La niña se despertó al notar que la sacudían y vio a su madre inclinada sobre ella.
—Kate —dijo en voz baja pero con tono apremiante—, escúchame bien. Necesito que hagas una cosa por mí. Necesito que cuides de tus hermanos, ¿lo entiendes? Necesito que cuides de Michael y Emma.
—¿Qué…?
—No hay tiempo para explicaciones. Prométeme que cuidarás de ellos.
—Pero…
—¡Kate, por favor! ¡Prométemelo!
—Te… te lo prometo.
Era Nochebuena y llevaba todo el día nevando. Como Ka te era la mayor de los hermanos, la habían dejado acostarse más tarde. Eso significaba que, mucho después de que los cantores de villancicos se hubieran marchado, permaneció sentada con sus padres junto al fuego, tomando chocolate caliente mientras intercambiaban regalos (sus hermanos pequeños recibirían los suyos por la mañana); ella, a sus cuatro años de edad, se sentía muy mayor. Su madre ofreció a su padre un libro pequeño y grueso, viejo y desgastado, que pareció complacerle sobremanera, y él le regaló a ella un relicario con una cadena de oro. El relicario contenía un retrato diminuto de los niños: Kate, Michael, de dos años, y Emma, el bebé de meses. Cuando por fin subió a acostarse, tendida en la oscuridad, calentita y feliz bajo las mantas, preguntándose cómo se las arreglaría para dormirse, al cabo de lo que le parecieron apenas unos segundos ya la estaban despertando.
La puerta de su dormitorio estaba abierta y a la luz del pasillo vio cómo su madre se llevaba las manos al cuello y se desabrochaba la cadena con el relicario. Luego se acercó a Kate, deslizó las manos bajo su nuca y se la abrochó. La niña notó el suave roce de los cabellos de su madre y el olor a pan de jengibre que había estado preparando por la tarde. De pronto, una lágrima de su madre le cayó en la mejilla.
—Recuerda que tu padre y yo te queremos mucho. Un día volveremos a estar todos juntos. Te lo prometo.
El corazón aporreaba con fuerza el pecho de la niña. Apenas había abierto la boca para preguntar qué estaba pasando cuando apareció un hombre en la puerta. Estaba a contraluz, por lo que Kate no pudo verle el rostro, pero sí alcanzó a ver que era alto y delgado, y que llevaba un abrigo largo y lo que parecía un sombrero muy arrugado.
—Es la hora —dijo.
Su voz y su silueta recortada en la puerta perseguirían a Kate durante años, ya que esa fue la última vez que vio a su madre, la última vez que toda la familia estuvo reunida. Luego el hombre pronunció algo que Kate no pudo oír, como si a partir de aquel momento su mente hubiera corrido un tupido velo sobre el hombre de la puerta, su madre… todo.
La mujer cogió en brazos a la niña dormida, la envolvió con las mantas y siguió al hombre escalera abajo. Cruzó la sala de estar, donde todavía ardía el fuego en el hogar, y salió a la oscura y fría noche.
De haber estado despierta, la niña habría visto a su padre de pie en la nieve junto a un viejo coche negro, sosteniendo en brazos a sus hermanos dormidos envueltos en mantas. El hombre alto abrió la puerta trasera y dejó a los niños tendidos en el asiento. Luego se volvió, cogió a Kate de los brazos de la mujer, la tendió junto a sus hermanos y cerró la puerta con un ruido sordo.
—¿Estás seguro? —preguntó la mujer—. ¿Estás seguro de que es la única solución?
El hombre alto se había situado bajo una farola y por primera vez sus rasgos resultaban bien visibles. A ningún transeúnte le habría inspirado mucha confianza su aspecto. El abrigo tenía remiendos y los puños deshilachados, llevaba un viejo traje de tweed al que le faltaba un botón, la camisa blanca estaba manchada de tinta y de tabaco, y la corbata (y quizá eso era lo más sorprendente de todo) no llevaba un nudo sino dos, como si hubiera olvidado si lo llevaba y en lugar de bajar la vista para comprobarlo hubiera hecho otro por si acaso. Su pelo blanco asomaba bajo el sombrero, y las cejas se arqueaban en su frente como grandes cuernos cubiertos de nieve, sobresaliendo por encima de las torcidas gafas de carey llenas de parches. En conjunto parecía que se hubiera vestido en medio de una tormenta y, no contento con el resultado, luego hubiera decidido tirarse por la escalera.
Sin embargo, al mirarlo a los ojos esa impresión cambiaba por completo.
Sin reflejar más luz que la propia, sus ojos brillaban con tanta intensidad en la noche tapizada de nieve y se observaba en ellos una energía, una amabilidad y una comprensión tan singulares que hacían olvidar por completo las manchas de tabaco y de tinta de la camisa, los parches de las gafas y el doble nudo de la corbata. Solo mirándolo a los ojos, uno sabía que estaba en presencia de la sabiduría personificada.
—Amigos míos, sabíamos que este día llegaría.
—Pero ¿qué es lo que ha cambiado? —preguntó el padre de los niños—. ¡No ha pasado nada desde Cascadas de Cambridge! ¡Y de eso hace cinco años! ¡Tiene que haber ocurrido algo!
El anciano suspiró.
—A última hora de la tarde he ido a ver a Devon McClay.
—No está… No puede estar…
—Me temo que sí. Y, puesto que es imposible saber qué dijo antes de morir, tenemos que pensar lo peor y suponer que explicó lo de los niños.
Durante un largo rato nadie pronunció palabra, hasta que la mujer rompió a llorar.
—Le prometí a Kate que volveríamos a estar todos juntos y es mentira.
—Querida…
—¡No parará hasta que los encuentre! ¡Nunca estarán a salvo!
—Tienes razón —musitó el anciano—. No parará.
Al parecer, no era necesario aclarar a quién se referían.
—Sí que hay una forma, y siempre hemos sabido cuál es. Los niños tienen que poder crecer para cumplir su misión… —Se interrumpió.
El hombre y la mujer se volvieron y divisaron en el extremo del edificio tres siluetas oscuras cubiertas con largos abrigos negros que permanecían de pie observándolos. De pronto la calle quedó sumida en la quietud; incluso los copos de nieve parecían suspendidos en el aire.
—Están ahí —advirtió el anciano—. Seguirán a los niños. Tenéis que desaparecer. Yo os encontraré.
Antes de que la pareja pudiera responder, el anciano abrió la puerta y se sentó al volante. Las tres figuras avanzaban hacia ellos. El hombre y la mujer retrocedieron hasta la casa mientras el motor del coche se ponía en marcha. Durante un instante, las ruedas giraron sobre la nieve hasta que dejaron de resbalar y el coche se alejó. Las figuras echaron a correr y pasaron frente al hombre y la mujer sin prestarles atención, pendientes solo del coche que bajaba deslizándose por la calle nevada.
El hombre de pelo blanco aferraba el volante con ambas manos. Por suerte era tarde, Nochebuena y nevaba, por lo que no había tráfico que ralentizara su marcha. Sin embargo, aunque el hombre conducía a gran velocidad, las figuras negras cada vez estaban más cerca. Corrían tan sigilosamente que resultaba sobrecogedor; a cada zancada cubrían doce metros y las puntas de sus abrigos negros ondeaban tras sí. Al doblar una esquina, el coche topó con una furgoneta estacionada y dos figuras se elevaron de un salto por los aires, asiéndose a las fachadas de las casas que bordeaban la calle. El hombre miró por el retrovisor y vio que sus perseguidores avanzaban pegados a las fachadas como gárgolas que se hubieran desprendido de los tejados.
Aunque su mirada no denotaba sorpresa, pisó a fondo el acelerador.
El coche cruzó a toda velocidad una plaza y pasó como una exhalación junto a un grupo de feligreses que salían de la iglesia a medianoche. Se adentró en el casco antiguo de la ciudad, y a pesar del estruendo de las ruedas rebotando en las calles adoquinadas, los niños seguían durmiendo en el asiento trasero. Una de las figuras se impulsó contra la fachada rojiza de una de las casas y aterrizó con gran estruendo sobre el coche y, acto seguido, su mano pálida rompía el techo de un puñetazo y empezaba a arañar la chapa. El segundo atacante había alcanzado la parte trasera del coche y, con los talones clavados en el pavimento, iba abriendo sendos surcos en las piedras centenarias.
—Un poco más —musitó el hombre—, solo queda un poco más.
Entraron en un parque cubierto de nieve y completamente desierto, y el coche patinó sobre el suelo helado. Justo enfrente, el hombre divisó el oscuro perfil del río. Y, de repente, todo se precipitó: el anciano apretó el acelerador, la figura de detrás del coche se aferró a la puerta, el techo se abrió y por el hueco penetró el frío de la noche. Lo único que no experimentó cambio alguno fueron los niños, que, por suerte para ellos, seguían durmiendo ajenos a lo que sucedía. Entonces el coche se elevó en el aire y se precipitó al río.
No llegó siquiera a rozar la superficie, porque en el último momento se desvaneció, dejando tras sí a los tres perseguidores agitándose en el agua.
Al cabo de un segundo y cientos de kilómetros más al norte, el coche se detenía sin un solo arañazo frente a un gran edificio de piedra gris. Era evidente que los estaban esperando porque una mujer bajita ataviada con ropas oscuras bajó la escalera para recibirlos.
Entre el anciano y ella trasladaron a los niños al interior de la casa. Subieron a la planta de arriba y recorrieron un largo pasillo decorado con guirnaldas y espumillón. En todas las habitaciones frente a las que pasaban había niños durmiendo. La última puerta era la de una habitación con dos camas y una cuna.
La monja (la mujer menuda se llamaba hermana Agatha) entró con el niño y la niña de meses. Tendió al primero sobre una cama y dejó a su hermana pequeña en la cuna sin que ninguno de los dos se moviera. El anciano tumbó a Kate en la otra cama y la arropó con la colcha hasta la barbilla.
—Pobrecitos —dijo la hermana Agatha.
—Sí. Y en gran parte todo depende de ellos.
—¿Crees que aquí estarán a salvo?
—Todo lo a salvo que pueden estar. No cabe duda de que los buscará, pero los únicos que quedamos con vida y que sabemos dónde están somos tú y yo.
—¿Cómo los llamaré? Necesitan otro apellido.
—¿Qué tal…? —El anciano se quedó pensativo un momento—. «P».
—¿«P» a secas?
—«P» a secas.
—¿Y la niña mayor? Se acordará de su verdadero nombre.
—Yo me encargaré de que no se acuerde.
—Cuesta mucho creer que todo esto esté sucediendo de verdad… —Miró a su compañero—. ¿Te quedas un rato? He encendido la chimenea y queda un poco de cerveza de los monjes. A fin de cuentas, es Navidad.
—La propuesta es muy tentadora, pero, por desgracia, tengo que comprobar cómo se encuentran los padres de las criaturas.
La mujer salió al pasillo musitando:
—Así que definitivamente ha empezado…
El anciano la siguió hasta la puerta y se detuvo para volverse a mirar a los niños dormidos. Levantó la mano como bendiciéndolos y musitó:
—Hasta la próxima.
Luego salió de la habitación.
Los niños siguieron durmiendo, ajenos a la nueva vida que les esperaba cuando despertaran.