Capítulo quinto

¡Qué tienda más bonita es el «Fukuya» y qué buen día estamos pasando! He saltado de alegría al enterarme de que Fumio no había tenido más que una insolación, tal como lo había adivinado Sam-san; absolutamente nada más. Como es natural, no llamé al médico, porque ello hubiera provocado las habladurías de la gente; pero Hashimoto-san, el joven estudiante de Medicina que vive en la esquina de la calle, vino a visitarle, y, sin dudar, diagnosticó una ligera insolación. Mi marido se encontró mejor casi en seguida, y volvió a su trabajo. Ahora somos todos tan felices cómo es posible, y he venido con Sam-san a los almacenes «Fukuya» para comprarle a Ohatsu ropa de primavera, con los yenes obtenidos al empeñar mis peinetas de plata.

No tengo ocasión de ir de compras muy a menudo, porque somos demasiado pobres para ello. Por eso me siento ahora tan contenta al ir de mostrador en mostrador, sin que la expresión divertida de nuestro huésped me cohíba lo más mínimo. Tal vez exteriorizo demasiado ingenuamente mi satisfacción, pero no puedo impedirlo. Sam-san no puede imaginar que he estado raras veces en unos grandes almacenes, ni sabe tampoco que he visto todo este edificio derrumbado sobre sí mismo, con cuerpos humanos mezclados con los escombros. Mientras contemplo los suntuosos mostradores que me rodean, noto que Sam-san me aprieta ligeramente el brazo; le sonrío y marchamos en busca de nuevos descubrimientos maravillosos. En este momento, aún estamos en la sección de las sedas a buen precio.

—¡Hey! —empieza a decir Sam-san.

Al oír su expresión favorita, me echo a reír de nuevo.

—¿Hey, qué? —digo para que rabie un poco.

—¿Puede usted decirme por qué necesita Ohatsu dos kimonos interiores? ¡Estamos en mayo, y se va a ahogar con tanta ropa!

Río con más ganas aún, y me veo obligada a explicar la causa de mi ruidosa alegría al pequeño grupo que nos ha seguido de mostrador en mostrador. Ellos se echan a reír a su vez cortésmente, poniéndose la mano delante de la boca, para no cohibir al extranjero, y yo le explico a éste que, durante siglos enteros, las muchachas japonesas han llevado, en ciertas ocasiones, no dos, sino muchísimos kimonos interiores.

—En los países jóvenes y elegantes como el suyo, la moda puede cambiar en una noche —le digo—, pero aquí se necesitan siglos enteros para ello. Por ejemplo, la costumbre exige que uno de los kimonos interiores repita el color dominante en el kimono exterior. En nuestro caso, el color es lila.

—¡No, señor!

Estas palabras, pronunciadas en incorrecto inglés, no provienen de Sam-san, sino de uno de los dependientes de la sección. Sabe algunas palabras inglesas, que probablemente ha aprendido en el cine.

—Lila, terminado. Todo el mundo va de lila esta primavera —nos explica—. Las señoras gritar: «¡Lila, lila, lila buen precio!». Toda sección terminada.

Con su bolígrafo, se da unos cuantos golpecitos sobre sus hermosos dientes de oro, mientras sonríe levemente.

—Yo propongo amarillo mostaza. Mucho, mucho, gran surtido.

—¿Por qué nadie lo quiere?

¡Dios mío! ¿Por qué este americano ha de decir siempre lo que piensa? ¿Le sería acaso insoportable callarse de vez en cuando? Pero los comerciantes son tenaces; de lo contrario, se morirían de hambre. Y nuestro dependiente le dirige a Sam-san una sonrisa que deja al descubierto todos sus dientes de oro.

—¿Usted, señor, comprar ropa interior para honorable novia?

—¿Para mi novia? ¡Vaya, vaya! ¡Me gustaría mucho que lo fuese!

Y a mí, ¡cuánto me gustaría también! Sería para mí la mayor felicidad imaginable saber a mi frágil hermana confiada al cuidado de un joven fuerte y bueno como Sam-san. Es como si viera los hermosos ríos de sangre roja que, además de pequeños y numerosísimos canales, corren bajo la sana piel de este americano. Naturalmente, a Ohatsu le indignaría saber que la estoy casando en la imaginación con un extranjero. Es muy dulce de carácter, pero, no obstante, hay en ella una indomable voluntad, un inquebrantable deseo de abrirse camino por sí sola; deseo que me asusta siempre. Como muchas otras personas jóvenes de Hiroshima que han conocido horribles acontecimientos durante su infancia, siempre parece hallarse a dos dedos de la locura.

Se acerca ahora un original hombrecillo que empieza a discutir con nuestro dependiente. Encorvado bajo su traje de campesino y con una gruesa gorra de lana encasquetada en la cabeza, hace casi una hora que nos sigue por los almacenes, interesándose por nuestras compras más que nosotros mismos. Empieza ahora a discutir violentamente acerca de ese tejido de color mostaza. ¡Dios mío! El dependiente ha quedado casi desconcertado, perdiendo todo su aplomo. ¿Cómo podría distraer la atención del campesino? Inclinándome ante él, le pregunto de dónde viene; él se inclina a su vez y me contesta que trabaja en los alrededores de Hiroshima. Hoy ha venido a visitar la ciudad, y como los almacenes «Fukuya» son la máxima atracción de la nueva Hiroshima, ha pasado aquí todo el día. En cuanto ha acertado a ver al americano, con su estatura de rascacielos y su pelo rubio, no le ha quitado ya la vista de encima. Se ha pegado a él como una lapa.

—En cuanto a la tela de color mostaza —dice, volviendo obstinadamente a su primera idea—, no la compren ustedes. Es el color de la…

A nuestro alrededor, los hombres sonríen tapándose la boca con la mano, y las mujeres ocultando la cara tras sus nuevos abanicos de primavera.

—Tradúzcame lo que dicen, Yuka-san —se queja el americano—. Me fastidia muchísimo no entender lo que se habla delante de mí.

—No puedo explicárselo —le contesto—. Es algo demasiado ordinario.

Los occidentales presentan una curiosa mezcla de gazmoñería y de ordinariez, que me impide traducir a nuestro huésped la broma, algo cruda, del campesino.

Pero Sam-san ha fijado ya su atención en otra cosa.

—Dígame… Hay algo que…

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no comprende ahora? —le digo bromeando y empleando su palabra favorita.

Sam-san hace una mueca y me contesta que no comprende por qué nos sigue la gente por toda la tienda.

—Se nos pegan como moscas —gruñe.

Efectivamente, nos rodean tres colegialas que van cogidas de la mano; también, una pareja joven, unos recién casados, a juzgar por su expresión radiante; una mujer gruesa, que se abanica con energía, llega hasta el extremo de tocar todo lo que compramos, en tanto que el hombrecillo campesino no se separa ni un segundo de nosotros.

—Cuando comprábamos las sandalias de Ohatsu, no nos seguían más que estas mujeres —me explica Sam-san—. Recogimos a los recién casados cuando comprábamos el cinturón, y a los demás en la sección de las sombrillas. Ahora tenemos a ocho personas alrededor de nosotros, si contamos al dependiente. ¡Hay que ver! ¿No nos pueden dejar en paz?

¡Tiene casi dos metros de estatura y no más sesos que un mosquito! Tal vez se figura que voy a dispersar a esta gente dando unas cuantas palmadas, como se hace con los polluelos. Este joven americano no comprende que a los japoneses que no tienen dinero no les queda otro remedio que comprar con los ojos. Participan así, humildemente, de las lujosas compras de los más afortunados que ellos y, desde luego, ¿por qué iban a privarse de eso?

—¡Hey, este hombre está loco!

El vendedor acaba de amontonar amablemente los paquetes en mis brazos, y Sam-san abre los ojos estupefactos. Le digo por lo bajo que no intervenga y se encoge de hombros con gesto de resignación.

—¡Está bien! —exclama—. ¡Conviértase usted en un animal de carga, puesto que es la regla! Y no cuente con que yo se lo impida. ¿Adónde vamos ahora?

—A casa —le contesto.

¡Qué agradable me resulta decirle a Sam-san: «A casa»! Ya sé que no es un sentimiento confesable, pero es algo tan nuevo para mí tener un compañero joven y alegre que la satisfacción se me ha subido un poco a la cabeza.

Pero nuestro huésped protesta diciendo:

—No, ahora vamos a comprar algo para usted, Yuka-san.

—¡Oh, sí, qué buena idea!

Esto lo ha dicho la pareja de recién casados. Evidentemente, entienden el inglés. Sam-san se queda estupefacto una vez más, y les mira con los ojos muy abiertos.

—¡Creo que empiezo a comprender! —dice.

—¿A comprender qué? —le pregunto.

Pasea los claros ojos por el pequeño grupo que nos rodea y sacude lentamente la cabeza. Tal vez empieza ya a comprender el sentido de las «relaciones humanas» entre unos y otros en nuestro país. Quizá le recuerda esta escena el trato de su padre, el médico rural, con sus enfermos, que a menudo no le pagaban más que con su gratitud y su amistad.

Sam-san me coge ahora del brazo, preguntándome:

—¿Qué diría usted de un par de esos alfileres para el cabello, ésos que parecen caramelos?

¡Unos buyen! Ya sé que no es costumbre que una mujer casada acepte regalos de un hombre, pero ¡me gustaría tanto llevar unos alfileres de ésos cuando vayamos a Miyajima!

—Sería maravilloso —le contesto. Y prosigo imprudentemente—: ¿Sabe usted? Las peinetas de plata que tenía…

Callo de pronto, pero ya es demasiado tarde. Acabo de descubrir el pastel. Y, por el modo como me mira Sam-san, sé que ha adivinado de qué manera he conseguido el dinero necesario para todas estas compras.

—Los compraremos otro día —digo rápidamente—. Ahora hemos de volver a casa, porque ya es tarde.

Pero el americano no se mueve. Sigue observándome de manera algo extraña, y me siento terriblemente azorada. Me dirijo por fin hacia la escalera mecánica, seguida por todo nuestro pequeño grupo, pero estoy tan aturdida que, en lugar de coger la escalera que baja, me meto por la que sube hacia la sección de bisutería. Y, mientras voy subiendo, experimento en lo hondo del pecho una sensación deliciosa. Me imagino estar en las alas de un pájaro que se me lleva camino de cielos más clementes que éste. Ya sé que es un pensamiento inútil, pero me siento feliz al pensar que Sam-san no me guardará rencor, sino todo lo contrario.

Llego al final de la escalera, seguida siempre por nuestro grupito de acompañantes, que observan sonrientes al joven extranjero, quien se ha quedado en el piso de abajo y se dispone a reunirse con nosotros. A su lado, el campesino, con un dedo sobre la boca, nos contempla con la expresión de un niño que se ha quedado a la entrada de la fiesta. No había visto en su vida una escalera, y menos aún una escalera mecánica. Se muere de ganas de subir por ella, pero no se atreve. Mas, he aquí que el impetuoso occidental le toma por la manga y con gestos vehementes le muestra cómo ha de poner los pies en el mismo escalón y ha de permanecer quieto hasta que la gruesa oruga metálica le haya transportado arriba. El hombrecillo se muestra extasiado. Tan pronto como la extravagante pareja llega al final, uno de sus componentes, alto como el monte Fuji, y el otro bajito y regordete como los capullos de sus gusanos de seda, el campesino arrastra a Sam-san hacia la escalera de descenso. Bajan por ella y vuelven a subir y a bajar una vez más. Todos se mueren de risa detrás de sus abanicos de papel. Luego, todos me saludan, inclinándose profundamente, y se van, cada cual por su lado.

Aquí están de nuevo el americano y el campesino. Esta vez, Sam-san viene a reunirse conmigo. El aldeano me saluda varias veces y luego vuelve a correr hacia sus queridas escaleras. Ha comprendido ya el sistema y va a divertirse subiendo y bajando hasta que cierren los almacenes.

—¡Qué chiquillo! —me dice riendo Sam-san—. Pero ¿qué le pasa en la cabeza? ¿No se ha fijado usted, Yuka-san? Debajo de su gorra.

Atravesamos ahora la sección de modas y, entre la multitud, me resulta fácil hacer como si no hubiera oído. Nada debe estropearnos esta salida.

—Llevaba la gorra encasquetada hasta más no poder —insiste el americano—. ¿Y sabe usted por qué? Porque le faltan las orejas. Se lo aseguro, ese hombre ya no tiene orejas. ¿Cómo le ha podido pasar eso? Tenía también cicatrices en el cuello, como si hubiera sufrido quemaduras profundas o como si le hubiese mordido algún bicho. ¿Qué le habrá pasado, Yuka-san?

No sé qué contestarle. Ya que no ha comprendido la verdad, dejemos que esta pregunta se pierda en vaguedades. ¿Por qué voy a explicarle a mi amigo qué clase de bicho le arrancó las orejas al campesino y me mordió el brazo hasta el hueso? Conozco ya lo suficientemente a Sam-san para saber que tiene el corazón sensible, demasiado sensible. ¿Para qué hacerle sufrir recordándole lo que pasó aquí hace quince años?

—¡Ah, ya hemos llegado! —exclamo, con un alivio tal vez demasiado visible—. Aquí están los alfileres para el pelo.

Sam-san examina los alfileres de plástico que adornan el mostrador. Los hay a docenas, de todos los colores y de todas las medidas; pero sé en seguida cuáles quiero, cuáles me sentarán bien. Casi inmediatamente, Sam-san me los coloca en el cabello; son de color gris tórtola, adornados con una hermosa perla. ¡Qué suerte que él también haya escogido precisamente éstos, y que tengamos el mismo gusto!

—¡Caramba, Yuka-san!

—¿Qué pasa?

—¡Aún no me había dado cuenta de lo muy bonita que es usted!

Siento que me ruborizo. Sin esperar siquiera a que Sam-san haya pagado, salgo de allí a toda prisa y me encuentro de pronto en el bar, donde las parejas charlan y ríen frente a sus montañas de helado o sus copas de fruta.

—¿Qué va usted a tomar? —me pregunta Sam-san, reuniéndose conmigo.

Cuando nos subimos a los altos taburetes y encargamos las consumiciones, tengo la impresión de estar viviendo una película americana. ¡Qué maravilloso es todo esto! Mis ojos se encuentran con los de Sam-san, mientras sorbemos nuestras limonadas frescas con una pajita transparente. Dejamos de beber para sonreímos, y esta vez sé que somos ya verdaderos amigos.