Hamish se negó a salir del lago y permaneció dentro de las aguas negras que le cubrían hasta la cintura cuchillo en mano y gritando al secretario y sus chirridos que fueran a por él. Pero algo debió de rozarle la pierna, porque dio un grito y, con un salto ligerísimo, salió del agua. Enseguida se abalanzaron sobre él y lo ataron, pero, aún con la bota de un chirrido aplastándole el cuello, siguió profiriendo insultos.
El secretario lo ignoró. Sonriendo victorioso a Kate, señaló la escalera con un movimiento de su cabeza en forma de balón de rugby y los morum cadi obligaron a los enanos a ponerse en pie e iniciar la marcha rumbo a la Ciudad de los Muertos.
A Kate y a Michael, los únicos que no tenían las manos atadas, les permitieron avanzar juntos en medio del grupo. Wallace y el barbicano Fergus iban en cabeza mientras que Hamish, por cuyos gritos de protesta se deducía que tenían que tirar de él a cada escalón, cerraba la marcha.
—Kate…
—Ya lo sé. Todo saldrá bien.
—Tú siempre dices lo mismo. ¿Cómo puede salir bien?
Kate tenía que reconocer que Michael llevaba parte de razón.
—No lo sé, pero irá bien. Ya se me ocurrirá algo.
Lo cogió de la mano y caminaron juntos en silencio unos instantes mientras oían a Hamish despotricar de los chirridos.
—¿Qué has visto? —preguntó Michael en voz más baja que antes—. ¿Qué me ibas a contar?
Kate abrió la boca para decirle que había visto a su madre, pero las palabras que salieron de su boca fueron:
—He visto… al doctor Pym.
—¿Has visto al doctor Pym? ¿En el pasado?
Kate tuvo que acallarlo con un gesto, y Michael prosiguió en voz baja pero vehemente:
—Oye, Kate, eso no es ninguna coincidencia. ¡Qué va! Las probabilidades son de… Bueno, necesitaría una calculadora, pe ro es muy, muy poco probable que el libro te haya llevado por casualidad con el doctor Pym. Mejor cuéntamelo todo.
Así, mientras ascendían por la escalera de caracol, Kate le habló a Michael del doctor Pym, del estudio, de la ciudad nevada que había visto por la ventana. Sin embargo, aunque se lo propuso más de una vez («Dile la verdad, se merece saberlo»), no mencionó lo de su madre.
—Es increíble —concluyó Michael—. Está tramando algo, algún truco; lo noto. Pero ¿cómo has podido volver sin el libro? Se necesita el libro para viajar en el tiempo. Y, lo que decía, has aparecido en casa del doctor Pym sin poner ninguna foto. Todo esto es muy extraño.
—Ya lo s…
De repente, Kate oyó un ruido y se volvió a mirar. Era el secretario, que se había situado detrás de ellos y respiraba con dificultad debido al ascenso.
—¿De qué habláis, pajaruelos?
—De nada.
—Ah, ya, ya. Me alegro tanto de volver a veros. Qué pena haberos perdido en el túnel. No podía decirle eso a la condesa, y he pensado: «¿Adónde habrán ido? Unos pajaruelos tan listos habrán ido a buscar el libro, claro». Así que os he esperado en la Ciudad de los Muertos hasta que habéis llegado aquí. Os he visto con los enanuchos andando sigilosamente. —Tosió fuerte y escupió una cosa grisácea en la pared—. Pero ¿dónde está vuestra hermanita? ¿Os habéis separado? ¿Se ha perdido? ¿Se ha muerto, tal vez? Qué lástima. —Chasqueó la lengua en un exagerado gesto de compasión, y Kate tuvo que reprimir las ganas de darle un empujón y tirarlo por la escalera.
Aferró la mano de Michael.
—No le hagas caso.
Siguieron ascendiendo en silencio y media hora más tarde llegaban a la Ciudad de los Muertos.
Los chirridos guiaron a Michael, a Kate y a los enanos por calles llenas de baches y de escombros, entre los restos de edificios antiguos. Decenas de faroles de gas siseaban a su paso y proyectaban un color amarillo verdoso en el ambiente. Había muchos chirridos. Los necrófagos vestidos de negro parecían estar por todas partes. Al final el grupo se detuvo en una esquina de lo que Kate supuso que en otro tiempo era la plaza mayor. Allí habían construido cuatro celdas enormes al aire libre, y los chicos observaron que una fila de hombres escuálidos y ojerosos, persuadidos por un grupo de chirridos, entraban en una de ellas. En las otras celdas había más hombres apiñados (una cincuentena). Todos permanecían sentados o de pie con aire apático, como fantasmas, pero a medida que reparaban en la presencia de los enanos y, más aún, (o eso le pareció a Kate) de los chicos, se iban pegando a los barrotes y los miraban con sus ojos hundidos muy abiertos.
A una orden del secretario, separaron a los hermanos. A Michael y a los enanos los llevaron hacia las celdas, mientras que el secretario, aferrándola por la cintura con su mano viscosa, llevó a Kate hacia uno de los edificios en ruinas que bordeaban la plaza.
La condujo a una habitación del segundo piso y cerró la puerta.
—Siéntate, querida.
En la habitación no había más que dos sillas, un escritorio y una lámpara de gas colgada del techo con una cadena. La disposición de los muebles y el desagradable aire autoritario le recordaron el despacho que tenía la señorita Crumley en el orfanato. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? ¿Un mes? ¿Un año? ¿O todavía no había ocurrido? Claro que al despacho de la señorita Crumley no le faltaba una pared como a ese. Kate se dirigió hacia ella con la esperanza de ver a Michael.
El secretario le dio un sobresalto cuando estampó la mano en la mesa.
—Los pajaruelos hacen lo que les dicen que hagan. Haz el favooooooooor… ¡de sentarte!
Kate se acercó y se sentó enfrente de él a regañadientes. El hombre entrelazó las manos y esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa. Fue entonces cuando Kate vio el diminuto pájaro amarillo que asomaba la cabeza por su chaqueta. Solo divisó la cabeza y el pico un momento, y luego desapareció. El hombre pareció no darse cuenta, porque miraba a Kate con avidez.
—Así, querida, ¿tú has abierto la cripta?
Kate se encogió de hombros.
—Tú no sabes lo que quiere decir eso, ¿verdad? Pero yo sí, porque lo he visto. Lo vi en cuanto llegaste, antes incluso que la condesa. Lo vi enseguida. —Mientras hablaba, se retorcía los dedos—. El primer enano a quien he hecho prisionero me ha contado que has abierto la cripta cuando nadie más podía hacerlo. Que has tocado el libro y… ¡puf! Has desaparecido. Luego has vuelto, pero sin el libro. Solo tú. Ese imbécil rematado de Hamish no debe de haberse puesto muy contento, ¿verdad? —Chasqueó la lengua—. Seguro que no, pero… —Dirigió a Ka te otra de sus espantosas sonrisas—. Vayamos al grano. Cuando has tocado el libro, ¿qué ha pasado exactamente? Y, por favor, sé lo más fiel posible a los hechos.
Kate no dijo nada.
—¿No piensas hablar? Claro, qué valiente. Qué gran corazón. Pero… —Volvió la cabeza y dio un silbido.
Unos instantes después, se abrió la puerta y apareció un chirrido con una ballesta enorme. Se apostó tras Kate, frente a la pared desmoronada que dejaba a la vista la plaza. La chica observó horrorizada cómo colocaba un cuadrillo en la ballesta y la tensaba.
—¡¿Qué está haciendo?!
—Pues matar a alguien. No te engañaré, no pienso hacerle daño a tu hermano; los dos sois demasiado valiosos. Pero por cada pregunta que no contestes, haré matar a un hombre de Cascadas de Cambridge, o sea, al padre de uno de los preciosos niños a quienes conociste en la mansión de la condesa, ¿entendido?
Kate asintió aturdida.
—Fantástico. Así que tocaste el libro, ¿y…?
—Y… aparecí en el pasado.
—Ya, era fácil imaginarlo. ¿En qué momento?
—No estoy segura. Creo que hace unos cuantos años.
—¿Y?
—Y luego volví.
El secretario le gruñó al chirrido, asustando a Kate con la repentina severidad de su voz:
—¡Mata a uno!
—¡Espere! ¡Espere! Está bien… Vi al doctor Pym.
—¡Ah! Así que el viejo brujo está detrás de todo esto. Es un rival fuerte, muy fuerte. A lo mejor no era la primera vez que los pajaruelos lo veían, ¿no? ¿Os habíais conocido ya?
—Sí —respondió Kate en voz baja.
—Empiezo a ver las cosas claras. ¿Y había alguien más presente en la reunión de viejos amigos?
Kate vaciló. Y el secretario levantó la mano.
—¡Sí! Había… una mujer.
—Una mujer. ¿Tienes idea de quién es?
Kate negó con la cabeza.
—Una mujer cualquiera sin importancia. Hummm… —Se rascó un costado de la cabeza con su uña amarillenta; luego se dirigió al chirrido—. He cambiado de idea. Mata al hermano.
Al instante, el chirrido se llevó la ballesta al hombro.
—¡No! ¡Se lo diré! ¡Por favor!
El secretario alzó el dedo y la criatura vestida de negro hizo una pausa, aguardando.
—Es… mi madre.
—¿Tu madre? Qué raro. Muy, pero que muy raro. —Kate lo observó sacar al pajarillo de la chaqueta y empezar a acariciarle la cabeza y a arrullarlo—. ¿Qué está haciendo, mi amorcito? ¿Por qué está allí la madre de los niños? ¿Cómo ha podido…? —El secretario empezó a reírse por lo bajo—. Claro, claro, qué ingenioso. Y qué elegante. Es listo, el viejo. —Volvió a esconder el pájaro en su chaqueta y dirigió a Kate la mejor de sus sonrisas, a la vez que la más repugnante—. A ver, si el libro está en el pasado no tienes más que volver y recuperarlo, ¿verdad, querida?
—¿De qué me habla? ¡Eso es imposible! ¡No puedo!
—Ah, claro. ¿Cómo vas a volver al pasado a buscarlo si para eso necesitas el libro? No parece muy factible, ¿no? Es un enigma. Un acertijo. ¿Te lo digo? —Se levantó de un salto, rodeó corriendo el escritorio, se situó delante de Kate, la agarró por los hombros y la miró a los ojos—. Has tenido visiones, ¿verdad? Has visto cosas que no sabes explicar. Eso es porque el libro te ha marcado. Tus hermanos y tú sois los elegidos. ¡El Atlas os ha elegido!
A Kate le daba vueltas la cabeza. El Atlas. Era la primera vez que oía ese nombre.
—¿Qué quiere decir con que me ha marcado? —Kate no podía evitar que le temblara la voz.
—El Atlas es un océano de poder, y ahora unas gotas del agua de ese océano corren por tus venas. ¿No lo notas, pajaruela?
Aunque Kate deseaba con todas sus fuerzas decirle a aquel greñudo que no le creía, la cuestión era que sí le creía. Desde la noche que, en el orfanato de Cascadas de Cambridge, la tinta se había salido de la página y le había subido por los dedos, sabía que algo en su vida había cambiado.
—¿Quiere decir que… puedo viajar en el tiempo?
El secretario soltó una risotada y se apartó. Kate notó que la sangre volvía a circularle por los hombros. El hombre empezó a andar arriba y abajo, retorciéndose los dedos mientras hablaba.
—¡No, no, no, no, no, no! Sola es imposible. ¡Imposible! Pero con la ayuda de un mago o una bruja poderosos… ¡Ya lo creo! ¿Ves lo que ha hecho el viejo? Quería esconder el Atlas de la condesa y su amo. ¿Dónde podría estar más seguro que en el pasado? Por eso ha embrujado a la pajaruela y la ha hecho viajar en el tiempo, y esta le ha dado el libro pensando que podía recuperarlo cuando quisiera.
—¡Pero desaparecerá! —gritó Kate—. ¡Ya ha desaparecido!
—Es cierto —repuso el secretario fingiendo adoptar un aire pensativo—. ¡El libro ya no está! ¡Desapareció hace años! ¡Se es-fu-mó! —Sonrió a Kate y luego hizo algo verdaderamente repugnante, le guiñó un ojo—. Pero ¿y si el viejo lleva a la pajaruela justo después de que ella le haya entregado el libro? ¿Humm? ¿Qué te parece?
Kate lo comprendió por fin. Sí, el libro había desaparecido. Media hora después de que lo dejara en el pasado. Pero durante esa media hora, aunque fuera en un pasado remoto, el libro había existido. El doctor Pym no tenía más que hacerla aparecer en esa franja de tiempo.
—Pero ¿cómo va a llevarme el doctor Pym al pasado si aún no sé…?
El secretario estaba empezando a perder la paciencia.
—¿Estás sorda, pajaruela? ¡Ahora el poder lo tienes tú! ¡El mago puede apelar a él! —Se inclinó hacia Kate y le acarició la mejilla con su asqueroso dedo—. Debe de haberte dejado aquí bien atada con el mismo encantamiento que utilizó para que recuerdes el momento, ¿eh? Para poder recuperarte cuando quiera. El viejo brujo tiene a la pajaruela bien a mano, ¿eh?
Kate intentaba por todos los medios encajar las piezas. En el salón del trono, el doctor Pym le había lanzado algún hechizo que había hecho que el libro (el Atlas, según lo llamaba el secretario) la llevara a un momento pasado. Y de algún modo ese mismo hechizo servía para mantener el vínculo con ella en el momento presente, de modo que en cuanto le entregó el libro al doctor Pym, él la había devuelto al instante de partida.
El secretario empezó a caminar de nuevo mientras se frotaba las manos.
—¡Qué ingenioso! ¡Qué ingenioso! ¡Lo ha escondido en el pasado! Cree que así puede burlar a la condesa. Ella puede buscar cuanto quiera, que no encontrará ningún libro; no encontrará el Atlas por ninguna parte, ¿eh? ¡Porque no existe! ¡Voilà! ¡Ya no está! Qué pena que la condesa también pueda enviar a la pajaruela al pasado. Y eso es lo que hará, querida. Ya lo creo que lo hará.
—Pero… —Kate detestaba tener que preguntar nada a ese desgraciado, y menos lo que quería preguntarle, pero no pudo evitarlo— ¿qué hacía mi madre allí?
—¿Qué qué hacía? ¡Todo! ¡Lo hacía todo! —exclamó con su voz chillona llena de júbilo—. El viejo zorro astuto ha tenido una idea brillante. Ya ves, lo tiene todo planeado. Sabía que un día querrías recuperar la joya, y aunque ahora tú tengas el poder, no es fácil hacer que alguien viaje en el tiempo. Antes su hechizo podía apoyarse en el poder del Atlas. Ahora, en cambio, solo estás tú. Es mucho más difícil. Necesita un vínculo muy fuerte con el momento en que quieres aparecer. Un fuerte apego. ¿Sí? Por eso el viejo ha puesto en ti un recuerdo que prevalece por encima de todos los demás, que arde como una llama en tu corazón. Te ha dado a tu madre.
Kate no se atrevió a moverse. Se había estado dominando gracias a su fuerza de voluntad, pero en ese momento sintió que iba a desmoronarse.
Justo entonces se oyó un graznido y una criatura enorme y negra entró por la pared en ruinas y se desplomó en el suelo. El chirrido preparó la ballesta, pero el secretario gritó:
—¡No!
Era un pájaro enorme herido que aleteaba en círculo mientras emitía graznidos desesperados.
—Algo va mal —dijo el secretario—. Reunid a todo el mundo y vigilad las entradas…
Su orden quedó interrumpida por un ruido sordo, y la oscura punta de una flecha asomó por el pecho del chirrido. La criatura cayó de rodillas y un vaho apestoso y sibilante empezó a brotar de la herida.
—¡NOS ATACAN! —chilló el secretario—. ¡NOS ATACAN!
La partida guiada por Gabriel había entrado en la ciudad por el oscuro extremo norte. Dos chirridos que montaban guardia habían sido derrotados a golpe de flecha y machete. Emma estaba asombrada del sigilo con que avanzaba el gran grupo de hombres con todas sus armas. Eran como sombras mortales que se deslizaban entre los edificios en ruinas. Y ella se sentía emocionadísima de acompañarlos.
Gabriel hizo que todos se detuvieran junto a una pared medio derruida, a una manzana del centro de la ciudad. Estaban lo bastante cerca de los faroles para poder ver con claridad, y Emma oyó gritos y golpes en la plaza. Vio que los hombres de Gabriel se dispersaban y se escondían en los callejones y edificios de alrededor para tomar posiciones.
Dena estaba a su lado. Gabriel las había dejado a cargo de un joven guerrero, pocos años mayor que ellas, bajo las órdenes estrictas de mantenerlas a salvo cuando empezara la acción.
Dena le dio un codazo, y las dos, junto con el joven, Gabriel y media docena de hombres, atravesaron un hueco en la pared y entraron en la planta baja de uno de los edificios de la plaza.
Emma recordó un episodio que había sucedido una noche de hacía unos meses. Kate, Michael y ella, junto con los demás niños del orfanato Edgar Allan Poe, habían ido a Baltimore a ver un partido de béisbol. Emma no recordaba nada del partido, pero sí del túnel de acceso que habían tenido que recorrer; la oscuridad, los sonidos amortiguados y la repentina explosión de luz cuando entraron en el estadio. Se sentía igual que ahora, agachada con Dena junto al gran boquete, observando la intensidad de la acción.
Al menos había una treintena de morum cadi en la plaza, la mayoría rodeando cuatro grandes celdas. Emma vio que una cincuentena de hombres de aspecto enfermizo se amontonaban dentro de estas y de repente sintió mucha lástima por ellos. Pensó en la condesa con sus vestidos de gala, organizando bailes imaginarios en la mansión de Cascadas de Cambridge. Alguien tendría que encerrarla a ella en una celda. ¡A ver qué cara ponía entonces! Emma se dejó llevar por la imaginación y encerró también a la señorita Crumley en una celda. Sabía que la directora del orfanato no era tan malvada como la condesa, pero puestos a encerrar a gente, no veía por qué a ella no.
Posó la vista en el grupo de la celda más lejana. Medían la mitad que los hombres y, por un instante, Emma los tomó por niños. Entonces reparó en sus barbas, en sus piernas y brazos musculosos, y se dio cuenta de que eran enanos. Pensó que si Michael estuviera allí con ella, le daría un síncope. A ella no le parecía para tanto. De acuerdo, eran bajitos y sus barbas eran muy graciosas, pero no pensaba inaugurar ningún club de fans. Mientras pensaba en todo eso, el más alto de los enanos, uno con una barba rubia de aspecto mugriento que no paraba de insultar a los chirridos, se movió de donde estaba. Y entonces Emma dio un grito ahogado.
Ignorando al joven guerrero que intentaba acallarla, apartó a Dena y corrió hasta el boquete junto al que Gabriel estaba arrodillado. Este colocaba una gruesa flecha negra en la cuerda del arco. Lo asió del brazo y señaló para no ponerse a gritar. En la celda más lejana, entre los enanos, con la misma ropa que le había visto llevar mil veces y una expresión que incluso desde la distancia revelaba miedo y desconcierto, estaba su hermano Michael. Junto a él se apostaba un enano de barba morena que lo sujetaba por el hombro.
Gabriel asintió para indicarle que ya había visto a Michael, y señaló un edificio al otro lado de la plaza.
Le faltaba toda la fachada, por lo que Emma podía ver el interior de las estancias. Allí, en la segunda planta, sentada entre un chirrido y un hombre bajito y trajeado al que inmediatamente identificó como el secretario de la condesa, estaba Kate.
Las preguntas empezaron a acudir en tropel a la mente de Emma. ¿Cómo habían ido a parar allí sus hermanos? ¿Estaban bien? ¿Cómo los había encontrado el secretario?
Un graznido quejumbroso cortó el aire y una figura negra cayó desde la oscuridad del cielo y fue a parar a la sala en la que retenían a Kate. Emma oyó a su lado la suave vibración del arco cuando Gabriel disparó la flecha. El chirrido que estaba junto a Kate se tambaleó y cayó al suelo. A partir de ahí todo ocurrió muy deprisa. El secretario dio un grito entrecortado, y empezaron a oírse disparos de fusiles y flechas cortando el aire, seguidos de ruidos sordos al dar a sus objetivos, gritos, confusión… Gabriel soltó el arco y empuñó su machete, y, con un gran rugido, saltó por el hueco de la pared. Había empezado la batalla.
Kate estaba tumbada boca abajo junto al cuerpo inmóvil del chirrido. De su herida manaba un líquido pestilente.
—¡Pajaruela!
El secretario estaba detrás del escritorio: se había puesto a cubierto en los primeros momentos del ataque.
—¡Ven aquí!
Ella lo ignoró. Se apoyó sobre los codos y avanzó unos centímetros para ver bien lo que ocurría en la plaza. Todo era una confusión de figuras peleándose en la oscuridad. Se oían chillidos, crujidos espeluznantes, el ruido del metal contra el metal, y, sobre todo, los gritos inhumanos de los chirridos. Kate sintió la ya familiar debilidad extrema, la imposibilidad de respirar, y, para su sorpresa, notó que estaba furiosa. «¡No! —se dijo—. ¡No es real!». El enfado debió de darle fuerzas porque, aunque los gritos de los chirridos seguían siendo horrorosos, las manos invisibles que le oprimían los pulmones desaparecieron al instante.
Con la respiración agitada, Kate envió a Gabriel un silencioso «gracias».
Se asomó a mirar la plaza, tratando de encontrar un sentido a lo que veía. ¿Quién luchaba contra quién? ¿Seguro que no atacaban al primero que encontraban? Entonces, justo después de fijarse en que los atacantes llevaban la cabeza descubierta y reparar aliviada en que eran hombres y no alguna raza subterránea resultante de un cruce entre topos y hombres (ni siquiera sabía si existía una cosa así, tendría que preguntarle a Michael), vio lo que hacía Gabriel.
Estaba en medio de la acción, abriéndose paso entre los chirridos a tajo limpio y blandiendo el machete con amplios movimientos del brazo. Parecía imparable, y el hecho de verlo le dio esperanzas. Sin embargo, duraron poco. Mientras Kate lo observaba, reparó en que cada vez afluían más criaturas de negro a la plaza. Cuando empezó la batalla, el número de hombres y de morum cadi era prácticamente equivalente, pero cada segundo que pasaba la balanza se decantaba más y más del lado de los chirridos. Muy pronto los hombres de Gabriel quedarían rodeados por completo, y eso sería el final.
—¡Kate!
Distinguió entre el barullo la voz de Michael. Se volvió hacia la izquierda, hacia las celdas. Michael y Wallace permanecían apartados de la piña de hombres y enanos pegados a los barrotes. Michael dio un salto, señaló la pelea y gritó algo. Su voz se perdió entre el clamor, pero Kate lo comprendió. Había visto a Gabriel y creía que iba a rescatarlos, pero no se daba cuenta de que Gabriel y sus hombres estaban perdidos. Necesitaban ayuda. Necesitaban duplicar o triplicar el número de hombres.
A Kate se le ocurrió una idea tan de repente que pareció estallarle en la cabeza. Se volvió hacia el chirrido muerto y rebuscó bajo su túnica. El cadáver tenía una rigidez y una temperatura poco normales, y a Kate le entraron náuseas solo de rozarlo, pero se esforzó por introducir la mano entre este y el suelo, palpando el cinturón de la criatura. Cuando había entrado en la sala, había oído un ligero tintineo. «Vamos —pensó—. Vamos…». Y aferró el manojo de llaves.
Entonces se abalanzaron sobre ella.
—¡No, no! ¡Eres una pajaruela mala, muy pero que muy mala!
Tenía al secretario encima. Sus manos viscosas le inmovilizaban las muñecas. Estaba jadeando, y Kate notó su aliento caliente y agrio en la mejilla. Se resistió, pero el hombre era mucho más fuerte.
—Te castigarán, sí, por desobediente. La condesa tiene sus medios para hacerte obedecer. Los pajaruelos malos tienen que aprender a…
Seguía profiriendo amenazas cuando Kate se volvió y le mordió fuerte la oreja. La tenía sudada y el sabor era asqueroso; además, el hombre se puso a chillar, pero ella siguió clavándole los dientes, más y más fuerte, hasta que notó el sabor de la sangre y él le soltó las muñecas. Entonces, reuniendo todas sus fuerzas, le dio un empujón. Solo pensaba quitárselo de encima, pero apreció un cambio en su forma de gritar y aún llegó a tiempo de verlo desaparecer por el boquete de la pared. Se arrastró hasta allí. El secretario yacía en el suelo inmóvil. «Bueno —pensó—, te está bien merecido». Y escupió para limpiarse la mugre de la boca. Volvió junto al chirrido, asió las llaves y tiró hasta arrancárselas. Luego bajó la escalera, salió del edificio y cruzó la plaza.
Michael se había abierto paso entre la multitud de hombres y enanos y abrazó a Kate con torpeza a través de los barrotes. Ella quería preguntarle si estaba bien, pero no había tiempo.
—¡Gabriel está aquí! —empezó a decir Michael—. Él…
—Ya lo sé. Necesita ayuda.
Miró el manojo de llaves. Había media docena, tendría que probarlas todas.
—¡La plateada! ¡La que tiene un agujero en el centro! ¡Corre!
Quien había hablado era un hombre raquítico y sucio como los demás, si bien sus ojos hundidos aún expresaban deseo de luchar. Había algo en él que a Kate le resultaba familiar.
—¡Corre, chica!
Con los dedos temblorosos, Kate se dispuso a introducir la llave plateada en la cerradura.
—¡Eh, tú! ¡Así no se hacen las cosas!
Una mano peluda y nudosa apareció entre los barrotes y cogió el manojo de llaves.
—¡El rey soy yo!, ¿entendido? ¡Soy yo quien tiene que abrir la puerta! ¡Lo manda el protocolo!
—¡Ya está bien! —le gritó Kate—. ¡No hay tiempo!
—¿Ya está bien? —repitió Hamish asombrado, sin dejar de tirar de las llaves—. ¿Y quién eres tú para decidirlo, eh? Vamos a ver, ¿quién manda aquí?
—¡Cuidado! —gritó Michael.
Kate se volvió y vio a un chirrido corriendo hacia ella con la espada a punto de atacar. De repente, la criatura dio un respingo y se desplomó. En la espalda tenía clavadas dos flechas.
—¿Lo ve? Deje de hacer el tonto y déjeme abrir o si no… ¡Arg!
El hombre soltó las llaves. Wallace se había acercado y con toda parsimonia le había asestado un puñetazo en el estómago a su rey.
—Vamos —dijo a Kate—. Abre la puerta.
Kate introdujo la llave en la cerradura, la hizo girar y de la celda salió una marea de hombres. Entre los primeros se encontraba el que le había dicho cuál era la llave que debía utilizar.
—Libera a los demás —le ordenó—. ¡Rápido! —Tomó la espada del chirrido muerto y gritó—: ¡Seguidme! —Y corrió al campo de batalla. Los hombres, a pesar de lo débiles y enfermos que se veían minutos antes, lo siguieron corriendo y recogiendo a su paso cuantas armas podían: espadas, palas, hachas…
Hamish salió de la celda arrastrándose y jadeando.
—Un día te daré tu merecido, mozalbete. No lo dudes. —Señaló a Wallace con su dedo embotado. Luego cogió un hacha, se puso al frente de los enanos y también se unió a la batalla. Kate tenía que reconocer que Hamish sería muchas cosas, pero de cobarde no tenía nada.
Michael estuvo a punto de tirarla al suelo de lo fuerte que la abrazó.
—Ya lo sé —susurró Kate mientras lo abrazaba—. Ya lo sé; no te preocupes.
Wallace aguardaba a pocos metros de distancia. Tomó un pico corto. Kate se dio cuenta de que no pensaba dejarlos solos. Besó a su hermano en la coronilla. El niño tenía el pelo sucio y grasiento, pero a Kate eso no le importaba lo más mínimo.
—Vamos. Tenemos que liberar a los demás.
—¡Suéltame!
—Gabriel ha dicho…
—¡Mis hermanos me necesitan!
En el momento en que Gabriel y los demás hombres salieron a la plaza, Emma se puso hecha una fiera. Kate y Michael estaban allí en aprietos, y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Sacaría a Michael de la celda (aunque no sabía cómo) y los dos salvarían a Kate del secretario (aunque tampoco sabía cómo; lo único que sabía era que ella demostraría ser muy, muy valiente, mientras que Michael únicamente se dedicaría a garabatear tonterías en su cuaderno). Luego volverían a estar los tres juntos; de eso sí que estaba completamente segura. Solo había un problema. El joven guerrero, a quien habían encargado la custodia de Dena y Emma, la había detenido cuando pensaba escaparse y ahora la tenía amorrada al suelo con un pie encima.
—¡Déjame irme!
—Gabriel quiere que… ¡Quieta!
Había cogido a Dena por el tobillo cuando esta se disponía a saltar por la ventana, cuchillo en mano, con la clara intención de unirse a la batalla.
—¡Déjame! ¡Voy a matar a un chirrido!
—¡Y yo voy a ayudar a mis hermanos!
Durante unos minutos, las chicas no pararon de forcejear, suplicar y amenazar. Emma advirtió al muchacho (verdaderamente, no era más que un muchacho) que si no la soltaba antes de que contara hasta cinco, se iba a arrepentir; y cuando llegó a cinco le dijo que le daba de margen hasta diez, hasta que vio que no tenía nada que hacer. Emma sabía que el chico solo cumplía órdenes de Gabriel, por eso no le pareció justo liarse a mordiscos y patadas con él, y sus amenazas quedaron en nada. Dena, por su parte, hacía más o menos lo mismo; tiraba de los dedos del joven para que la soltara, le clavaba las uñas en la mano. El chico se estaba preguntando qué había hecho para que Gabriel lo castigara así cuando oyeron un susurro áspero y bronco.
Los tres se volvieron a la vez y vieron un chirrido detrás de ellos que empuñaba una espada y los miraba fijamente.
Inmediatamente, el joven guerrero soltó a Dena y a Emma y asió el machete, pero las niñas le hicieron perder el equilibrio y cayó de espaldas sobre una pila de escombros justo cuando la espada del chirrido cortaba el aire frente a él. Sin pensarlo, Emma agarró una piedra. El chirrido se disponía a matarlos cuando la piedra le rebotó en la cabeza y lo distrajo. En ese mismo momento, Dena lo atacó por el otro lado, hundiéndole el cuchillo en la pierna. La criatura soltó uno de aquellos gritos terribles que dejaban sin respiración y, de un manotazo, hizo rodar a Dena por el suelo. Luego le arrebató el cuchillo y…
Se oyó un crujido sordo y a continuación todo quedó en silencio. La criatura miró abajo. El joven guerrero le había atravesado el torso con el machete. El chico se puso en pie, tiró del machete para extraerlo del cuerpo y lo hundió de nuevo contra la criatura, que se desplomó al instante. Su cuerpo yacía en el suelo y emanaba vapor. En total había durado solo unos segundos.
El joven limpió la hoja del machete en la espalda del chirrido y se volvió a mirar a Emma y a Dena.
—Muy bien, vamos a buscar a tus hermanos. —Miró a De na—. Y tú puedes matar a los chirridos que encontremos por el camino.
Los tres juntos salieron de la casa y avanzaron por un extremo de la plaza. Grupos de morum cadi seguían emergiendo de las sombras de la ciudad, y el joven guerrero tuvo que obligar a Dena y a Emma a esconderse cada vez que las criaturas pasaban por su lado. En un momento dado se oyó una explosión: un farol de gas se había incendiado. El farol cayó contra un edificio y muy pronto el extremo más alejado de la plaza quedó envuelto en llamas. La visión del campo de batalla era confusa y fragmentada, pero era evidente que los hombres de Gabriel estaban en desventaja.
Entonces sucedió algo inesperado.
Emma, Dena y el chico se habían detenido en un callejón, entre dos edificios en ruinas, y observaban la batalla con el corazón en un puño cuando un grupo de hombres pasaron corriendo desde las celdas. Emma tardó unos instantes en darse cuenta de que eran los prisioneros, que de algún modo habían conseguido escapar. Su siguiente pensamiento le llevó a Michael. ¿También habría salido de la celda? ¿Estaría a salvo? Desde el callejón donde permanecía agazapada junto a sus compañeros no podía ver el interior de las celdas. Sin embargo, no paraban de pasar hombres corriendo. La imagen era muy peculiar: estaban escuálidos y tenían las ropas raídas, pero empuñaban cuantas armas habían conseguido recoger del suelo, luchando con una fiereza que ni siquiera los hombres de Gabriel podían igualar. Llevaban prisioneros casi dos años, y ese era su momento de gloria.
Además, no estaban solos. Emma vio al robusto enano rubio, flanqueado por otros muchos enanos más bajitos, pasar por su lado resoplando y jadeando a través de su tupida barba. Arrolló literalmente a un grupo de chirridos, los abatió y luego, sin detenerse, se abrió paso a tajo limpio entre el ejército de la condesa. Ahora los morum cadi, más que rodear a los hombres de Gabriel, se veían obligados a enfrentarse a enemigos por delante y por detrás. Se estaban volviendo las tornas en la batalla.
Después de abrir la última celda y de que los últimos hombres se dirigieran, medio a trompicones, medio a la carga, al campo de batalla, Wallace indicó a Kate y a Michael que treparan al tercer piso de uno de los edificios de la plaza.
—¡Mirad! —gritó Kate cuando los tres se reunieron frente a una ventana destrozada y pudieron contemplar la escena en su totalidad—. ¡Están ganando!
Los dos grupos de hombres (el ejército de Gabriel y los prisioneros liberados) habían rodeado la ameba de figuras negras y la iban fragmentando cada vez más. Una neblina amarillenta se elevaba por encima de la batalla, y Kate la observó perpleja hasta que recordó el vapor rancio que emanaba de los cadáveres de los chirridos.
—Ya no gritan tanto —observó Michael.
Era cierto. En conjunto, los gritos inhumanos de aquellas criaturas ya no resultaban tan desgarradores, sobre todo (y eso era lo que más animaba) porque su número cada vez era menor. Justo entonces se oyó un grito que resonó en la caverna antes de acabar desvaneciéndose en la oscuridad. Kate contuvo el aliento. El siguiente grito tuvo lugar segundos más tarde, seguido de otro y otro. Pero no se trataba de los ruidos moribundos de los morum cadi; quienes gritaban eran los hombres, porque la batalla había llegado a su fin y ellos habían ganado.
—Lo han conseguido —se maravilló Kate—. Lo han conseguido.
—Tú también tienes tu mérito, chica. —Los ojos de Wallace brillaban con calidez bajo sus cejas morenas—. Si no hubiera sido por tu mente ágil, la cosa habría acabado de forma muy distinta. No lo dudes.
Michael chasqueó la lengua.
—Qué lástima. —Cuando vio que lo miraban como si se hubiera trastocado aclaró—: Qué lástima no tener aquí la cámara. Es un momento histórico.
Oyeron unos pasos acercarse y Wallace se dio la vuelta de inmediato con el pico en alto. Kate acababa de ver la figura que corría hacia ella y solo tuvo tiempo de pensar: «No puede ser». Segundos después, Emma estaba en sus brazos. «¡Era ella! ¡Era ella de verdad!». Kate y Emma se abrazaron llorando, se apartaron un poco para mirarse, y volvieron a abrazarse llorando. Incluso Michael, cuyo sentido de la responsabilidad al ser el único miembro masculino de la familia le impedía mostrarse demasiado efusivo, tuvo que quitarse las gafas y frotarse los ojos porque «se le había metido polvo».
—Emma, eres tú; eres tú de verdad. Emma… —Kate no paraba de repetir el nombre de su hermana mientras la estrechaba como si no pensara volver a soltarla jamás.
—Lo siento mucho. —A Emma le resbalaban las lágrimas por las mejillas—. Ya sé que no tendría que haberte desobedecido. Me dijiste que no volviera atrás, pero…
—No, chissst. No importa. Ahora estás aquí.
—Sí, sí, pero te desobedeció —señaló Michael.
—Michael… —Kate le lanzó una mirada de advertencia.
—Bah, da igual —dijo generosamente—. Bien está lo que bien acaba, ¿verdad? —Y propinó a Emma una varonil palmada en la espalda.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Kate—. ¿Estás bien del todo?
—Sí. Estaba con Gabriel. Os he visto a los dos antes de la batalla, pero hasta ahora no me he dado cuenta de que estabais en esta ventana. Ah, esta es Dena. Y este no sé cómo se llama. —Emma señaló a los dos que la habían seguido por la escalera y en los que Kate no había reparado hasta ese instante. Uno era una chica morena de expresión seria no mucho mayor que Emma, y el otro un adolescente que empuñaba un arma de aspecto terrorífico parecida a la de Gabriel—. Gabriel le ha pedido que nos vigilara, aunque casi lo hemos salvado nosotras…
—¡Eh!
—¡Este es Wallace! —soltó de repente Michael, señalando a su compañero.
—Hola —lo saludó Emma. Se volvió hacia Kate—. No te creerás todo lo que ha pasado…
—¡Wallace es un enano! —Michael sonreía con expresión radiante.
—Sí —dijo Emma un poco molesta porque la había interrumpido—. Ya lo había adivinado.
—¡Los enanos existen de verdad!
Emma alzó los ojos al cielo y gruñó.
—Sabía que iba a hacer eso.
—Cuéntanos tu historia —dijo Kate—. Quiero saberlo todo. ¿Qué pasó cuando te apartaste de nosotros?
—¡Vale! Llegué al puente, al de cuerda, ¿os acordáis?, y Gabriel se estaba peleando con los chirridos, ¡y yo le salvé la vida! ¡Pero entonces me dispararon en el estómago!
—¡Oh! Tuve un sueño en el que vi que te habían herido…
—Ahora estoy bien. Gabriel me llevó a su pueblo, y por el camino tuvo que matar a otro monstruo. Yo estaba dormida y no pude ayudarlo; y luego la hechicera, la abuela Peet, me curó. ¡Me dijo que habíais encontrado al doctor Pym! ¿Es verdad? Ojalá conocierais a la abuela Peet, es muy buena, es…
Kate quería decirle que se tranquilizara, pero antes de que pudiera hacerlo se oyó un chillido estridente desde la plaza.
—¡Estáis locos!
Se volvieron y vieron al secretario subido a un gran montón de escombros. A Kate le sorprendió verlo vivo, y aún más que anduviera de un lado a otro. Observó que los hombres (quienes, tras la batalla, estaban atendiendo a los heridos) dejaban lo que estaban haciendo y se volvían a mirarlo. Al secretario le sangraba la cabeza, tenía el traje rasgado y algo le pasaba en el brazo derecho porque lo apretaba contra su cuerpo. El hombre temblaba de odio y de ira. Kate vio que escupía saliva al hablar.
—¿Os habéis vuelto todos locos? ¿Creéis que podéis luchar contra la condesa? ¿Os creéis que podéis derrotar a la condesa? ¡No os imagináis el poder que tiene! ¡Vais a morir! ¡Vais a morir todos!
—¿Es que está loco? —dijo Emma—. Ha perdido. ¿Por qué no le aplastan la cabeza?
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Michael.
Kate aguzó el oído, pero al principio no notó nada. ¿De qué hablaba Mich…? Se interrumpió. Se oía un suave golpeteo procedente de los oscuros confines de la ciudad. Cada vez era más fuerte y Kate se dio cuenta de que algo se acercaba. Miró a la plaza y vio que los hombres también lo habían oído.
—¡Vais a morir todos! ¡Todos!
Muy pronto el sonido empezó a retumbar como un martilleo. Kate notaba el temblor del suelo en los pies y el alféizar de la ventana vibraba bajo sus manos. Entonces vio que la oscuridad de la zona que los faroles no alcanzaban a iluminar se volvía líquida y avanzaba hacia ellos.
—No —susurró Wallace—. No puede ser…
—¿Qué? —Kate lo cogió por el brazo—. ¿Qué es?
—¡Allí! —gritó Michael.
La marea negra rodeaba el límite señalado por los faroles. Cuando lo vio Kate, todas las esperanzas que albergaba se desvanecieron.
El secretario daba saltos de histeria.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Una masa gris de cientos de figuras encorvadas se deslizaban por las calles y trepaban por los escombros. Ahora estaban lo bastante cerca para que los niños oyeran sus gruñidos, los arañazos de sus garras en el suelo y, de fondo pero a la vez en primer plano, sus fuertes pisadas, como el fragor de una gran tormenta.
—¿Qué son? —preguntó Emma a voz en grito.
—Salmac-tar —explicó Wallace—. La bruja los ha reunido.
Kate, desde luego, ya conocía a esas criaturas. En su sueño, había visto a Gabriel luchar contra una mientras Emma yacía inconsciente en el suelo del laberinto. Eran los monstruos invidentes de garras afiladas que vivían en el corazón de las montañas. Recordó que Wallace les había explicado que la condesa se había aliado con ellos. Era cosa suya. La bruja había enviado a esas diabólicas criaturas para destruirlos.
—¡AQUÍ! —bramó Gabriel—. ¡AQUÍ!
«¡No! —pensó Kate—. ¡No!». Tenían que echar a correr. Eran muy pocos y estaban cansados y heridos. El secretario tenía razón. Iban a morir todos.
Sin embargo, ya se había formado una línea con Gabriel en el centro. Kate observó que tanto los hombres como los enanos alzaban sus armas. Y entonces el alto y temible Gabriel, con más de una decena de heridas sangrándole, dio un paso adelante para situarse al frente de la línea, aguardando la colisión con la horda.
—¡¿Qué está haciendo?! —exclamó Michael—. ¡Está loco!
—¡Cállate! —gritó Emma. Su voz rota y llena de desesperación revelaba todo el miedo que sentía—. ¡Les está enseñando a ser valientes! Es… Es…
Se arrojó en brazos de Kate, hundió la cara en su pecho y empezó a sollozar. Riadas de criaturas afluían a la plaza gruñendo y siseando. Gabriel empuñó su machete y Kate apretó más a Emma contra sí.
¡Brrruuuaaawwwhhh!
Kate se volvió instintivamente hacia el sonido que procedía de algún lugar lejano en la oscuridad. «Un cuerno —pensó—. Era un cuerno».
—¡Se han parado! —gritó Emma.
Kate se volvió otra vez. Los salmac-tar estaban a pocos metros de Gabriel y llenaban toda la plaza. Sin embargo, la masa en pleno, babeando y con gritos ahogados, se había detenido y miraba hacia el lugar de donde procedía el sonido.
—Que repiquen las campanas —dijo Wallace, y Kate vio que el enano sonreía—. Ha llegado el momento.
¡BRRRUUUAAAHHH!
De repente, Michael soltó un grito (que sonó como una especie de «¡Yuuujuuuuuu!») y empezó a dar saltos mientras agitaba el dedo emocionado.
—¡Mirad, mirad, mirad, mirad, mirad, mirad! ¡Mirad quién es!
Una figura bajita ascendía a toda velocidad por una de las calles medio iluminadas en dirección a la plaza. Iba provisto de una armadura que lo cubría de pies a cabeza, de modo que solo se le veían la cara y la barba (las trenzas de esta chocaban contra su peto al correr). En una mano llevaba una gran hacha reluciente y en la otra un cuerno de color hueso. A pesar de la oscuridad y de la distancia, Kate reconoció de inmediato de quién se trataba.
—¡Es el capitán Robbie!
—¿Quién? —preguntó Emma.
—¡Es nuestro amigo! —explicó Michael—. Bueno, nos encerró en una mazmorra, pero solo cumplía las normas. No se le puede culpar por obedecer…
—¿Por qué viene solo? —lo interrumpió Emma—. Lo van a matar. Qué tontos son los enanos.
Antes de que Michael pudiera protestar, el capitán Robbie llegó a un extremo de la plaza, pisó fuerte en el suelo y volvió a tocar el cuerno.
¡BRRRUUUAAAWWWWWWHHH!
El sonido resonó en toda la caverna y, poco a poco, se fue desvaneciendo hasta que de nuevo reinó el silencio. Nadie se movió, ni los salmac-tar, ni Gabriel y sus hombres, ni Wallace, ni Dena, ni el joven guerrero, ni los chicos. Entonces lo oyeron: un golpeteo rítmico y metálico cada vez más fuerte. Y una legión de enanos emergió de la oscuridad llenando las calles. Sus hachas reflejaban el brillo de los faroles, sus armaduras producían ruidos secos o tintineos, su respiración era acorde y regular, tranquilizadora: «hop… hop… hop…». Cuando llegaron a la plaza, el capitán Robbie se adelantó y gritó una orden. El ejército se detuvo.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Emma—. Tiene que atacar. ¡Tendría que estar matando a esas criaturas! Qué tontos son los e… ¡Ah!
Kate abrazó a su hermana. El edificio había empezado a tambalearse. Dena se precipitó sobre el joven guerrero y los dos cayeron al suelo. Kate miró por la ventana y vio que todo, la ciudad entera, estaba temblando.
—¡¿Qué pasa?! —gritó Emma para hacerse oír por encima del tumulto—. ¿Qué es lo que pasa?
—¡Por todos los demonios! —gritó Wallace—. ¡Es un terremoto! ¡Sujetaos! ¡Sujetaos!
—¡No! —Michael se aferraba al alféizar de la ventana como quien se aferra a la borda de un barco en plena tormenta—. ¡Es el doctor Pym! —Señaló con el dedo, y Kate y Emma vieron al brujo de barba blanca en el terrado de un edificio con los brazos extendidos como para abarcar la ciudad—. ¡Lo está provocando él!
—¡¿Y para qué demonios hace eso?! —gritó Wallace—. ¡Nos va a matar a todos!
—¡Kate!
Emma le tiró del brazo y la obligó a volverse hacia la plaza. Al principio no comprendió nada; la mayor parte de los monstruos parecían estarse encogiendo. Luego se dio cuenta de que la tierra se estaba agrietando bajo sus pies. Apenas había tenido tiempo de pensarlo cuando la tierra se tragó a la mitad de la horda, y la masa desordenada y fragorosa desapareció en la oscuridad. Con la misma rapidez, la grieta se cerró. El temblor y el retumbo cesaron y el edificio donde se encontraban los niños dejó de moverse. Kate se volvió a mirar al doctor Pym. El anciano había bajado los brazos y asía su pipa con tranquilidad. Tomó nota mentalmente de no volver a dudar nunca del poder del mago.
—Enanos —empezó a decir el capitán Robbie alzando el hacha—. ¡Al ataqueeeeee!
Los salmac-tar restantes se dieron media vuelta y huyeron.
—¡No! ¡No! —El secretario daba saltos y se tiraba de los cuatro pelos que tenía—. ¡Pelead! ¡Tenéis que pelear!
Pero no le sirvió de nada gritar. Los salmac-tar chillaban y se atropellaban unos a otros en su intento por huir. Gabriel y los hombres se habían apartado para dejar paso a los enanos y, por encima del fragor de la batalla (el choque metálico de las armaduras, el estruendo de las botas en el suelo, el frenesí de los monstruos aterrados), Kate oyó la voz de su capitán retronar en la caverna:
—¡A por ellos, hermanos! ¡Arrojadlos al abismo! ¡A por ellos! ¡A por ellos!
Y Kate supo que la batalla había terminado por fin.