Capítulo sexto

Con un poco de perspicacia, hubiera podido evitar tal paso en falso. Habría podido arreglármelas para retrasar la vuelta de nuestro huésped e impedir así que se encontrara con nuestro viejo amigo, el pintor Maeda-san. Pero vivo en un verdadero torbellino de acontecimientos y de cosas por hacer. Como me ocupo todo el día de que a nuestro huésped no le falte nada durante su estancia en casa, estoy en pie desde que se levanta el sol hasta que se pone, desde el instante en que entreabro el fusuma hasta aquél en que me dejo caer rendida en mi estera. Si he cometido esta torpeza, ha sido seguramente por cansancio.

A veces, me siento muy desanimada. Las principales virtudes de un ama de casa japonesa son la prudencia y el sentido común; pero yo no llegaré a ser nunca tan perspicaz como mi madre ni tan sagaz como mi tía Matsui. ¿Tengo tal vez un carácter demasiado frívolo? Me gusta charlar, cantar, tocar el samisen, pero ¿es eso muy grave? ¡Ay! Este incidente puede tal vez impedirnos tener nuevos huéspedes en lo sucesivo.

En cuanto abrí la puerta y vi a Maeda-san y a mis tres vecinas sentadas una junto a otra, en el banco del jardín, recordé que estábamos a miércoles por la noche: el día consagrado al baño. No pude hacer sino inclinarme profundamente y encaminarme hacia ellas sonriendo, mientras ensayaba en mi interior las fórmulas de cortesía que emplearía al presentar a Sam-san a mis invitados.

Me hubiera gustado persuadir a nuestro huésped de que volviese a entrar en casa conmigo, pero mis esfuerzos perecieron en embrión (para emplear una hermosa y poética expresión occidental) cuando Maeda-san se volvió resueltamente hacia el extranjero, con una de sus incomparables sonrisas, diciéndole:

—Me alegro mucho de saludar al honorable huésped de nuestros amigos.

Maeda-san tiene quemadas las cuerdas vocales, pero la sonrisa con que acompaña sus palabras hace olvidar el sonido horriblemente ronco de su voz. ¿Qué encanto hay en este hombre tan delicado, que cautiva instantáneamente a quien le conoce? Maeda-san es semejante a un jardín, a un jardincillo lleno de flores maravillosas. Cada día desbroza una nueva parcela de sí mismo, remueve y levanta la tierra con la azada, le quita las malas hierbas, la riega, y siembra nuevas flores. Dice que si se le priva de cuidados, el espíritu llega a convertirse en una tierra salvaje, plagada de serpientes venenosas, e invadida por las zarzas y los espinos.

Se ha apresurado a sacar el polvo de nuestro banco, e invita al extranjero a sentarse en él. Sam-san lo hace así con gran diligencia. ¡Es natural! Nuestro huésped es precisamente el tipo de hombre capaz de comprender quién es Maeda-san, a pesar de su voz ronca y de su piel quemada. Tras otro saludo cortés, el pintor se sienta a su vez en el banco, mientras las tres ancianas se arrodillan sobre sus piernas, en la hierba, a respetuosa distancia. Ocultando mi inquietud tras mi más graciosa sonrisa, vuelvo a entrar en la casa, mientras digo:

—Les ruego que me perdonen, he de preparar la merienda de mis invitados.

Pero no tengo la menor intención de ir a la cocina. Una mujer prudente debe estar apercibida en todas las situaciones, como me enseñó mi tía Matsui. Me quedo detrás de la shojii, con el oído al acecho, dispuesta a salir y a alejar del jardín a nuestro huésped si las palabras de Maeda-san se vuelven demasiado embarazosas, demasiado reveladoras. Todo parece ir muy bien al principio: Maeda-san se limita a decir las trivialidades que le dicta la buena educación.

—Me alegro mucho de saber que irá usted el domingo a Miyajima. Yo también voy allí con unos amigos, y espero verle, señor Willoughby.

Por desgracia, nuestro pinzón se pone a cantar; la voz de Maeda-san es tan apagada que casi no puedo oír lo que dice. Y con el canto agudo del pájaro resulta imposible entender una sola palabra. Oigo decir por fin:

—Con mucho gusto, señor.

Sam-san ha hablado con tono firme y entusiasta, y se diría que no puede apartar los ojos de mi amigo.

El viejo Maeda-san lleva, como de costumbre, una flor en la solapa de su kimono gris. Tiene la barbilla bien modelada, la nariz fina y recta, y no abandona ni un momento su graciosa e inmutable sonrisa.

—¿Le gusta a usted mucho el ofuro? —pregunta a Sam-san.

Y doy gracias al cielo de que haya tocado un tema tan inofensivo.

Cuando mi huésped le contesta que aún no ha tenido el gusto de tomar un baño japonés, Maeda-san le pregunta si le gustaría que le iniciásemos en semejante rito.

—Claro que sí. Quiero conocer todo lo del Japón —exclama el americano, que, a su manera, tiene también mucho atractivo.

No cabe duda de que le resulta simpático a Maeda-san.

—Pues bien, los japoneses sienten verdadera pasión por el agua caliente —le explica el pintor—, como los americanos por el whisky y los ingleses por el té. Nosotros, los japoneses, somos…

—… los mayores bañistas del mundo —termina riendo Sam-san.

—Eso mismo —continúa Maeda-san, sin falsa modestia—. Pues bien, lo primero que hay que saber acerca del ofuro es que bañarse no quiere decir lavarse.

—¿No se lava uno?

—No. Hay que lavarse antes. El baño sirve solamente para calentarse, reposar y relajar la tensión de los músculos, los nervios y el espíritu. Fíjese como se realiza la ceremonia: primero se zambulle en el agua caliente el jefe de familia, saltando luego fuera de ella. Después se zambulle el hijo y sale del mismo modo. Después, la madre…

—¡Cómo! ¿Quiere usted darme a entender que la madre se baña delante del hijo? —pregunta intrigado Sam-san.

Yo me ruborizo detrás de la shojii. ¿Qué van a pensar mis amigas de una pregunta tan absurda? Por simpatía hacia mi joven huésped, siento deseos de salir de mi escondite y de protegerle contra los severos juicios que les merezca.

—Naturalmente —le replica Maeda-san; y se apresura a añadir, con mucho tacto—: Luego son las hijas las que entran en el baño, y, por último, la criada, si la tienen. Y si hay perros en la casa, pues… también toman su baño, cuando les llega el turno.

—Menos mal que pasan los últimos —murmura Sam-san.

—¿Cómo?

—¡Oh, nada! —contesta, con expresión contrita.

Maeda-san levanta una de sus delicadas manos, manchada de pintura, como supongo lo están las de todos los pintores.

—¡Otra cosa! —exclama—. Antes de entrar en el agua, amigo mío, acuérdese usted siempre de saludar con una profunda inclinación a toda su familia, exclamando: «Ho furoni», es decir, «Voy a tomar mi baño». Y cuando salga de él, inclínese de nuevo diciendo: «Ho furo Mashita», es decir, «He tomado mi baño». ¿Comprende usted?

—¡Ho furoni! —exclama nuestro impetuoso americano, poniéndose en pie de un salto.

Parece sentirse feliz, como lo es uno cuando está rodeado de buenos amigos.

—Y en esa ceremonia, ¿cuándo me baño yo? ¿Después del perro?

Maeda-san le dirige una sonrisa llena de simpatía y de encanto.

—Antes que nadie, naturalmente —le contesta— porque es usted el honorable huésped. Ahora estamos todos esperando a que se caliente el agua. Estas tres señoras han venido a tomar su baño, como yo.

Maeda-san señala con un gesto a mis tres vecinas, que siguen arrodilladas en la hierba, con sus viejos mompes manchados de grasa. (Los pobres y gastados pantalones de trabajo atestiguan realmente su miseria).

—¿Ve usted? —prosigue Maeda-san—. Estas señoras no tienen medios para contar con un baño propio. Así es que Yuka-san y yo las invitamos a venir a casa, cada uno de nosotros dos veces por semana. Los tiempos han cambiado mucho después de la guerra. Desde que nos han excluido de los baños públicos…

—¿Excluido?

¡Ah, estaba segura! Ha llegado el momento que tanto temía.

—¡Ya está servido el té! —exclamo alegremente, saliendo a toda prisa de detrás de mi shojii—. ¿Quiere entrar, Sam-san?

Hubiera debido preverlo: la obstinación que he admirado tan a menudo en nuestro huésped llega a convertirse en terquedad. Nos ignora resueltamente, a mí y a mi té.

—¿Cómo, excluido? —repite la pregunta con insistencia.

—Por culpa de nuestras llagas —le contesta suavemente Maeda-san—. Mientras nuestras cicatrices no acaben de cerrarse y granular… ¿No sabe usted que somos víctimas de la bomba atómica?

Esta vez, Maeda-san ha metido realmente la pata, como dicen los occidentales. Y estoy segura de que lo ha hecho adrede. Un hombre que tiene tanta delicadeza de carácter no hubiese herido de frente a nuestro huésped sin un motivo determinado.

—Los cinco que estamos aquí Yuka-san, estas tres señoras y yo, nos contamos entre las cien mil personas que escaparon de la bomba atómica —sigue diciendo—. La mayoría de nosotros sufrimos horribles quemaduras, sin hablar de lesiones internas más serias. Por esto, los nuevos habitantes de Hiroshima, que vinieron aquí después de la guerra y que se encuentran muy bien de salud, hacen todo lo que pueden para evitarnos. Prorrumpen en gritos cuando ven nuestras repugnantes cicatrices. No soportan ver nuestros cuerpos desnudos en los baños públicos.

Ahora sí que me siento furiosa contra nuestro querido y viejo amigo. Maeda-san, que conoce a fondo el corazón humano, hubiera debido adivinar la sensibilidad de este muchacho occidental. ¿Por qué le ha tratado con tan poca delicadeza? Voy a intentar salvar aún la situación.

—¿Quieren ustedes que traiga el té al jardín? —propongo como último recurso.

Nadie me contesta, pero me dirijo apresuradamente hacia la cocina y vuelvo con la bandeja.

Una buena taza de té verde es algo muy agradable, pero, aunque mis invitados la aceptan con gratitud, la tirantez no parece disminuir. Trato de hacer callar a Maeda-san llevándome discretamente un dedo a los labios, pero, con gran sorpresa por mi parte, sacude la cabeza.

Comprendo entonces que los puntos de vista de nuestro amigo son bastante distintos de los míos y que se propone dirigir el juego a su modo. Mi indignación desaparece entonces. Casi experimento cierto alivio.

—Harada-san es una víctima característica de la bomba atómica —sigue diciendo el viejo pintor. Y cambia una mirada con una de las tres mujeres arrodilladas en la hierba, detrás de él—. Vea usted qué cara más ancha tiene. La encontraron bajo los escombros de una estación del metro, y fue el cemento lo que la defendió de las radiaciones atómicas. Harada-san ha vivido momentos terribles; tenía una floristería que quedó destruida; tenía hijos, y los perdió. Perdió a su marido, perdió su salud y su belleza en un minuto, aquella famosa mañana del 6 de agosto. Ahora está inscrita como peón caminero en la Oficina del Trabajo de la ciudad. Como la mayoría de las supervivientes faltas de recursos para vivir, trabaja en la reconstrucción de carreteras.

Sam-san ha palidecido bajo el color bronceado de su tez. Dirige a Harada-san una rápida mirada, pero desvía los ojos sin saber ya hacia dónde volverlos.

—Desde entonces, Harada-san se levanta al amanecer, recorre kilómetros enteros con sus piernas hinchadas…

Sé ahora que Maeda-san no omitirá ningún detalle.

—Después de haber trabajado durante todo el día hasta quedar rendida, se arrastra hasta la orilla del mar para pescar moluscos, o hasta las colinas para coger hierbas comestibles. Su salario no le permite ni siquiera comprarse arroz suficiente para vivir. Luego, ha de hacer aún horas extraordinarias y pasar toda la noche en pie para ganar unos cuantos yenes. Trabaja para un restaurante, desmenuzando y amasando bacalao, que reduce a una especie de pasta. Es un trabajo muy duro. Y Harada-san no es más que un caso entre mil, entre decenas de millares. ¡Ah, querido amigo, hace mucho tiempo que nuestra vecina no se ha reído a gusto!

Maeda-san ha terminado. Observo a hurtadillas a Sam-san y, naturalmente, leo en su cara la desesperación que temía. No ha soportado el saber la verdad sobre nosotros y sobre nuestra miseria. Pero acierto a mirar entonces a Harada-san y, de pronto, el extranjero no cuenta ya en absoluto para mí. ¡Qué extraño llegar a este extremo, después de haber hecho tantos esfuerzos para resultarle agradable!

Me dirijo lentamente hacia Harada-san, caminando sobre el césped y, arrodillándome ante ella, le presento la bandeja.

—¿Quiere té, Harada-san?

Coge el bol de té que le tiendo y, al rozarse nuestras manos, hay entre nosotras como un relámpago de amistad. ¡Ah, cómo me gustaría poder estrecharla entre mis brazos, poder abrazarnos, como aquellas dos extranjeras que vi una vez en la estación de Tokio! Pero los japoneses no dejamos que se exteriorice nuestra tristeza. No obstante, nuestras dos miradas se comprenden, y el vapor que sale de la tetera llena de té hirviente extiende un velo de misericordia por las pobres facciones de mi vecina.

Sucede entonces algo extraordinario: detrás de la nube de vapor, vuelvo a ver a Harada-san tal como era antes de que la bomba le destrozase la cara: joven, encantadora, amada… Nuestra vecina se inclina hacia adelante y ve en mis ojos la verdadera imagen de sí misma; su pobre rostro se ilumina entonces con una sonrisa de gratitud y se echa a reír, con risa clara y juvenil.

Arigato —murmura, cogiendo el bol de té—. Gracias, gracias…

Por encima del hombro de Harada-san, veo la cara de nuestro huésped. ¡Qué angustia se lee en su mirada! Ahora sabe la verdad. ¿Huirá acaso de nuestra miseria?

¡Pues bien, si quiere irse, que se vaya! ¡Que se vaya! Pero yo me quedo con los míos. Me quedo contigo, Harada-san, porque hacia ti camina mi corazón.