—¿Has estado llorando? Tienes un aspecto horrible. Aquí tienes un espejo, por si quieres asearte. ¡Ah! Esto es tuyo.
Kate sintió caer el relicario en su mano y, sin apenas oír las palabras de la condesa, se lo abrochó al cuello. Tenía la vista borrosa y notaba el sabor salado de las lágrimas. Apartó de su mente la imagen de su madre, de su abrazo. Volvía a estar en el barco y los niños la necesitaban.
—Déjelos… Déjelos ir.
—¿Hummm?
—Déjelos ir.
—¿A quiénes? —La condesa se había llevado el libro a una mesa del extremo opuesto del camarote y volvía las páginas con la mirada teñida de una codicia que la afeaba.
—¡A los niños! ¡Me lo ha prometido! ¡Usted…!
La condesa sacudió la mano y Kate notó que el cuerpo se le ponía rígido. Quiso abrir la boca, pero estaba paralizada.
—¡Y pensar que ahora poseo el Atlas del Tiempo! La idea se me ocurrió cuando ya me había dado por vencida, cuando ya estaba dispuesta a perderme para siempre con esos miserables mocosos. Mi amo no tolera los fracasos así como así. No había forma posible de volver y decirle que los hombres del pueblo se habían sublevado. Pero ahora tengo el libro en mi poder y las cosas han cambiado. —Acarició la página en blanco y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Ya no estoy dispuesta a renunciar a ese poder, ni siquiera por él. Ahora lo comprendo. El Atlas está destinado a mí; él me ha encontrado. —Sonrió a Kate—. Y, tal como había planeado, la presa reventará y los niños morirán. No se merecen otra cosa. Qué sitio más aburrido es Cascadas de Cambridge.
Le había mentido, pensó Kate. En ningún momento había pensado dejar en libertad a los niños, y encima ahora tenía el libro. Con una gran angustia, Kate se maldijo a sí misma. ¿Por qué no le había contado al doctor Pym la visión que había tenido? ¿Por qué siempre se consideraba responsable de todo?
«Por favor —pensó—. Por favor…».
Y entonces, como invocado por su deseo…
—Desde luego, la lealtad ya no es lo que era.
El anciano mago se apostaba en la puerta con su traje de tweed, sus gafas torcidas y una expresión de rabia contenida en el rostro. Miró hacia donde estaba Kate y, por un momento, sus miradas se cruzaron. Kate vio que había comprendido por qué lo había hecho y que la perdonaba. El alivio que sintió fue tan profundo que, de haber sido posible, habría roto a llorar.
La condesa se echó a reír; era una risa severa, estridente, desprovista de alegría.
—No sabía que esperábamos visita. ¿Hago bien en suponer que usted es el famoso doctor Pym?
—Soy Stanislaus Pym.
—Permítame que le diga, señor, que es un placer conocerlo. —Hizo una reverencia e impostó una sonrisa—. ¿A qué debo semejante honor?
—He venido a liberar a los niños y a arrebatarle el libro que ha robado.
—Vaya, vaya. Me temo que eso va a resultarle un poco difícil. Ya ve, los niños morirán dentro de unos momentos; claro que luego podrá hacer con ellos lo que quiera, no pienso impedírselo. En cuanto al Atlas… no, no. No va a ser posible. ¿Se conformaría con una copa de vino?
—No estoy para jueguecitos. Le daré una última oportunidad.
La condesa soltó una risita y dio un pequeño salto.
—Y si no, ¿qué? ¡Dígamelo! ¿Qué piensa hacer?
—Me veré obligado a acabar con usted.
La condesa fingió escandalizarse cubriéndose la boca con las manos.
—Katrina, ¿has oído eso? ¿Has oído lo que me ha dicho este desgraciado? Bueno, doctor, me está poniendo las cosas muy difíciles. Me temo que no tengo elección. —La condesa cogió el libro y lo sostuvo en alto sobre sus pequeñas y blancas manos—. Aquí está. Tómalo, bestia.
El doctor Pym levantó la mano y el libro se movió unos centímetros hacia él. Justo en ese momento unas garras misteriosas emergieron de los oscuros rincones de la habitación, aferraron al doctor por las piernas y por los brazos y lo sujetaron contra la pared. Kate sintió el impulso de correr hacia él, pero la fuerza invisible la retuvo donde estaba. Observó al doctor Pym forcejear, pero en cuestión de segundos quedó inmovilizado.
—¡Pobrecito! ¿Ya está? Después de todo lo que había oído sobre el gran mago y sus poderes misteriosos, he de confesar que me siento un poco decepcionada. Pero supongo que en la vida uno siempre se lleva palos, ¿no?
Kate la miró con incredulidad. ¿Ya estaba? ¿De verdad el doctor Pym había perdido?
La condesa regresó junto a la mesa, depositó en ella el libro y se sirvió un vaso de vino. Tarareaba por lo bajo. Era evidente que estaba saboreando su triunfo.
—Sé lo que está pensando, querido doctor, sé que se pregunta cómo va a reaccionar mi amo cuando sepa que pienso arrebatarle su trofeo. Bueno, seguro que no se alegrará. Pero no se preocupe; cuando haya descubierto los secretos que contienen estas páginas, seré tan poderosa como él.
—Estás loca, bruja.
—Qué grosero —dijo ella con un mohín.
—No tienes ni idea del alcance de su poder. Ni del mío.
—Abuelo, si pretendes hacerme enfadar para que te mate cuanto antes, te aseguro que lo estás consiguiendo.
Para sorpresa de Kate, el doctor Pym sonrió.
—¿De verdad crees que no sabe lo que estás planeando? ¿Crees que puedes pensar algo que él no prevea? Estabas condenada desde el principio.
Algo parecido al miedo asomó al semblante de la condesa, pero esta lo apartó de sí.
—¡Qué gracioso eres! ¿A que es gracioso? Pero creo que te olvidas, mi querido payaso con cejas de payaso, de lo que más tendrías que tener en cuenta, ¡quelle horreur! No solo tengo el Atlas en mi poder, también tengo a la chica. Y muy pronto tendré a sus hermanos. Gracias a ellos obtendré los dos libros restantes, y entonces incluso mi amo se inclinará ante mí. La profecía se cumplirá, mon oncle, y ni él ni tú podréis hacer nada para impedirlo.
Levantó la copa para brindar y se bebió todo el vino.
A Kate la mente le iba a mil. ¿Una profecía? ¿Qué profecía? ¿Y qué quería decir la condesa con que pronto tendría a sus hermanos, y con ellos los dos libros restantes? Se sintió mareada, como si a pesar del hechizo de la condesa, fuera a desplomarse en el suelo de un momento a otro.
—Ay, corderillo, en tus jóvenes ojos veo desconcierto. ¿Es que el viejo mago no te ha explicado lo que el destino te tiene reservado? —Movió el dedo señalando con él al doctor Pym—. Muy mal; mira que ocultarle la verdad a la chica…
—Bruja, te prohíbo…
—¿Tú me prohíbes algo a mí? ¡Qué risa! No, no; ya es hora de que Katrina sepa por qué el destino la ha elegido a ella y a sus hermanos. Seguro que ni siquiera le has contado el poder que tienen los Libros. Bueno, palomilla —cruzó la habitación dando brincos y acercó su cabeza a la de Kate, como si fueran dos colegialas haciéndose confesiones—, ¿te acuerdas de que la noche que llegaste te expliqué la historia de los tres Libros de los Orígenes? ¿De que un consejo de magos anotó en ellos los secretos mágicos que convirtieron nuestro mundo en lo que es? No hace falta que muevas la cabeza; de todos modos, no puedes. Ya veo que sí que te acuerdas.
—Bueno, mon ange, pensemos un momento: si la magia sirvió para crear el mundo una vez, es lógico que alguien se pregunte por qué no tendría que servir para hacerlo de nuevo. La respuesta es que sí que sirve. ¡Por eso es tan tentador! Con el poder de los Libros de los Orígenes… Por cierto, te agradezco que me hayas entregado con tanta gentileza el Atlas del Tiempo; los otros dos siguen escondidos en alguna parte. Decía que con el poder de los Libros cualquiera puede borrar la historia del mundo, como si fuera un bosquejo mal hecho, ¡y empezar a trazarla de nuevo!
—Solo a un loco se le ocurriría una cosa semejante —observó el doctor Pym.
La condesa soltó un gruñido.
—¿Eres siempre tan fastidioso? Claro, ¡a ti no se te ha antojado nunca destruir el mundo! Pero podrías. Por ejemplo, ¿te gustaría que todo el mundo llevase un sombrero rojo? Con el poder de los Libros puedes deshacerte de este mundo y crear otro donde los sombreros rojos sean obligatorios. O azules, o verdes, ¡o del color que tú quieras!
—Estás completamente loca —dijo el doctor Pym.
—O también podrías crear un mundo donde todas las criaturas vivientes respiren solo para servirte. Creo que empiezas a ver, mi dulce Kat, por qué la búsqueda de los Libros de los Orígenes se ha cobrado tantas vidas. Es la promesa del poder absoluto, lo cual nos lleva… —Acercó más la cara— al motivo por el cual tus hermanos y tú sois tan y tan importantes.
Con el rabillo del ojo, Kate vio que el doctor Pym tenía los ojos medio cerrados y movía los labios.
—Hace mucho tiempo —musitó la condesa—, en una época en que los Libros llevaban mil años desaparecidos, se predijo que un día tres niños los encontrarían y los reunirían. Sí; ¡tres niños! ¡Uno por cada volumen! Ya ves, querida, Michael, Emma y tú sois la solución al enigma. —Posó su suave mano en la mejilla de Kate—. Mucho me temo que tu viaje no ha hecho más que empezar.
Kate no tuvo que mirar al doctor Pym para confirmarlo. Algo profundo e instintivo le decía que la condesa le había contado la verdad. Eso explicaba muchas cosas. Por ejemplo, por qué había podido abrir la cripta situada bajo la Ciudad de los Muertos; por qué ella, una humana, había podido abrir con tanta facilidad una puerta hecha por enanos y sellada mediante encantamientos. ¿Cómo era eso posible? A menos que la persona que había sellado la puerta (o sea, el doctor Pym) supiera que iba a hacerlo ella. ¿Y cómo iba a saber eso si no existía una profecía? La profecía también explicaba por qué los habían separado de sus padres. Alguien que buscaba los Libros (y que bien podía ser el amo de la condesa) debía de haber adivinado quiénes eran Michael, Emma y ella. Kate imaginó el peligro que corrían, el terror que debían de haber sentido sus padres. No era de extrañar que permitieran que el doctor Pym se los llevara. Kate recordó con claridad las palabras del mago, prometiendo: «Yo los esconderé. Estarán a salvo». De repente, todo cobraba sentido.
—Bueno, ya está bien —dijo la condesa—. Ha llegado el momento de matar a este estúpido mago…
Se volvió y levantó la mano.
Justo en ese momento un viento glacial penetró en el camarote, hizo vibrar la vajilla de porcelana y la lámpara osciló como un péndulo. A Kate le dio la impresión de que el frío le calaba hasta los huesos.
—¿Qué estás haciendo? —La condesa avanzó hacia el doctor Pym—. ¡Para! ¡Te lo ordeno!
—Querida, no soy yo. —Y mientras hablaba, las luces volvieron a parpadear y se apagaron. Por un momento, todo fue quietud y silencio. Entonces, en la oscuridad, Kate oyó el sonido lejano de un violín. La melodía era muy bella y antigua, y ponía los pelos de punta. Y cada vez sonaba más cerca.
—Viene hacia aquí —dijo el mago—. Magnus el Siniestro viene hacia aquí.
Emma no levantó la cabeza. Gabriel le había encomendado una misión, y eso era todo cuanto importaba. El resto, los chillidos, los gruñidos, los golpes, el ruido de los cuerpos contra la madera, lo apartó de su mente, junto con la preocupación al ser consciente de lo mucho que Gabriel había luchado ya ese día y lo cansado que debía de estar. Él le había encomendado una misión, y no pensaba fallarle.
La escalera estaba esculpida directamente en la montaña. La bajó corriendo, un peldaño detrás de otro, hasta que estuvo a la altura de las seis esferas verdes que formaban una vistosa línea discontinua en el muro frontal de la presa. A lo largo de la pared de madera, a varias alturas, había estrechas pasarelas. Emma saltó a una de ellas y la recorrió a toda prisa, acompañada por la sensación de vacío que la rodeaba y de la enorme cantidad de agua ejerciendo presión para entrar, tratando con todas sus fuerzas de ignorar los sonidos de la cruenta batalla que tenía lugar más arriba. Se detuvo en el centro mismo de la presa.
Al situarse cerca de las minas vio que se componían de dos partes. Había un óvulo de cristal del tamaño de un grano de uva dentro del cual el gas de color verde amarillento daba vueltas y formaba figuras inquietantes. El óvulo descansaba sobre una base metálica y circular sujeta a la pared de la presa por medio de una masilla grisácea. Emma se quedó mirando la primera mina y se preguntó qué tenía que hacer. ¿No podría haberle dado Gabriel alguna pista? ¿Cómo iba ella a saber lo que tenía que hacer para desactivar una mina? En la escuela no se lo habían enseñado, todas las clases eran de materias inútiles como las matemáticas o la geografía. Plantada delante de la mina, le pareció que el gas cambiaba de color y adquiría un tono anaranjado oscuro. Seguramente eso no presagiaba nada bueno y, por un momento, se planteó machacar el óvulo y punto. Claro que teniendo en cuenta que, fuera lo que fuese, aquello tenía pinta de explotar, resolvió que probablemente no era una buena idea. Pensó que Michael en su lugar sabría qué hacer. A buen seguro había leído todo lo que había que leer sobre las minas y sabría hacerle un diagrama en su estúpido cuaderno. Perdió un poco de tiempo enfadándose mientras se imaginaba a Michael pasearse con otra medalla concedida por el pesado rey de los enanos. Al final, a falta de ideas, extendió los brazos y asió el óvulo.
Estaba caliente y notó la fragilidad del cristal. Si lo apretaba demasiado, seguro que se rompía. Cerró los ojos y tiró con suavidad. El óvulo no cedió. Tiró con más fuerza. Él óvulo estaba fuertemente sujeto a la base de metal, y esta a la pared. Emma tomó aire y se preparó para tirar con todas sus fuerzas, pero antes de que le diera tiempo de hacerlo, sucedió una cosa. Al buscar un mejor punto de apoyo con una mano, la otra se desplazó un centímetro y el óvulo se movió.
Emma lo giró con cuidado en el sentido opuesto a las agujas del reloj. Se oyó un pequeño ruido debido a la fricción del cristal con la base metálica, pero Emma pronto descubrió que en la parte inferior del óvulo se abrían unas ranuras y siguió girándolo con mayor rapidez. Momentos después, tenía el óvulo en las manos. Lejos de la base metálica, el cristal empezó a enfriarse y el vapor fue perdiendo su intenso color, cambiando de naranja a amarillo y de amarillo a verde hasta volverse finalmente transparente.
«La pieza metálica es la que lo calienta», pensó Emma.
Observó cómo las otras minas se volvían de un naranja rojizo. Gabriel le había dicho que cuando se pusieran rojas explotarían. No tenía tiempo que perder. Dejó el óvulo de cristal en la pasarela y corrió hasta la siguiente mina.
Mientras, más arriba, Gabriel se jugaba la vida. Tras enviar a Emma a desactivar las minas, saltó a una de las vigas de quince centímetros de ancho que formaban un arco entre las paredes de la presa y, con ambas manos, blandió su machete y se lo clavó en el costado a la criatura. El corte habría bastado para partir por la mitad a cualquier hombre. Sin embargo, la piel de la criatura hizo rebotar la hoja, y un instante después Gabriel caía hacia atrás impulsado por una fuerza vertiginosa. Rebotó en una viga, cayó diez metros, pasó rozando otra viga y al final se asió a una tercera. Cuando miró hacia arriba, vio que la criatura no proseguía con el ataque. Se había posado en una viga y le sonreía. Gabriel lo comprendió: le estaba diciendo que podía matarlo cuando quisiera. Y entonces supo que esa sería la última batalla de su vida. «Que así sea», pensó. Lo único que necesitaba era aguantar lo suficiente para darle tiempo a Emma a desactivar las minas.
La criatura se abalanzó sobre él, y Gabriel intentó apartarse rodando por la viga, pero le clavó las garras en el costado causándole profundas heridas. El monstruo se dio media vuelta y volvió a la carga con una rapidez asombrosa. Tiró a Gabriel de la viga, y este cayó al vacío, no sin antes golpearle la espalda y la cabeza con el mango de su machete. Entonces notó que lo elevaban por los aires. Luchó para asirse a alguna parte, pero la bestia lo arrojó con fuerza hacia abajo. Su cuerpo partió las vigas como si fueran palillos, y ya creía que iba a estamparse contra el suelo cuando con un golpe seco capaz de romperle los huesos a cualquiera aterrizó sobre una viga. Notó que sus costillas rotas chocaban unas con otras. Había perdido el machete. Miró abajo y vio a Emma. Ya había desactivado tres minas. Solo tenía que aguantar un poco más.
Se oyó el batir de unas alas. Gabriel esquivó a la criatura justo cuando la tenía encima, y sus garras rasgaron la viga de madera. Mientras la bestia giraba en el aire por debajo de él, Gabriel dio un salto y aterrizó de lleno en su espalda. Juntos cayeron unos cuatro metros hasta que la criatura compensó el exceso de peso. Chillaba y trataba de alcanzarlo con las garras, pero Gabriel sacó su cuchillo y empezó a cortar el suave tejido de sus alas. Por primera vez, la criatura chilló de dolor. Volaba como loca a través del entramado de vigas, desesperada por deshacerse del hombre que se aferraba a su espalda. Gabriel topó con la cabeza contra una viga y se esforzó por no perder la conciencia mientras continuaba cortando el músculo del ala. La criatura perdió el equilibrio y dio un viraje brusco, y Gabriel volvió a golpearse la cabeza. Esta vez, todo quedó sumido en la oscuridad.
En la pasarela, Emma se disponía a desactivar la última mina cuando oyó que algo se estampaba contra las vigas. No pudo evitar levantar la cabeza y ver que una silueta oscura descendía en picado hacia ella. Un momento después, un cuerpo caía sobre la pasarela.
—¡Gabriel!
Estaba cubierto de sangre, tenía el brazo izquierdo retorcidísimo y su frente había recibido un gran golpe. Pero cuando vio que su pecho subía y bajaba supo que estaba vivo.
Emma oyó un chillido y, al mirar hacia arriba, vio que la criatura se dirigía hacia ellos saltando de viga en viga.
—¡Gabriel! ¡Tienes que despertarte! ¡Gabriel!
El hombretón no se movió.
Emma vio que a unos veinte metros por debajo de ellos había otra pasarela. Pegó el hombro al costado de Gabriel y empujó. El hombre parecía de piedra. Siguió empujando, esforzándose, tratando de ignorar los sonidos de la criatura que se aproximaba. Aunque muy despacio, Gabriel empezó a moverse hasta caer rodando por el borde de la pasarela y aterrizar con gran estruendo veinte metros más abajo.
Un golpe seco sacudió la pasarela. Emma se volvió y vio que el monstruo se encontraba de pie frente a ella, con las fauces abiertas formando una grotesca mueca y un ala colgando, sujeta tan solo por un filamento de tendón y músculo. Lo lógico sería que hubiera estado aterrada; era la única respuesta biológica posible. Sin embargo, en vez de miedo sintió más ira que en toda su vida.
—¡Mírate! ¿No ves qué pinta tienes? ¡No tendrías que haberte metido con Gabriel! ¡Has tenido suerte de que no te mate! ¿Qué piensas hacer ahora con esa ala?
A modo de respuesta, la criatura retrocedió, acabó de arrancarse el ala y la arrojó al vacío. Luego, sin detenerse, asió la otra ala y fue tirando de ella hasta que, entre gritos y el ruido de los tejidos desgarrándose, también se la arrancó. Sosteniendo el ala ensangrentada con una garra, la bestia se acercó un paso a Emma y soltó un alarido.
Emma se quedó muda de horror. El miedo se dejó sentir por fin. Esa criatura iba a matarlos. Se dijo que debía ser valiente, o al menos parecerlo. Era lo mínimo que Gabriel se merecía.
—Eres… Eres…
Pero por mucho que lo intentaba, las palabras no acudían a su mente. La criatura avanzó otro paso y se situó tan cerca que Emma pudo notar el calor de su aliento en el rostro.
«Ni se te ocurra gritar —se ordenó a sí misma—. No te atrevas a gritar».
Entonces vio la mina, justo a la izquierda de la criatura. Se estaba volviendo de un color rojo sangre y, sin pensarlo, Emma saltó de la pasarela. Le dio la impresión de que la caída duraba una eternidad. Cuando por fin aterrizó junto a Gabriel, notó un latigazo en el tobillo, pero su grito fue ahogado por la explosión de la mina.
El bote sobresalía tan solo unos pocos centímetros del agua. Michael había hecho subir en él a tantos niños como había creído prudente, empezando por los más pequeños, aunque también había elegido a tres chicos de su edad para que le ayudaran a remar. En el barco de la condesa quedaban por lo menos una cuarentena de niños más. Les había prometido que volvería a buscarlos. No había visto por ninguna parte a Kate ni al doctor Pym, y se sintió tentado de enviar el bote a tierra sin él y quedarse a buscar a su hermana.
Pero no podía abandonar a los niños.
En ese instante, con el bote sobrecargado atravesando el lago, Michael se trasladó mentalmente al momento en que el chirrido había abierto la puerta de las celdas y una cincuentena de niños aterrados habían salido en tropel al pasillo. La cosa estuvo a punto de desmadrarse, y Michael tuvo que esforzarse mucho para hacerse oír en medio del jaleo.
—Por favor, tenéis que estar callados. Por favor…
De no haber sido por el chirrido, Michael habría perdido el control por completo. Pero la criatura gritó para pedir a los niños que se callaran, y estos, atónitos al oír que de su boca salían palabras, obedecieron al instante.
—Muy bien —dijo Michael—. Ahora…
—¡Eres tú!
Se dio media vuelta y se encontró frente a Stephen McClattery.
—¡¿Qué estás haciendo aquí?! ¿Y cómo es que, de repente, esa cosa habla?
Por un momento, Michael no pudo más que quedarse mirándolo. Hacía poco ese mismo niño había querido ahorcarlo. Aún notaba la sensación de la cuerda rodeándole el cuello.
—¡Contesta!
Michael apartó de sí el recuerdo y se lo explicó todo con la mayor brevedad: que el doctor Pym y él habían acudido a rescatarlos, que el doctor Pym era un mago y había hechizado al chirrido, que la condesa tenía prisionera a Kate, que ellos tenían que salir del barco lo más rápido posible…
—Tenéis que creerme. No tenemos tiempo para…
—De acuerdo —convino Stephen McClattery—. Entonces, en marcha.
El chico pelirrojo guio al grupo de niños, que seguían aterrados y en silencio, hasta la cubierta del barco. Una vez allí, colaboró con Michael para seleccionar a los veinte más pequeños. Luego, entre el chirrido y él, ayudaron a los niños a bajar por la escalera de cuerda y a saltar al bote donde los esperaba Michael. Este aún tenía la esperanza de ver a Kate y al doctor Pym asomarse por la borda; Kate le sonreiría y le diría que estaba a salvo y el doctor Pym le explicaría que habían derrotado a la condesa y que todo había terminado bien. Pero el bote se llenó pronto y llegó el momento de partir a pesar de que su hermana no había aparecido. Stephen le dijo que él se quedaría a bordo y ayudaría al resto de los niños a organizarse hasta que él volviera a buscarlos.
—Sé que volverás. Tendría que haberte hecho caso la primera vez. Tus hermanas y tú teníais razón.
—Una cosa más —dijo Michael—, tu padre viene hacia aquí.
Stephen McClattery tenía un pie en la escalera de cuerda y el otro en la cubierta del bote de Michael. Su boca se abrió y volvió a cerrarse.
—Mis hermanas y yo lo encontramos en la Ciudad de los Muertos —prosiguió Michael— y le dijimos que estabas vivo. Viene hacia aquí con los otros hombres.
Pasó un rato. El bote se mecía suavemente en el agua.
—Lo siento —terminó diciendo Michael—. Tengo que irme.
El chico tragó saliva y asintió, pero siguió sin decir nada. Aun así, Michael nunca olvidaría la expresión de sus ojos. Stephen McClattery empujó el bote, y mientras se alejaban Michael vio que se pasaba la mano por la cara antes de darse media vuelta y subir la esca lera.
Annie, la niña a la que la condesa estuvo a punto de arrojar por el barranco el primer día, se encontraba al lado de Michael en el bote.
—No te preocupes —la tranquilizó—. Los salvaremos a todos.
Aferrada a su muñeca, levantó la cabeza para mirarlo y asintió.
A Michael le llevó unos minutos coordinar el movimiento de los remos. Al principio estos cortaban el agua de manera desordenada y el bote casi no se movía; incluso en una ocasión dio un giro completo. Pero al fin consiguió imprimir ritmo a los movimientos gritando: «Un-dos, un-dos, un-dos…». Y pronto empezaron a desplazarse por el lago a velocidad constante.
A mitad del recorrido, cuando a Michael empezaba a dolerle la espalda y se preguntaba por qué narices el doctor Pym no hechizaba el barco y se acabó, se oyó un gran estruendo y un enorme surtidor brotó cerca de la presa. El chico abrazó a Annie y gritó a todos los demás que se sujetaran fuerte. Un instante después, el embate de la ola estuvo a punto de hacer desaparecer la embarcación.
Michael asió los remos y empezó a gritar de nuevo:
—Un-dos, un-dos, un-dos…
—Se acerca. Viene hacia aquí. ¡¿Cómo es posible?! ¡¿Qué voy a hacer?!
—Me parece que eso tendrías que haberlo pensado antes de traicionar a tu amo.
—¡Silencio!
Volvió a encenderse la luz, pero el violín se oía más y más cerca cada segundo que pasaba. La condesa andaba de un lado a otro del camarote, con el libro abrazado con fuerza contra su pecho. Al ver que tenía tanto miedo, Kate se asustó aún más. ¿Cuán malvado debía de ser aquel tal Magnus el Siniestro si incluso la condesa, que contaba con un ejército de soldados inmortales a sus órdenes, y que aun teniendo problemas era capaz de paralizarla y de inmovilizar al doctor Pym contra la pared, temblaba solo de imaginárselo?
—A mí me parece —empezó a decir el doctor Pym con suavidad— que tendrías que haber preparado mejor tu plan.
—¡He dicho que te calles, imbécil! —La condesa era como una bestia acorralada: aterrada y a la vez muy peligrosa.
—No, si encima resulta que el imbécil soy yo. Pero a mí no se me ocurriría nunca traicionar a nadie que fuera diez veces más poderoso y creer que iba a irme de rositas.
La condesa se encaró con él.
—Has sido tú, ¿verdad? ¡Tú se lo has dicho! ¡Seguro que te has comunicado con él de alguna manera!
En la mano antes vacía de la condesa destelló la hoja de un cuchillo. Kate se esforzó por moverse, pero fue inútil. La música sonaba más fuerte, el tono era cada vez más agudo y el tempo más y más rápido. La condesa se acercó al doctor Pym.
—Voy a morir —susurró—, pero no seré la única.
Kate quiso instar al doctor Pym a que hiciera algo, a que le lanzara algún hechizo, a que le escupiera en la cara si era necesario.
Entonces, la música se interrumpió.
La condesa también se detuvo, con el cuchillo a punto de atacar al mago y una expresión de rabia y miedo en el rostro.
—Querida —dijo el doctor Pym—, me parece que ha llegado tu hora.
Y, sin más, la condesa cayó al suelo hecha un ovillo.
Kate notó cómo la fuerza que la paralizaba se debilitaba. La sensación de alivio fue tan grande y repentina que estuvo a punto de derrumbarse. El doctor Pym también quedó libre, pero indicó a Kate que se quedara donde estaba. Observaba el cuerpo inmóvil de la condesa. El Atlas estaba en el suelo, a su lado. ¿A qué estaba esperando? Era su oportunidad. Tenían que hacerse con el libro y salir corriendo, escaparse antes de que…
El cuerpo que yacía en el suelo se movió.
Poco a poco, la condesa se puso en pie. Pero algo en ella había cambiado. Su pelo rubio había adquirido un tono verde intenso y los ojos le brillaban como si fueran incrustaciones de diamantes. Su aspecto era más bello y mágico que antes. Por un instante, los brillantes ojos se posaron en Kate, luego se volvió hacia el doctor Pym sonriendo.
—Stanislaus, cuánto tiempo.
Y Kate comprendió que la que estaba ante ella no era la condesa.
—Así que mi querida condesa ha estado a punto de traicionarme y quedarse con el Atlas, ¿eh? Vaya, vaya, ¿desde cuándo la lealtad es una moneda de cambio?
La criatura extendió los brazos de la condesa, como si quisiera admirar lo largos y delgados que eran. Resultaba extraño observar a alguien admirando su propio cuerpo.
—Tal vez la falta no resida en quien la traiciona —empezó a decir el doctor Pym—, sino en quien no es capaz de inspirarla.
La criatura de pelo verde se echó a reír. Su risa sorprendió a Kate, porque era auténtica, sincera, alegre; no el sonido vacío y estridente de la condesa.
—¡Touché, Stanislaus! ¡Tienes toda la razón! ¡Como siempre, viejo amigo! Y apuesto a que esta joven te es completamente fiel.
Kate dio un respingo cuando ella (¿él?) se le acercó. De cerca, Kate observó que el verde de su pelo no tenía el tono claro y alegre del campo, sino el verde negruzco de la jungla. Además, el color parecía oscilar y variar como si estuviera vivo, y la codicia que asomaba a su brillante mirada aterró a Kate. Volvió a oír el violín. Al principio su sonido era suave, la invitaba a bailar, le decía que el día estaba terminando, que el mundo ardía en llamas; le decía que bailara ahora que aún estaba a tiempo; le hablaba de ciudades incendiadas, de gente que corría presa del pánico, de oscuridad, de destrucción, de caos y de ruinas. «Ven —la invitaba la música—, únete a la danza, únete a la danza». La voz la conmovía, le llegaba al alma, y Kate notó horrorizada que una parte de sí quería responder. Quería dar vueltas, vivir, aunque fuera por un instante, libre de preocupaciones y responsabilidades antes de que todo terminara. Se encontró mirando a un esqueleto con ojos brillantes y se echó hacia atrás de repente, como si se hubiera estado balanceando al borde de un precipicio. La música cesó.
Frente a ella estaba la condesa, con su pelo verde y sus ojos de diamante. No era la condesa, pero tampoco era un esqueleto.
—Stanislaus, parece que tu protégée no quiere bailar conmigo. Solo es cuestión de tiempo, querida. Al final todos acabamos bailando.
Con la respiración agitada, Kate hizo todo lo posible por lanzarle una mirada desprovista de miedo, desafiante.
—Qué valiente. Eso está muy bien. Porque va a hacerte falta todo tu valor. Eres una de ellos, ¿verdad? Los niños de la profecía. Lo veo en tus ojos. —La criatura extendió el brazo y acarició el pelo de Kate. La chica captó el entusiasmo de su voz y notó que la mano le temblaba de emoción—. ¿Sabes cuánto tiempo llevo aguardando este momento? He visto montañas crecer donde antes había océanos. He visto imperios forjarse y caer. Razas enteras han sucumbido en el olvido. Y mientras tanto yo he seguido esperando. Tu amigo el doctor Pym habla de lealtad. Yo he sido leal, querida, tanto como nunca nadie lo ha sido jamás, pues sabía que tenía que llegar el día en que nos encontráramos.
Kate miró los viejos ojos centelleantes y lo vio todo. Vio los siglos que llevaba esperando. Vio cómo el mundo que lo rodeaba había cambiado sin que olvidara su propósito. ¿Cómo podía enfrentarse a una determinación semejante? Era su destino. No tenía escapatoria.
Desde el otro lado de la habitación, el doctor Pym dijo:
—No puedes quedarte aquí.
—¿Hummm?
—Mírate la mano.
La criatura llamada Magnus el Siniestro levantó la mano de la condesa. Para sorpresa de Kate, los nudillos se le estaban hinchando, las venas empujaban para sobresalir de la piel de color perla. Magnus el Siniestro no pareció sorprendido ni especialmente preocupado.
—Qué listo, Stanislaus. Me has invitado a venir aquí para derrotar a mi propia servidora, a sabiendas de que no puedo quedarme. No has perdido un ápice de tu ingenio, amigo mío. No importa —se volvió hacia Kate—, ya he visto lo que tenía que ver.
Se volvió y tomó el libro. Estaba envejeciendo muy deprisa; ahora era de mediana edad, después una anciana, hasta que acabó convirtiéndose en una vieja de espalda encorvada que cruzó el camarote arrastrando los pies y ofreció el Atlas a Kate. El rostro anteriormente bello quedó enterrado entre las arrugas, y el pelo verdoso se volvió reseco y ralo. Sonrió a Kate y le mostró dos hileras de dientes amarillos y desconchados. Sus palabras sonaron como un graznido ronco.
—El final está cerca, jovencita. Vendré a buscarte. Nuestros destinos son uno solo. Volveré, y cuando te encuentre, el mundo entero bailará…
Con esas palabras, la criatura se alejó. Kate notó que su presencia abandonaba la habitación, y el cuerpo de la condesa se desplomó en el suelo inerte.
El doctor Pym se había quedado estupefacto.
—¡Doctor Pym!
—Estoy bien, querida. Es solo la tensión… Me empujaba con tanta fuerza…
—¿Qué le ha pasado?
—Magnus el Siniestro no puede cobrar forma aquí. Tiene que valerse de otro cuerpo, y la condesa… era una huésped muy frágil. Te lo explicaré más tarde… Ahora tenemos que darnos prisa… Tenemos poco tiempo… Nosotros…
Se desplomó. Kate corrió a su lado; todavía lo agitaba y lo llamaba cuando oyó la explosión.