—Recordad esto —decía el doctor Pym—. Al viajar al pasado, chicos, habéis cambiado el curso de la historia. Imaginaos lo que hubiera sucedido si no.
Kate, Michael y el doctor Pym estaban sentados junto a un árbol caído. Habían pasado diez minutos desde que el barco se precipitara por la cascada y los niños aparecieran en el bosque. Aun así, a su alrededor, las familias reunidas por primera vez en dos años, los padres que instantes antes creían haber perdido a sus hijos para siempre, permanecían abrazados, sin dar crédito a lo sucedido.
El doctor Pym estaba respondiendo a una de las preguntas de Michael. El chico quería saber cómo había llegado el Atlas desde la cripta de la Ciudad de los Muertos hasta su estudio del sótano de la mansión. Preguntas académicas de ese tipo que no pretendían resolver nada eran las que le gustaban al doctor Pym. Kate escuchaba solo a medias. Observaba a Emma, que se había dirigido al borde de la garganta, pero pensó que era mejor darle un poco de margen.
—Así —prosiguió el mago—, en lo que yo llamo el pasado original, antes de vuestros saltos en el tiempo, la condesa habría buscado el Atlas en la Ciudad de los Muertos sin descubrirlo. Guiados por Gabriel, los hombres de Cascadas de Cambridge se habrían quitado de encima a sus captores y hubieran montado una rebelión. La condesa, a sabiendas de que su amo no aceptaría su fracaso, habría terminado consigo y con los niños, no sin antes maldecir al pueblo.
—En esa versión de los hechos, yo también habría ido a parar a la mazmorra de Hamish. Se supone que habría conseguido escaparme, pero no a tiempo de desbaratar los planes de la condesa. Ante la sospecha de que su amo enviara a otro emisario a por lo que ella no había logrado robar, yo me habría llevado el Atlas de la cripta. A partir de ahí es fácil imaginar que me habría instalado en la mansión de la condesa y habría construido una habitación subterránea para esconder el libro, algo muy propio de mi carácter irónico; sería como ponerle el libro en las narices. Entonces habría ideado algún encantamiento para que si uno de vosotros tres aparecía, la puerta fuera visible. ¿Es eso más o menos lo que ocurrió?
Michael respondió que sí.
—Pues ya tienes tu respuesta.
Todos guardaron silencio. Michael parecía haber agotado las preguntas. Al final fue Kate quien habló.
—Ha llegado la hora, ¿verdad?
—Sí —respondió el doctor Pym—. Aquí ya habéis hecho lo que teníais que hacer. Ha llegado la hora.
Kate se levantó y se acercó a su hermana. El viento azotaba la garganta levantando gotas de agua de la cascada.
—¿Tienes frío? —preguntó.
—No.
—Emma, lo que hemos hecho está muy bien.
Emma no respondió.
—Siento mucho lo de Gabriel.
—Está ahí abajo en alguna parte.
Kate abrazó a su hermana sin decir nada y, juntas, contemplaron la oscura corriente de agua que se precipitaba hacia la cascada.
—El doctor Pym quiere que nos marchemos, ¿verdad?
—Sí.
—Está bien.
Se dirigieron a donde estaban Michael y el doctor Pym. Emma sacó del bolsillo de su chaqueta la foto que le había hecho a Kate en la habitación justo antes de volver al pasado a rescatar a Michael. Se la entregó a su hermana. A su alrededor, las familias empezaban a regresar poco a poco al pueblo.
—¿Usted estará allí cuando volvamos? —preguntó Kate.
—Esa es mi intención, creedme.
—Doctor Pym… —empezó a decir Emma.
—Querida, Robbie y los enanos siguen buscando a Gabriel. Ellos se ocuparán de él.
—Los enanos son muy buenos siguiendo pistas —dijo Michael—. Una vez leí que…
—Michael —lo cortó Kate.
—¿Qué?
—Quédate calladito.
—Está bien.
Emma y Michael se dieron la mano y Michael asió a Kate del brazo. Kate abrió el libro, pero hizo una pausa.
—Doctor Pym…
Sacó algo de entre dos páginas. Era la foto de Abraham en la que se veía a las mujeres correr por la cresta de la montaña, la que Michael le había entregado cuando el barco se precipitaba hacia la cascada. No lo comprendía. Había utilizado la foto para salvarse. ¡Tendría que haber desaparecido!
—Ah —dijo el doctor Pym tranquilamente—. Ha pasado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Kate—. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué sigue aquí la foto?
El anciano mago esbozó una sonrisa y al mismo tiempo la miró con expresión triste.
—¿Te acuerdas de lo que te expliqué en el salón del trono de Hamish?
—No, pero…
—Trata de hacer memoria y lo comprenderás. De todas formas, te lo explicaré en el futuro. De momento, pon la otra foto en el libro, a ver si esta desaparece, aunque estoy casi seguro de que no.
—Por favor —dijo al verla vacilar—, confía en mí.
—Claro —respondió Kate, con el firme propósito de hacerlo.
Entregó a Michael la foto de Abraham, y este la guardó entre las páginas de su cuaderno. Luego Kate dio un último vistazo para comprobar que sus hermanos se daban la mano. Reparó en que algo se deslizaba entre los árboles, pero fuera lo que fuese quedó oculto en la oscuridad. «Haz lo que tienes que hacer», pensó. Y colocó la foto donde aparecía ella en la página en blanco. Notó el consabido vuelco en el estómago, el lugar que contemplaban desapareció y se encontraron en el dormitorio. De nuevo tuvieron aquella sensación que algo los retenía en el sitio a la vez que observaban a la otra Emma y a la otra Kate prepararse para viajar al pasado y rescatar a su hermano. Entonces Kate vio que su otro yo colocaba la foto en el Atlas y se desvanecía. Y lo que los retenía, los soltó.
—Ahí van —masculló Emma.
—¿Ha desaparecido la foto? —preguntó Michael.
—No —respondió Kate, y se la mostró—. Sigue aquí.
Justo entonces oyeron que se abría la puerta tras sí.
—¡Sus Excelencias están aquí!
Los niños se dieron media vuelta y vieron a la anciana ama de llaves que aguardaba en el vano.
—Señorita Sallow —dijo Kate—, no hemos…
—¿No me habéis oído? ¡Llevo diez minutos llamando a la puerta! ¿Os estabais riendo de la vieja Sallow? ¡Qué bien os lo debéis de haber pasado! No sabía que trabajaba en la Comédie-Française.
—Señorita Sallow…
—El doctor Pym está abajo y desea disfrutar de vuestra compañía. ¿Iréis a verlo o le digo que el marqués y las marquesas desean quedarse en sus aposentos ideando bromitas y riéndose a costa de una pobre anciana?
Kate susurró unas palabras a Michael y a Emma.
—Id vosotros delante, que yo ya os alcanzaré. Antes quiero esconder el libro.
En cuanto sus hermanos se marcharon con la mujer, Kate se volvió y con las manos temblorosas escondió el libro debajo del colchón. Sabía que el hecho de que las fotos no hubieran desaparecido era importante. Pero ¿qué significaba? ¿Qué era lo que el doctor Pym le había dicho en el salón del trono de Hamish? Si al menos fuera capaz de concentrarse, si fuera capaz de dejar la mente en blanco unos momentos… Pero había muchas otras cosas en las que pensar: en la profecía y todo lo que implicaba; en los dos Libros de los Orígenes restantes; en Magnus el Siniestro, que seguía estando en alguna parte; en su madre… que la había reconocido. Kate aún seguía pensando en ello (bueno, más que pensar, se deleitaba con la calidez del recuerdo) cuando retiró la manta. De repente, se paró en seco. Una idea había acudido a su mente. El doctor Pym le había dicho que solo ella tenía acceso a todo el poder del libro. «Quiere decir que puedo viajar en el tiempo sin necesidad de tener una foto», pensó Kate.
Pero también le había dicho algo más. ¿Qué era?
Tenía que encontrar al mago.
—Katrina…
Kate se dio la vuelta de inmediato. Una mujer de otra época, un vejestorio de espalda encorvada, envuelta en un chal sucio y raído, avanzaba hacia ella desde una abertura que había aparecido junto a la chimenea. Sus brazos eran poco más que huesos; la piel que pendía de ellos era fláccida y estaba salpicada de llagas. Largos mechones de pelo colgaban de su cráneo. Por las grietas de sus zapatos se le veían los pies, hinchados y ennegrecidos. Sonrió, dejando al descubierto sus dientes marrones. Kate posó de inmediato la mirada en la puerta. Hacía rato que Emma, Michael y la señorita Sallow se habían marchado.
—Quince años —dijo la condesa con voz cascada—. He esperado quince años. Para ti la cosa se reduce a unos momentos, porque viajas en el tiempo con la rapidez con que te colarías por un agujero del suelo, pero yo he tenido que esperar, mon ange; día tras día, hora tras hora. Quince años esperando el momento de volver a encontrarnos.
Se interpuso entre Kate y la puerta bloqueándole el paso. Claro que daba igual, Kate no podía moverse a causa del miedo. La condesa estaba viva. Pero ¿cómo era posible? No hacía falta preguntarle qué quería. Había ido a por el Atlas.
—No puedes creer que tu vieja amiga la condesa se tenga en pie, ¿verdad? Creías que mi amo me había matado, ¿no? Pues no, ¡para nada! ¡Solo recuperó el poder que le pertenecía, y a mí me dejó vacía y débil, hecha un puro saco de huesos! No sabes que me desperté en el camarote del maldito barco, que me arrastré hasta la cubierta y os vi al mago y a ti con el resto de los mocosos. Sabía lo que estabais planeando. Ya lo creo que lo sabía. Y me uní a vuestra cadena en el último momento. Cuando salvaste a los niños, mi dulce Kat, también me salvaste la vida a mí.
Se echó a reír. La risa se convirtió en un ataque de tos, esputó algo en el puño y se limpió este con el chal.
—Después me oculté en el bosque y contemplé la patética escena de los niños reuniéndose con sus padres. No podía arriesgarme a plantarle cara al mago. Pero os vi a tus hermanos y a ti con el libro, y en ese momento supe que tendría que esperar. Todo el mundo creía que había muerto. Incluso mi amo pensaba que me había estrellado con el barco por la cascada. ¡El Atlas aún podía ser mío!
Agarró a Kate por el brazo. Tenía las uñas negras y rotas.
—He esperado años sin que la gente del pueblo me reconociera y los mismos niños a quienes tuve prisioneros me han dado pan y agua. He tenido paciencia. Y un buen día me enteré de que tres niños habían cruzado el río y habían llegado a la casa. Hacía tiempo que había descubierto los pasadizos secretos. Me colé por ellos y, desde entonces, he permanecido alerta. Y por fin te he visto, mi preciosa Katrina; ni un día, ni siquiera un segundo más mayor.
Ahora estaba muy cerca y su aliento agrio impregnaba la cara de Kate.
—Dame el Atlas.
Kate vaciló si gritar o no. ¿La oiría alguien?
—Ya sé lo que estás pensando, paloma. Pero tu doctor Pym no te oirá, está demasiado lejos. ¿Sabes quién te oirá? El pequeño Michael y la pequeña Emma. Vendrán corriendo. ¡Y yo te obligaré a presenciar cómo los mato a los dos! He esperado demasiado. ¡Dame el Atlas!
De entre los pliegues de su chal, la vieja sacó un cuchillo con la sierra oxidada. Kate pasó la vista por el filo y luego volvió a mirar a la bruja a los ojos.
—Prométeme que no les harás daño a Michael y a Emma.
—Por favor. —Esbozó una horrible sonrisa—. No soy ningún monstruo.
—Y que te marcharás enseguida.
—Muy bien.
Kate se volvió y rebuscó debajo del colchón. No tenía ninguna intención de entregarle el libro, solo quería que creyera que había ganado para que bajara la guardia. Aferró la cubierta del libro y, de repente, se puso en pie, se dio media vuelta y estampó el tomo forrado de piel con todas sus fuerzas contra la cabeza de la condesa.
La anciana extendió el brazo y agarró el libro. Se quedaron así un rato, Kate aferrándolo por un extremo y la condesa por el otro. Sus uñas se estaban clavando en la cubierta esmeralda.
La vieja se echó a reír.
—Menuda lianta estás hecha, niña. Ya no nos fiamos la una de la otra, ¿verdad? Por suerte, la condesa es más fuerte de lo que parece. Ahora… ¡SUÉLTALO!
La condesa dio un fuerte tirón y el libro resbaló de las manos de Kate. Pero el esfuerzo resultó excesivo para la vieja, que perdió el equilibrio y se le cayó el libro al suelo abriéndose por una de las páginas. Tanto Kate como la bruja se lanzaron a recogerlo.
La condesa murmuraba algo mientras con una mano aferraba el libro y con la otra blandía el cuchillo frente al rostro de Kate.
Kate apenas la oía. Tenía los dedos agarrotados sobre una página y se retiraba para apartarse del cuchillo. No pensaba soltar el libro, no pensaba dejar que aquella mujer se saliera con la suya. Por eso hizo lo único que se le ocurrió. Cerró los ojos, conjuró la magia del libro con toda su alma y rezó para que el doctor Pym tuviera razón.
Notó el vuelco de inmediato. Por extraño que pareciera, Kate tenía la sensación de que el Atlas y el poder que contenía la habían estado esperando durante todo aquel tiempo. Pero la emoción duró solo un segundo; luego se sintió como si la hubieran arrojado a un gran océano, muy lejos de tierra firme. La condesa seguía a su lado, pero no era más que una mera presencia. Kate empezó a notar que se ahogaba y se dio cuenta de que podía desaparecer, fundirse con el propio tiempo. Tal vez eso fuera algo bueno; tal vez fuera lo que tenía que ocurrir. Pero entonces, igual que le había sucedido la otra vez en la habitación, recordó la sensación del abrazo de su madre, recordó cómo ella la había reconocido, y notó un amor muy puro arder dentro de su pecho. En ese momento le vino a la mente el resto de lo que le había dicho el doctor Pym.
Antes de tener acceso al poder del libro, su corazón tenía que curarse.
«Muy bien —pensó—, imagínate que tienes una foto. Dile al libro adónde quieres ir».
Un instante después, pestañeaba con la luz del sol. Estaba en el tejado de un edificio en una ciudad marrón y agostada. Un polvo rojizo flotaba en el aire y se oían gritos procedentes de la calle. La condesa había caído de rodillas y se esforzaba por recobrar el aliento. El cuchillo yacía en el suelo y Kate lo apartó de una patada.
—¿Cómo…? ¿Cómo has hecho eso?
—No me hace falta ninguna foto. El Atlas hace lo que yo quiero que haga.
—No, no es posible.
—¿Eso crees? Mira a tu alrededor. A mí me parece que sí que lo es.
—Pero no puedes…
—Me parece que he podido siempre, solo que no estaba preparada. El doctor Pym lo sabía. Él me dijo que el libro me escucharía cuando mi corazón estuviera curado. —Kate hablaba más para sí que para la condesa. Decía en voz alta lo que ahora sabía—. Imagínate que toda tu vida gira en torno a una pregunta; mientras no sabes la respuesta estás perdida. Para mí esa pregunta era si nuestros padres nos querían de verdad. ¿Cómo pudieron abandonarnos si tanto nos querían? Pero cuando me ayudaste a viajar al pasado, mi madre me reconoció. Vio en mí a su hija. A partir de ese momento, nunca más he vuelto a dudar de su amor. Es como si de repente supiera dónde está el norte; pase lo que pase, eso siempre me guiará.
La condesa había logrado ponerse en pie. Sus ojos, antes de color violeta, se habían vuelto negros de puro odio. Pero Kate ya no estaba asustada. De hecho, la embargaba una peculiar sensación de calma.
—Es curioso. Si tú no me hubieras enviado al pasado, nunca lo habría descubierto. Claro que estoy segura de que el doctor Pym lo tenía todo planeado desde el momento en que puso en mí el recuerdo de mi madre. Tendré que preguntárselo cuando lo vea.
—Niña, voy a cortarte…
Su amenaza se vio interrumpida por una explosión procedente de una calle cercana. La condesa se volvió de inmediato.
—¿Dónde estamos? ¿Adónde nos has traído?
Kate se encogió de hombros.
—Se me ha olvidado el nombre de la ciudad de la que tú me hablaste, donde el consejo de magos escribió los Libros. Me dijiste que Alejandro Magno la había destruido. Le he pedido al Atlas que nos trajera aquí.
—¿Estamos en Rhakotis?
—Eso creo.
—¡Estás loca! ¡Mira!
La condesa estiró su dedo largo y deforme y Kate se volvió a mirar. Tras ella se extendía un mar azul interminable. En él brillaba el reflejo del sol y había miles y miles de barcos. Kate oyó el sonido de los tambores procedente del agua. Observó las bolas de fuego salir volando desde las embarcaciones más cercanas; los proyectiles se estrellaban por toda la ciudad. En cuestión de segundos empezaron a producirse una oleada de incendios. Oyó gritar a la gente que corría a ponerse a salvo.
—¡Tenemos que irnos! ¡Ayúdame y yo te ayudaré a ti! Tienes poder, ahora lo sé. ¡El Atlas te ha reconocido! Pero ¡no tienes ni idea de lo que nos espera! ¡Ayúdame y yo te ayudaré a ti!
—¿Para qué necesito tu ayuda?
—Yo conozco a mi amo. Siempre anda buscando. ¡Os busca a ti y a tus hermanos! ¡Quiere los Libros! ¡Magnus el Siniestro os encontrará!
Al mencionar su nombre, a Kate le pareció oír el violín. Sabía que solo sonaba en su cabeza pero, aun así, el recuerdo de la música la hizo estremecerse. La condesa se le acercó.
—¡Lo has visto! Sabes que reducirá a tu mago con la facilidad con que se ahuyenta a una mosca y entonces nosotras nos convertiremos en sus esclavas. ¡Yo puedo ayudarte! ¡Te ayudaré a conseguir los dos Libros restantes! ¿No ves que es nuestra única esperanza? ¡Él nunca dejará de buscaros! ¡Antes necesitas encontrar los Libros!
—Nos esconderemos…
La vieja soltó un resoplido y sacudió la mano con desdén.
—¿Que os esconderéis? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Toda la vida? ¡Os encontrará! Os encontrará y gracias a vosotros encontrará los Libros, y entonces ¡destruirá el mundo! ¡Ya te he explicado de lo que son capaces los Libros! Además —hizo una pausa y la miró con malicia—, creía que te importaban más tus padres.
A Kate se le encogió el corazón y notó que le costaba respirar.
—¿Qué… quieres decir?
La condesa sonrió al ver que había ganado ventaja.
—¿No te ha dicho nada aún el mago? Qué mal, qué mal. Pero yo aún tengo los pies en la tierra, ¿sabes? Sobre todo en lo que respecta a mon petit oiseau. Hace diez años, Magnus el Siniestro consiguió encontraros al pequeño Michael, a la pequeña Emma y a ti.
—Pero ¿cómo…?
—Por la profecía, claro. Había señales. Pero el mago fue más rápido y os hizo desaparecer. Sin embargo, vuestros padres no tuvieron tanta suerte, todo lo contrario. —Se acercó más—. ¡Diez años! ¡Hace diez años que vuestros queridos padres son prisioneros de Magnus el Siniestro!
—Estás mintiendo.
—Ah, eso es lo que te gustaría, ¿verdad? ¡Pero sabes que no miento! Magnus el Siniestro tiene a vuestros padres, ¡y solo os permitirá recuperarlos si antes le dais los Libros! ¡Y para eso, necesitas la ayuda de la condesa!
Tenían prisioneros a sus padres, por eso no habían ido a buscarlos. Aunque era una noticia terrible, Kate sintió un extraño alivio. De pronto la historia de su vida cobraba sentido.
Algo cortó el aire. Kate y la condesa levantaron la cabeza y vieron otra andanada feroz, aún mayor que la anterior procedente de la flota. La ciudad estaba condenada. La condesa aferró el brazo de Kate.
—¡Llévame contigo! ¡Soy tu única esperanza!
Pero Kate sacudió la cabeza y se limitó a decir:
—No. Tú te quedas.
Se libró de su mano al mismo tiempo que conjuraba la magia. Lo último que vio fue a la condesa abalanzándose sobre ella mientras a su alrededor el cielo se teñía de fuego.
Un segundo más tarde, Kate estaba sola en la habitación, con el libro color esmeralda en las manos.
—¡Eh! ¿Qué haces? Creía que querías esconderlo. —Emma se encontraba en la puerta—. ¿Estás bien?
Kate se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y soltó el aire.
—Sí, estoy bien. Solo que… ¡Emma! ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ocurre?
Su hermana tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Tienes que venir, Kate! ¡Ven a verlo!