Capítulo séptimo

Si Sam-san fuera japonés, fingiría que no se ha fijado en nada. Pero no lo es. Su primer contacto con el mundo secreto de Hiroshima le ha conmovido profundamente, y no sabe cómo ocultarlo. Desde que se fueron mis invitados, pasea arriba y abajo por el jardín, con el rostro endurecido y la expresión preocupada. Ya no es el mismo Sam-san de siempre.

Vuelvo silenciosamente a la cocina, porque comprendo sin lugar a dudas que nuestro huésped quiere estar solo.

Pongo el arroz en un bol de tierra cocida y echo el agua hirviente por encima. ¡Cuánto me gusta mi cocina! Es pequeña y está muy vacía, no ofrece la menor comodidad, y, sin embargo, es aquí donde me siento más «en mi casa». Sola en mi cocina, puedo dar libre curso a mis pensamientos y meditar acerca de mis penas secretas. Mientras preparo al caldo de algas, pienso en Fumio y me asaltan de nuevo mis temores de siempre, semejantes a grandes pájaros negros.

¡Tan… tan… tan…! ¡Ya son las ocho! Fumio cada noche tarda un poco más en recorrer la distancia que media entre el garaje y nuestra casa.

Cada noche parece un poco más cansado que el día anterior.

El Fumio con quien me casé hubiera tardado diez minutos en recorrer ese mismo trayecto, incluso yendo calzado con sus gruesas botas de militar. Me siento tan inquieta que, al querer encender el fuego, mis dedos dejan escapar la cerilla, que cae y abre un agujero en mi yukata.

Se oye de pronto una carcajada en la casa. Miro en seguida por la rendija de la shojii y veo a Sam-san y a los niños, que están sentados en el suelo y que parecen divertirse mucho. Sam-san les enseña cómo se puede hacer, con un pañuelo grande, un conejo de orejas puntiagudas. ¡Qué a sus anchas parece estar aquí este muchacho americano! Se diría que es de la familia y, no obstante, hace tres días no le conocíamos aún. Ha preferido instalarse aquí, dormir en el suelo y renunciar a todas sus comodidades, sólo porque le gusta el ambiente de nuestra casita. Vuelvo a mi cocina algo más tranquila. Ésta será la primera vez que Sam-san cene con nosotros.

Por fin oigo en el jardín los pasos de mi marido y el rumor de la puerta de bambú al abrirse y volverse a cerrar. Es la señal que estaba esperando para preparar el plato de arroz y verter el caldo de algas en nuestros bonitos boles de porcelana. Oigo como se saludan los dos hombres en la habitación contigua a la cocina, y cómo exclama alegremente Michiko: «¡konichiwa, papá-san!». Esta velada tiene que ser particularmente alegre, para que Sam-san olvide la triste conversación de la tarde. ¡Qué lástima que Ohatsu trabaje esta noche! Su encantador rostro —que tal vez recuerda a nuestro huésped el de Tosho Hamada— le pone siempre de buen humor.

—¡Qué bien se han instalado ustedes! —digo, abriendo la shojii.

Están todos reunidos en torno a la mesa, bajo la cual arde el brasero suavemente. Mi marido se ha envuelto las piernas en una gruesa manta acolchada, porque, aunque estemos en mayo, tiene frío en cuanto se hace de noche. Y le gusta encontrar un buen fuego en casa al volver del trabajo.

Michiko está tratando de enseñar seriamente a Sam-san a utilizar los palillos.

—¡No, no! —dice mi hija, con mucha paciencia—. ¡No se hace así, Sammy!

—¡Michiko! —exclamo, asombrada al oírla.

—Soy yo quien le ha dicho que me llame Sammy —me explica Sam-san, sonriendo.

Rodea a Michiko con su brazo y la atrae hacia sí, añadiendo:

—No la riña usted, Yuka-san. Es casi mi hija.

Dejo en la mesa el plato de arroz y, al levantar la tapa, se desprende de él un olor delicioso. Reímos al ver como lucha Sam-san con sus palillos de marfil.

—¡Que no me hablen más de esos viejos y ridículos tenedores! —exclama alegremente—. ¡De hoy en adelante, adopto los palillos!

Hasta el mismo Fumio sonríe. ¡Querido mío, qué alegría me da verte sonreír! En estos tiempos ¡es tan poco frecuente! No quiero turbarte expresándote mis sentimientos delante de un extranjero, pero siento una oleada de afecto que me empuja hacia ti. Me arrodillo junto a Sam-san y dejo delante de él un bol de sopa. Sobre la tapa del recipiente se ve dibujada una cigüeña que se traga a una rana.

—Espero que le guste el caldo de algas, Sam-san —le digo. Y añado maliciosamente—: Lo he perfumado con las hierbas que Ohatsu cultiva en su jardín.

—¿Ohatsu cultiva hierbas?

Parece sorprender a nuestro huésped que una muchacha tan frágil como Ohatsu pueda dedicarse a la jardinería. Exclama, sin aguardar siquiera a haber probado la sopa:

—¡Está buenísima!

Pasea luego los ojos por la habitación, y añade muy convencido:

—¡Qué bien se está aquí!

Y con ello vuelvo a encontrar al Sam-san que tanto me gusta.

Miro a mi vez la estancia, que conozco tan bien, y, al verla con los ojos del extranjero, es como si la viera por vez primera. ¡Qué sencilla y armoniosa es! En un largo rollo de pergamino extendido sobre la pared, Maeda-san ha pintado algunas brazadas de flores raras y escrito este antiguo pensamiento japonés:

Cultiva las flores de tu espíritu

y perfumarán al mundo.

Delante de mí, un humilde ramillete (tres tulipanes blancos en un florero del mismo color), llena de paz nuestros corazones fatigados. Por la puerta entreabierta, veo nuestro farol de piedra, que baña de suave luz el pálido cerezo, cuyos brotes duermen.

—¡Aquí se siente uno del todo en su casa! —dice calurosamente el americano—. Se necesita a alguien como usted, Yuka-san, para hacer de una casa un hogar donde puedan vivir felices los niños.

Me siento horriblemente turbada. ¡Que una mujer mayor como yo, que tiene más de treinta años, casada y madre de familia, escuche semejantes alabanzas! Ya no sé hacia dónde volver los ojos, y escondo la cara en el cabello de Michiko, que me echa los brazos al cuello.

¡La vida es demasiado maravillosa! Para disimular mi alegría, me precipito hacia la cocina y vuelvo con un plato lleno de deliciosas tajadas de pescado crudo, blancas y sonrosadas, adornadas con rodajas de rábanos a la vinagreta. Después de servir esta comida de fiesta, preparada especialmente en honor de nuestro huésped, lleno las tazas de sake. Luego, me vuelvo a sentar y contemplo a mis pequeños, que comen y se divierten.

Tenemos los pies muy calientes, gracias al brasero, y la buena manta acolchada nos protege las piernas. Están plantados en la mesa cinco pares de codos, y cinco narices aspiran, con expresión de felicidad, el delicioso olor de los platos. Los palillos no se dan punto de descanso, y las tazas de sake se vacían. El vino de arroz nos anima y alegra, y sentimos un perfecto bienestar.

Es casi increíble que pueda sentir yo tanta felicidad. No sabía que amase hasta tal punto a mi familia y mi hogar, y casi me siento avergonzado de ello. Durante años enteros, lo único que me ha preocupado ha sido reconstruir nuestro nido, hacerlo tan mullido y blando como me fuera posible. ¿Es una falta no haber pensado más que en nuestra felicidad? ¡Hay tanto que hacer en esta ciudad martirizada, hay en ella tantas víctimas, abandonadas a su miseria! A ellas debiera consagrar mi tiempo y mi amor. Así me lo ha dicho Maeda-san, que es la generosidad en persona.

—Atención amigos míos. Escúchenme ustedes bien.

Fumio y yo, intrigados, nos inclinamos a un tiempo hacia nuestro huésped.

—Quiero brindar por las personas más encantadoras que he conocido nunca. ¡Larga y feliz vida, amigos míos! ¡Feliz vida a sus hijos y, como estamos en el Japón, larga vida a todos sus honorables nietos! —termina Sam-san, riendo.

Tal vez está un poquito achispado, pero ¡se muestra tan simpático! Vacía su taza y me la tiende en seguida, para que se la vuelva a llenar.

—¡Y ahora —exclama—, bebamos por la felicidad del mundo!

Traduzco sus palabras a Fumio y les sirvo a los niños unas pocas gotas de sake. Luego, levanto mi taza y me inclino sucesivamente ante nuestro huésped, mi marido, mi hijo y mi hija.

A continuación, me vuelvo una vez más hacia Fumio. Se cruzan nuestras miradas y no leo en la suya más que desesperación y sufrimiento. Veo que se escapan de sus ojos dos lágrimas, que oscilan al borde de sus largas pestañas y resbalan luego, lentamente, por sus mejillas. Me tiembla de emoción la mano y me caen en los dedos algunas gotas de sake hirviente.

Se me hiela el corazón y ahogo un grito. Sé ahora que el momento de debilidad que tuvo el otro día Fumio, cerca del río, no era debido a ninguna insolación. Temiendo perder la serenidad, me alejo bruscamente de la mesa, murmurando:

—Dispénsenme, por favor.

Sam-san me mira con inquietud; luego vuelve los ojos hacia Fumio y comprende que algo pasa.

—Me he quemado la mano con el sake. ¡Qué mano más tonta! —digo, dándome un golpe en la mano para hacer reír a los niños.

Ellos, a su vez, se divierten dándose golpecitos semejantes, y yo lo aprovecho para desaparecer sin llamar la atención.

Una vez en la cocina, me apoyo en la pared y estallo en sollozos. Lloro silenciosamente, golpeando el suelo con el pie sin hacer ruido y mordiéndome los labios hasta hacerlos sangrar. Ahogo el rumor de mis sollozos. ¡Fumio! ¡Oh, Fumio!

Tal vez no ha pasado más que un minuto, pero sé muy bien, en el fondo de mi alma, que ya es hora de volver a la mesa. Mi ausencia puede extrañar a nuestro huésped. Sollozo todavía convulsivamente. Pero esta vez levanto la cabeza y reprimo mi último sollozo. Me arreglo el pelo, compongo mi expresión y me fuerzo a sonreír. ¡Vamos! Cojo una fuente de hermosas ciruelas verdes que he preparado antes de cenar y, recurriendo a todo mi valor, la llevo a la mesa, con gran alegría de los niños.