Capítulo segundo

—Este muchacho americano va a pasar unos cuantos días con nosotros, hermanita.

Así di la noticia a Ohatsu, que la tomó muy a mal. Naturalmente, no dijo una sola palabra, porque resultaría absurdo imaginar que una hermana menor diera su opinión. Pero le vi hinchar las mejillas como una niña encolerizada y, mientras le hablaba, se mantuvo uniforme y aparentemente impasible.

—Serás amable con él, ¿verdad, Ohatsu? —seguí diciéndole—. Si se encuentra a gusto aquí, podrá recomendar nuestra casa a otros extranjeros. Le harás compañía en el jardín, después de cenar, ¿verdad?

—¡Ya sabes que no me gustan los ricanos!

—Me gustaría que olvidases esa palabra tan estúpida.

La reñí, pero, al mismo tiempo, no podía evitar una sonrisa. Yo también llamaba a menudo ricanos a los americanos. Es tonto, pero suelen serlo también muchas otras expresiones que se emplean por aquí desde que terminó la guerra. Y, no obstante, las usamos.

—En todo caso —le dije a Ohatsu—, te guste o no te guste, espero que seas amable con él.

—Lo seré —me contestó con mucha calma.

Se me llenaron los ojos de lágrimas de vergüenza. Ohatsu había comprendido muy bien que yo me servía de su belleza como de un anzuelo. Si no nos adorásemos las dos, me hubiera odiado por ello.

Pero tan desagradable momento pertenece ya al pasado. Ahora estoy sentada en el suelo, cosiendo, mientras fuera de la casa Ohatsu charla con nuestro huésped, sentados ambos en el banco del jardín. Es noche cerrada, pero la suave luz de nuestro farol de piedra baña sus rostros. En la mesa de madera, hay un jarro de sake. Ohatsu lo toma y, con gracia y precaución, llena la taza de Sam-san.

—¡Dozo!

Cada vez que le vuelve a llenar la taza, murmura: «Por favor», inclinando su esbelta silueta. ¡Oh, dulce voz de mi hermana menor, más dulce que el gorjear de mi pinzón, ahora dormido en su jaula de mimbre…!

Por una rendija de la shojii, veo que nuestro huésped devora a Ohatsu con los ojos. ¡Qué cómodas son estas shojii que se abren y se cierran, deslizándose sin ruido! Sam-san suspira…

—Por favor, ¿por qué suspira usted? —le pregunta Ohatsu con inquietud.

Espero que el joven americano no se ría de su pronunciación.

—¿Que por qué suspiro? ¡Pues porque estoy contento! —le contesta.

El timbre de su voz es cálido e ingenuo, como toda su persona.

—No voy a querer irme nunca de aquí, ¿sabe? —dice—. No voy a querer salir nunca del Japón.

—Por favor, ¿por qué? ¿Le gusta más el Japón que América?

—¿Que si me gusta más que América?

El extranjero abre mucho los ojos, asombrado.

—¿Lo pregunta usted en broma? No, no es por eso; es que cuando vuelva allá, volveré a tropezarme con un estilo de vida que no me gusta demasiado.

Nuestro huésped calla, y me sorprende la dura expresión de su boca, en contraste con la serenidad de su frente y con su mirada soñadora. Cuando vuelve a hablar, el tono de su voz es más seco, más tajante.

—Ese trabajo que he aceptado en la Compañía Marítima no es para mí. A decir verdad, es mi padrastro quien me ha empujado a aceptarlo. Mi padre era médico. Se había instalado en el campo, en los alrededores de Seattle.

—¿Ha de trabajar usted mucho en esa Compañía? ¿Hace a menudo horas extraordinarias? —le pregunta cortésmente Ohatsu.

—¿Horas extraordinarias? ¡No, no, nada de eso! Ya tengo bastante con el trabajo corriente.

—Y de noche, ¿estudia usted? —le vuelve a preguntar Ohatsu.

—Nada de eso.

El joven americano parece ofendido ante semejante suposición.

—De noche, procuro divertirme. Si hace buen tiempo, cojo mi coche y voy a pasear con unos amigos.

—¿Y adónde va usted?

—A cualquier parte. Damos vueltas. A veces, nos detenemos en un cine, o vamos a tomar una cerveza. O nos encontramos con chicas…

Por la rendija de la shojii, veo desconcertada a Ohatsu. ¡Y tiene por qué estarlo! También lo estoy yo. El americano debe de haberlo advertido, porque renuncia a explicarle a Ohatsu cómo se divierten los occidentales, y le pregunta cómo pasa ella sus veladas.

Cuando mi hermana le contesta que su empleo de telefonista le ocupa casi todas las noches, es Sam-san el que parece asombrado.

—Y, sin embargo, no parece usted fuerte como para trabajar tanto —le dice.

Añade, mirándola fijamente:

—¿Sabe usted lo que parece, con ese kimono blanco y esas flores en la mano? Un fantasma en pequeño.

—¿Un fantasma?

Ohatsu baja los ojos y contempla los pensamientos que acaba de coger en nuestro jardín. (¡Es triste! Mi hermana no puede soportar oír hablar de fantasmas, ni de nada que recuerde la muerte).

—Por favor, ¿qué quiere usted decir con eso? —pregunta con acento profundamente conmovido.

—¡Es que es usted tan delgada y está tan pálida! Es casi etérea, como un fantasma —le explica nuestro huésped.

Y veo que Ohatsu le sonríe amablemente. ¡Cuánto debe aborrecer a este muchacho, para sonreírle de una forma tan encantadora!

Pero el joven toma tal aborrecimiento por simpatía y se acerca tiernamente a ella, en el banco donde ambos se sientan.

—Pequeña Ohatsu —le dice en tono adulador—, ¿sabe usted que tiene un nombre adorable? ¿Hay en el Japón muchas chicas que se llamen Ohatsu?

Mi hermana menor le explica entonces la leyenda de una muchacha de otros tiempos que se llamaba Ohatsu y que se suicidó por desesperación amorosa. A causa de ese gesto romántico, hace siglos que se la recuerda con todos los honores.

—¡Suicidarse por amor…! ¡Eso sí que es completamente japonés! —exclama el americano—. Ohatsu, pequeña, ¿sería usted capaz de hacer eso? ¿Podría suicidarse por amor?

—¡Oh, sí, claro que sí! ¡Claro que sí! —exclama apasionadamente mi hermana.

¡Dios mío! Con la frente apoyada en la shojii, observo la expresión exaltada de Ohatsu. ¿Qué le pasa? Parece enamorada. Pero no puede ser; está dispuesta a amar, y eso es todo. Siente impaciencia por entregarse, como una hermosa fruta madura, una mañana de septiembre.

El corazón me late inquieto y, al mismo tiempo, exaltado. Pero estoy segura de que, en lo que atañe a nuestro huésped, no hay más que coquetería en la actitud de Ohatsu. Veo que el americano, extiende el brazo y toma un pensamiento blanco del ramillete de mi hermana. Contempla largamente la flor y pregunta en voz baja:

—¿Quiere usted dármela, pequeña Ohatsu, como recuerdo suyo?

¡Qué equivocación! Mi hermana menor observa fijamente a nuestro huésped, tan horrorizada como si, en lugar de ese pensamiento, le hubiera arrancado el mismo corazón. Apretando el ramillete contra su pecho, se levanta de pronto y se precipita hacia la casa, tropezando conmigo en la oscuridad, al pasar.

—¡Ohatsu!

—¡Déjame, hermana mayor! —exclama—. ¡Déjame!

Corre hacia la pared de papel, saca su colchón, se deja caer en él y solloza con la cara hundida en la almohada.

¿Qué hacer? «Si te encuentras en una situación difícil, ofrece siempre sake», decía tía Matsui, aquella anciana tan aguda y prudente. El sake ha salvado innumerables situaciones, y aún salvará muchas más.

Retiro del agua caliente un jarro de sake y salgo al jardín. Sonriendo, coloco el vino en la mesa y murmuro cualquier frase vulgar, con tono tranquilo y amable, como tía Matsui me enseñó a hacerlo con los invitados a quienes se quiere agasajar, especialmente con los señores:

—¿Le gusta a usted el ruido que hacen los grillos de noche?

Pero el muchacho, en lugar de contestarme, me pregunta a su vez:

—Dígame, Yuka, ¿se ha enfadado su hermana conmigo?

Comprendo que le importaría muy poco que el canto de los grillos se transformase en el chirrido de una máquina de coser, y que el resplandor de las estrellas le da lo mismo que la luz de los tubos de neón.

La situación es delicada: he de arreglarlo todo en seguida, o perderemos a este maravilloso huésped.

Cuando uno de mis hijos se enfurruña, le pongo un caramelo en la boca. De igual modo, pongo ahora una taza de sake entre las manos del americano. Lo bebe maquinalmente, como si tomara un líquido cualquiera, y le vuelvo a llenar la taza, diciéndole:

—Mi hermana es muy nerviosa. No tiene usted que guardarle rencor.

—¿Guardarle rencor? ¡Diantre! ¡Si he debido ofenderla! Todo empezó cuando le cogí esa flor…

Nuestro huésped da vueltas y más vueltas a sus pensamientos en su cabeza, y se le ensombrece la expresión.

—¡No, no, no se inquiete usted! —le digo, bruscamente horrorizada ante la idea de que vuelva a hablar del ramillete de Ohatsu—. Mi hermana tenía sueño, y eso es todo. En el Japón, todo el mundo tiene que levantarse de madrugada, ¿sabe usted? Todos tienen varios empleos. Es el único medio de… (¡Dios mío! Iba a decir: «De no morirse de hambre…») el único medio de poder llegar… —termino lamentablemente.

—Ya lo sé —me contesta sonriendo—, y es una suerte para mí que hayan necesitado ustedes tomar un huésped. De no haber sido así, yo estaría instalado ahora en un hotel ultramoderno, como todos los americanos que están aquí de paso. Y no es eso lo que he venido a buscar al Japón. Lo que me interesa aquí, son las personas. ¡Qué mal hombre de negocios soy!

Sam-san sigue sonriendo, pero vuelve a tener en torno a la boca aquella particular expresión de tirantez.

Continúa sentado, contemplando su taza de sake y haciendo dar vueltas sin pausa al pálido vino de arroz, con la mirada fija en la pagoda de vivos colores que decora el fondo de la taza.

—Mi pobre padre andaba por el campo catorce horas al día —dice de pronto—, visitando a enfermos que, casi siempre, no tenían con qué pagarle. A él no le importaba. Lo que le interesaba eran los seres humanos. También por eso, sin duda, me hubiera gustado ser médico.

—¿No ha pensado nunca en serlo?

—Claro que lo he pensado. Hasta llegué a cursar dos años de la carrera, en la Facultad de Medicina. Pero mi padre murió sin dejarnos nada. Creo que demasiados enfermos olvidaron pagarle. Cuando mi madre volvió a casarse, mi padrastro me ofreció un trabajo de oficina en su Compañía. No está mal, pero a veces pienso que hubiera debido seguir estudiando para médico y ser lo que era mi padre.

Frunce el entrecejo, pero en seguida prosigue, riendo:

—Lo que tiene de bueno mi empleo es que me ha traído al Japón. Si hubiera tenido que venir aquí por mis propios medios, habría necesitado esperar por lo menos cincuenta años. Este país es exactamente como yo lo había imaginado, e incluso mejor.

Estira sus largas piernas y se recuesta en el banco. Su mirada se pasea por la curva techumbre de nuestra casa, deteniéndose luego en los blancos pensamientos de Ohatsu y, poco después, en el viejo farol de piedra que brilla apaciblemente en la oscuridad de la noche.

—Sí, es exactamente así —dice con suavidad—. El estanque, el cerezo… Todo perfecto. No puedo quitarme de la cabeza que fue aquí donde cayó la bomba atómica, hace quince años. Usted y Ohatsu tuvieron mucha suerte.

—¡Oh, sí —exclamo—, tuvimos una suerte enorme!

Sam-san levanta rápidamente los ojos. ¿Ha advertido, tal vez, en mi voz algo que le preocupa? Pero, sea como sea, estoy muy bien entrenada. Sonrío inclinándome ante él, y todo cuanto puede ver a la luz de las estrellas es la cara satisfecha de una mujer joven que ha tenido mucha suerte…