Capítulo cuarto

¡Cómo iba a suponer que pasaría un rato tan agradable! En realidad, no me merecía un paseo tan bonito, ofrecido espontáneamente según la costumbre occidental. Heme aquí hundida en los almohadones llenos de polvo de nuestro viejo carricoche, que traquetea a lo largo de las calles. Lo conduce Fumio, que se abre paso a golpes de claxon.

Estamos en el nuevo barrio de Hiroshima, cuyas calles no están aún pavimentadas. Ya es mediodía, y la agitación está en su punto máximo. La gente sale de las oficinas para ir a comer algo, mientras otros vuelven ya al trabajo, con su fiambrera bajo el brazo. ¡Qué acumulación de gente y de coches! En una esquina, estamos a punto de atropellar a dos muchachas que cruzan la calle. Se echan atrás riendo y les hago con la mano un gesto amistoso, mientras contemplo con envidia la bonita tela de su kimono de primavera. Me viene en aquel instante un pensamiento desagradable, que me mortifica como una piedra en el zapato. «¿Qué me pondré el domingo para ir a la fiesta de las cerezas de Miyajima?».

Antes de saber que Sam-san vendría con nosotros, pensé vagamente en ponerme el vestido verde que una de mis amigas me envió desde Tokio. Pero, por desgracia, se trata de un vestido occidental, de manga corta. Keiko, al comprarlo, debió de olvidarse de lo que yo no podré olvidar nunca: de estas cicatrices tan elocuentes que tengo en el brazo. Si dejara ver estas manchas de carne lívida, que por suerte suele disimular mi kimono, todo mi placer se iría al agua.

Alejo resueltamente el problema de mis pensamientos, diciéndome que soy una mujer de treinta y un años, casada y madre de familia, y que a mi edad el afán de lucir ya no tiene razón de ser. Ohatsu es la única que cuenta, y me preocuparé de que esté encantadora para nuestro amigo americano. Tengo una idea. ¿Si empeño mis peinetas de plata para comprar tela? Le diría a Fukuda, nuestra modista, que hiciera a toda prisa un kimono para mi hermanita. Fukuda es una vecina muy amable, y estoy segura de que nos complacerá.

—¡Le doy un dólar por sus pensamientos, Yuka-san!

Sam-san vuelve hacia mí su rostro sonriente, y yo también le sonrío, aunque, naturalmente, sin contestarle. No diría a nadie lo que estoy pensando, ni por un dólar ni por un millón de yen. De pequeña, decía todo lo que me pasaba por la cabeza; pero a los seis años mi madre me enseñó ya buenos modales. Y me pregunto qué es mejor, si decirlo todo, como hacen los occidentales, o guardar en secreto lo que se piensa. Confesando los sentimientos se corre el peligro de «perder la faz», pero disimularlos puede causar terribles dolores de estómago.

¿Se habrá vuelto loco nuestro pato motorizado? Se bambolea con tanta rapidez que dejamos atrás a una bicicleta, y Fumio se vuelve hacia mí con una discreta sonrisa de triunfo. ¡Querido Fumio! Cuando, al sol, resalta la blancura de sus dientes, parece disfrutar de tan buena salud como Sam-san, y me siento feliz al pensar que tal vez no haya motivo para inquietarse.

—¿Adónde vamos? —pregunta el extranjero—. Aún no he visto nada de Hiroshima. Mi trabajo me ha ocupado toda la mañana. La ciudad parece estar completamente reconstruida, como Tokio. ¡Han trabajado ustedes en serio desde la guerra! —exclama mirando a su alrededor.

—¡Oh, sí! —digo rápidamente—. Todo está reconstruido, todo es nuevo.

Pase lo que pase, no quiero que el americano descubra que la vieja Hiroshima vive todavía. Pero, para nosotros, existe otra ciudad, y la antigua población, quemada o dispersa, vive todavía, en cuchitriles que los extranjeros no ven jamás.

Fumio no sabe inglés, pero ha comprendido lo que acaba de decir Sam-san. Sin volver la cabeza, me señala con el dedo el pequeño departamento que hay en la parte posterior del coche. Saco de allí una vieja guía de cantos deteriorados y empiezo a leer:

—«Hiroshima está situada sobre un delta, en el lugar donde las cinco ramas del río Otha desembocan en el mar del Japón». ¿Me oye usted, Sam-san? —grito, en medio de la batahola de la circulación.

—¡Coja usted un micrófono, señor guía!

—«Antes del 6 de agosto de 1945, Hiroshima era un próspero puerto de mar, con una población de 360 000 habitantes. Pero en la mañana de aquel día, la ciudad entera quedó borrada de la superficie de la Tierra…».

¡Es horrible! Semejante papel de guía es más de lo que puedo soportar. Dice el libro que el 6 de agosto, en un solo minuto, entre las ocho y cuarto y las ocho y dieciséis de la mañana, sesenta mil casas quedaron reducidas a cenizas y cien mil personas murieron carbonizadas y aplastadas. Odio las estadísticas. Detrás de cada cifra, veo rostros humanos que me miran desde el abismo de su agonía. Interrumpo aquí mi lectura, diciendo:

—Hay tanto ruido que no puedo seguir leyendo. Ya podrá usted mirar el libro en casa.

Gracias a Dios que he salido del apuro. Vuelvo a colocar el libro en su sitio, pero tropiezo con nuevas dificultades. Pasamos en este momento por delante del Museo de la Bomba Atómica. Bajando de dos enormes autocares, unos turistas, con la máquina fotográfica en la mano, se empujan unos a otros, a la entrada, para visitar nuestra horrible colección de recuerdos y de fotografías. Y, por desgracia, Sam-san, que no ha comprendido de qué museo se trata, nos pide que paremos para visitarlo también.

Intento disuadirle.

—Sería mejor venir por la mañana. Habría menos gente.

Pero el americano no quiere escucharme, y no tenemos más remedio que obedecerle. Esto nos estropeará la tarde. ¡Qué le vamos a hacer! Al fin y al cabo, Sam-san es nuestro huésped y hemos de colmarle de atenciones.

—¡Para el coche, Fumio, dozo! —murmuro en japonés.

Pero en vez de pararse, nuestro «Venerable Pato» da un salto hacia adelante. Fumio aprieta a fondo el acelerador, y veo por el espejo que se le ensombrece la cara. ¿Qué tiene eso de particular? Los supervivientes de Hiroshima dicen que entrar en este museo es como visitar la propia tumba.

Nuestro carricoche baja hacia el río con ruido de hierro viejo, a una velocidad vertiginosa. Ahogo un grito de espanto. Si mi marido no desaprobara la costumbre que tienen las mujeres occidentales de intervenir continuamente en la conversación y en todo lo que pasa, le pediría que condujera el coche más despacio. Pero lo único que puedo hacer es morderme los labios y quedarme quieta en mi asiento. En el mismo instante, el automóvil da un viraje impensado y se detiene bruscamente ante el puente. Bajamos los tres.

—¡Qué carrera! —dice riendo el americano.

Se dirige apresuradamente hacia la parte delantera del coche, pero mi marido ha levantado ya el capot y examina el motor. Me dirige una mirada de angustia y leo una súplica en sus ojos: «¡Llévatelo de aquí!».

—¡Venga usted a ver el río, Sam-san! —digo entonces a nuestro huésped.

Y le conduzco hacia la escarpada orilla, sin esperar su respuesta. Resbalo y casi me caigo, completamente a propósito, y me echo a reír para demostrarle que no ocurre nada grave. Si Sam-san fuera japonés, hubiera interpretado de un modo correcto mi buen humor y se habría echado a reír aún más alto que yo. En vez de eso, mira intrigado a Fumio, que revuelve dentro del motor.

—No comprendo en absoluto —dice—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué ha salido disparado de esa manera? ¿Por qué no quiere que le ayude?

—No se preocupe usted, Sam-san; no ocurre nada.

Conservo puesta, casi automáticamente, mi máscara de buen humor. Es inútil decir que no puedo contestar a su primera pregunta. En cuanto a la segunda, hasta un americano debería comprender que Fumio está turbado. Al conducir como un loco, ha averiado el coche, y ahora se siente culpable.

—Mire esas chicas tan bonitas que van por el río —le digo para distraer su atención.

Los hombres son como los niños: se olvidan de todo en cuanto se les habla de otra cosa. El americano tiene aún el entrecejo fruncido, pero al ver pasar la barca se suaviza su expresión. Van en ellas tres muchachas, de cutis tan suave y terso como corresponde a su edad; arrodilladas sobre una estera de paja, cantan una antigua y triste canción, acompañándose de un samisen.

—¿Por qué las tres van vestidas iguales? —me pregunta Sam-san.

—Porque son huérfanas. Llevan el uniforme del orfanato —le contesto, esperando que no me haga más preguntas difíciles de contestar. ¡Pero en Hiroshima hay tantas cosas embarazosas y molestas!

—¿Qué es ese ramo de flores que baja por el río, Yuka-san? —vuelve a indagar mi huésped.

—¿Un ramo? —Se me hiela la sangre en las venas—. Son flores mustias que alguien ha tirado al agua.

Pero Sam-san continúa siguiendo con los ojos el ramo de pensamientos blancos que se balancea en una ola de plata, y sacude obstinadamente la cabeza. La obstinación es una cualidad muy apreciable, de acuerdo, pero ¡qué desgracia tener que luchar contra ella!

—¡No es verdad! —exclama por fin el americano—. ¡Es un ramo de veras! ¡Mire! Los tallos de las flores están atados con un cordel verde. Le apuesto lo que quiera a que, si están ahí, no es por casualidad. Alguien las ha atado a esta gruesa piedra.

Me dirige una mirada interrogante que me hiela hasta la medula de los huesos. Las muchachas acaban de pasar por delante de nosotros en su pequeña barca y, al ver el ramo, la que rema ha levantado las palas todo lo posible, para no tocarlo. Cae sobre las flores una lluvia de gotitas semejantes a lágrimas. Las muchachas bajan la voz, y su canto parece más triste.

—¡Eh! —grita de pronto nuestro huésped—. ¿Qué le pasa al pobre Fumio?

Me vuelvo y veo a mi marido apoyado, lívido, sobre el capot abierto del coche. Subo con prisa febril por el ribazo, exclamando:

—¿Qué te pasa, Fumio? ¡Contéstame!

Pero el americano está ya junto a él y le incorpora con esa decisión que admiro tanto en los occidentales. Le hace sentar en el estribo del viejo «Buick».

—Tome, Yuka-san. Coja mi pañuelo y vaya a mojarlo en el río —me dice—. Dese prisa.

Mientras bajo de nuevo hacia la orilla, tengo tiempo de apreciar cómo lo ha tomado todo por su cuenta. Siente una profunda simpatía por los seres que se encuentran en algún apuro. Pero tal pensamiento apenas me ha pasado por la imaginación, sin detenerse. Cuando vuelvo al coche, tiemblo de pies a cabeza. ¿Qué le debe pasar a Fumio? Esto es lo que me preocupa y me llena de angustia. Pero no, no; no se trata más que del calor del mes de mayo, que ha caído sobre nosotros impensadamente. No es sino el esfuerzo que ha hecho Fumio para reparar este viejo trasto.

—Yo creo que es una insolación —me asegura Sam-san, sentándose al volante después de ayudarme a instalar a Fumio en el asiento de atrás—. Hay que ver cómo aprieta el sol del mediodía, nos cae encima con todas sus fuerzas. Voy a llevar a su marido directamente al hospital.

Nic.

Fumio ha comprendido sin duda la palabra «hospital», y protesta enérgicamente. Como es natural, si mi marido entrara en tal establecimiento, el barrio entero lo sabría antes de una hora. Nuestro terrible casero se enteraría de ello también en seguida, sin hablar del patrón de Fumio. ¿Qué sería entonces de nosotros?

—Llévenos a casa, Sam-san —digo, apretando los helados dedos de mi marido, para tranquilizarle.

—¿No quiere usted ir al hospital? ¿Está segura?

—No, no, a casa, por favor, Sam-san.

—De acuerdo. A casa, entonces —dice el americano, volviéndose hacia nosotros para ver si Fumio está bien instalado en los maltrechos muelles del coche.

Le veo fruncir el entrecejo, y estoy segura de que dice para sus adentros: «No comprendo».

¡Ah, querido Sam-san, hay tantas cosas en Hiroshima que no quiero que comprenda! Me siento de pronto cien años más vieja que usted. ¡Es usted tan inocente! No ha visto aún nada detrás de nuestras paredes, detrás de nuestras defensas. ¡Para tranquilidad suya, le deseo que se vaya de Hiroshima sin haber adivinado nada de lo que se oculta detrás de ellas!