20. La visión de Kate

—Ya veis, cuando Katherine tocó el libro y viajó al pasado (cuatro años a partir de este momento, que para vosotros tres no es el presente, sino quince años antes) me contó todo lo que iba a suceder al no haberse hecho testamento y proclamarse rey Hamish, etcétera. Entonces, con esa información en mi poder, he ido a ver a la reina Esmeralda (la madre de Robbie y de Hamish y una gran amiga mía). En el acto, ha redactado su testamento delante de mí declarando que el próximo rey sería Robbie; se ha dado fe, se ha sellado el documento y, juntos, lo hemos escondido.

El doctor Pym estaba explicando a los chicos cómo Robbie había podido escapar de la mazmorra en la que lo tenía encerrado Hamish y llegar a la Ciudad de los Muertos con un ejército de enanos armados. Estaban todos (los chicos, el doctor Pym, Robbie y Gabriel) en la sala donde, antes de la batalla, el secretario había interrogado a Kate. Ahora era una especie de cuartel general informal: los mensajeros se empujaban para entrar o salir, y Robbie y Gabriel se apiñaban en el escritorio junto con un grupo de enanos y hombres que discutían con vehemencia.

A los chicos los habían llamado sin más explicaciones (después de la batalla se habían reunido en el edificio al otro lado de la plaza para ponerse al día de sus respectivas aventuras). En cuanto entraron en la sala, Emma se había arrojado literalmente a los brazos de Gabriel mientras gritaba: «¡Lo has conseguido!». Por su parte, Kate pensaba que quien quisiera que estuviera al mando podría haber elegido otro lugar para reunirse. El recuerdo del mordisco en la oreja con que había obsequiado al secretario con el consiguiente sabor a sudor y la sangre se había hecho presente en el momento en que cruzó el umbral, y no veía el momento de poder lavarse los dientes.

—También debéis de preguntaros —prosiguió el doctor Pym, que se había alejado un poco con los chicos— por qué he esperado tanto para mostrar el testamento de la reina. Ese es un punto crucial de la historia; necesitaba que Kate entrara en la cueva, tocara el libro y me lo trajera al pasado. Solo escondiéndolo allí podía protegerlo de la condesa. Y sabía que si esperaba la ocasión propicia, eso era exactamente lo que iba a suceder. Por eso he esperado. Cuando por fin consideré que había llegado el momento, pedí a Robbie que avisara a su abogado…

Entonces el doctor Pym les reveló dónde estaba oculto el testamento. Lo habían recuperado y un tribunal lo había examinado junto con varios grafólogos y expertos en huellas dactilares (puesto que los enanos siempre insistían mucho en que se siguiera el protocolo, a lo cual Michael dio su aprobación con un movimiento de cabeza); y, al considerarlo auténtico, el capitán (ahora rey) Robbie había reunido a su ejército y había marchado rumbo a la Ciudad de los Muertos.

—Ya veis —concluyó el doctor Pym—, las cosas están tan claras como un día de verano.

—No lo entiendo —dijo Emma.

—¿Qué parte, querida?

—Nada.

—El doctor Pym lo había planeado absolutamente todo —explicó Kate—. Sabía que Hamish nos estaría espiando en la mazmorra y lo embaucó para que nos llevara a Michael y a mí a la cripta, no sin antes asegurarse de que tocara el libro yo primero. Lo tenía todo planeado.

—Pero… —Michael había estado tomando notas y en ese momento hizo una pausa y se dirigió al mago—. ¿Ha sabido todo eso porque Kate ha viajado al pasado y le ha explicado lo que iba a ocurrir? En la mazmorra, ¿estuvo fingiendo que no nos conocía?

—La respuesta es un poco complicada —repuso el doctor Pym rascándose la barbilla con aire pensativo—, ya que ahora hay dos pasados diferentes. En el pasado original, yo no sabía nada de lo que iba a suceder en el futuro y, sin duda, basé mis actos en el vínculo que notaba entre tu hermana y el libro. Pero en el nuevo pasado, que empezó cuando tu hermana recuperó el libro y viajó en el tiempo…

Kate observaba al mago. Sus sentimientos hacia él habían cambiado. Había engañado a Hamish y al secretario, había hecho posible que Robbie se proclamara rey, había salvado a Gabriel y a los hombres. Ahora creía de veras que estaba de su parte. Aun así, no les estaba contando todo lo que sabía, en especial acerca de sus padres, pero también acerca del papel que sus hermanos y ella tenían en toda esa historia. En el salón del trono, le había dicho que eran los chicos a los que había estado esperando. Y el secretario había dicho exactamente lo mismo: que Michael, Emma y ella eran los elegidos. ¿Qué significaba eso? ¿Qué les ocultaba el mago?

—… yo ya sabía lo que iba a ocurrir en la otra versión, ahora falsa —concluyó el doctor Pym—. Y como quería que las cosas fueran exactamente igual, traté de comportarme como lo hubiera hecho de haber ignorado el futuro. Esa es la versión del pasado que tú y yo recordamos, Michael. Katherine, al ser la que ha viajado en el tiempo, es la única que recuerda el pasado original. O sea, que para responder a tu pregunta, basándome en tus recuerdos te diré que sí, que hice ver que no os conocía; basándome en los recuerdos de Kate la respuesta es no, no tenía ni idea de quién era.

Michael se quedó mirándolo.

—Ahora soy yo quien no entiende nada.

—Pues quédate con esto —dijo el doctor Pym con un suspiro—: Si Katherine no hubiera sido tan ingeniosa, el rey Robbie y yo seguiríamos encerrados en la mazmorra, y los hombres de Gabriel y los de Cascadas de Cambridge estarían muertos.

—Tiene razón. —Robbie se había apartado del grupo reunido junto al escritorio—. Si alguna vez necesitas mi ayuda o la de mi gente, solo tienes que pedirla. —Y, tras estas palabras, el nuevo rey de los enanos hizo una reverencia tan grande ante Kate que las trenzas de su barba rozaron el suelo.

—Por favor —dijo Kate colorada como un tomate—, no haga eso, es muy violento. Además, Michael es tan responsable como yo.

Robbie se irguió.

—Sí, es cierto. —Tosió cubriéndose la boca con el puño y prosiguió en tono formal—. Michael Comotellames, cuando tachaste de imbécil a Hamish me recordaste el verdadero significado de ser un enano. En reconocimiento, te nombro Real Protector de las Tradiciones y la Historia de los Enanos. —Chasqueó los dedos y un enano se adelantó y entregó al rey una pequeña insignia, y este la prendió en el jersey de Michael.

—Alteza… —balbució Michael—, yo… Ojalá hubiera tenido tiempo de preparar un pequeño discurso.

Robbie le dio unas palmaditas en el hombro.

—Ah, chico, habrías sido un gran enano.

Emma no se mostró muy emocionada ante la atención que recibía Michael y, mientras Robbie lo obsequiaba con un beso peludo en cada mejilla, Kate la oyó mascullar:

—Sí, sí, pero a la que le han clavado una flecha es a mí.

Por supuesto, a Emma le impresionó oír que Michael le había plantado cara a Hamish y se había ofrecido voluntario para que le cortaran la mano. O tal vez «impresionada» no fuera la palabra; más bien no daba crédito a lo que oía porque no paraba de repetir: «¿En serio? ¿Michael ha hecho eso? ¿De verdad? ¿De verdad que ha sido Michael?».

En cualquier caso, Kate estaba a punto de pedirle que dejara de protestar y que permitiera que Michael disfrutara de su momento cuando este se volvió hacia ellas, sonriente e inflado, con una expresión de absoluto deleite en el rostro; y antes de que Kate se diera cuenta, Emma y ella estaban abrazándolo y diciéndole lo orgullosas que se sentían de él, solo que los golpes que Emma le daba en el brazo eran un pelín más fuertes. Cuando por fin el chico se aclaró la garganta y quiso decir unas palabras, Kate lo detuvo sugiriéndole que lo dejara para más tarde.

—Sí —convino Emma con gran alivio—. Nos encanta oírte hablar de los enanos y todo eso, pero antes tenemos que hablar de otras cosas. Por ejemplo, ¡del Atlas! ¡Seguro que tenemos que hablar de eso!

—Querida —empezó a decir el doctor Pym—, ¿cómo sabes el nombre? Me dejas muy asombrado.

Kate vio que Emma miraba a Michael y se encogía de hombros complacida.

—Sé muchas cosas. ¿Tú sabías que se llamaba así, Michael?

Este negó con la cabeza.

—Pues sí, se llama así: el Atlas. Escríbelo para que no se te olvide.

Kate no mencionó que se lo había oído nombrar al secretario.

—Tu hermana está en lo cierto —confirmó el doctor Pym—. Cada uno de los Libros de los Orígenes tiene un nombre. El nombre completo del libro que estamos buscando es el Atlas del Tiempo.

—Claro —dijo Emma asintiendo con expresión muy seria—, ese es el nombre completo.

—Pero la gente suele llamarlo el Atlas a secas; y el nombre es muy apropiado porque el libro contiene mapas de todos los pasados, presentes y futuros posibles, y permite moverse a través del tiempo y del espacio. Pero ahora no es momento de entrar en los porqués.

—Sí —convino Emma—, ya hablaremos de los porqués y demás luego.

Escuchando al doctor Pym, a Kate se le ocurrió que desde que había oído el nombre del libro, había pensado en él como en un verdadero atlas. El nombre encajaba a la perfección.

—¿Qué ha pasado con Hamish? —preguntó Michael—. ¿De verdad ya no es el rey?

—No lo es, no —respondió Robbie—. Lo he enviado de vuelta a palacio, con la orden de que lo frieguen de arriba abajo personalmente y que le corten esa barba tan desagradable.

—Hamish era el rey —anunció Emma a Gabriel, que también se había alejado del escritorio para incorporarse al grupo de los chicos—. Quería cortarle la mano a Kate, pero Michael no le dejó. Por lo menos, eso dicen…

—¡Eh!

—Está bien, está bien, eres un héroe. —Emma alzó los ojos en señal de exasperación—. Ve a sacarle brillo a la medalla.

Robbie les dijo que, al enterarse de que había dejado de ser el rey, Hamish había querido suicidarse cortándose la cabeza. Sin embargo, solo había conseguido quedar inconsciente y habían hecho falta varios cubos de agua fría para que volviera en sí. Robbie añadió que eso era lo más parecido a un baño que Hamish había tomado en varios meses.

Mientras los demás seguían hablando, Kate se acercó a la pared derrumbada y se asomó a la plaza. Tras ganar la batalla, los enanos habían montado una especie de cocina al aire libre con hogueras en vez de hornos, y estaban utilizando tinajas enormes para hervir zanahorias, cebollas, tomates y carne. El aroma conjunto había hecho desaparecer el rancio hedor de los chirridos muertos. Los hombres, que no habían hecho una comida decente en dos años, engullían los platos de estofado en cuanto los enanos los servían en la mesa.

Kate se volvió a mirar las celdas.

El secretario era el único prisionero. Ocupaba la más cercana, e iba de un lado a otro sujetándose el brazo herido. ¿Sería cierto lo que había dicho de que el doctor Pym la había enviado al pasado para hacerse con el Atlas? Su corazón se aceleró ante la idea de poder volver a ver a su madre. Y al mismo tiempo se sentía un poco culpable. Por dos veces había contado (primero a Michael y después de la batalla a Emma) que había tocado el libro y había viajado al pasado, pero en ningún momento mencionó que había visto a su madre. ¿Por qué? ¿Cuál era el motivo para mantenerlo en secreto?

Kate se dio cuenta de que el secretario la miraba fijamente.

—¡Ya está bien! ¡Tenemos que actuar!

Se olvidó de la mirada del secretario y volvió a centrarse en la sala. Quien hablaba era el hombre demacrado de mirada intensa que le había dicho cuál de las llaves abría las puertas de las celdas. Se inclinaba sobre el escritorio, y entonces Kate descubrió por qué le resultaba tan familiar.

—¡Conocemos a su hijo! ¡Stephen McClattery! ¡Lo conocemos!

Y se apresuró a añadir:

—Está bien. Lo vimos hace unos días y estaba perfectamente.

El efecto que causaron las palabras de Kate fue instantáneo y espectacular. Parecía que los hombres hubieran estado tirando de una cuerda y que, de pronto, la hubieran cortado. El hombre bajó la cabeza y todo su cuerpo pareció derrumbarse. Kate sabía que, seguramente, era la primera vez en dos años que tenía noticias de su hijo. Lo más probable era que ni siquiera supiera si el chico estaba vivo o muerto. El hombre se enjugó el rostro y levantó la cabeza. En sus sucias mejillas se veía un reguero de lágrimas.

—Gracias —dijo con voz pastosa—, pero todo el tiempo que dedicamos a hablar es tiempo que ella gana para vengarse con nuestros hijos.

—Tiene razón —reconoció Robbie—. Doctor, ¿quiere decirles a los chicos lo que necesitamos que hagan?

—La situación es la siguiente. —El doctor Pym se recolocó las gafas de carey, pero no por ello dejaron de quedar torcidas—. Nuestra siguiente misión es dirigirnos a Cascadas de Cambridge y liberar a los niños que la bruja ha hecho prisioneros, incluido vuestro amigo Stephen McClattery.

—Ese no es mi amigo —protestó Emma—. Más bien es un fastid… ¡Ay! —Miró a Kate—. ¿Por qué me das un codazo?

—La cuestión —prosiguió el doctor Pym— es que mientras la condesa tenga prisioneros a los niños no podemos arriesgarnos a atacar la casa.

—Pero usted es mago —dijo Michael—. Ha provocado un terremoto. ¿No puede hacer nada?

—Por desgracia, la condesa ha colocado unas cuantas barreras en la casa y en el pueblo que limitan mis poderes. Tendremos que recurrir a medios más convencionales. Y por eso os necesitamos. Vosotros conseguisteis escapar de la casa. Me pregunto si…

—¡Ajá! —Emma agitó la mano en el aire.

—Exacto, querida.

—¡Hay un pasadizo secreto en la habitación de los niños que da a la casa! Abraham nos lo enseñó. ¡Podemos volver a encontrarlo! ¡Qué fácil!

—Eso ya se lo explicamos —protestó Michael— cuando estábamos en la mazmorra.

—Es cierto —repuso el doctor Pym—, pero quería que se lo contarais a los demás. Eres muy perspicaz, querida.

—No tiene importancia —respondió Emma, y miró a Michael con aire triunfal.

—¡Muy bien! —exclamó el rey Robbie dando una palmada—. Haremos lo siguiente: unos cuantos se acercarán en silencio a la casa y sacarán a los niños por el pasadizo secreto y luego… «¡Hola, hola!». ¡El resto atacará la casa! ¡Sí! ¡Sí! ¡Es un plan perfecto!

Todo fueron susurros y gestos de asentimiento.

Michael jugueteaba nervioso con su insignia.

—¿Y si la condesa ya se ha enterado de que ha perdido? ¿No nos estará esperando?

—Es posible —convino el doctor Pym—, pero no nos queda más remedio que actuar y desear que suceda lo mejor. Tal como dijo el propio Stephen McClattery, las vidas de muchos niños están en juego. Ahora, Gabriel, los chicos y yo…

Justo entonces se oyó un gran golpe y todo el mundo se volvió a mirar a Kate, que yacía inconsciente en el suelo.

—¿Te encuentras mejor, querida?

Kate pestañeó. Un trío de caras preocupadas la observaban. Se incorporó con esfuerzo. Estaba tumbada en una camilla muy dura y llena de bultos en una habitación que no reconocía. Emma, Michael y el doctor Pym se retiraron para dejarle espacio.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Emma—. Estabas allí de pie, y de repente… te has caído.

Kate se presionó las sienes con los dedos. Al incorporarse se había mareado un poco. Al otro lado de la puerta, oía pasos apresurados arriba y abajo.

—Creo que solo es el cansancio y el hambre.

—Bueno —dijo el doctor Pym—, habéis tenido un día muy ajetreado. Os traeré algo de comer.

—Y de beber —pidió Michael—. Seguro que estamos deshidratados y no nos hemos dado ni cuenta.

—Tú lo que está claro que tienes deshidratado es el cerebro —dijo Emma.

—Es muy probable —repuso Michael—. El cerebro es el órgano más sensible del cuerpo.

Emma masculló algo inaudible.

Kate miró a su alrededor. Había una lámpara de gas en el suelo y, apilados contra una pared, cestas con nabos, cebollas, zanahorias y sacos de patatas. Era evidente que los cocineros utilizaban la habitación como despensa.

—¿Seguro que solo es eso, querida? —El mago la miraba con mucha atención.

Kate cerró los ojos. Aún lo veía todo…

—¡Katherine!

Ojalá dejara de presionarla. Sabía por qué se había desmayado y no tenía ninguna intención de hablar de ello.

—Tal vez pueda ayudarte si…

—¿Por qué no nos dijo que conocía a nuestros padres?

Kate se dio cuenta al instante de lo que acababa de hacer. Solo pretendía distraerlos para que hablaran de otra cosa que no fuera su desmayo, pero se había precipitado y ahora…

Miró a Michael y a Emma y vio que estaban desorientados. ¿De cuánto tiempo disponía antes de que ataran cabos?

—¿Cuándo querías que te lo dijera, Katherine? —El doctor Pym se había quitado las gafas y las limpiaba con la corbata—. ¿En la mazmorra? Ya te he explicado lo importante que era hacer ver que no te conocía. Y en el pasado original verdaderamente no tenía ni idea de quién eras.

—¡Pero usted me hizo recordarlo! —Puestos a hablar, Kate quería una respuesta—. ¡Usted me envió a ese momento! ¡Seguro que lo sabía!

—Bueno, sí; lo sospechaba. En parte por lo que me habías contado, pero también porque es imposible mirarte y no ver en ti a tu madre.

Sus palabras acallaron a Kate. ¿Se parecía a su madre? En contra de su voluntad, sintió un alegre cosquilleo en su interior.

—¡Un momento! —gritó Emma recuperando la voz—. ¿De qué habláis? ¿Cómo es que el doctor Pym conoce a nuestros padres?

—Vuestros padres —empezó a decir el doctor Pym recolocándose las gafas— son muy amigos míos. Richard y Clare. Así es como se llaman.

—Pero… ¡No! Eso no es… ¡Nos lo tendría que haber dicho! ¿Por qué…? ¿Por qué no nos lo había dicho?

—Te lo repito, querida, ¿cuándo querías que…?

—¡Cuando nos conocimos! —Emma casi le chillaba—. ¡El primer día que llegamos al orfanato ese!

—Querida Emma, para eso faltan más de quince años. No puedo explicarte por qué he hecho una cosa que todavía no he hecho.

—Pero ¿cómo…? —Michael miraba a Kate.

«Ya estamos», pensó ella.

—¿Cómo has sabido que el doctor Pym conocía a nuestros padres?

Kate tragó saliva. Tenía la garganta más rasposa que el papel.

—Nuestra madre… estaba allí en el pasado cuando vi al doctor Pym. No… os lo había dicho.

Durante un buen rato, Michael y Emma se limitaron a mirarla. Sus rostros tenían una expresión de completa incredulidad, no por el hecho de que Kate hubiera visto a su madre, sino porque no se lo había contado. Emma se echó a llorar, y a Kate se le partió el corazón.

—Emma…

—¡¿Dónde están?! —Emma se encaró al doctor Pym—. ¡Llévenos con ellos! ¡Llévenos allí ahora mismo!

—Emma…

—¡Ahora mismo! ¡Quiero verlos!

—Querida —empezó a decir el doctor Pym—, ¿no te parece que eso es lo que más desearía? Pero me temo que no es tan fácil.

—¡¿Por qué no?! —Las lágrimas rodaban por las mejillas de Emma.

—No puede llevarnos ahora —dijo Michael en voz baja—. Antes tiene que pararle los pies a la condesa.

—¡Cállate! —Emma le arrancó la insignia que Robbie le había dado y la arrojó a un rincón—. ¡Mira lo que pienso yo de tu medallita!

—¡Emma, para!

Emma se libró de la mano de Kate.

—¡No me toques! ¡Nos has mentido! ¡Nos lo tendrías que haber dicho! ¡Nos has mentido!

—Ya lo sé, lo siento. —Kate quiso asir a su hermana y ella volvió a apartarse.

—¡Te he dicho que no me toques!

Kate se puso en pie porque Emma también lo hizo. Y esta vez, cuando trató de asirle la mano, su hermana no se resistió y dejó que la abrazara. Kate, al notar lo rígida y enfadada que estaba, la retuvo en sus brazos y le fue susurrando palabras hasta que, poco a poco, Emma dejó de sollozar y se relajó.

Al fin le preguntó:

—¿Estás bien?

Emma asintió sorbiéndose la nariz y se limpió la cara con la manga. Se dirigió al rincón donde había arrojado la insignia de Michael y la recogió.

—Lo siento. Espero que no se haya estropeado.

Michael forzó una sonrisa.

—¿Estropearse una cosa hecha por los enanos? Imposible. —Entonces la miró, y esta vez su sonrisa fue auténtica—. No pasa nada.

—Bueno —prosiguió el doctor Pym cuando todos se hubieron calmado y Michael volvía a tener puesta la insignia—, creedme. Comprendo lo confuso que es todo esto y las ganas que tenéis los tres de ver a vuestros padres. En cuanto derrotemos a la condesa y los niños estén a salvo, os prometo que os responderé todas las preguntas. Pero hoy tenemos una gran misión por delante y las vidas de muchas personas dependen de que salga bien. Tenemos que centrar todos nuestros esfuerzos en eso.

—Pero ¿no puede decirnos algo? —preguntó Kate—. ¿Dónde viven? ¿A qué se dedican? Cualquier cosa.

El doctor Pym suspiró.

—De acuerdo, vuestros padres trabajan en la universidad como profesores.

—¿Nuestros padres eran profesores? —Por el tono de Emma se deducía que no estaba nada emocionada.

—¿A qué campo se dedican? —preguntó Michael.

Emma soltó un gemido.

—Se supone que este es el día más importante de nuestra vida, ¿verdad?

—A la historia de la magia. Debo decir que no es que la disciplina se tome muy en serio en el mundo académico, pero vuestros padres creen en la importancia de lo que hacen. A los dos les interesan los Libros de los Orígenes. De hecho, se conocieron por eso. Fue en una conferencia en Edimburgo. Vuestra madre daba una ponencia que contradecía la teoría de que un sogún japonés del siglo nueve llamado Rosho-Guzi, el Comedor de Vidas, estaba en posesión de uno de los Libros. Luego tu padre se acercó a hablar con ella, y seis meses más tarde se casaban. Ya veis, chicos, lleváis los Libros en la sangre.

—¿Cómo los conoció usted? —preguntó Kate.

—Porque buscaba los dos libros que faltan. Me acostumbré a seguir las investigaciones académicas. Leí los artículos de vuestros padres y me parecieron personas dignas de confianza. Empezamos a colaborar juntos. Claro que entonces no podía imaginar quiénes acabarían siendo sus hijos. Pensándolo bien, sí que había señales… —Se encogió de hombros y dejó caer los brazos—. Hace cuatro años, justo después de Navidad, Katherine apareció en mi estudio y ya está.

Al mencionar la Navidad, un recuerdo cobró forma en la mente de Kate y vio a un hombre alto y delgado en la puerta de su dormitorio. El recuerdo correspondía a la última noche que pasó con sus padres. De pronto las piezas encajaron, y aquella sensación repetida (en la biblioteca de Cascadas de Cambridge, en la mazmorra de los enanos) de que ya conocía al doctor Pym…

—¡Era usted! ¡Usted se nos llevó de casa de nuestros padres!

—Tal vez, pero insisto en que eso de lo que habláis aún tiene que pasar.

—Está bien —dijo Kate—. ¿Qué quiere decir con que no sabía «quiénes acabarían siendo sus hijos»? ¿Quiénes somos?

—Los tres sois muy especiales. Y un día, cuando tengamos tiempo, os lo explicaré todo.

Kate se dispuso a protestar. Tenían derecho a saber…

—Lo sabréis a su debido tiempo. Katherine, tienes que aprender a confiar en mí. —Se puso en pie—. Quiero ver qué tal les va a Robbie y a Gabriel.

—Espere —saltó Michael—, ¿cuál es nuestro apellido?

—Vuestro apellido… Sí, supongo que eso os lo puedo decir. Vuestro verdadero apellido es… Wibberly.

Los chicos se miraron.

—¿Wibberly? —se extrañó Kate—. ¿Está seguro?

—Sí, sí, Wibberly.

—En el orfanato nos dijeron que empezaba por «P».

—¿De verdad? Qué raro.

—¡Pero usted debió de decirles que nos llamaran así! —protestó Kate—. ¡Usted nos llevó allí! ¡¿Por qué les dijo que nos llamaran «P» si nuestro apellido es Wibberly?!

—Supongo que quería que pasarais desapercibidos. Los niños «W» habrían llamado demasiado la atención.

—¡¿Y por qué no nos puso otro nombre?! —protestó Michael—. ¡Smith! ¡O Jones! ¡Cualquiera! ¿Sabe lo que se han reído de nosotros por tener un apellido de una letra?

—Hummm… Me lo imagino. No se me había ocurrido, lo siento. Ahora tengo que irme. Hablaremos más tarde.

Ninguno de los chicos habló hasta mucho después de que el mago se hubiera marchado. Oían que fuera el ejército empezaba a moverse.

—Wibberly —dijo Kate—. Me gusta.

—Sí —convino Michael—. A mí también.

—A mí me gusta más Penguin —dijo Emma—. Pero supongo que Wibberly está bien.

—Lo siento —se disculpó Kate—. Tendría que haberos dicho enseguida que había visto a mamá. Imagino que… tenía miedo de perder el recuerdo de la sensación si lo contaba. Tenía miedo de perderla de nuevo.

—Te entiendo —dijo Michael—. Por eso siempre escribo las cosas. Es muy fácil olvidarlas. Si las escribes, sabes que siempre estarán ahí.

Pasó la mano por su cuaderno, y de repente Kate vio en él a un chico a quien le habían arrebatado muchas cosas en la vida y que se aferraba a lo poco que podía.

—¿Nos lo cuentas ahora? —le pidió Emma—. Por favor.

Kate los miró y vio la confianza que aún tenían depositada en ella y que siempre tendrían, y se preguntó cómo podía haber guardado una cosa semejante para sí. Les pertenecía a todos o a ninguno. Pero entonces, al querer recuperar el recuerdo, fue presa del pánico. Algunos detalles le resultaban lejanos y confusos. Se esforzó por concentrarse en lo que sabía seguro, en la ropa que llevaba su madre, en el color de su pelo, en las palabras que había pronunciado, y a medida que hablaba, iba recordando más cosas. Describió la calidez de su voz, el pequeño lunar de su mejilla, la forma que tenía de posar la mano en el pomo de la puerta. Les habló de la habitación, del fuego de la chimenea, de los dibujos rojos y marrones de la alfombra, del escritorio atestado de objetos del doctor Pym, de la nieve que caía poco a poco en el exterior. Y enseguida se sintió como si volviera a estar allí, de pie frente a su madre, solo que esta vez Michael y Emma estaban con ella y compartían sus recuerdos. Kate sabía que, con el tiempo, sus hermanos cambiarían detalles de sus respectivas versiones, como la ropa que llevaba su madre o lo que había dicho, y la nieve se convertiría en una fuerte lluvia, pero al saber que el recuerdo les pertenecía a los tres se sentía aliviada. Juntos lo conservarían, y con él conservarían a su madre, mucho mejor de lo que habría podido hacerlo ella sola.

Luego guardaron silencio. El ambiente parecía haberse enfriado y a través de las paredes les llegaba el sonido tranquilizador de las voces dando órdenes y de los hombres y los enanos que obedecían.

Entonces Kate dijo:

—He tenido una visión y por eso me he desmayado. No a causa del hambre ni nada parecido.

Les contó que había visto la batalla de la Ciudad de los Muertos, solo que un poco diferente. Había menos chirridos. Y de la oscuridad no emergían enanos ni hordas de monstruos. Solo estaban Gabriel y sus hombres. Y habían ganado, habían derrotado a los chirridos. Y luego habían unido sus fuerzas a las de los prisioneros liberados y se habían dirigido a la ciudad.

—Pero eso no es lo que ha pasado —dijo Emma—. Lo has visto mal.

Kate se encogió de hombros.

—Es lo que he visto.

—¿Eso es todo? —preguntó Michael.

—No.

Kate les contó que en su versión la condesa sabía que Gabriel y los demás iban hacia allí y se trasladaba con los niños al barco que había en mitad del lago.

—Pero ¿por qué ves cosas que no han pasado? —insistió Emma—. No tiene sentido.

—Puede que sí que hayan pasado —dijo Kate—. Tal vez aún tenga que pasar. Justo antes de tener la visión, Robbie y el doctor Pym hablaban de entrar en la ciudad. Creo que mi visión ha sido una advertencia.

—¿Una advertencia de qué? —preguntó Emma—. Gabriel ha salvado a los niños, ¿no? Seguro que eso también lo has visto.

Kate rebuscó en su bolsillo y extrajo las dos fotografías que había llevado consigo, todavía húmedas debido a la travesía por el lago subterráneo. Una en la que aparecía ella en el dormitorio y que Kate creía que iba a devolverlos a casa, y la otra era la última fotografía que había tomado Abraham. La examinó y observó las madres vestidas de negro emergiendo del bosque y las llamas de sus antorchas. Luego la volvió por la otra cara.

—No. La presa se desborda, el barco cae en picado por la cascada y los niños mueren. Con su último aliento, la condesa maldice esta tierra. —Entregó la foto a Michael—. Abraham tomó la foto cuando pasó eso. Mira detrás.

Había decenas de nombres escritos con una caligrafía minúscula. Kate señaló uno.

Michael lo leyó.

—Stephen McClattery.

—Todos van a morir.

—¡No! —Emma se puso en pie de un salto—. ¡No va a pasar eso! ¡Eso es en el otro pasado! ¡Por eso lo has visto! ¡Eso fue antes de que llegáramos aquí! ¡Tú misma has dicho que el doctor Pym no estaba! ¡Ni los enanos! ¡De algo tienen que servir! ¡Ellos lo impedirán, y esta vez será diferente! ¡Nosotros tampoco estábamos allí para ayudarlos! ¡Esta vez será diferente! ¡Salvaremos a los niños y entonces el doctor Pym nos llevará con papá y mamá! ¡Ya lo habéis oído! ¡Nos lo ha prometido! ¡Tú lo has oído, Kate!

La puerta se abrió de golpe y entró Wallace.

—Bueno, ha llegado el momento, chicos. ¡Hop, hop, hop! Izquierda, derecha. Vamos. ¡El ejército está a punto de partir!

—Id delante —dijo Kate—, que yo os alcanzo enseguida.

Michael guardó la fotografía de Abraham entre las páginas de su cuaderno. Luego Emma y él salieron con el enano. En el último momento, Kate, sosteniendo la fotografía en que estaba ella en el dormitorio, llamó a su hermana.

—Quédate tú con esta.

—¿Sí? ¿Por qué?

«Porque quiero que tengas una foto mía», estuvo a punto de decir.

—Porque… prefiero que la tengas tú. Y ahora marchaos.

Y se quedó sola.

Kate tenía la absoluta convicción de que si no hacía nada, si permitía que Gabriel, Robbie y el doctor Pym pusieran en práctica su plan, los niños morirían. A pesar de todo lo que habían hecho, nada cambiaría. Kate estaba empezando a aprender que el tiempo era como un río. Podía uno poner obstáculos, incluso desviarlo un poco, pero la corriente tenía su propio curso y se obstinaba en seguir su propio camino. Uno tenía que obligarla a cambiar, a estar dispuesto a sacrificarse. Recordó la promesa que había hecho a Annie y a los demás niños de que volvería a buscarlos.

Rebuscó en su bolsillo y sacó la llave que había utilizado para abrir la cripta. Le habría gustado ver a sus padres.

Diez minutos más tarde, un hombre pasó por delante de la celda del secretario y vio que la puerta estaba abierta y que él había desaparecido. En ese mismo momento, Emma corrió a buscar a su hermana y descubrió que también había desaparecido.