Capítulo octavo

—¡Qué asco de babosas! ¡Las hay por todas partes!

Arrodillada ante su manta de flores, Ohatsu quita una babosa de un pensamiento blanco y contempla con desconsuelo la estropeada corola de la flor.

—¡Si el mundo pudiera verse libre al fin de esos asquerosos bichos! —dice mi hermana pequeña con voz temblorosa.

Me gustaría que Ohatsu no pusiera tanto ardor en todo lo que dice y hace. ¡Con qué pasión se ocupa ahora de sus flores! Tiene cogida a la babosa entre dos dedos y, al ver cómo le tiemblan de terror los cuernos, le concede impulsivamente algo de simpatía.

—¿Crees que sufren cuando se las… aplasta?

Observo que le cuesta pronunciar esta palabra: aplastar. Sé lo que significa para ella.

Estamos sentadas en el césped, una junto a otra, y Ohatsu me habla en voz baja, por temor a romper la armonía de esta tranquila noche de mayo. Siento que se me contagia su compasión por todos los seres vivientes. Me vuelven a la memoria los horribles gritos con que murieron los animales domésticos de Hiroshima, el día del gran holocausto. Sí, toda criatura es capaz de sufrimiento, hasta las babosas, estoy segura. ¡Qué Ohatsu vuelva, pues, a poner en libertad al miserable animalillo! Y mientras éste se aleja, meneando los cuernos, Ohatsu y yo nos dirigimos una sonrisa de complicidad.

¡Qué agradable es estar a solas con mi hermana, respirando el perfume de las hierbas olorosas y escuchando juntas el amoroso canto de los grillos, que se frotan las alas en el cerezo, sobre nuestras cabezas!

—¡Hermana mayor!

—¿Qué quieres?

—Me gustaría preguntarte algo.

—¿Qué?

—Dime: ¿el amor…?

Me echo a reír, pero al ver la actitud de Ohatsu vuelvo a ponerme seria. ¡Qué turbada está, sólo por haber pronunciado la palabra «amor», la palabra mágica! Veo que está más que preparada para el gran acontecimiento. ¡Con qué ardor lo espera!

—¿Crees en el flechazo? —me pregunta.

¡Dios mío…! ¿Se referirá a Sam-san? ¡Es increíble! Para ocultar mi turbación, me pongo a arrancar algunas malas hierbas que invaden la alfombra de flores y dejo que mi pensamiento vuele a sus anchas. ¿Casarse Ohatsu con un americano? ¿Y por qué no? Mi frágil hermanita no sería una carga pesada en ese próspero país que nunca ha sufrido privaciones. Dormiría apaciblemente en los brazos de un hombre que no ha conocido nunca el sufrimiento, y no volvería jamás a despertar de una pesadilla, gritando de horror. ¡Qué tranquilidad me daría poder confiarla a un hombre como Sam-san! Ohatsu puede parecer serena e intacta, pero yo sé que, en el fondo de su alma, lleva las profundas señales de atroces sufrimientos.

—¿Crees en eso? —insiste.

—¿En el flechazo? Claro que sí —le contesto sin convicción.

Y me duele la mentira. ¡No, no creo en el flechazo! El verdadero amor es el que crece despacio, como un árbol; pero la idea de que mi hermana pequeña haya encontrado la solución de su difícil vida me hace dar un suspiro de alivio. Ohatsu me lee rápidamente el pensamiento.

—Entonces, ¿me dejarás casarme con quien quiera? ¿No dejarás que me case una nakodo? —murmura en voz baja, deslizando sus dedos entre los míos.

Una señal de afecto como ésta es algo tan extraño en mi tímida Ohatsu que me deshago de ternura.

—¡Claro que no recurriremos a una casamentera! —le contesto—. Y te casarás con quien quieras, hermanita.

Inmediatamente, se pone en pie de un salto y, juntando sobre el pecho sus manos delicadas, en un gesto lleno de encanto, me da apasionadamente las gracias.

—¿Prometido, verdad? ¿No te volverás atrás? ¡Me has dado tu palabra! —exclama riendo, como una niña ingenua que es aún.

En el crepúsculo, van cayendo las sombras sobre nuestro jardín. Los pensamientos blancos parecen haberse vuelto grises. Recogemos los cestos y nos disponemos a entrar en casa. Antes de traspasar la shojii, Ohatsu dirige una última mirada a su arriate de flores, a sus lirios blancos, que empiezan a asomar la cabeza. Este año, mi hermana sólo ha plantado flores blancas. Después de los lirios vendrán las zinnias, de un blanco lechoso, y a continuación, los pálidos ásteres. Por fin, los crisantemos esparcirán por los macizos la nieve de sus flores.

—El blanco era su color preferido. Estoy segura de que mis ramilletes blancos le hubieran gustado —me dice Ohatsu, con voz sorda.

—Calla, querida mía.

Le rodeo los hombros con el brazo. Ohatsu está temblando, y entramos en la casa. Yo estoy inquieta. Vive demasiado hundida en los recuerdos de su infancia, de una infancia que no ha tenido nunca. Conoció los trágicos días del bombardeo atómico, y aquella experiencia pesó demasiado en ella, como pesa en las frágiles ramas de un pino joven la nieve acumulada, y las dobla hacia el suelo. Y, en Hiroshima, son numerosos los muchachos y muchachas que parecen intactos, pero que llevan ocultos sus achaques y sus cicatrices.

—Vamos a mirar la caja de los recuerdos, hermana mayor.

Ya está de nuevo conmovida hasta más no poder. Siempre que piensa en nuestra madre siente la necesidad de volver a hundirse en el pasado y de abrir «nuestra caja». Esta caja de los recuerdos es el único consuelo que existe para sus heridas secretas. Ohatsu va apresuradamente a buscarla y, sin encender siquiera la luz, nos arrodillamos una junto a otra y la abrimos piadosamente. Ohatsu parece estar tan excitada como si la viera por primera vez.

—¡Mira! ¡Mi campanilla! —exclama, apoderándose del primer objeto que le viene a la mano.

En la semioscuridad de la habitación, Ohatsu agita la campanilla de plata que le regaló tía Matsui, la hermana de mamá, al cumplir tres años. Todos los objetos que contiene la caja son regalos que nos hacía tía Matsui los días de nuestros cumpleaños. Siempre los dejábamos en su casa, y así los volvíamos a encontrar allí todas las semanas, cuando íbamos a jugar a su villa de las afueras de Hiroshima. Fue una idea de mi tía, y gracias a ello pudimos recuperar allí todos estos juguetes, milagrosamente intactos. En nuestra casa, todo quedó reducido a cenizas, que el viento se llevó.

—¡Mi patito de cristal! —vuelve a exclamar Ohatsu—. ¡Oh, mira mis palillos! ¡Qué emocionante es volver a ver todo esto!

Lo que más me gusta de nuestra caja es un muñequito de trapo que guardamos en ella. Lo saco con delicadeza y le aliso el kimono, que lleva muy arrugado. En cuanto a su obi azul, está completamente roto, y sus tabis destrozados. Mi pobre muñeco me parece la imagen de la miseria. Lo cojo en mis brazos y lo acuno tiernamente. ¡Pobre y viejo muñeco, estás muy estropeado y muy flaco! ¿Sabes que empiezas a parecerte a Fumio, o más bien es Fumio quien empieza a parecerse a ti? Cuando está tendido a mi lado y duerme con la cabeza apoyada en mi hombro, parece tan poca cosa como tú…

—Mi muñeco está muy delgado. ¿No te parece, Ohatsu?

—Siempre lo ha sido —me contesta mi hermana pequeña como en sueños, sin dejar de agitar su campanilla de plata.

—No nunca ha estado tan delgado como ahora. Empieza a parecerse a…

Pero me callo a tiempo. No he de dejarme llevar por mis terrores. Sobre todo, es preciso que mi hermana no sepa hasta qué punto me siento inquieta respecto a Fumio. Por suerte, se oye de pronto ruido de pasos en el jardín y termina la peligrosa conversación. La puerta de bambú se abre y se vuelve a cerrar.

—¡Dozo! ¿Tendré la suerte de encontrar en casa a mis amigas?

Hay ciertas voces que hacen correr un escalofrío por la espalda. Nunca he podido soportar los tonos empalagosos, como el de esta vieja Nagai-san que se introduce repentinamente en nuestra intimidad. No obstante, la recibo con exagerada cortesía, en primer lugar porque es una vieja parienta; luego, porque su condición de casamentera le confiere una dignidad suplementaria, y, por fin, porque no debo olvidar que ella concertó mi boda con Fumio. Me deshago en frases de bienvenida, para expresar a la indeseable visitante lo muy felices que nos sentimos al recibirla en casa.

—¡Si hace meses que no nos hemos visto, Nagai-san! ¡Qué sorpresa tan agradable! Ohatsu, ¿quieres traer té para Nagai-san? Y al pasar, enciende la luz. Dígame ahora cómo sigue su preciosa salud, querida Nagai-san, y qué buena estrella la ha traído junto a nosotras.

Su respuesta no se hace esperar. Ohatsu se dirige hacia la cocina, y la vieja casamentera la sigue con la mirada, apreciando las formas de su cuerpo y deteniéndose con complacencia en su graciosa nuca.

—Una belleza, una verdadera belleza —murmura detrás de su abanico de seda, arrodillándose a mi lado.

Y recuerdo que llevaba este mismo abanico la primera vez que me habló de Fumio.

—No sería extraño que los hombres… que algún muchacho…

—Creo que se equivoca, Nagai-san. No hay ningún muchacho, en este caso.

—¿De veras? Las personas de la familia son siempre las últimas en enterarse de estas cosas. Créeme, siempre hay un muchacho, y con esta plaga de los matrimonios por amor, una de estas mañanas encontrarás que tu pajarito ha echado a volar.

Me esfuerzo por reír, para mostrar claramente a Nagai-san que tomo a broma sus palabras. Pero, al mismo tiempo, recuerdo que Ohatsu hace un momento me ha pedido permiso para casarse con el hombre que ella misma escoja. Dios mío, ¿habrá olido algo esta vieja bruja? «Desconfía de las mujeres que tienen la nariz larga», me decía mi tía Matsui; y, precisamente, Nagai-san, como todas las casamenteras, tiene una nariz muy larga…

Viene a arrodillarse muy cerca de mí y me cuchichea tras su abanico:

—Si he de decirte toda la verdad, querida mía, hoy he venido sólo para hablarte de Ohatsu. Hay que casarla, no se puede perder ya ni un minuto. A un hombre que le convenga, desde luego. Conozco precisamente a un señor distinguido, muy distinguido…

—¿Y su reuma, Nagai-san? —le pregunto bruscamente.

—Querrás decir mi lumbago —Nagai-san parece ofendida—. Es algo mucho peor que el reuma. Siguiendo con lo que te decía, ya le he dicho algo a ese señor acerca de Ohatsu, y…

—Es usted demasiado amable de tomarse tanto trabajo por nosotras, Nagai-san. Con su lumbago, no debería trabajar de ese modo. Le ruego que no se moleste por mi hermana pequeña.

Pero sé que no renunciará tan fácilmente a su gestión, porque sin duda cuenta con el agradecimiento, de carácter práctico, de ese señor tan distinguido.

Se oscurece su ávida mirada y el tono de su voz se hace más meloso todavía al asegurarme que se limita a cumplir con su deber.

—Te casé bien, ¿no es verdad, querida? No tenías entonces más que dieciséis años. Pues lo mismo haré con tu hermana pequeña. Pero ya no podemos perder el tiempo. El señor de quien te he hablado tiene bastante prisa, ¿sabes? Es… Bueno, ya no está en su primera juventud… Es lo menos que se puede decir de él en este caso; y, realmente, como comprenderás, ya no puede esperar mucho tiempo.

Oímos en este momento el ruido de una taza que se rompe en la cocina, y las dos sabemos muy bien cuál ha sido la mano irritada que la acaba de lanzar contra la pared. ¡Con tal de que la nakodo no lo tome a mal! Sería un desastre. Hay que evitar que el veneno de esta vieja casamentera se filtre en nuestra felicidad.

—Dispénseme un momento, honorable Nagai-san —digo rápidamente.

Y me precipito hacia la cocina. No hay en ella ni rastro de Ohatsu. No es la primera vez que huye. Ha huido del mismo modo siempre que se ha sentido ofendida, y todas esas veces he temblado de miedo. ¿Se ha ido, tal vez corriendo por las calles oscuras, con las manos apretadas contra el pecho? ¿Habrá corrido a llorar a la orilla del río donde mamá, aquella mañana…? ¡Oh Dios mío! ¿Qué viento de locura habrá soplado en su joven cabeza?

—¡Yuka! —oigo gritar a la casamentera—. No puedo estar aquí más que un momento… ¿Qué haces, querida niña?

—Ya vuelvo, Nagai-san.

Preparo rápidamente una bandeja con algunos refrescos y la llevo a la habitación contigua. Me esfuerzo por aparentar naturalidad y me inclino ante nuestra visitante, diciéndole:

—Ohatsu ha tenido que salir a toda prisa. La niña de nuestro vecino se ha caído… se ha caído en el estanque. (¡Qué mentira más tonta!). ¿Quiere usted una taza de té verde, Nagai-san? ¿Quiere usted que vaya a comprarle algún suchi en la pescadería de ahí enfrente?

—No, gracias, sólo quiero un poco de té. He venido hoy a probar suerte, pero volveré otra vez. ¡Ah, querida niña, nosotras, las casamenteras, hemos de dar pruebas de una perseverancia sin fin! La paciencia es todo nuestro capital, si puedo expresarme así.

—Coja aunque sólo sea un pastelito —murmuro—. Dozo, Nagai-san.

Tras esto, permanecemos arrodilladas una frente a la otra, en el tatami, durante un espacio de tiempo que se me antoja una eternidad, bebiendo a pequeños sorbos nuestro té y cambiando triviales frases de cortesía acerca de la familia y de nuestros conocidos. Pasa así una hora. Es lo que el protocolo exige que dure una visita. Cuando por fin se encuentra vacía entre nosotras la tetera, nos inclinamos tan profundamente una ante otra que nuestras cabezas chocan como dos huevos duros. Las volvemos a levantar rápidamente y la vieja nakodo se dirige hasta la shojii con sus andares de paloma, agitando, sin detenerse ni un solo instante, su abanico de seda ante su rostro, de expresión hermética.

—Hablábamos hace un momento de esos hombres ya algo maduros, a quienes les corre prisa casarse; pero, en cierto modo, se podría decir lo mismo de la hermosa Ohatsu —silba entre dientes—. Claro que sí, mi querida niña; hay que mirar las cosas de frente. Tu hermana es hoy encantadora, pero ¿cómo será dentro de unos cuantos años? Además, está la cuestión de los niños. ¿Qué clase de hijos traerá al mundo la bonita Ohatsu? ¿Eh? ¡Se habla tanto ahora en Hiroshima de esas extrañas criaturas que traen al mundo los que escaparon de la bomba atómica! Ya sé que todo esto es muy triste, querida mía, pero te lo digo para ponerte sobre aviso, para hacerte comprender que no podemos perder el tiempo, que no debemos desperdiciar ni un solo minuto. Sabes muy bien que ninguna familia aceptará como nuera a una superviviente de Hiroshima. Sin embargo, este señor tan distinguido que te digo…

¡Sayonara! Arigato… Gozai mashita.

Sayonara. Yoku irashite Kudasai mashita.

Nos sonreímos una a otra con toda la hipocresía de que somos capaces y nos inclinamos profundamente, con cuidado esta vez de no darnos otro golpe en la cabeza. Al enderezarse de nuevo, la casamentera me dirige una mirada glacial y se pasa la lengua por los labios con satisfacción. Sabe que ha marcado un tanto. Ha visto en mis ojos el terror no confesado que sigue alentando en el corazón de todos los supervivientes de Hiroshima. ¿Cómo íbamos olvidar Ohatsu y yo que hace quince años las radiaciones atómicas nos atravesaron hasta los huesos? Somos hijas de la bomba, y nuestros hijos lo son también. Estamos taradas, y lo estarán de igual modo nuestros descendientes, por generaciones enteras. ¿Estará realmente condenada la bonita Ohatsu, como lo estarán más tarde mi pequeña Michiko y mi gordinflón Tadeo, a no traer al mundo, a no engendrar sino monstruos…?

¡Arigato! Gozai mashita, honorable Nagai-san —murmuró con voz temblorosa.

Pero la vieja nakodo ha desaparecido ya en las sombras del jardín, llevándose toda la paz de mi corazón.