NUNCA MÁS HIROSHIMA

¡Nunca más Hiroshima! Decidlo con palabras negras y rojas, vosotros, los miles de portadores de pancartas que caminabais bajo los diez mil soles de lluvia de las carreteras inglesas. Decidlo con las oriflamas de vuestros deslumbrantes bubúes[1], jóvenes africanos a quienes vimos recorrer largo tiempo el asfalto de Nueva York, exorcizando contra la odiosa bomba francesa. Dígalo usted con las imágenes negras y blancas de sus infrangibles películas, Alain Resnais, gloria nuestra. Nunca más Hiroshima. Edita Morris lo dice también a su manera, con las mismas flores de Hiroshima, con esos ramilletes de pensamientos blancos que los que sobrevivieron a la bomba dejan flotar en las negras aguas del río Otha.

Las setenta y ocho mil ciento cincuenta víctimas de Hiroshima resultan poco numerosas si se las compara con los treinta y ocho millones y algunos centenares de miles de muertos que se supone que hubo en la última guerra mundial. Pero, como ocurre con los carbonizados en Oradour y los fusilados en Châteaubriant o en Philippeville, esas setenta y ocho mil ciento cincuenta víctimas pesan, en la conciencia criminal de los hombres, más que todas las demás juntas. Se ha castigado a algunas personas y se castigará todavía a algunas más. Pero ¿quién organizará un día u otro, el Nuremberg de los vencedores? Acta de acusación: Hiroshima.

En Okinawa, la primera base japonesa en las islas Riu-Kiu, tras veintitrés días de encarnizada lucha, se hizo una relación de ciento diez mil sesenta y un muertos. Era en junio de 1945. Pero el nombre de Okinawa no ha entrado en nuestra memoria. Desde el mes de mayo de aquel año, Tokio, Kawasaki, Yokohama, Nagoya, Kobé y Osaka fueron bombardeadas muchas veces: luego, incendiadas y casi destruidas. Pero lo que gritan y repiten por todas partes los pueblos del mundo entero es: «¡Nunca más Hiroshima!», «¡Nunca más Hiroshima!».

Entre las islas de Hondo, de Kiu-shiu, de Shi-koku, se extiende un mar interior, tranquilo y poco profundo, que los nipones llaman el Mediterráneo japonés. Las costas de ese mar, maravillosamente articuladas, dibujan allí soberbias bahías. Y, en el fondo de una de ellas, Hiroshima, una de las más hermosas ciudades del Japón, reposa entre las cinco ramas del río Otha. Es necesario leer las geografías publicadas antes de la guerra para intentar comprender en qué región del mundo se arrojó la primera bomba atómica. «En las regiones donde se practica la pesca costera —escribían ingenuamente, por aquel entonces, los geógrafos—, se agrupa la vigésima parte de la población del Japón… Hay que señalar que las costas tienen una densidad de población muy elevada, que puede llegar a los mil doscientos habitantes por kilómetro cuadrado… Hiroshima, puerto del mar interior, tiene trescientos sesenta mil habitantes…».

No quiero que nadie sufra un error: ni los trescientos sesenta mil habitantes de Hiroshima, ni los setenta y dos millones de seres de la población total del Japón eran en su totalidad pacíficos pescadores. Un pueblo es responsable de su historia, tanto si se siente orgulloso de ella como si le avergüenza. Ciegamente sometido a un emperador-dios al que jamás ha querido desautorizar o negar, el Japón había atacado a China, bombardeando Tientsin y la Universidad de Nankin; se había separado de la Sociedad de Naciones, sellando con Hitler, en Berlín, una provocadora alianza militar; todo el mundo sabe con qué rabia atacó el ejército nipón a la flota americana anclada en Pearl Harbour, con qué salvajismo se apoderó de Manila y de las Filipinas. Pero el pueblo japonés ha sido, en cierto modo, bruscamente absuelto de todo ello, a causa de la monstruosa expiación que se le hizo padecer; y nada, ni la Historia ni la Justicia, puede impedir que los pueblos griten: «¡Nunca más Hiroshima!».

Aquella mañana, el 6 de agosto de 1945 (hay que decir que ya el mundo volvía entonces, a la vida, en la alegría de la victoria, que ya la bestia aplastada, moribunda, expiraba desde Berlín a Tokio), un joven piloto de veinticinco años, Claude Eatherly, volaba sobre el Japón en un avión de reconocimiento. Le seguía un bombardero que llevaba en sus entrañas una bomba de nueva especie, de tres metros de longitud y de cuatro toneladas de peso, bomba que el ejército americano había bautizado con el nombre de «Little Boy», es decir, «muchachito». Los supervivientes de Hiroshima habían de llamarla más tarde pika-don, que significa «luz y ruido». A las ocho y cuarto, Eatherly se encuentra exactamente sobre Hiroshima, y da al bombardero la orden de que suelte su «Little Boy». A las ocho y dieciséis minutos, Hiroshima queda borrada de la superficie de la Tierra.

Como recompensa por sus servicios, se concedió a Eatherly la «Distinguished Flying Cross», uno de los más altos galardones de la aviación americana. Sólo más tarde llegó a formarse una idea del cataclismo que había desencadenado; enfermo de graves desórdenes mentales, se encuentra hoy día recluido en el hospital para excombatientes de Waco, en el Estado de Texas.

Así pues, del lado americano en la victoriosa batalla de Hiroshima: una víctima. «Durante quince años —declaraba hace poco Eatherly— el recuerdo de Hiroshima me ha impedido dormir». El servicio médico del ejército americano me cuida con respeto. Eatherly encarna a buen precio los remordimientos de todo un pueblo. Del lado japonés, y según las opiniones más dignas de tenerse en cuenta: setenta y ocho mil muertos, cincuenta y nueve mil cuatrocientos heridos o desaparecidos en sesenta segundos. Pero esto no son sino números. Escuchemos más bien a Yuka, la bonita japonesa que nos habla por medio de Edita Morris. Yuka estuvo en aquel gran espectáculo de «luz y ruido»… y no le gustan las estadísticas.

… alrededor de mí, hay por todas partes gente que corre, que corre… Me persiguen, con la cara carbonizada, con los hombros destrozados, colgando en jirones… La muchacha cuya cara devoran las llamas, el hombre que carga en la espalda con su mujer muerta… Aquí hay un grupo de colegiales desplomados unos sobre otros, muertos todos. Allá, un perro con las patas aprisionadas en el asfalto fundido. Esto es lo que nos espera a todos, si no corremos lo bastante de prisa. Rápido, rápido, o moriremos asados… Ante mí, a lo lejos, veo la línea negra del río y las sombras que se zambullen en sus aguas. Semejantes a antorchas vivas, con el cabello en llamas, las mujeres saltan desde la orilla, en apretados racimos…

Según Yuka, veinte mil personas reposan en el fondo del río. Yuka y su hermana Ohatsu vienen hoy, una vez más, a dejar flores en la superficie de las aguas. Con unos cordeles, atan sus ramilletes a la orilla del río, en el mismo lugar donde su madre se ahogó. En Hiroshima, el río es la única tumba a la que se puede llevar flores.

Yo he visto los cementerios de Berlín, cavados a toda prisa en los jardines públicos, en medio de los calcinados esqueletos de la ciudad, y adornados con flores, un día de Todos los Santos, en la posguerra. Y la verdad me fuerza a creer que las mujeres alemanas alcanzadas por los bombardeos de fósforo de Colonia o de Hamburgo fueron las hermanas en desgracia de Ohatsu y de Yuka. Pero lo que las muchachas gritan hoy en día en todo el mundo no es «¡Nunca más Hamburgo!» ni «¡Nunca más Colonia!». Es «¡Nunca más Hiroshima!».

Y esto, ¿por qué? Porque la guerra, en Hamburgo, está (¿cómo lo diría…?) más acabada que nunca. En primavera, las muchachas, las mujeres aún jóvenes pasean por las orillas del Alster con sombreritos blancos, en sus «Mercedes» descapotables; en verano, toman el ferry-boat entre risas, camino de Suecia; en invierno, alumbran a sus hijos sin dolor en clínicas de cristal. Mientras que en Hiroshima, quince años después de aquel horrible acontecimiento, la guerra continúa, y en su peor aspecto. La guerra atómica (nos enteramos de ello por Edita Morris) ha creado en el olvidado rincón una nueva especie de seres humanos: los hombres radiactivos. Son los supervivientes de Hiroshima, los seizonshas. En apariencia, son exactamente como ustedes y como yo: tienen una cabeza, dos brazos, dos piernas… Eso cuando no ocultan bajo su kimono anchas queloides, que no cicatrizan nunca y que les comen los hombros y la espalda. Si no les faltan, por ejemplo, las orejas, destruidas por las radiaciones, diríase devoradas por una fiera, por una especie de oso blanco al que le gustasen las orejas del hombre. A menos de que su inteligencia no se parase de pronto, como todos los relojes de Hiroshima, aquella mañana del 6 de agosto de 1945, a las ocho y cuarto. A menos que, en un momento determinado, no les ataque una enfermedad misteriosa que les hincha las manos y la cara, que les llena de grietas los labios y los mata ante la mirada de los impotentes médicos.

Pero no es esto lo peor. Lo peor es que los seres radiactivos, los hombres y las mujeres de Hiroshima, no saben, no siempre pueden saber, qué género de animal humano, qué clase de monstruo engendrarán tal vez. Los sabios japoneses han hecho terribles descubrimientos. Uno de ellos, el doctor Domoto, le explica a Edita Morris, en su patético lenguaje:

… al cabo de una semana, le salen al pez dos cabezas, cuatro ojos. Lo mismo puede pasarles a los hijos de las personas antes de nacer, si la madre sufre la radiactividad, y hasta a los hijos de sus hijos… Las personas radiactivas no pueden estar nunca seguras de que sus hijos, sus nietos o sus biznietos no serán como estos terribles peces…

Así es Hiroshima, quince años después de la tragedia. Edita Morris ha querido hacernos comprender cómo siguen intentando vivir Yuka y su hermana Ohatsu, supervivientes de Hiroshima. No acusa ni condena a nadie. Se contenta con preguntar, con las más sencillas palabras: «¿Cómo logró aquella bomba criminal manchar la sangre, la medula de los huesos y hasta las entrañas de una jovencita llamada Ohatsu?».

¿Cómo? Creo que los sabios americanos que prepararon y dejaron a punto la bomba en su laboratorio secreto de Los Álamos, creo que los militares que la probaron, rodeados de toda clase de seguridades, en el desierto de Nuevo Méjico, lo sabían perfectamente. Creo que lo sabía también aquel pastor protestante que, en el aeródromo de Tinan, una hora antes de la hora H, bendijo el avión de Hiroshima y rezó públicamente por el éxito del raid. Y lo sabía también, sin duda alguna, el presidente Truman, que iba a hacer poco después esta pasmosa declaración: «Hemos jugado dos mil millones de dólares al más sensacional azar científico de la Historia… Y hemos ganado».

Ellos saben cómo. Ellos saben por qué. Pero jamás han querido responder a la sencilla pregunta referente a Ohatsu. El periodista alemán Robert Jungk ha revelado recientemente que, desde 1945, las tropas de ocupación implantaron en el Japón la más estricta censura. Quedó prohibida toda alusión a la bomba atómica, no sólo en los periódicos, en la radio y en los libros, sino también, y sobre todo, en las publicaciones de carácter científico. Durante los meses de octubre y noviembre de 1945, algunos comandos de estilo particular, de los Estados Unidos, confiscaron las preparaciones anatómicas que ciertos sabios japoneses habían podido realizar, a base de fragmentos de tejido arrancados a los cuerpos de las víctimas atomizadas. Todo aquél que, a causa de sus investigaciones y de sus análisis, «perjudicaba a las fuerzas de ocupación», era responsable ante el Consejo de Guerra. El profesor Tsuzuki protestó en estos términos: «En el momento en que la gente muere en Hiroshima y en Nagasaki a causa de una enfermedad nueva, la “enfermedad de la bomba atómica”, cuyos enigmas no hemos podido resolver aún… es imperdonable que se prohíban los trabajos y las publicaciones referentes a cuestiones científicas de carácter médico».

Pero al mismo tiempo, los servicios de la Defensa americana organizaban, bajo el nombre de A. B. C. C., la investigación más sistemática que se haya concebido en la historia de la Medicina. Financiada por la Comisión de la Energía Atómica, que, por otra parte, tenía a su cargo perfeccionar incesantemente el armamento nuclear de los Estados Unidos, tal investigación (que hizo averiguaciones, según se dice, acerca de más de setenta mil individuos) no tenía otro objeto sino el de estudiar sistemáticamente los efectos médicos y biológicos de la radiactividad. «Semejantes estudios», escribía el ministro de la Defensa, James Forrestal, «son de la mayor importancia para los Estados Unidos». Hiroshima y Nagasaki se convirtieron pronto en ciudades-laboratorios de las comisiones militares americanas… Pero el Gobierno de los Estados Unidos no destinó jamás ni un solo dólar para el tratamiento de las víctimas japonesas de la bomba. Las únicas clínicas auténticas de Hiroshima se deben a iniciativa particular… Y los lectores de este libro se alegrarán sin duda de saber que hoy día se levanta en las orillas del Otha una casa de convalecencia para las víctimas de la bomba H, casa que lleva el nombre de Fundación Morris… Sí, Morris, como Edita Morris, como Ira Morris, su marido, el generoso y combativo escritor americano. Llega uno a preguntarse si Ohatsu, si Yuka, si Fumio, si todos los demás atomizados de Hiroshima no fueron víctimas, mucho más que de una operación militar horriblemente inútil, de un gigantesco y monstruoso experimento científico, organizado y llevado a cabo en un increíble movimiento reflejo de autodefensa a largo plazo.

Sea como fuere, la condena universal ha incidido sobre el criminal «éxito» de los políticos, de los hombres de ciencia y de los militares. En Yuka, la muchacha rescatada entre miles de otros seres, que nos habla por medio de la patética voz de Edita Morris, no hay rencor ni odio, ni siquiera desesperación. Pero todos los pueblos del Mundo están detrás de ella cuando, al evocar, a orillas del río donde desapareció, el rostro ennegrecido y el cabello en llamas de su madre, exclama apasionadamente: «¡Juro consagrar el resto de mi vida a impedir que tales horrores vuelvan a producirse alguna vez!».

Nunca más, no, nunca más Hiroshima.

MAURICE PONS