¡Qué lindos están estos pescaditos en su lecho de arroz blanco!
Arrodillada sobre una estera, admiro la apetitosa presentación del almuerzo que le he traído a mi marido en una caja de laca. He de esperar a que Fumio haya terminado de hablar con su patrón; por la ventana les estoy viendo discutir.
Un garaje, como lleno que está de olores y de ruidos, es un lugar que aturde y que ensordece; pero me basta cerrar los ojos para volver a encontrar mi universo particular. Me olvido entonces de todo cuanto me rodea y puedo aguardar horas enteras, si es preciso. ¡No sería la primera vez! Cuando Fumio estaba en el Ejército, tenía que esperarle a veces días enteros. Le esperaba todos los domingos en la estación de Hiroshima, junto con otros miles… no, digamos otros centenares de «esposas de guerra». Desde que me casé, he pasado más tiempo esperando a Fumio que viviendo a su lado. Recuerdo que…
—¿Quiere usted un periódico, Nakamura-san?
El que acaba de hablarme es Komako-san, el jefe de los mecánicos, que se muestra tan amable como siempre. Le doy las gracias haciéndole una profunda reverencia, pero le ruego que no se moleste.
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, en la estación de Hiroshima! Recordaba cuánto me entristecía ver aparecer a mi Fumio con las enormes botas que le habían dado en el Ejército. Eran tan grandes que fácilmente hubiera podido meter los dos pies en una. Apenas le veía se me llenaban los ojos de lágrimas; pero luego me echaba a reír, porque así es mi carácter. Cuando le preguntaba por qué no podía tener otra clase de calzado, Fumio me contestaba:
—¡El Ejército nos proporciona las botas, no nos suministra los pies!
¡Cuánto reíamos entonces! Poco después se marchó a la guerra.
¡Tilín… Tilín… Tilín…!
La campanilla del garaje ha sonado tres veces. ¿De qué hablarán los dos hombres tanto tiempo, en el despachito de Fumio? Acaban de salir a la calle dos camiones completamente nuevos. El patrón haría muy bien en imitarles y en dejar libre a mi marido. Va a volverse loco con tanta charla.
¡Qué pálido parece mi Fumio! Aún más pálido que ayer. ¿O tal vez es sólo imaginación mía? ¡Oh, de ninguna manera he de estar preocupada y nerviosa, como lo estaba durante la guerra! ¡Cuántos abortos tuve entonces! No pude llevar a término feliz ningún embarazo hasta que nuestra existencia volvió a ser normal… o, por lo menos, hasta que me pareció que volvía a serlo. Una vez más, tengo el corazón lleno de inquietud, y me vuelvo angustiada hacia el jefe de los mecánicos, para preguntarle:
—¿Se ha desayunado bien mi marido esta mañana? ¿Se ha tomado toda su sopa de judías?
Komako-san, que se dirige al despacho de Fumio y lleva en la mano un fajo de papeles, se detiene, pero no me contesta.
Le dirijo una sonrisa graciosa (¿para qué vamos a molestar a la gente con nuestras preocupaciones personales?), y le pregunto, haciendo un pequeño mohín:
—Habrá comido algo, ¿verdad? ¿Un poco de arroz? ¿Un poco de sopa?
Komako-san balancea de un lado a otro la cabeza como el péndulo de un reloj.
—Hay demasiado ruido en este garaje para dormir por la noche —me contesta—. Por eso nuestro tenedor de libros no tiene apetito por la mañana.
Me habla con amabilidad y cortesía, tapándose la boca con la mano. Lleva un chaquetón de cuero, a la moda occidental, y una gorra americana, pero sus modales son del todo japoneses. Me alegro mucho de ello. No puedo impedir pensar que nuestros modales japoneses son mejores que los de otros países, aunque el amigo que me enseñó el inglés me explicó que no eran mejores, sino únicamente distintos.
—Es una tontería creer que son mejores —decía mi amigo.
Komako-san se inclina ante mí y sigue diciendo, manteniendo siempre cortésmente la mano ante la boca:
—No soy yo quien debe decirlo, pero el tenedor de libros no debería pasar tantas noches en ese despacho. Ya sé que tiene mucho trabajo, y que no puede hacerlo tan de prisa como antes… Pero…
¡Ah, si eso fuera verdad! Quiero decir, ¡si Fumio se quedara a dormir en el despacho sólo por el mucho trabajo que tiene…! Pero, desgraciadamente, sé que no es verdad. Mi marido es un empleado escrupuloso y concienzudo, como todos los japoneses, pero no es su celo profesional lo que motiva que con tanta frecuencia pase la noche en ese agujero sin ventilación. Sé muy bien, aunque me moriría antes de confesarlo, que es su creciente impotencia lo que le aleja de mí por la noche. No son esas horas extraordinarias de que habla, sino la misteriosa dificultad cuya razón no quiere que yo adivine. ¡En qué triste atolladero estamos los dos! ¡Si, por lo menos, yo no sintiera tanta necesidad de amar!
¡Ah! Por fin ha salido el patrón. Ya se va. ¡No! Vuelve a cambiar de idea. Sacando de su repleta cartera de documentos un legajo de papeles, vuelve a entrar en el despacho de mi marido, y Fumio se inclina ante él y sonríe. Se inclina y sonríe, sí, pero se seca disimuladamente las gotitas de sudor que le bañan las hundidas sienes. Vivimos horrorizados ante la idea de que pierda su trabajo. Sería un desastre tan enorme que ni siquiera nos atrevemos a pensar en ello. Y mi marido sigue escuchando respetuosamente a su patrón, mientras yo cierro los ojos y me preparo para una nueva espera.
A estos gruesos patrones les gusta dominar, les encanta tener como sobre ascuas a sus subordinados, mientras ellos, satisfechos de sí mismos, escuchan su propia voz.
El sub-off japonés (es una palabra que he aprendido en el cine) conservó a Fumio cuatro años bajo su mando autoritario. Y cuando mi marido consiguió un empleo en un Banco, el director de éste le trató exactamente igual.
¡Qué llena de rebeldía me sentía en aquella época, qué irritada estaba mientras esperaba dócilmente a Fumio a la puerta del Banco!
Igual que muchos miles de jóvenes japoneses, Fumio no pudo concluir sus estudios, no logró obtener diplomas que le hubieran permitido aspirar a un empleo honroso. Víctima de la época en que vive, nunca tuvo una oportunidad, nunca encontró un empleo a su medida. Aunque concertada por medio de una agente matrimonial, nuestra boda fue un éxito. Le quiero con toda mi alma y me admira constantemente su heroica resignación ante las circunstancias. Tiene una inquebrantable altivez interior, y es tal altivez lo que hace de él un hombre tan respetable.
Estoy arrodillada, pero me levanto rápidamente al oír que Komako-san me dice, siempre con la mano ante la boca:
—Tiene una visita, un americano que pregunta por usted, ahí fuera.
—¿Un extranjero? —le pregunto, fingiéndome sorprendida.
Naturalmente, no he dicho aquí que tuviera un huésped. Sería mal visto en Hiroshima. Podría hacer creer a la gente que temo que vengan malos tiempos; y si Komako-san tuviera la ocurrencia de descubrirle el pastel al patrón… ¿qué sucedería?
—¡Soy yo, Yuka-san!
¡El americano en persona! Nunca me acostumbraré a sus modales de colegial, pero no le dejaré advertir que me chocan. El amigo que me enseñó inglés me repetía a menudo: «Donde fueres, haz lo que vieres». Así es que exclamo, como una verdadera neoyorquina:
—¡Hello, Sam!
—Acabo de dejar al señor Yamomoto —me dice el americano, pasándose el pañuelo por la frente.
Viste un impecable traje gris y, por casualidad, se ha pasado el peine.
—¡Santo Dios! —exclama—. Seguramente no soy lo que se llama un hombre de negocios, y ese endiablado Yamomoto lo ha advertido en seguida. Me ha enredado desde la primera palabra, exactamente igual que ocurre con mi padrastro, en Seattle.
Calla bruscamente y, mirando a su alrededor, busca otro tema de conversación.
—¡Mire usted qué colección de viejos cacharros! —exclama alegremente.
Su buen humor me resulta contagioso, y me animo también. Es maravilloso encontrar a alguien con quien poder reír sin encogimiento, siquiera por una vez.
—Le concedo que estos coches no son para carreras —digo—, pero no ha visto usted aún el más bonito de todos. Está en el patio, y le llamamos el «Venerable Pato», porque cuando está en marcha se contonea realmente de un lado a otro. El patrón de Fumio nos lo deja a veces para salir de excursión.
De pronto, tengo una idea, y no pierdo el tiempo dándole vueltas en la cabeza. El tiempo es oro, sobre todo en este caso.
—¿Por qué no se queda usted hasta el domingo? —pregunto a mi huésped—. Iríamos a Miyajima. Es la fiesta de las cerezas, y todo el mundo va allí.
Pero Sam-san menea la cabeza, diciendo:
—Me parece que no podrán contar conmigo. He de ver aún a dos o tres hombres de negocios, y después de ello ya no me quedará nada que hacer en Hiroshima. Me gustaría dar también una vuelta por Nara y por Kioto, antes de volver a América.
—¡Qué buena idea! —digo sonriendo, para disimular mi decepción.
El patrón de Fumio, corpulento como un luchador profesional, pasa junto a nosotros con toda la majestuosa masa de su cuerpo. Me saluda con un rápido gesto con la cabeza, según la moda occidental.
—Mi marido está libre ahora; venga usted a su despacho, les voy a presentar —digo al americano.
El despacho de Fumio no es en realidad más que un pasillo, al que alumbra una ventana pequeñísima que da al patio. Además de una litera, hay allí muchísimos trastos: montones de neumáticos, rollos de cuerdas, bidones de aceite… Y, como todo eso está casi a oscuras, al principio no veo a mi marido. ¡Ah, sí, aquí está! En el otro extremo de ésta sombría habitación, bajo la escasa luz que entra por la ventana, mira algo que tiene en la mano. ¿Qué es? ¿Estará leyendo una carta? ¿O tal vez una factura que le ha entregado el patrón?
De pronto me llevo la mano a la boca, No es una factura, o un informe, lo que examina Fumio, sino su propio cuello. Tiene en la mano un espejito, en el que se está contemplando el lado izquierdo del cuello, tan concentrado en lo que hace que ni siquiera se da cuenta de nuestra presencia.
Toso ligeramente. Fumio vuelve la cara y puedo ver la expresión de ansiedad y de tortura pintada en ella, sus ojos extraviados. Pero en seguida se domina y se calma. (¡Qué orgullosa me siento de ti, mi querido Fumio!).
Saluda a nuestro joven huésped, con expresión tan tranquila y agradable como siempre. Tiendo a mi marido su almuerzo, que él coloca distraídamente en la mesa, junto a una caja de bujías. Quiero entonces alejar rápidamente a nuestro huésped de la habitación, porque todo ha sido en ella demasiado revelador: el espejo, la comida acogida con tanta indiferencia…
—Venga usted, Sam-san —le digo—, le voy a enseñar el «Venerable Pato».
Me alegro de que sea extranjero, porque así no puede comprender ciertos giros de la conversación. Estoy tan emocionada que me olvido de toda mi buena educación, y salgo yo primero, delante de los dos hombres.
El viejo «Buick» cubierto de polvo está lleno de pasajeros. Alzo en brazos al conductor y le doy un par de besos en los bonitos y gruesos carrillos. Luego le vuelvo a dejar en el suelo y le doy un golpecito en la cabeza, por detrás, para recordarle que debe inclinarse.
—Aquí tiene usted a Tadeo, Sam-san, y ésta es su hermana —digo, señalando a mi hijita, que está sentada en el asiento posterior.
—¡Muchísimo gusto! —exclama el americano.
Y su larguirucho y desmadejado cuerpo se inclina ante mis hijos, siguiendo la costumbre japonesa.
—¿Y los otros seis niños son también suyos? —me pregunta.
—No, son unos amiguitos.
Reímos todos, con lo que queda roto el hielo entre los dos hombres. Mis dos hijos llevan kimonos encarnados, iguales, en los que se ve un dibujo que representa un «Mickey». Estoy segura de que son los niños más guapos del mundo. Sam-san salta al asiento del coche (como un cow-boy en la silla de su caballo, en las películas que tanto gustan), y aterriza en los viejos almohadones destripados, de los que sale una nube de polvo. Nuestro héroe tose y grita. Todo esto es muy divertido.
Aún estoy riendo cuando advierto de que Fumio se está mirando de nuevo el cuello. Se ha sentado en el asiento del conductor, junto a Sam-san, y se mira disimuladamente en el espejito retrovisor. Vuelve a haber una expresión de extravío en su mirada. Todo ello no dura más que un segundo, pero me he quedado helada. Noto como si fuera a asfixiarme, y he de abrir la boca para poder respirar.
—¡Divirtámonos! —dice el americano.
Y me pregunto si no ha visto nada, o si, por el contrario, ha comprendido demasiado.
—Vengan —sigue diciendo—, vamos a pasear un poco. Si por fin hemos de ir el domingo a esa fiesta de las cerezas, vale más que nos aseguremos de que este cacharro funciona todavía.
Lo dice tranquilamente, sin sonreír siquiera. ¡Cuánta sensibilidad y cuánto tacto tiene este joven extranjero! Seguramente ha adivinado mis deseos de que se quedara unos días más en casa y, haciendo como si no se hubiera dado cuenta de nada, se esfuerza en estar de tan buen humor como quiero que esté. ¡Qué gesto tan noble! No lo olvidaré nunca.
Todas estas cosas se han sucedido unas a otras muy de prisa, como en una película. Me instalo en el asiento posterior, y mi marido pone en marcha el coche, con gran suavidad. El americano saca la cabeza por la ventanilla del «Venerable Pato», que se contonea mientras avanza en dirección a la calle.
—¡Sayonara! ¡Cuidado, niños! —grita el muchacho, agitando los brazos.
El sol se desliza sobre sus rubios cabellos. ¡Cuánto le gusta la vida! Los niños, apiñados alrededor del jefe de los mecánicos, retroceden. Todo el mundo se pone en movimiento, hasta «Mickey», en el kimono de Tadeo y de Michiko. Si he escogido alegres ratoncitos para adornar los kimonos de los niños, es porque la vida no es siempre alegre para nosotros…