25. Los fantasmas de la Navidad

Mientras Kate corría siguiendo a Emma por los oscuros pasillos de la mansión, no pudo evitar reparar en que todo presentaba un estado de dejadez extrema: los espejos estaban sucísimos, en los rincones había telarañas, los suelos agrietados y tapizados de polvo estaban cubiertos por alfombras raídas por los ratones. En definitiva, la casa tenía el mismo aspecto que antes de que viajaran al pasado. Emma no quiso contarle qué ocurría, aunque a Kate, de hecho, le daba igual porque seguía pensando en lo que había dicho la condesa acerca de que sus padres eran prisioneros de Magnus el Siniestro y de que la única esperanza de rescatarlos era conseguir los dos Libros restantes. Sabía que tenía que decírselo a sus hermanos, pero antes hablaría con el doctor Pym.

Se detuvieron frente a la puerta del salón de baile. Emma se volvió a mirarla.

—¿Estás lista?

Sin aguardar la respuesta, le dio la vuelta a los tiradores. Cuando las puertas se abrieron, a Kate la cegó la luz y la música. El salón estaba repleto de gente que comía, bebía y charlaba, y, por un momento, Kate creyó que habían ido a parar a la gala fantasmagórica de la condesa en San Petersburgo. Pero no se encontraban en el baile de la condesa.

La música era navideña. En el centro del salón había un árbol enorme y las paredes estaban adornadas con acebo y espumillón. Saltaba a la vista que los invitados, ataviados con sus mejores prendas, no se contaban precisamente entre la flor y nata de San Petersburgo. Además, había niños que correteaban entre los adultos mientras jugaban a perseguirse y gritaban animados.

—¿Qué es esto? —preguntó Kate.

Emma no respondió, y Kate notó que habían reparado en su presencia. Un invitado levantó la cabeza, le susurró algo a otro, y este a su vez lo comunicó a otro, y así sucesivamente. En cuestión de segundos, el salón en pleno guardaba silencio mientras la observaba.

—Emma, ¿qué ocurre…?

Sus palabras se vieron interrumpidas cuando todos los presentes prorrumpieron en vítores y aplausos.

—Ya está bien —dijo Kate—. Esto me da mala espina.

—¡Estás aquí! ¡Bienvenida! ¡Bienvenida!

El doctor Pym, con el traje de tweed que llevaba puesto hacía quince años, el mismo con que lo había visto aún no hacia ni cinco minutos, salió de entre la multitud luciendo una sonrisa radiante.

—¡Feliz Navidad, querida! ¡Feliz, feliz, feliz, feliz Navidad!

Le hizo una reverencia.

—Doctor Pym —empezó a decir Kate—, ¿quiénes son…? ¿Qué está pasando?

—¿Cómo que qué está pasando? ¡Es una fiesta! —Entonces bajó la voz para que solo Kate pudiera oírlo—. No tengas miedo. Magnus el Siniestro no tiene acceso a este lugar. Me he ocupado de ello.

Kate asintió aturdida mientras miraba al grupo de invitados que se le acercaba.

—Ajá, pero…

Michael salió de detrás del mago.

—No pasa nada, Kate. Todo va bien.

Y, de hecho, todo el mundo parecía querer estrecharle la mano a Kate, darle las gracias y desearle una feliz Navidad. Eran hombres y mujeres de todas las edades, y Kate vio que muchos tenían lágrimas en los ojos y se aferraban a su mano como si hubieran estado aguardando ese momento durante años y fueran incapaces de permitir que pasara tan rápido.

—Doctor Pym —dijo cuando se libró del abrazo de una mujer rechoncha que lloriqueaba sobre su hombro—, ¿quién es toda esta gente?

—Son ni más ni menos que los habitantes de Cascadas de Cambridge. Todos los años, por Navidad, doy una fiesta en la casa. Me parece una buena manera de ahuyentar los fantasmas. Solo que no logro que la señorita Sallow limpie bien; como ama de llaves, es una calamidad.

—¿No lo ves? —gritó Emma—. ¡Son los niños a los que salvaste! ¡Han crecido!

Justo en ese momento se acercó una pareja con un bebé. Tanto el hombre como el bebé tenían el pelo rizado y pelirrojo.

—Eres tú —dijo el hombre—. No podíamos creer al doctor Pym cuando nos ha dicho que esta noche vendrías. Estás exactamente igual. Te veo un poco más bajita, pero eso es normal.

Kate tenía la sensación de que conocía al hombre, pero no sabía decir de dónde ni de qué.

La mujer le sonrió.

—No te ha reconocido, cariño.

—Claro, claro. Soy Stephen McClattery; he crecido un poco. Y esta es Annie, mi mujer. ¿Te acuerdas de ella?

—Oh… —exclamó Kate—. ¡Oh!

—Antes llevaba gafas —dijo Annie.

—Ya me acuerdo. —Kate recordó cómo un día había tenido en brazos a aquella niña, convertida ahora en mujer.

—Nos gustaría presentarte a nuestra hija —prosiguió Annie—. La hemos llamado Katherine. Te lo debemos todo a ti. Todos los aquí presentes te lo debemos todo a ti.

Kate miró al bebé y notó que se le anegaban los ojos en lágrimas. Con la voz ahogada, consiguió musitar:

—Es preciosa.

—¡Venga ya! —gritó una voz campechana—. ¡Dejadme pasar! ¡Yo también tengo derecho!

El rey de los enanos, Robbie McLaur, se abría paso con buen humor entre la multitud. Llevaba un chaleco de cuadros rojos y verdes y la barba recogida con pulcritud en cuatro trenzas, cada una adornada con una cinta esmeralda. Entre el chaleco, las trenzas de la barba y su porte, Kate pensó que a lo que más se parecía era a un elegante poni, al más elegante de todos ellos. En otras palabras, tenía un aspecto maravilloso.

Michael exclamó:

—¡Alteza! ¡No me habían dicho que estuviera aquí! —Y se arrodilló de inmediato.

Emma gruñó:

—Eres patético.

—¡Yo tampoco sabía que estabais vosotros! —Robbie tiró de Michael para que se pusiera en pie y le dio un abrazo enorme—. ¡Cuánto me alegra verte, chico! ¡A los tres! ¡Qué regalo para la vista!

Entonces Kate observó al otro enano de pie tras él. Llevaba un chaleco rojo y dorado y sonreía abiertamente a través de su barba negra.

—¡Wallace! —gritó, y corrió hacia él.

Este se echó a reír y la estrechó con sus brazos cortos y musculados. Luego se retiró para verla mejor.

—La última vez que te vi fue en la Ciudad de los Muertos hace casi quince años. De hecho, hasta llevabas la misma ropa.

—Wallace, siento mucho lo que hice…

—No, no, nada de disculpas. Al final las cosas han salido bien.

—Ya lo creo —terció Robbie—. Imaginaos que hasta hemos recuperado la relación con los habitantes de Cascadas de Cambridge. No hay ni uno que no valga la pena. Ah, antes de que se me olvide: Hamish os pide disculpas por no haber podido asistir.

—¿En serio? —preguntó Kate.

—¿En serio? —repitió Michael.

Robbie estalló en carcajadas y dio una palmada en la espalda a Michael tan fuerte que a punto estuvo de tirarlo al suelo.

—¡Claro que no! El muy desgraciado está en palacio entregando regalos. Todos los años lo visto de Santa Claus y los enanitos se sientan en sus rodillas. ¡Cómo odia que le haga hacer eso!

Kate vio que su hermana se había puesto de puntillas y miraba detenidamente entre la multitud. Se le encogió el corazón al darse cuenta de lo que buscaba, mejor dicho, a quién buscaba. Sabía que tenía que acudir a su lado, pero justo en ese momento otra pareja se interpuso en su camino. Querían conocerla, darle las gracias y pedirle que besara a su hijo. Cuando se dio la vuelta, Emma había desaparecido.

La encontró fuera, en el patio trasero, en el mismo lugar donde quince años atrás los tres habían estado en compañía de la condesa mientras esta les explicaba la historia de los Libros de los Orígenes. Entonces era una noche de final de verano y el ambiente era cálido. En esta ocasión, en cambio, era invierno. Una gruesa capa de nieve cubría las losas del suelo y Kate veía su aliento condensado. Al salir al patio cerró la puerta tras de sí para evitar el ruido de la fiesta y se acercó a su hermana. Emma contemplaba la oscura hilera de árboles agarrándose con fuerza los brazos, aunque Kate dudaba de que notara el frío.

—Pensaba que él también estaría —dijo Emma—. Pensaba… Quiero decir que están todos, hasta los enanos, y pensaba que él también estaría. Qué tonta.

Kate posó una mano en su espalda.

—Lo siento.

Permanecieron así más o menos medio minuto sin moverse ni hablar. Kate se preguntaba si debería hacer entrar a su hermana al salón. Hacía demasiado frío para estarse allí sin abrigo, y además quería decirles a Michael y a ella lo que sabía de sus padres. Estaba a punto de hablar cuando Emma soltó un grito ahogado, bajó corriendo la escalera de piedra y salió a la calle nevada.

—¡Emma! ¡Espera! ¿Adónde…?

Las palabras se atoraron en la garganta de Kate cuando una silueta oscura emergió de los árboles acercándose a ellas.

«No —pensó Kate—. No puede ser…».

Emma corría como una exhalación por la capa de nieve que le llegaba a la altura de la rodilla. Gritaba su nombre y, cuando llegó junto a la figura, se arrojó a sus brazos abiertos.

Kate oyó su voz ahogada.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

Momentos después, el hombre, con Emma todavía en los brazos, subió hasta el patio. Llevaba un abrigo de piel de oso y la nieve se había acumulado en sus hombros y en su pelo. Emma tenía el rostro hundido en su pecho.

—Hola —saludó Gabriel.

Kate saludó con un movimiento de cabeza, aún aturdida.

—Aquí cogerás frío. Vamos dentro. —Y se adelantó y abrió la puerta.

—Ah —dijo el doctor Pym al ver a Gabriel con las dos niñas. Ahora Emma caminaba a su lado, dándole la mano—, lo has conseguido. Estupendo.

Michael se quedó mirándolo con una expresión que a Kate le pareció igual a la que había mostrado ella misma momentos antes.

—Creía que… Espera… ¿Cómo es…?

El mago sonreía. Sin pronunciar palabra, disfrutaba con la confusión.

—Me alegro de veros —dijo Gabriel con su voz seria y profunda.

—Disculpa —terció Kate—, pero creo que Michael tiene razón. ¿Cómo…?

—¿Cómo es que no estoy muerto?

—Bueno… sí, eso.

—¡Porque Gabriel es demasiado fuerte para dejarse vencer por un monstruo estúpido! —saltó Emma—. ¿A que sí? —Se enjugó el rostro y Kate vio que estaba llorando de felicidad.

—Tengo que agradecértelo a ti —dijo a Michael.

—¿A mí?

—¿Por qué a él? —protestó Emma—. ¡Él no ha hecho nada! ¡La que desconectó las minas fui yo! ¡Yo te tiré de la pasarela!

Gabriel se quedó mirándola.

—Quiero decir que te encontré en la pasarela de abajo —se apresuró a corregirse—. Te habías caído.

—De no haber sido por tu hermano —prosiguió Gabriel—, no se me habría ocurrido que el monstruo tenía miedo del agua. Así fue como al final lo vencí. Al subir el nivel del agua, pude ahogar a aquella criatura infernal.

—Y luego conseguiste escapar —se maravilló Kate.

—Lo último que recuerdo es que subía a toda prisa la escalera mientras a mi alrededor la presa se venía abajo. El rey Robbie y sus enanos me encontraron inconsciente en el borde de la garganta.

—Ya lo creo. —El rey de los enanos introdujo los pulgares en los bolsillos de su chaleco y empezó a balancearse adelante y atrás—. Tardamos una eternidad en moverlo. El tipo pesa más que un caballo pasado por agua.

—Bueno, supongo que al fin y al cabo los enanos son buena gente —admitió Emma con actitud generosa.

Entonces tiró de Gabriel para que se agachara y Kate vio que le susurraba algo al oído, y oyó que Gabriel le respondía:

—Ya lo sé. Yo también…

Kate miró al doctor Pym.

—Así, ¿ya está? ¿Todo el mundo está bien?

—Mucho mejor que eso. Mira a tu alrededor, todo esto es gracias a vosotros.

Kate observó a las familias que tenía ante sí y pensó: «Hemos hecho esto posible. Pase lo que pase, hemos hecho esto posible».

—Bueno —dijo el doctor Pym—, si me perdonas, hace rato que le vengo echando el ojo a esa jarra de sidra…

—¡No! Tengo que contarle una cosa.

—Dime, querida.

—Yo…

El mago aguardaba. Y también sus hermanos. Emma daba la mano a Gabriel y Michael se encontraba entre el rey Robbie y Wallace. Kate nunca los había visto tan contentos.

—Dime, Katherine.

Kate sabía que en el momento en que les contara lo que le había dicho la condesa, que dependía de ellos el salvar a sus padres de Magnus el Siniestro, les aguaría la fiesta. Pensó en el largo viaje que habían tenido que recorrer para llegar hasta allí, y en el que todavía les aguardaba. Michael y Emma necesitaban disfrutar de la noche.

—Yo solo quería desear feliz Navidad a todo el mundo.

Y así la fiesta siguió. Bailaron y cantaron villancicos en torno al fuego. Stephen McClattery se disculpó por haber querido ahorcar a Michael y ellos le dijeron que era agua pasada. Los chicos vieron a Abraham pululando con su cámara y lo abrazaron y le dieron las gracias por todo. Wallace y el rey Robbie les enseñaron villancicos que solían cantar los enanos, pero en vez de hablar de la Navidad narraban los beneficios y los inconvenientes de diversas técnicas mineras. Michael, cómo no, tomó notas. Había una larga mesa con todos los manjares que imaginar se pueda: cerdo asado con gelatina de miel, cordero con mermelada de menta, patatas doradas, puré de patata con ajo y queso, humeantes boles de sopa de pescado. Y los postres ocupaban dos mesas, en una de las cuales solo había donuts de todas las variedades posibles: de chocolate, de limón, de chocolate y limón, glaseados rellenos de frambuesa, de mora, de fresa y de arándano. Michael instó a Emma a que probara uno de champiñón que según él era delicioso, pero que ella catalogó de «no repugnante del todo». Había sidra y chocolate deshecho, tinajas de vino caliente con especias y sidra con alcohol para los adultos, por no mencionar el barril de cerveza de los enanos que el rey Robbie había llevado y que parecía estar teniendo mucho éxito. Los adultos que habían acudido a dar las gracias a los chicos volvían a acercarse a ellos por segunda y tercera vez y le pedían a Abraham que les hiciera fotos. Conocieron a niños a quienes habían llamado Kate, Michael, Emma; tantos, que Kate se preguntó si cuando por la tarde sus madres los avisaban para que se recogieran en casa no acudían todos en tropel a la misma puerta. Comieron demasiado y bebieron demasiado. La única persona que estaba de mal humor era la señorita Sallow, pero contra eso no podía hacerse nada.

Kate hizo todo lo posible por contagiarse de la alegría general, pero no conseguía apartar de su mente todo lo ocurrido y lo que le había dicho la condesa. ¿Quién era Magnus el Siniestro? ¿Qué significaba el hecho de que ella pudiera servirse del Atlas sin necesidad de colocar en él ninguna fotografía? ¿Había más cosas relacionadas con la profecía de las que la condesa le había contado? ¿Y dónde estaban los dos Libros restantes? ¿Qué poderes y secretos contenían? Había demasiadas cosas que aún no comprendía.

Además, quedaba por resolver lo de sus padres.

Al pensar en lo que debían de haber pasado, en lo que aún debían de estar pasando, a Kate le embargaron el miedo y la tristeza.

Aun así, había una cosa que sabía seguro.

Si sus padres estaban vivos, sus hermanos y ella los encontrarían. Daba igual lo poderoso que fuera Magnus el Siniestro, o que para salvar a sus padres tuvieran que encontrar dos Libros mágicos que llevaban escondidos miles de años. Michael, Emma y ella conseguirían reunir de nuevo a la familia sin que nada se lo impidiera.

—¡Kate! —Emma se le acercó corriendo, seguida de Michael. Tenían los rostros radiantes de alegría—. ¡El rey Robbie va a silbar un villancico con la nariz! ¡Vaya con los enanos! ¡Mira que son graciosos!

—¡Para los enanos lo de silbar con la nariz es una tradición muy antigua! —protestó Michael, y luego añadió—: Pero sí que son graciosos.

—¡Ven, Kate! ¡Tienes que venir!

—No te lo puedes perder.

—¿Robbie sabe silbar villancicos con la nariz? —Kate se echó a reír—. Pues ¿a qué esperamos?

Y, sonriendo, se dejó llevar por sus hermanos.