21. Un pacto con el diablo

Por el ambiente, Kate dedujo que estaban cerca. El aire ya no era viciado y húmedo, tal como llevaba respirándolo desde la mañana anterior, sino que era limpio y fresco. El secretario también debió de notarlo.

—Casi hemos llegado —masculló, agarrándola con mayor fuerza del brazo, aunque parecía que lo hiciera más para sujetarse que para controlarla—. Casi hemos llegado…

No había ningún guardia vigilando la puerta de la celda del secretario, por lo que Kate pudo acercarse sin ser vista y hacerle una proposición a través de los barrotes.

Si la condesa liberaba a los niños y se marchaba sin hacer daño a nadie, Kate le entregaría el Atlas. Pero el secretario tenía que llevarla a Cascadas de Cambridge antes de que llegara el ejército de Robbie y Gabriel. ¿Podía hacerlo?

«Claro que sí», se había burlado el hombre. Había un camino.

Mientras los dos avanzaban a trompicones por el túnel y Kate sostenía en alto la lámpara que habían hurtado, pensó en Michael y Emma. Si hubiera tenido la oportunidad, les habría contado que sus visiones no eran como películas. No veía las cosas como en una secuencia, sino que las vivía. Ella también estaba en el barco cuando cayó por la cascada y sintió lo que los niños habían sentido al estamparse contra las rocas. Había compartido su terror, y sería capaz de hacer cualquier cosa por ahorrarles semejante tormento.

El secretario y ella doblaron una esquina y, por primera vez en dos días, Kate se encontró al aire libre.

Estaban muy por encima del valle, en un atajo que descendía por la ladera de la montaña. Prácticamente había luna llena y su luz inundaba el mundo entero con su relajante brillo plateado. La sola visión del espacio abierto dejaba a Kate sin respiración. Pensó que aquel paisaje era el más bello que había visto jamás.

El secretario se arrodilló al borde del precipicio y empezó a remover la tierra con el dedo.

—¿Qué está haciendo? ¡Los demás vendrán a buscarme! Tenemos que…

—¡Silencio! ¡Necesito concentrarme!

Kate se volvió a mirar el túnel. Esperaba oír su nombre de un momento a otro, ver la luz de las antorchas aproximándose…

—Ya está. —El secretario se puso en pie y se limpió las manos en la chaqueta—. Ya lo he hecho.

—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Solo ha dibujado una raya en la tierra!

—Ya, pero es una raya especial.

—¡El doctor Pym y Gabriel llegarán en cualquier momento! ¡Me dijo que conocía un camino que llevaba al pueblo!

—Y así es, este es el camino. Salta la raya.

Kate miró la línea, de un metro de longitud y no del todo recta, que el hombre había trazado en la tierra. Si la saltaba, caería por el precipicio.

—Está de broma.

—Irás a parar al lado de la condesa. Es un truco que me ha enseñado ella.

—Ya. Bueno, pero tiene que haber otra forma. Si corremos…

El secretario se plantó delante y pegó su rostro sudoroso al de ella.

—¡No hay ninguna otra forma! ¡Tus amigos llegarán enseguida! ¿Es que la pajaruela no quiere salvar a los niños? ¡Pues entonces tiene que echarse a volar! A volar, a volar…

El hombre retrocedió y señaló la línea como un siniestro guía turístico. Kate se fijó en que tenía algo escondido en la mano. Era el pequeño pájaro amarillo que había visto en otras ocasiones con el cuerpo lacio e inerte.

—¿Y usted?

—Eres muy amable preocupándote por mí, pero ahí solo hay sitio para uno, pajaruela. Griddley Cavendish llegará de otra manera.

—¿Y cómo sé que no trata de matarme?

Él sonrió mostrando sus dientes sucios y cariados.

—No puedes saberlo. Ahora… a volar.

Kate se sintió como si se le hubieran congelado las entrañas. Puso un pie trémulo al otro lado de la línea. Procedente del valle, soplaba una brisa que le echaba el pelo hacia atrás. Bajó la vista. Muy, muy por debajo divisó el rocoso pie de las montañas. Entonces oyó de nuevo el eco de una voz lejana procedente del túnel. Alguien la estaba llamando.

Cerró los ojos y saltó por el precipicio.

Sus pies toparon con algo sólido. Oyó un sonido parecido al del agua golpeando el metal y el ruido sordo de un motor. Abrió los ojos. Estaba en la cubierta de un barco, la luna reflejándose en la superficie del lago. El truco del secretario había funcionado.

—Katrina…

Kate se dio media vuelta. Allí estaba la condesa, escoltada por dos morum cadi, dando palmadas de júbilo.

—¡Has venido! ¡Qué contenta que estoy!

Al no encontrar a su hermana, Emma fue corriendo a decírselo a Michael y vio que todo el mundo andaba alborotado tras descubrir que el secretario se había escapado de la celda. Obligó a su hermano a apartarse del grupo.

—Tienes que ayudarme a buscar a Kate. No está en el edificio.

El doctor Pym la oyó y se acercó corriendo, cogiendo a Emma del brazo.

—¿Qué has dicho?

Emma se lo repitió y el doctor Pym exhaló un profundo suspiro.

—Es una noticia horrible.

Justo en ese momento, un hombre avanzó hacia ellos. Había visto a dos figuras corriendo hacia el extremo este de la ciudad.

El doctor Pym fue a hablar con Gabriel.

—Ve delante, ya te alcanzaremos.

Y el hombre gigantesco se dio media vuelta y desapareció. El doctor Pym indicó a Robbie que reuniera a un grupo lo más numeroso posible y lo siguiera en cuanto pudiera.

—Vamos, chicos. Me temo que vuestra hermana está a punto de cometer un grave error.

Y los tres siguieron a Gabriel.

Mientras avanzaban por el oscuro túnel, el doctor Pym insistió para que Michael y Emma le contaran todo lo que sabían. No cabía duda de que el hombre hablaba en serio y Michael y Emma no le ocultaron nada. Le explicaron que Kate había tenido una visión en la que la condesa llevaba a los niños al barco, la presa se desbordaba y los niños fallecían. Le dijeron que Kate creía que la visión era una advertencia.

—Tendría que haber tenido más cuidado —masculló el doctor Pym, caminando cada vez más rápido—. Solo pido que lleguemos a tiempo.

Cuando salieron del túnel y se encontraron en la ladera de la montaña, Gabriel se arrodilló y examinó la tierra a la luz de la luna.

—No lo entiendo. En el camino solo se ven las huellas del hombre, pero de la chica… —Hizo una pausa y miró a Emma y a Michael—. Sus huellas indican que saltó por el precipicio. No parece que la hayan empujado. Pero no veo rastro de su cadáver en las rocas.

—¡¿Qué?! —La voz de Emma reflejaba pánico—. ¡No! ¡Tienes que estar equivocado! Lo siento, Gabriel, pero es de noche y seguramente no ves bien. ¡Vuelve a fijarte en las huellas!

El doctor Pym observaba la línea que el secretario había dibujado en la tierra.

—No hay ningún cadáver —dijo— porque Katherine está con la condesa.

Les explicó que la línea era un portal.

—Entonces, ¿nosotros también podemos pasar? —preguntó Michael.

—No. Está pensado para una sola persona. Atravesarlo ahora sería lanzarse a una muerte segura. —La borró con la punta del zapato. Se oyeron unos pasos y Robbie salió corriendo del túnel junto con un grupo de enanos y hombres—. Hemos llegado tarde —dijo el doctor Pym—. Kate está con la condesa. Gabriel, los chicos y yo nos vamos inmediatamente a Cascadas de Cambridge. Cuando lleguen todos los hombres, seguid este camino, que os llevará al pueblo.

—Estás loco —exclamó el enano con voz jadeante—. Si la bruja tiene a la chica, estamos listos. Además, tardaréis horas en llegar andando al pueblo.

—Por eso mismo no podemos entretenernos más. Seguid el camino. —Hizo un gesto de asentimiento a Gabriel y a los chicos y enfiló el sendero con paso enérgico.

—¡Doctor Pym! —Michael y su hermana corrieron tras él, procurando no tropezar al descender por el suelo pedregoso de la montaña. Gabriel los seguía de cerca—. El rey Robbie tiene razón, tardaremos horas en llegar.

—Sí —convino Emma—. ¿Por qué no nos pinta un portal?

—No es necesario. Conozco un atajo. Ahora no os alejéis.

En cuanto dijo eso, los niños se dieron cuenta de que estaban caminando por encima de una especie de nube o de niebla, lo cual era muy extraño puesto que momentos antes el cielo estaba despejadísimo. Muy pronto la niebla se hizo tan espesa que el doctor Pym ordenó a Michael y a Emma que se cogieran de la mano para que ninguno de los dos se cayera por el precipicio. Siguieron al mago guiándose por su vago perfil y, cuando eso ya no fue posible, por su voz, que los iba avisando de lo que iban a encontrar: «Cuidado, este tramo es peligroso. Cuidado…». Entonces, como si no tuvieran bastante con no ver nada, los cuatro sentidos restantes empezaron a gastarles malas pasadas, como notar el olor de árboles que sabían que no estaban allí, oír el sonido de una corriente de agua inexistente azotando una orilla, incluso la superficie rocosa de la montaña parecía lisa y llana. Michael estaba tomando nota mentalmente de investigar más sobre los efectos de la niebla sobre el sentido de la orientación cuando el doctor Pym anunció:

—Ya hemos llegado.

Michael dio un grito ahogado.

—¿Cómo…? —empezó a decir Emma.

—Ya os lo había dicho —respondió el doctor Pym—. Es un atajo.

Habían salido de la zona neblinosa y se encontraban en la orilla del lago de Cascadas de Cambridge, observando el paisaje a través del agua iluminada por la luna. Michael miró atrás y vio que Gabriel salía de un túnel que la niebla formaba entre los árboles.

Cuando se unió a ellos, el doctor Pym prosiguió:

—Amigos míos, hemos completado la parte más difícil de la misión. No hace falta que os recuerde el número de vidas que dependen de nosotros. Katherine y los niños están en el barco con la condesa. Yo iré a ver qué tal están. Gabriel, tú ve corriendo a la presa. Me temo que la condesa la ha manipulado. Haz lo que puedas.

—Yo iré con Gabriel —decidió Emma—. A lo mejor me necesita. —Miró al hombre gigantesco—. A lo mejor me necesitas.

—Muy bien —aprobó el doctor Pym—. Michael, chico, tú ven conmigo. Daos prisa, y buena suerte.

Kate cerró los ojos y evocó la imagen de la habitación repleta de libros. Imaginó el fuego en la chimenea y la nieve cayendo a través de la ventana; el doctor Pym sentado ante su escritorio con su pipa y su taza de té; su madre entrando y diciendo que Richard estaba en la universidad. Todos los detalles eran claros y vívidos…

Abrió los ojos y vio las cortinas de satén rojo, los sillones tapizados de terciopelo oscuro, la mesa de caoba y oro. En una esquina, el gramófono tocaba todo el rato la misma melodía estridente y pegadiza a la vez que las lámparas de gas proyectaban su luz oscilante en la pared a través de la pantalla de cristal decorado. Suspiró. Seguía estando en el barco, en el camarote de la condesa.

—Katrina, estoy empezando a perder la paciencia.

La condesa llevaba un vestido negro que confería a su pálida piel un efecto casi luminiscente. Bajo la luz titilante, sus ojos cambiaban del color violeta al añil y al lavanda en cuestión de segundos. Se sirvió un vaso de vino y miró a Kate con expresión de aburrimiento.

Desde que llegó al barco, nada había sucedido como Kate había planeado, empezando por su petición de ver a los niños…

—Querida, eso es imposible, pero admiro tu capacidad para pensar en los demás. En eso nos parecemos mucho.

—Si le has hecho daño a uno solo, no te ayudaré a obtener el Atlas.

—¡Vaya, vaya! ¡Mira por dónde ya sabes cómo se llama el libro mágico! ¡Bravo, ma chérie!

—¡Lo digo en serio! —gritó Kate, tratando sin éxito de evitar que le temblara la voz—. Antes tendrás que matarme. Sé que escondes un monstruo.

—¡Mira que eres lista! —sonrió tímidamente—. Pero resulta que he soltado a ese ser inmundo antes de subir al barco, pensando que podría dar la bienvenida a los hombres del pueblo cuando lleguen.

—¿Qué hay de los niños? No has dicho…

—¡Todos están sanos y felices!

Al final Kate se tranquilizó pensando que, por muy terrible que fuera la criatura, el doctor Pym y Gabriel la vencerían. Le dijo a la condesa que solo recuperaría el Atlas cuando hubiera liberado a los niños, y esta se desternilló de risa.

—¡No hablarás en serio! ¡Ya debes de saber que los niños son mi única protección! No es que necesite protegerme de ti, ¡tú eres un ángel! Pero sospecho que has estado conspirando con algún que otro personaje de órdago, seguramente enanos, magos y demás, ¿no? Estás perdonada, por supuesto. Todos cometemos errores de jóvenes. Si yo te hablara de un profesor de baile italiano… No, no; ¡primero el libro y luego los niños!

—Pero…

—¡En el instante en que lo tenga en mis manos, los liberaré! ¡Te doy mi palabra!

La condesa la observaba con expresión burlona, y en ese momento Kate se dio cuenta de que se había puesto por completo en sus manos. Se aferró a los brazos del sillón y pensó en los niños encerrados en algún rincón del barco. Luego le preguntó a la condesa qué era lo que tenía que hacer.

—Querida, ¡es lo más fácil del mundo!

Al parecer, Kate solo tenía que imaginar el momento deseado. Entonces, cuando lo visualizara con claridad, podría, con ayuda de la condesa, trasladarse a ese momento y ese lugar. ¿Se acordaba Kate del momento en que sus hermanos y ella habían viajado al pasado por primera vez? ¿De que habían colocado una fotografía en la página en blanco?

—¿Qué tiene que ver eso?

—Bueno, ¿no te imaginarás que el Atlas se diseñó hace miles de años para poner fotos? La foto solo ayuda a obtener una imagen clara. El Atlas sirve para trasladarse a un destino determinado, y se le puede pedir mediante una foto, un dibujo, una imagen mental o incluso pronunciando «llévame a tal sitio» si se tiene suficiente control, aunque tú por desgracia no lo tienes. No tenemos el libro con nosotras, pero ahora parte de su poder reside en ti y los mismos principios resultan válidos.

Así, una vez tras otra, Kate cerró los ojos y se situó mentalmente en el estudio del doctor Pym, y una vez tras otra, al abrirlos, volvió a encontrarse en el camarote del barco.

La frustración iba en aumento.

—¡No funciona! ¡Me dijo que me ayudaría!

—Y te estoy ayudando —suspiró la condesa— de formas que ni siquiera sospechas. Pero ¿te has situado realmente en el pasado? ¿Estás visionando el momento exacto en que te deshiciste de nuestro precioso libro?

—¡Sí! ¡Estoy haciendo todo lo que me dices! Tal vez no pueda…

—Chissst. —La condesa se acercó y posó una mano en la nuca de Kate. En el camarote hacía mucho calor y la joven tenía la mano fría—. Debes relajarte o la magia no funcionará. ¿De qué momento del pasado estamos hablando?

Kate exhaló un suspiro. Tenía ganas de apartar a la condesa de un manotazo, pero al mismo tiempo su tacto le resultaba muy agradable.

—De hace cuatro años.

—Cuatro años. ¿Y dónde estás? Descríbelo.

—Es una habitación que parece un estudio. Hay una chimenea encendida y fuera está nevando. Veo al doctor Pym.

—¿Hay alguien más?

Kate se planteó mentirle, pero ¿de qué serviría? Había acudido allí para salvar a los niños; necesitaba la ayuda de la condesa.

—Mi… madre acaba de entrar.

La condesa dejó escapar una discreta exclamación, como si Kate acabara de mostrarle algo precioso.

—¿Y qué sentimientos te inspira?

—La quiero.

—Claro que la quieres, pero eso no es todo, ¿verdad? Os abandonó a tus hermanos y a ti.

—Tuvo que hacerlo para protegernos.

—¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?

Kate no tenía respuesta.

—Ya. —La condesa le acariciaba el pelo—. Y cuando se marchó, ¿a quién encargó el cuidado de tus hermanos?

—A mí.

—¡Pero si no eras más que una niña!

Kate sabía que la indignación de la condesa era fingida, pero una parte de ella no podía evitar responder, la misma parte de ella que estaba agotada debido al esfuerzo de tener que cuidar de Michael y Emma, la misma parte de ella que llevaba tanto tiempo rogando que apareciera alguien y dijera: «Ya está. Puedes quedarte tranquila. Ahora estoy yo aquí para cuidaros».

—Tal vez sin esto funcione. —Kate vio pasar la mano de la condesa por delante de ella y un destello dorado, y cuando miró hacia arriba, tuvo que ahogar un grito. No sabía cómo la condesa le había cogido el relicario de su madre—. Un regalo suyo, imagino. Lo estabas tocando mientras hablábamos.

—Es mío…

—¡Bah, cállate! ¡Ha utilizado el recuerdo de tu madre! El mago lo ha elegido entre todos los recuerdos posibles, o sea que la vía de acceso son tus sentimientos. Sientes amor y añoranza, pero tus padres os abandonaron, así que también debes de sentir enfado, frustración e incluso odio. No puedes ignorar nada de todo eso, si quieres que la magia funcione y salvar a los niños.

—No es así.

—Continúa mintiendo, y la responsabilidad de sus muertes recaerá sobre ti.

Kate le apartó la mirada. Se dio cuenta de que estaba temblando.

—Sé que tienes miedo, pero no hay otra manera.

Kate veía oscilar el final de la cadena. Bastaba con alargar un poco el brazo y la podría coger.

—Katrina.

Transcurrió un largo rato. Kate escuchaba la inquietante melodía del gramófono y observaba los reflejos de las lámparas de gas proyectados en las paredes. Finalmente, asintió.

—Bien. Ahora cierra los ojos.

Kate obedeció y volvió a situarse mentalmente en el estudio. Imaginó los copos de nieve, el olor del tabaco del doctor Pym, la lumbre. Pensó en su madre entrando en el estudio. Y entonces, como no ocurría nada, abrió una puerta a la que nunca se había permitido asomarse a pesar de que siempre había sabido que existía. Y la ira penetró a raudales. ¿Por qué sus padres los habían abandonado? ¿Qué motivo podían tener para dejarlos solos? Durante diez años, Kate había tenido que apañárselas sola para mantener a la familia unida, y el esfuerzo casi había terminado con ella. Se preguntó si sus padres se habían molestado en buscarlos o simplemente habían desaparecido del mapa, habían empezado una nueva vida con…

Notó un vuelco en el estómago y supo que lo había logrado. Abrió los ojos y vio que su madre la miraba atónita. El doctor Pym le sonreía desde su escritorio.

—Dios mío. —Su madre retrocedió un paso—. Hace un momento estabas aquí y… Dios mío.

Emma y Gabriel estaban agazapados detrás de un árbol caído al final del bosque, a cuarenta metros de la presa. Tres morum cadi, con sus antorchas, montaban guardia. Gabriel había descolgado su arco y había colocado en él una flecha. En el suelo había clavadas dos más. Estaba esperando a que una nube tapara la luna.

Emma miró al otro lado de la garganta y observó la gran extensión oscura que formaba el lago. Trató de imaginarse que la presa cedía y que la corriente de agua se precipitaba por la montaña y arrollaba el barco, a los niños, a su hermana, todo. No podía permitirlo.

—Gabriel…

—Chissst.

El hombre se había vuelto a mirar los árboles.

—¿Qué es?

—No lo sé. Algo…

Una sombra se cernió sobre ellos. Emma levantó la cabeza y vio desaparecer el último rayo plateado de la luna. Oyó a su lado el suave ruido de algo que cortaba el viento dos veces. Entonces, dos de las antorchas encendidas cayeron al suelo mientras Gabriel tensaba el arco con la tercera flecha. La disparó y Emma observó la última antorcha caer y desaparecer en el fondo de la garganta.

—Ahora guarda silencio —susurró Gabriel—. Puede que dentro haya más.

Cruzaron corriendo a campo abierto. Mientras Emma iba sorteando los cuerpos humeantes de los chirridos, Gabriel se detuvo a recoger una antorcha. Ante ellos apareció el muro de la presa, que se elevaba unos dos metros y medio por encima del borde de la garganta. De cerca la estructura parecía gigantesca, y Emma reparó en que siempre se había imaginado la presa como un único bloque ciego. Sin embargo, no era así. Tenía una puerta. Gabriel la abrió y descubrió una escalera descendente. Pasó delante e hizo señas a Emma cuando vio el camino libre. Bajaron dos tramos. El ambiente era húmedo y oscuro, y Gabriel iba iluminando los escalones con la antorcha. La escalera desembocó en una especie de balcón.

—Uau. —Emma se detuvo en seco y observó lo que tenía ante sí.

Unas tenues luces anaranjadas salpicaban la presa y perfilaban una serie de vigas de madera que se extendían de pared a pared como las costillas de una bestia enorme. Resultaba extraño estar allí sentado, con una decena de tramos de escalera todavía por bajar y la presa, con todo su volumen, formando un gran arco por encima. Daba la impresión de que el espacio era muy amplio; y, al mismo tiempo, las paredes frontal y trasera solo estaban separadas seis metros, por lo que todo parecía muy estrecho y comprimido. Emma se asió a la barandilla para sentirse más segura.

—Qué raro es esto tan hueco, ¿eh?

Gabriel no respondió.

—¿Qué es ese ruido?

Una especie de gruñido espeluznante crecía y decrecía a su alrededor.

—La presión del agua provoca la fricción de la madera.

Emma trató de imaginarse la masa de agua oprimiendo la pared curvilínea de la presa y tuvo la impresión de encontrarse en el estómago de una gigantesca ballena de madera.

—Mira.

Se volvió hacia donde Gabriel señalaba. A lo lejos, a través de la bruma anaranjada, distinguió media docena de luces verdes espaciadas en la pared frontal de la presa.

—Son minas de gas. Tenemos poco tiempo. Cuando las luces se pongan rojas, explotarán.

Varias preguntas asaltaron a Emma: ¿de cuánto tiempo disponían? ¿Cómo se desactivaba una mina de gas? ¿Qué era una mina de gas? Antes de que pudiera formular ninguna, Gabriel la arrojó al suelo y algo les pasó por encima emitiendo un chillido aterrador.

Gabriel se puso en pie de inmediato y descolgó el arco. Emma, aún tumbada boca abajo, estiró el cuello para mirar. Una silueta oscura volaba haciendo eses entre las vigas del techo; dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia ellos. Emma observó la flecha de Gabriel rebotar en el costado de la criatura sin hacerle ni un rasguño. Dos flechas más corrieron la misma suerte, y la criatura acabó posándose cual buitre en una viga transversal a varios metros de altura.

Nada de lo que Emma había visto hasta el momento (ni los chirridos de la condesa, ni los salmac-tar, las criaturas ciegas que vivían en las sombras) le había preparado para eso. La criatura en cuestión tenía forma humana (con brazos, piernas y hombros), si bien al principio a Emma le recordó un murciélago enorme. Sus alas eran correosas, sus grandes garras se aferraban a la madera y su piel gris marengo presentaba púas oscuras. La cabeza era muy, muy estrecha, sus ojos eran poco más que dos rayas negras y su mandíbula inferior sobresalía de forma horrenda, dejando al descubierto decenas de dientes con forma de aguja. Emma ya podía sentir cómo la desgarraban.

Gabriel dejó el arco en el suelo y ayudó a Emma a levantarse.

—¿Qué… es eso?

Gabriel desenvainó su machete. La criatura los observaba emitiendo un ruido sibilante.

—Es el monstruo que la condesa tenía encerrado en el barco. Me había parecido oírlo en el bosque. —Se volvió hacia Emma y la miró a los ojos—. Tienes que desactivar las minas. Todo depende de ti, ¿lo comprendes?

—¿Y t…?

—Por mí no te preocupes. Pase lo que pase, no mires arriba. ¡Ánimo!

La empujó hacia la escalera. Ella se volvió a mirar y vio que la criatura se elevaba, extendía sus enormes alas, abría la mandíbula y sus dientes emitían horribles destellos en la oscuridad. Vio a Gabriel alzar el machete.

Luego echó a correr escalera abajo, con los chillidos de la criatura persiguiéndola.

Michael y el anciano mago cruzaron el lago en dirección al barco de la condesa. Habían encontrado su propio barco (que a Michael se le antojó más bien un bote) abandonado en la orilla.

—¡Menudo golpe de suerte! —exclamó el doctor Pym.

No les hicieron falta los remos. El doctor Pym susurró unas palabras y la embarcación salió disparada, dando brincos sobre la superficie del agua.

—¿No nos verán llegar? —Michael se asía a los costados para no perder el equilibrio.

—No te preocupes —dijo el mago volviéndose hacia atrás; el viento se llevaba sus palabras—. A ojos del enemigo no seremos más que un cúmulo de niebla. Ahora silencio. Nos estamos acercando.

El bote aminoró la marcha y Michael distinguió dos figuras negras en la cubierta del barco de la condesa. El doctor Pym pronunció unas palabras con un hilo de voz y, para sorpresa de Michael, las dos figuras negras se asieron a la barandilla y se lanzaron por la borda. Michael esperaba verlas salir a la superficie, pero tras unos instantes el agua quedó en calma y comprendió que habían desaparecido.

El doctor Pym estaba amarrando el bote a una escalera colgada en un lateral del barco.

—Rápido, chaval, el ruido atraerá a más.

Acababan de poner los pies en la cubierta cuando Michael oyó las pisadas rítmicas de unas botas y cuatro morum cadi emergieron de la oscuridad, dos por cada lado. El doctor Pym cogió a Michael del brazo y susurró:

—No te muevas.

Las criaturas estaban desenvainando las espadas y se encontraban tan cerca que Michael captó la palidez sobrenatural de su piel. Se cubrió con los brazos mientras a su alrededor las hojas destellaban y el ruido metálico le atravesaba los tímpanos. Justo cuando acababa de darse cuenta de que los chirridos estaban luchando entre sí, sin prestarles la menor atención ni al doctor Pym ni a él, los cuatro cayeron al suelo de la cubierta, con sus cuerpos humeantes desprovistos de vida.

Miró al mago boquiabierto.

—¿Cómo ha hecho eso?

—Confundiéndolos y desorientándolos, el principal recurso de cualquier mago que se precie. Ven conmigo. —Y cruzó la cubierta del barco dando grandes zancadas.

Se encontraron con dos guardianes más de la condesa. Con el primero estuvieron a punto de chocar al doblar una esquina. Sin embargo, antes de que pudiera atacarles, el doctor Pym agitó la mano, y entonces la criatura soltó la espada, se sentó y su mirada se perdió en el horizonte.

—Mucho mejor así —dijo el doctor Pym—. Creo que es por aquí.

Guio a Michael a través de un acceso y por dos estrechos tramos de escaleras metálicas hasta un vestíbulo situado en el corazón del barco, donde un solo morum cadi vigilaba media docena de puertas.

El doctor Pym musitó algo inaudible, y entonces el chirrido bajó la espada y en su rostro se dibujó algo que a Michael le pareció una sonrisa espantosa. El doctor Pym extendió el brazo y rozó los labios de la criatura.

Lo que habitualmente parecía un despojo humano abrió la boca y habló.

—¿En qué puedo servirle, señor?

Su voz sonaba rígida y ronca, como si no la hubiera utilizado en años.

—¿Cuántos como tú hay en el barco?

—Diez.

—O sea, que solo queda uno. Seguro que está en el puente. ¿La condesa está en su camarote con la chica?

—Sí, señor.

—Muy bien. Imagino que tienes las llaves de las celdas de los niños.

Fue en ese momento cuando Michael oyó el sonido amortiguado de las voces aterradas de los niños. Resonaban a ambos lados del vestíbulo. Gritaban pidiendo auxilio y golpeaban las paredes con los puños. El ruido era tan constante y regular que Michael lo había confundido con las vibraciones y los silbidos del motor.

La criatura sacó una llave de debajo de su túnica hecha jirones.

—Quiero que abras las puertas, que saques a los niños en orden y los ayudes a subir al bote de este chico, ¿está claro?

—Sí, señor.

El doctor Pym se volvió hacia Michael.

—Voy a ocuparme del último morum cadi y luego iré a buscar a tu hermana. Tú lleva a tierra a todos los niños que puedas; tendrás que hacer unos cuantos viajes.

—De acuerdo.

—Estoy muy orgulloso de ti, chico. —Le dio una palmada en el hombro y luego se volvió hacia el guardián—. Ahora manda este chico, haz lo que él te diga. —Y desapareció por la escalera metálica.

Michael se volvió a mirar la cara llena de manchas verdes del chirrido. Respiró hondo, se colocó bien la insignia que le había concedido Robbie y trató de hablar con aplomo.

—Muy bien, saca a los niños, y deja de sonreír, que me das miedo.

—Clare, permite que te presente a Katherine.

Mientras pronunciaba sus nombres, el mago iba mirando alternativamente a Kate y a su madre. La chica reparó en que el mago acababa de atar cabos y de caer en la cuenta de quién era.

—Katherine, esta es Clare…

El tiempo parecía correr más despacio, pero no por efecto de la magia, sino por el hecho de que el mago estaba presentándola a su propia madre.

La mujer sonrió y dijo algo, pero Kate no logró comprender el sentido de sus palabras.

Su madre le tendió la mano.

Kate se miró. Tenía la mano manchada de tierra y suciedad, y aún se veía la sangre seca de cuando se cortó con la roca. De pronto reparó en el aspecto que debía de tener. Llevaba días sin cambiarse de ropa, había caminado bajo una tormenta, había dormido en una mazmorra, había cruzado a nado un canal subterráneo y se había visto obligada a forcejear con el secretario y morderle la oreja. Tenía el pelo sucio y grasiento, la ropa rasgada y sin duda sus ojos reflejaban un enorme cansancio. Comprendió que la sonrisa de su madre se debía a la lástima que sentía por la pobre criatura que estaba ante ella.

—Tengo la mano sucia.

—Vamos, por favor. —La mujer rodeó la mano de Kate con las suyas—. Me alegro tanto de conocerte, Katherine. Parece que hayas hecho un largo viaje. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Agua? ¿Té? Puedo calentar un poco de chocolate deshecho, si quieres. Katherine es un nombre muy formal, ¿te importa si te llamo Kate?

Katherine sintió cómo en su interior se formaba el llanto. Había aguardado ese momento durante años; ¿cómo era posible que ahora solo deseara recuperar el libro y marcharse? Retiró la mano y sacudió la cabeza con frialdad.

—No, estoy bien.

El doctor Pym tosió.

—Me parece que la joven ha venido a por esto. —Alcanzó el Atlas del escritorio y lo levantó.

—¿Qué es…? —La madre de Kate se interrumpió y se quedó mirando el volumen verde esmeralda—. ¿No será…? No puede ser.

—Sí, sí que lo es.

—Pero, Stanislaus, ¡nos dijiste que estaba escondido en un sitio lejano! ¡Nos dijiste que estaba a salvo!

—Y ahora mismo es verdad, pero al parecer las cosas van a cambiar. Ya ves, esta copia es del futuro. Y Katherine, con mucho sacrificio, me la trajo hasta aquí para protegerla. Imagino que ahora ha venido para recuperarla —y añadió—: Antes de que se esfume.

—Pero… no es más que una niña…

—Clare…

—¡Dime que no has sido tú quien la ha implicado en esto!

—Corren tiempos muy difíciles. Y no he sido yo, así porque sí, sino mi yo futuro.

—¡No es más que una niña, Stanislaus! ¡Mírala! ¡Apenas se tiene en pie! ¡Solo Dios sabe lo que ha tenido que soportar!

—No pasa nada —terció Kate—. Puedo hacerlo. No pasa nada, de verdad.

—Querida… —El doctor Pym se inclinó hacia delante en su asiento—. Tengo que preguntarte si el libro estará a salvo.

Era una pregunta lógica. El doctor Pym quería asegurarse de que el peligro había pasado antes de entregarle el libro, pero pilló a Kate desprevenida y notó que entornaba los ojos. Por suerte, reaccionó enseguida suspirando y relajando los hombros.

—Todo va bien por fin. —Incluso lo obsequió con una pequeña sonrisa.

—Estupendo —dijo el mago, y le entregó el Atlas.

Kate esperaba notar el vuelco en el estómago, pestañear y encontrarse de nuevo en el camarote de la condesa. Sin embargo, permaneció allí con el libro en las manos y no ocurrió nada.

—Ahora —dijo el doctor Pym poniéndose en pie— os dejaré solas. —Y, sin dar ninguna explicación a Kate de lo que se suponía que tenía que hacer (si decirle o no a su madre quién era), se marchó.

—Lo siento —dijo su madre en cuanto se cerró la puerta—, pero estoy muy, muy enfadada. Contigo no, claro está. Estoy enfadada con quien te ha metido en este lío. Eres demasiado joven.

Kate no respondió. Se quedó allí plantada, apretando el libro contra su pecho.

—Sé que no tendría que dudar de Stanislaus; si él dice que eres capaz, tengo que creerlo. Es un gran hombre, aparte de ser un mago y demás cosas. Richard y yo… Richard es mi marido. Le hemos confiado nuestras vidas.

En la habitación reinaba una gran paz. El fuego ardía en el hogar y fuera la nieve caía despacio. Kate tenía la impresión de que podría tumbarse en la alfombra y dormir durante años.

—¿Seguro que no quieres que te sirva nada?

Kate negó con la cabeza.

—¿Adónde ha ido Stanislaus? ¿Tiene que mandarte él de vuelta al sitio… o a la época de donde has venido?

—La última vez ocurrió sin más. No sé por qué ahora no pasa lo mismo.

—Mira, Richard y yo llevamos bastante tiempo investigando sobre los Libros de los Orígenes. Junto con Stanislaus, claro. ¿De verdad ese libro es el Atlas?

La mujer se acercó y Kate notó su perfume. Lo comprendió de inmediato. Los años parecieron volar y oyó la voz de su madre pidiéndole que cuidara de sus hermanos, prometiéndole que un día volverían a encontrarse. Kate notó que algo se desmoronaba en su interior.

—Lo encontré yo, junto con mi hermano y mi hermana.

—¿Tienes un hermano y una hermana? ¿Cómo se llaman?

Kate bajó la cabeza, incapaz de mirar a su madre a los ojos.

—Tienes problemas, ¿verdad? ¿Te está ayudando el doctor Pym? En el futuro, me refiero. Por Dios, ¿tiene algún sentido lo que he dicho? ¿Dónde están tus padres? Eres tan joven…

Kate notó que los ojos se le anegaban en lágrimas y se mordió el labio inferior para no echarse a llorar.

—Pobrecita…

Y, antes de que se diera cuenta, su madre se había acercado y la estrechaba en sus brazos. No había forma de contener el llanto, que la sacudía entera, como si las lágrimas reprimidas durante una década se desataran de repente. Kate lloraba por todas las veces que había abrazado a Emma o a Michael cuando eran ellos quienes lloraban y les había prometido que sus padres regresarían. Lloraba por las Navidades y los cumpleaños perdidos, por la infancia que nunca había tenido. Se abandonó en brazos de su madre y permitió que la abrazara mientras seguía llorando, esta vez porque quien la estrechaba entre sus brazos y le acariciaba el pelo era su propia madre y le decía:

—Todo va a ir bien…

De repente, su madre dejó de acariciarle el pelo. Kate no se movió, pero notó que había ocurrido algo. Su madre dio un paso atrás y asió a Kate de los brazos mientras la miraba directamente a los ojos.

—Dios mío. ¿Eres…? ¿Tú eres…?

Kate notó el vuelco en el estómago y la escena se desvaneció sin que llegara a oír nunca las palabras siguientes. Aun así, supo que su madre, en el último momento, había reconocido en ella a su propia hija.

—Ya ves, querida —dijo la condesa quitándole el libro de las manos—. Sabía que podías hacerlo.