Capítulo noveno

Después del largo invierno, ¡qué alegría sentarse al pie de un cerezo en flor! En las ramas, los brotes nuevos se abren al sol, mientras en el suelo salen a la luz los primeros tallitos de hierba. Mi hijo Tadeo arranca algunos y se los come. Hace mucho calor.

Este hermoso día de asueto, hemos extendido por el suelo, como todo el mundo, nuestra estera de paja, y me pongo a tocar el samisen, con toda mi reducida familia arrodillada a mi alrededor.

Nada me hace más feliz que cantar acompañándome del samisen. Canto lo que se me antoja, como supongo que hacen los pájaros, con algunas notas muy sencillas, evoco la caída de un pétalo, a la hora en que se marchitan las flores.

—¿Por qué no cantas conmigo, hermana pequeña? ¡Vamos, canta!

—Como quieras, hermana mayor —me contesta Ohatsu en inglés.

Canta conmigo, pero tiene el pensamiento en otra parte. Parece absorta en sus cavilaciones. ¿Qué es lo que la preocupa tanto? De pronto, interrumpe bruscamente la canción.

—No te olvides de que tenernos una cita con Maeda-san en la casa de té —murmura—. Son casi las cuatro.

¡Cómo! ¿Ohatsu se preocupa ahora por la hora que es o que deja de ser? Algo debe de pasar. ¿Y por qué desaira al pobre Sam-san, que hace tantos esfuerzos para charlar con ella?

—¿Quién quiere sake? —exclamo de pronto.

—Apuesto a que todo el mundo —dice riendo el americano—. ¡El sake es algo sagrado!

¡Ah, si América nos enviara por medio de paracaídas unos cuantos millares de muchachos como Sam-san, pletóricos de humor y de fantasía, en vez de esos toscos militares que corren por aquí, adoraríamos a los americanos! ¡Qué alegría derrocha nuestro huésped en esta sencilla salida familiar! Nosotros, los japoneses, tenemos tan pocas vacaciones, que saboreamos nuestros raros días de asueto con el mismo entusiasmo con que los niños paladean las golosinas. Sam-san se identifica con nosotros; sirve el sake, canta alegremente y bromea.

Ha estado contentísimo incluso durante el viaje y, sin embargo, ¡qué pesado ha sido trasladarse hasta aquí! Los pasajeros del ferry-boat íbamos tan apretados como sardinas, y hemos estado a punto de hundirnos antes de llegar a la isla Miyajima.

Ahora se dedica a observar a los grupos que descansan a nuestro alrededor, arrodillados en sus esteras de paja. Los hombres de negocios han traído a sus empleados, de pálida tez, a beber sake en el campo, y los industriales han invitado a sus obreros a que vengan a compartir con ellos el pescado crudo, al pie de los cerezos. Contentos de escapar por un día a sus responsabilidades y preocupaciones, los jóvenes beben sin trabas, y Michiko y Tadeo, mis «bebés-san», como les llama nuestro huésped, hacen piruetas y trenzan un baile de su invención. Llevan los kimonos nuevos que les ha regalado Maeda-san, decorados con pequeños volcanes que arrojan alegremente sus nubecillas de humo. Todo el mundo aplaude a mis hijos.

—Canta ahora una canción, Yuka-san —ruega mi marido.

Aquí, al sol, tiene mejor cara, y me siento tranquila al mirarle. Estoy segura de que durante esta cálida primavera recobrará la salud. Le sonrío y empiezo a cantar un tanka en su honor:

El grito de una golondrina en el cielo,

la lozanía de un cerezo al sol,

harán florecer nuestra felicidad.

Al terminar, quedamos todos silenciosos, sintiendo plena felicidad. Ni siquiera Sam-san dice ya nada. Su mirada se detiene en Ohatsu, cuya belleza resplandece de modo particular en este hermoso día de mayo. Pero mi hermana se pone súbitamente en pie de un salto, y exclama:

—¡Son ya las cuatro, Yuka-san! ¡Las cuatro bien cumplidas!

La impaciencia le endurece la voz, por lo general tan dulce. Ríe alborotadamente, como una niña emocionada, mientras me arrastra por el césped, y el rostro le resplandece de alegría, de tal modo que la gente se detiene a nuestro paso y sonríe. Pero, como siempre, Ohatsu no parece advertir en lo más mínimo la admiración que despierta.

—¡Aquí está, aquí está! —exclama de pronto, deteniéndose.

—¿Maeda-san?

—No, no, mi amigo, el amigo del que te hablé ayer…

Frente a la entrada de las casas de té hay toda una multitud ruidosa y habladora: honorables viejos, estudiantes, niños pequeños agarrados a la mano de sus padres… Ohatsu tiene la mirada fija en el «Dragón Rojo», que es donde debemos encontrar a nuestro amigo Maeda-san.

—¡Es él, es Hiroo! Está en la escalinata, con un kimono verde oscuro —exclama.

Noto como se deslizan en mi mano sus dedos temblorosos y, en una oleada de palabras, me confía que se ha enamorado y que lo estará «hasta el final de los tiempos», como la Ohatsu de la leyenda. ¡Qué emocionante es todo esto! El enamorado de Ohatsu ¿no se parece extraordinariamente al héroe legendario representado en las antiguas pinturas japonesas?

—Es guapo, ¿verdad, hermana mayor? —me pregunta Ohatsu, al leer admiración en mis ojos.

¿Guapo? Es un joven dios. Me he quedado sin voz al verle.

Debiera decir algo. No sé nada de ese muchacho y mi obligación sería poner en guardia a mi hermana pequeña. ¡Pero un gran amor es algo tan maravilloso, Dios mío!

Ohatsu me explica en dos palabras que es pintor, alumno de Maeda-san, y que le ha conocido en casa de éste. Como los cuadros no tienen mucha salida, ha empezado a ganarse la vida como periodista gráfico.

—Bueno, pero ¿por qué me cuentas todo eso? —le pregunto, esforzándome por aparentar cauta naturalidad como me es posible.

—Porque quiere casarse conmigo.

Ohatsu lo dice como en éxtasis. Sobre nuestras cabezas un cerezo en flor forma una verdadera nube de pétalos blancos. Se me hace un nudo en la garganta. ¡Mi hermana pequeña…! Parece tan frágil como esas flores blancas, cuya vida terrenal ha terminado ya. Y, no obstante, ha sobrevivido a la mayor matanza que la humanidad ha conocido jamás. Su cuerpo diáfano escapó al incendio de Hiroshima, en la orilla del río que se tragó a nuestra madre.

—Ohatsu… —empiezo a decir, con voz que quisiera ser firme, pero que altera la emoción.

—¡Me lo has prometido, hermana mayor! —exclama entonces—. No puedes volverte atrás. Me dijiste que podría casarme con quien quisiera.

¿Qué voy a decir yo? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo saber si…? Pero ese simpático muchacho nos ha visto ya y corre hacia mi hermana llevado por las alas del amor, como dicen tan lindamente los occidentales.

Ohatsu nos presenta sin ni siquiera darme tiempo para adoptar una actitud apropiada al momento. Hiroo Shimizu y yo nos hacemos muchas reverencias mutuas y nos dirigimos no menos sonrisas. Y éste es el momento crítico que escoge mi familia para aparecer ante nosotros.

—Ah, ¿ya estáis aquí? —les digo, esforzándome por seguir impasible.

Mi tía Matsui decía que la sangre fría es la mayor de las virtudes. Quien pierde la presencia de ánimo pierde la partida. No obstante, al presentar al enamorado de Ohatsu a Sam-san y a mi marido, noto que enrojezco hasta la raíz del pelo.

—Shimizu-san es un gran amigo de Ohatsu —digo.

Y veo que a Sam-san se le alarga la cara. También yo cambio de expresión al comprender que todos mis proyectos respecto al porvenir de Ohatsu se están hundiendo como una choza de bambú bajo los efectos de un tifón. Leo en la mirada del joven extranjero que la súbita aparición de este amigo de mi hermana ha sido para él una sorpresa más que desagradable. ¡Es tan evidente para todos nosotros que Ohatsu está locamente enamorada de este joven dios! Me doy cuenta de pronto, en una súbita revelación, de que, desde el primer día, Sam-san no tenía ninguna probabilidad de éxito con mi hermana pequeña.

—¡Les estamos esperando, amigos míos! —exclama Maeda-san, que baja por los amplios peldaños de la casa de té, haciendo sonar alegremente sus getas—. ¡Qué buena velada vamos a pasar todos juntos bajo los cerezos en flor! —prosigue con tanto entusiasmo que hasta su ronca voz parece agradable.

Con su habitual intuición, ha comprendido inmediatamente lo que ocurre: ante el amor tan evidente de los dos jóvenes, Sam-san se ha puesto de pronto de muy mal humor. Entonces, Maeda-san, cogiendo una flor de cerezo que lleva en la solapa del kimono, se la tiende al americano con su incomparable sonrisa.

—¡Me alegro tanto de que haya podido usted venir con nosotros! —le dice, colocándole la flor en el ojal—. La fiesta será así aún más agradable.

—Sí, aprovechemos este día de fiesta. Es una verdadera ganga. Sentados en el agradable recinto de la casa de té y escuchando la melodía del samisen, saboreamos la refinada comida que nos sirven, tan bien presentada que me gustaría tomar un apunte de cada plato para luego explicárselo todo mejor a Harada-san y a la pobre gente que vive en mi calle. Por ejemplo, estos ojos de pescado, servidos sobre una capa de algas marinas; o estos curruscantes buñuelos de abeja, ensartados en bonitos bastoncillos. ¡Cuánto cambia todo esto nuestros menús cotidianos, y qué lejos está semejante cocina de lujo de los eternos platos de arroz con que se alimenta la pobre Harada-san!

—¡Banzai, Banzai!

—¡A su salud, Sam-san! —digo alegremente.

Los repetidos brindis han acabado achispándonos un poco, y Sam-san parece congestionado. Pero ya no está de buen humor, y sigue llenando su copa y arrojando sombrías miradas a Ohatsu y a Hiroo, arrodillados uno junto a otro a un extremo de la mesa.

—¡Sírvase usted bien, Sam-san! ¡Pruebe estos ojos de pescado! Son excelentes.

—Gracias, no tengo apetito.

Es evidente que Sam-san está celoso, no del amor que Ohatsu profesa a Hiroo, sino de la felicidad que cada uno siente gracias al otro. Pero ¿qué pasa ahora? A un extremo de la mesa estallan violentos aplausos. Es que van a empezar los juegos. Se organiza una partida de base-ball al fondo de la inmensa sala. Naturalmente, no se trata de una verdadera partida, y no hay pelota, ni palo. Lo que pasa es que todos los invitados de Maeda-san empiezan a imitar los gestos del base-ball: levantan los brazos como para dar con un palo imaginario a una pelota igualmente ilusoria que vuela por la sala y que todos se esfuerzan en tocar. Es un ballet extraordinario.

Me apresuro en tomar parte en el juego, junto con Maeda-san y sus amigos. ¡Cuánto nos divertimos! Dos geishas, contratadas para esta ocasión, tocan el samisen, y todos nos ponemos a cantar, imitando los gestos de los jugadores de base-ball.

Después de esto, jugamos al «tren», que es mi juego preferido: en fila india y cogidos por los hombros, damos vueltas pasito a pasito alrededor de la sala, diciendo: ¡chu-chu! ¡chu-chu!

Sam-san se ha quedado solo en su rincón, y corro hacia él. Le vuelvo a llenar la taza de sake y le suplico que se una a nosotros.

—¡Venga a jugar al tren, Sam-san!

—¡Qué niña es usted, Yuka-san! ¡Todos los japoneses son unos verdaderos niños!

Pero no le hago caso y le arrastro riendo hacia el otro extremo de la sala, donde se prepara un nuevo juego: el de la bruja, el cazador y el oso, que se juega en todas las casas de té del Japón. Dos personas, que no se ven una a otra porque se coloca entre ambas un alto biombo, imitan, según lo que escogen, a una vieja bruja, fácil de reconocer por su joroba, a un cazador con su escopeta, que acecha a su presa, o a un oso, que camina a cuatro patas.

—El público —explico a Sam-san— puede ver al mismo tiempo a los dos jugadores, de manera que sabe por anticipado quien es el que va a ganar. Pero ellos dos no lo saben hasta que se encuentran al extremo del biombo. ¿Lo ha… comprendido usted?

—Debo de estar muy espeso, pero…

—¡Pero si no es nada complicado! El cazador puede matar al oso, el cual puede a su vez comerse a la bruja, la cual puede encantar al cazador, el cual puede matar al oso, el cual… etc. Es muy divertido, Sam-san. Ya verá, se va a reír mucho.

—¿De veras?

El americano no parece muy convencido, pero, para persuadirle de lo que le estoy diciendo, Fumio y yo le hacemos una demostración, colocándonos uno a cada lado del biombo. Yo escojo representar al cazador y avanzo temblando hasta el extremo de la cortina, blandiendo ante mí una escopeta imaginaria. Me encuentro entonces con Fumio que me está esperando, repentinamente jorobado, como una horrible bruja. Me arroja un maleficio y todo el mundo se desternilla de risa. Fumio es un actor magnífico. ¡Cuánto le gusta jugar y con qué placer disfruta de la vida!

Para la segunda escena, decido ser yo la bruja, y atravieso despacito el escenario, apoyándome sobre un imaginario bastón. Pero Fumio me vuelve a ganar. Llega a cuatro patas, meneando su gruesa cabeza de oso y gruñendo como si se preparara a devorarme. Todo el mundo se echa a reír a carcajadas al ver que este oso tan terrible se desploma de pronto y se deja caer al suelo de costado. Todo el mundo menos yo, porque me he dado cuenta de la expresión de Fumio antes de caer, y sé que ahora ya no está jugando.

Caigo de rodillas junto a mi pobre marido, que me dirige una mirada de desesperación. Tiene el rostro bañado en sudor.

—No puedo levantarme —musita.

Me dispongo a pedir ayuda, pero Fumio me lo impide, agarrándose a mí y diciéndome en voz baja:

—No, no digas nada. No hay que estropearles la fiesta. Hemos tropezado con la «enfermedad», Yuka.

Se le va apagando la voz y me doy cuenta de que se ha desmayado.

También ahora estoy a punto de pedir ayuda, pero ahogo el grito que me sube a la garganta. Fumio tiene razón, como siempre. No estaría bien estropear la velada a nuestros amigos, que tienen tan pocas ocasiones de divertirse. Arrodillada junto a mi marido, que sigue tendido en el suelo, me inclino profundamente ante el público.

—Dispénsennos ustedes, por favor —digo, tratando de sonreír—. Se trata sólo de un pequeño accidente. No es nada grave… Dispénsennos… Dispénsennos… ¡Dozo!