésta.
¿Qué le pasa? No reconozco su mirada; ya no es la de un espectador extranjero, sino la de quien se encuentra en el mismo escenario. Desde que ha entrado en este cuarto del hospital, Sam-san toma parte en nuestra tragedia, en nuestra vida. Naturalmente, estaba enterado de lo que pasó en Hiroshima aquella mañana de agosto de 1945; pero nunca se había encontrado cara a cara con hombres excluidos del mundo, lentamente condenados a una muerte misteriosa bajo la mirada impotente de los médicos. Ya no le va a ser posible, de ahora en adelante, verles ir muriendo poco a poco, sin sufrir también con ellos, sin tratar de ayudarles.
—¿Puedo… puedo hacer algo por Fumio? —pregunta con voz apagada.
Lo ha dicho con tono tan grave que Fumio, asombrado, vuelve los ojos hacia él y le sonríe.
—Pídele que compre avellanas para la ardilla —me dice.
Sam-san queda sobrecogido al oírle, como si alguien acabara de darle una bofetada en pleno rostro.
—¡Avellanas! —murmura—. ¿Y eso es todo lo que puedo hacer por él? ¡Avellanas…!
Retrocede lentamente hacia la puerta. Antes de abrirla, contempla una vez más la habitación; su mirada se detiene en cada una de las cinco camas, como queriendo medir todo el peso del sufrimiento que encierran. Entonces le sube a la cara una oleada de sangre. Nos hace un ligero e irrisorio saludo general y escapa de la habitación.