¡Dios mío! ¡Las cinco ya! ¡Qué de prisa pasa el tiempo! El fusuma no estará preparado, y nunca terminaré esta colcha. Nuestro huésped va a volver de un momento a otro, y me hubiera gustado que todo hubiera estado a punto para recibir a ese muchacho tan simpático. Si se encuentra a gusto entre nosotros, tal vez pudiera recomendar nuestra casa a mis amigos de Tokio, y quizá la vida nos sería entonces más fácil… (Mi querido señor pinzón, hágame el favor de no cantar tan a voz en grito en la jaula. Me estorba usted y distrae mis pensamientos).
Me pregunto si nuestro huésped americano se acostumbrará a las almohadas rellenas de arroz y si soportará acostarse en el suelo. ¡Con tal que no se muestre demasiado difícil! Mientras tanto, he de terminar la colcha, ¡y cuanto antes, mejor! Espero que la tela le guste. Es una tela muy bonita: unos ramajes de tono naranja en un fondo verde espinaca. Una cosa completamente moderna.
Me gusta coser con tranquilidad, arrodillada en el suelo, mientras el agua del té hierve en el hornillo. Me gusta trabajar así, en mi casita. No me falta tarea. ¡Tengo tanto que hacer, con un marido endeble, con dos hijos alborotadores y con Ohatsu, mi bonita hermana pequeña, que se va a trabajar desde por la mañana! Con otro huésped, tendré trabajo desde que el sol se levante hasta que se ponga. ¡Qué alegría!
Cuando pienso que mi hermana estuvo a punto de hacernos perder esta ocasión providencial… (¡Vaya! ¿Qué pasa ahora, señor pinzón? Acabo de darle a usted una hoja de lechuga. La ha dejado caer, ¿verdad? ¡Qué pájaro más malo! Espere, que se la voy a recoger. Es una suerte que no me canse nunca. Me levanto, me arrodillo sobre mis piernas y me vuelvo a levantar cien veces al día. Tenga, aquí tiene usted su lechuga. Y ahora, déjeme trabajar en paz, por favor).
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, pensaba en nuestro huésped americano y en Ohatsu! Mi hermana y yo estábamos charlando, cerca de la puerta de bambú, cuando se detuvo junto a nosotras, para preguntarnos el camino, un chico alto, de cabello claro y rizado, que vestía una camisa azul y una chaqueta deportiva. Sus ojos eran tan azules como su camisa, y su voz era agradable. No hablaba a gritos, como hacen la mayoría de los extranjeros. Fue mi hermana la que no fue cortés.
—¡Va usted a aplastar ese saltamontes, señor! —exclamó.
Sonreía al decirlo, pero yo sabía que estaba temblando de rabia en su interior. Ohatsu odia a los extranjeros. Sacó al verde insecto casi de los mismos pies del americano y echó a correr hacia casa.
Ante tamaña descortesía, me acerqué muy confusa al joven extranjero, diciéndole en mi mejor inglés:
—Tal vez pueda informarle yo, señor.
Pero el joven no tenía ojos más que para Ohatsu. Era tan alto como un árbol y su cuello parecía de jirafa. Estiró tan largo pescuezo mientras devoraba con los ojos a la bonita Ohatsu, que corría por el jardín, con el kimono flotando a su alrededor.
—Dispense usted a mi hermana —dije—. ¡Le gustan tanto los… los saltamontes!
Ya sé que esas palabras sonaban a falso, pero ¿cómo explicarle a un extranjero (sobre todo a un americano), lo mucho que quiere Ohatsu a todos los seres vivos, hasta el más insignificante saltamontes?
—¿Es hermana de usted? —preguntó el desconocido—. ¡No hay duda de que es una muchacha muy bonita!
Al decirlo, se ruborizó. Seguramente creía haber cometido una torpeza. Pero, con gran asombro por su parte, me eché a reír. ¡Era tan divertido lo que estaba pasando! Ver a aquel diablo de americano, tan alto, avergonzado y en un aprieto por culpa del diablillo de mi hermana, y todo a causa de un pobre saltamontes sin la menor importancia… Me tapé la boca con la mano, tal como me habían enseñado a hacerlo, y casi al punto logré recobrar la seriedad.
—Mire usted —me dijo el extranjero—, he dejado la maleta en el hotel New Hiroshima, y ahora me es del todo imposible encontrar el camino de vuelta. ¡Diantre! ¡No sé cómo no se pierden ustedes siempre, en esta ciudad!
Tuve que reprimir de nuevo una carcajada. Tengo una cara redonda, con una boca que tira hacia arriba y dos hoyuelos en las mejillas, y cualquier cosa me hace reír: una palabra un poco rara, como «diantre», o los apuros de un extranjero perdido en una ciudad cuyas calles no tienen nombre y cuyas casas no tienen número.
También al joven americano parecía divertirle la situación.
—En Tokio, pasé más tiempo buscando direcciones que ocupándome de mis asuntos —me dijo sonriendo.
Volvió a ruborizarse, tal vez porque temía haberme molestado al criticar a mi país. Parece tener mucha sensibilidad. ¡Qué tierno de corazón será, a pesar de su aspecto un poco rudo! Me apresuré a tranquilizarle, diciéndole:
—También yo he estado en Tokio, señor, y comprendo lo que quiere usted decir.
—¿De veras? Pues entonces, enséñeme algún truco para encontrar el camino.
¡Oh! ¿Por qué ha de ponerse a hervir el agua precisamente ahora? No puedo sufrir que nada venga a estorbarme cuando me dedico a soñar. ¿Por qué borbotea el agua, si la he retirado del hornillo? Por mucho que hierva, yo he de terminar la colcha. Y ya he vuelto a perder el hilo de mis pensamientos. Pero no importa nada. En resumen, cuando le dije, de paso, que tenía una habitación por alquilar, el joven extranjero decidió dejar el cuarto de su hotel y venirse a vivir con nosotros. Yo me alegré tanto al pensar en los yenes suplementarios que íbamos a tener, que me eché a reír de nuevo. Nuestra charla prosiguió agradablemente, y al poco rato sabía todo lo referente a aquel muchacho. Lo había enviado al Japón una compañía naviera de Seattle. Creí comprender que su padrastro era accionista de la Compañía en cuestión y que él, que desde hacía años soñaba con visitar nuestro país, se había agarrado a la primera ocasión de venir a estas tierras.
—Conocí a una japonesa hace mucho tiempo, en Seattle —me explicó—. Se llamaba Tosho Hamada, y era la chica más guapa del colegio.
Mientras decía esto, el joven americano no apartaba los ojos de la shojii de nuestra casa, detrás de la cual había desaparecido Ohatsu. Inmediatamente descubrí la ilación: Ohatsu-Tosho Hamada. Por esto deseaba tanto el extranjero dejar su hermosa habitación del New Hiroshima.
—En realidad, nunca traté a aquella chica, a Tosho Hamada —siguió diciendo—. Yo sólo era un niño, pero, a pesar de eso, estuve muy enamorado de ella. ¡Hasta llegué a escribirle versos!
Hizo una mueca muy simpática.
—En Tokio, no vi nunca a ninguna chica tan guapa como ella. No quiere decir eso que no hubiera chicas guapas en Tokio; las había incluso preciosas, pero…
El americano contemplaba nuestro apacible jardín, con su único cerezo, crecido junto a las tranquilas aguas. Tal vez pensaba que el jardín de Tosho Hamada debía de parecerse a éste.
—¡Qué bien se vivirá seguramente aquí con ustedes! —dijo de pronto.
Sonreí y levanté el brazo para arreglarme un poco el pelo, pero en seguida lamenté tal gesto imprudente: la manga de mi kimono se había deslizado hacia abajo, descubriendo por un instante mi brazo desnudo. ¡«Señor», pensé, «con tal de que el extranjero no se haya fijado en las cicatrices»! Por suerte, en aquel momento me llamaron.
—¡Yuka! ¡Yuka-san!
—Dispénseme, señor.
—Escuche: me llamo Sam. Sam Willoughby, pero el apellido es demasiado difícil. Llámeme Sam.
—Gracias, señor. Dispénseme, he de irme.
La vieja Nakano-san seguía llamándome desde el otro extremo de la calle, y el extranjero y yo la veíamos acercarse. ¡Qué cosa más extraña! De pronto vi a Nakano-san con los ojos del extranjero. Quiero mucho a mi vecina y a la otra señora vieja que comparte su cabaña; pero al mirarlas con los ojos del occidental comprendí hasta qué punto se las veía envejecidas y caducas. Realmente, tenían un aspecto absolutamente miserable, como tantos otros supervivientes de Hiroshima.
—Vea usted —le expliqué al joven americano—, no tenemos en nuestras casas ninguna instalación sanitaria. Así es que todas las tardes llevo a mis vecinas al bosque o algún lugar del campo.
En seguida desvió la mirada. ¡Qué curiosas son las reacciones de los extranjeros!
—Escuche… —empezó a decirme.
Pero se detuvo inmediatamente, porque Ohatsu había aparecido de nuevo en nuestro minúsculo jardín y se estaba sentando graciosamente en el banco, bajo el cerezo.
—Bueno, voy a ir por mis cosas —anunció el extranjero—. ¿Les parece bien que vuelva hacia las cinco?
—Cuando usted quiera, señor —le contesté.
—¡Yuka-san! ¡Yuka-san! —gritaba mientras tanto Nakano-san.
—He de irme volando —dije al extranjero—. Pero lo tendrá usted todo preparado a las cinco. Voy a instalar un fusuma, y…
—¿Un fusuma?
Ciertamente, no iba a contar a nuestro precioso huésped que nuestra casa constaba sólo de dos pequeñas habitaciones y que tendría que dividir una de ellas por medio de un tabique móvil que aquí llamamos fusuma. Hay muchas cosas que deseo ocultar a nuestro visitante, cosas que impedirían que nos enviase otros huéspedes. Y ya sé que tendré que poner en juego toda mi inteligencia y mi astucia para evitar que adivine con qué clase de gente vive…
Inclinándome rápidamente ante él, me alejé tan de prisa como pude con mi largo kimono, teniendo cuidado de no tropezar en ninguno de los profundos baches que hacen tan intransitable nuestra tortuosa calle. Me preguntaba si aquel joven extranjero podría acostumbrarse a vivir en la oscura callejuela, si no le molestaría demasiado la algarabía de los niños, si soportaría los gritos de las mujeres que se llaman unas a otras desde sus respectivas casuchas. ¿Cómo reaccionaría ante los olores, ante los gatos pendencieros y sarnosos del barrio?
Me reuní con Nakano-san y con la vieja Tamura-san. Me tomaron del brazo y las tres nos alejamos camino del campo. Volví la cabeza y vi que el joven americano nos miraba con ojos agrandados por el asombro. Tenía la mirada fija en el cráneo de mis dos amigas; a Nakano-san y a Tamura-san no les quedaba ya un solo cabello en la cabeza, ni uno solo. Apretaban contra mí sus viejos brazos temblorosos, dirigí una amplia sonrisa a Sam-san antes de dar la vuelta a la esquina de la calle.
Ya está. Ya he dado el último punto. ¡Vaya! ¿Qué pasa ahora, señor pinzón? ¿Una hoja de alcaravea? Espere, voy a darle una. Pero oigo fuera de la casa unos pasos pesados que se acercan, pasos resueltos, de occidental. Es mi huésped, no hay duda. ¡De prisa, señor pinzón! ¡Coja usted la hoja de alcaravea, querido! Sin cumplidos. ¡Señor! Aún no he instalado el fusuma…