17. En la cripta

Lo primero que pensó Kate (tras abrirse la puerta de la sala de techo alto iluminada por los cristales de las paredes, en cuyo centro, sobre un pedestal de piedra como si la estuviera esperando, estaba el libro, su libro) fue que, de todo lo ocurrido en los últimos días, eso (el hecho de que solo ella hubiera podido abrir la puerta) era con diferencia lo peor.

«Estamos metidos en un buen lío», se dijo.

Hamish la tiró al suelo para pasar delante.

—¡No!

Los dedos de Hamish se detuvieron a pocos centímetros de la cubierta de piel del libro. Se volvió hacia Kate, a quien Michael y Wallace, el enano de barba morena, estaban ayudando a ponerse en pie.

—¡¿No?!

—No puede tocarlo.

—Conque no puedo tocarlo, ¿eh? Ahora verás, marisabidill…

—Morirá.

Kate vio que Michael la miraba sin tener la menor idea de lo que estaba diciendo. Todo cuanto sabía era lo que le había dicho el doctor Pym: que Hamish no debía tocar el libro antes que ella.

—Estás mintiendo —repuso el rey con gesto burlón.

—El doctor Pym me dijo que Michael y yo somos los únicos que podemos cogerlo. Pero si no me cree, adelante. Ya verá lo que le pasa. Bueno, no lo verá porque estará muerto. Pruébelo, pruébelo. —Se cruzó de brazos aparentando indiferencia.

Hamish miró alternativamente a Kate y luego el libro varias veces. Era obvio que lo quería a toda costa, pero al final masculló algo inaudible entre dientes. Un enano agarró a Kate por el brazo y la obligó a avanzar. Hamish se le acercó y notó el calor y la pestilencia de su aliento en la cara.

—Si te estás riendo de mí, chica, tu hermano y tú moriréis, ¿lo entiendes? Os cortaré el cuello y os echaré al lago para que se os coma el monstruo. Ahora, ¡haz el favor de traerme el libro!

Hamish la empujó, y Kate dio un traspié, cayendo a pocos centímetros del pedestal. El libro relucía, y la luz de la cripta potenciaba la vivacidad de su tono esmeralda. Fue entonces, allí de pie junto al libro sin que nada ni nadie se interpusiera, cuando por fin lo oyó.

El libro le hablaba. Le decía que llevaba esperándola mil años y le pedía que lo hiciera suyo.

Ella lo asió y lo levantó del pedestal.

«Y ahora, ¿qué?», pensó.

Notó un vuelco en el estómago y el suelo desapareció bajo sus pies.

—Hola.

Kate pestañeó cuando vio que se encontraba en un estudio con pilas de libros y manuscritos por todas partes y un pequeño fuego en la chimenea. Por la ventana se veían los techos de los coches que pasaban por la calle. La nieve que caía amortiguaba los ruidos de la ciudad. Pero lo que más llamó su atención fue el hombre situado a un metro de distancia que se volvió hacia ella en su silla giratoria. Tras él había un escritorio repleto de libros y papeles. El hombre, invariablemente vestido con su habitual traje de tweed raído, tenía en una mano la pipa y con la otra sostenía una taza de té que estaba a punto de llevarse a la boca, como si Kate hubiera interrumpido el momento cuando iba a dar un sorbo. Su rostro, cómo no, esbozaba una sonrisa.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó.

Por un momento, Kate no pudo más que quedarse mirándolo mientras intentaba comprender lo que había ocurrido.

—Doctor Pym… —empezó a decir, pero se interrumpió al recordar el error que había cometido la noche anterior en la mazmorra cuando él dijo no tener la más remota idea de quién era ella—. ¿Sabe…? ¿Sabe quién soy?

—Pues claro —respondió él en tono afable—. Eres la jovencita que acaba de aparecer en mi estudio.

El corazón le dio un vuelco. Había viajado más lejos en el tiempo, a una época anterior a la de cuando se encontraron en la celda, y además, se había desplazado de lugar. Al mirar por la ventana y ver los coches, las farolas, en definitiva, todo lo que recordaba a una ciudad normal, era evidente que se encontraba lejos de Cascadas de Cambridge. ¿Cómo era posible? No había puesto ninguna fotografía en el libro. ¡Y ni siquiera lo había abierto!

—Querida —empezó a decir el anciano interrumpiendo los pensamientos de Kate y señalando el libro con el extremo de la pipa—, ¿es eso lo que creo que es?

—Sí, pero… ¿por qué me ha traído aquí? ¡Yo solo lo he tocado!

—¿Lo sabías? Es fascinante.

—¡Lo he cogido antes que Hamish, tal como usted me dijo! —Sabía que el doctor no comprendía lo que le estaba diciendo, pero no podía evitar continuar, las palabras salían solas de mi boca.

—¿Hamish? ¿Qué tiene que ver ese zoquete en todo esto?

—¡Espere! ¡Usted tenía que saber lo que iba a ocurrir! ¡Por eso me pidió que tocara el libro primero!

—¿En serio? No recuerdo haber…

—¡No! ¡Ahora no! ¡En el futuro! Pero ¿cómo sabía que el libro me traería aquí? A menos que… —Kate notó que la respuesta se forjaba en su interior a medida que hablaba—. ¡Seguro que ha hecho algo! ¡Cuando estábamos en el salón del trono! ¡Cuando me dijo que cogiera el libro primero! ¡Me puso la mano en la cabeza y luego noté el cosquilleo! ¡Seguro que me hizo algún encantamiento para que el libro me trajera aquí!

El doctor Pym se recostó en la silla, depositó la taza de té sobre una pila de papeles desordenados, se llevó la pipa a la boca y empezó a palparse el cuerpo en busca de las cerillas.

—Será mejor que me lo cuentes todo, pero antes… —Con la pipa por fin encendida, agitó la cerilla para apagarla y luego extendió los brazos—. ¿Por qué no me das el libro? Imagino que la magia que te ha traído hasta aquí no es muy segura, y no me gustaría que desaparecieras.

—Pero ¿y si el libro desaparece y no puedo volver? Seguiré existiendo, ¿verdad? ¿Seguiré existiendo en esta época?

—Ah, ya veo que el libro ha desaparecido antes.

—Sí.

—Y en ese momento, ¿cuánto tardaste en desaparecer?

Kate reflexionó. Emma y ella habían viajado al pasado, habían encontrado a Michael, el secretario los había capturado y los había llevado a aquel baile tan extraño. Luego se habían visto obligados a sentarse en el patio y hablar con la condesa…

—Media hora más o menos.

—O sea, que tenemos un poco de margen. Ven, ven.

Extendió las manos y Kate le entregó el libro. El doctor Pym lo dejó a su lado, sobre el escritorio.

—Bueno —dijo—, empieza por el principio.

Kate dio una patada al suelo enfadada.

—¡No! ¡Ya se lo he contado dos veces! Solo que no se acuerda porque aún no ha ocurrido.

—¿Y yo qué culpa tengo?

—Pero ¡no tenemos tiempo! Hamish hará que sus enanos nos maten si…

—Querida, ¿por qué te preocupa tanto Hamish? Ese impresentable no tendrá nunca autoridad para matar a nadie.

—¡Es el rey de los enanos!

El doctor Pym soltó una risita.

—No, no, me temo que eso no es posible. Soy muy amigo de la reina Esmeralda, una mujer encantadora, por cierto. Y ella está de acuerdo conmigo en que Hamish sería un rey desastroso. Es Robbie quien subirá al trono.

—¡Pero morirá sin haber hecho testamento! —se oyó a sí misma gritar—. ¡Y como Hamish es el mayor, será el rey! ¡Y quiere el libro! ¡Ahora está en la cripta con Michael! ¡Bueno, lo que se dice ahora no, sino en el ahora del futuro! —Sabía que lo que decía no tenía sentido, pero aun así, le entraron ganas de arrojarle algo a la cabeza al mago, a ver si así lo comprendía de una vez—. ¡Y usted no puede hacer nada porque está encerrado en la mazmorra de los enanos!

—Huy, qué mal —exclamó el doctor Pym—. Muy requetemal. Pero me temo que aún no lo comprendo. ¿Cómo puede Hamish haber entrado en la cripta? Es imposible sin… —se detuvo y miró a Kate, y luego prosiguió en voz muy baja—: Tú. Tú has abierto la cripta.

Kate asintió.

El hombre se inclinó para acercarse.

—¿Y dices que tienes un hermano?

—¡Y una hermana! ¡Michael y Emma! ¡Los dos están metidos en problemas! Tiene que hacer algo. —Kate notó que sus ojos se anegaban en lágrimas.

—Querida —dijo el doctor Pym en tono quedo—, me temo que ahora sí que tengo que insistir en que me lo cuentes todo desde el principio.

—¿Stanislaus? —Era la voz de una mujer. Kate se volvió al oír las pisadas en el pasillo y la voz cada vez más cerca—. Parece que Richard tiene trabajo en la universidad. Lo mejor será que vayamos comiendo, ¿no crees? ¿Con quién estás hablando?

La puerta se abrió y en el estudio entró una mujer joven, vestida con vaqueros y un jersey gris. Tenía el pelo rubio, los ojos de color avellana y unas facciones agradables, de una belleza natural. Cuando Kate la vio sucedieron dos cosas. La primera fue que descubrió que la mujer era su madre, y la segunda, que el suelo desapareció bajo sus pies.

—¡¿DÓNDE ESTÁ?!

Kate estaba junto al pedestal, bañada por la luz verdosa, con la respiración agitada y el corazón aporreándole el pecho. Antes de que pudiera pensar en lo ocurrido, la agarraron del brazo y tiraron de ella.

—¿Dónde está?

Notó las gotas de saliva en el rostro y cómo la agitaban con fuerza. El libro. Por eso le gritaban. El libro había desaparecido. ¿Y qué? Había visto a su madre.

—¡Me has engañado! ¡Y ese brujo también!

Su madre. Había visto a su madre.

—¡Te mataré!

Kate vio que un objeto destellaba en la mano de Hamish, pero enseguida alguien se lo quitó y lo tiró al suelo. Oyó que Wallace discutía con el rey y le decía que tal vez necesitara a la chica para recuperar el libro, que tenían que llevarla ante el mago, y Kate supo que lo hacía para salvarle la vida.

—¿Estás bien? —Su hermano se encontraba arrodillado junto a ella—. Has desaparecido y luego has vuelto sin el libro. ¿Qué ha pasado?

Kate aferró la mano de Michael.

—He visto…

Se oyó un golpe y Wallace se tambaleó. Hamish resollaba a través de su barba. Con una mano sostenía un cuchillo y la otra la tenía apretada. El rey de los enanos se quedó mirando a Kate unos instantes, luego envainó el cuchillo y empezó a gritar:

—¡Pues lleváoslos! Pero si el mago no me devuelve el libro… ¡morirán todos! ¡El viejo y los mocosos! —Se dio media vuelta y salió de la cripta con paso airado.

Un enano agarró a Michael del cuello y lo arrastró al túnel. Kate no pudo terminar de decirle a su hermano lo que había visto. Otro enano se acercó a ella, pero Wallace lo ahuyentó. Luego le posó la mano en el hombro con suavidad y la guio hacia la puerta.

—Así, ¿estás bien? —le preguntó en tono quedo.

—Sí —respondió Kate con la boca seca—. Gracias.

Mientras retrocedían por el oscuro túnel, Kate recordó el momento en que su madre entró en el estudio. Musitó las palabras que había oído pronunciar a su madre y se propuso memorizarlas. Trató de visualizar sus facciones, pero se dio cuenta de que solo veía a una mujer rubia con grandes ojos de color avellana. Por lo demás, su imagen era indefinida. Presa del pánico, Kate se aferró a los detalles que recordaba. ¡Richard! Ese era el nombre que la había oído pronunciar. Debía de ser el de su padre. Kate estaba fascinada con el hecho de que una voz en el pasillo, un nombre, una mujer que entra, algo tan banal, aparentemente, pueda significar tanto.

Pero (y eso hizo que Kate se enfadara mucho) ¿por qué no les dijo el doctor Pym que conocía a sus padres cuando lo encontraron en la celda? ¿Por qué se lo ocultó? ¿Podría ayudarles a dar con ellos? Y, para empezar, ¿cómo era que había viajado al pasado? ¿Cómo había vuelto sin el libro? La cabeza le daba vueltas. Demasiadas preguntas sin respuesta. Se obligó a tranquilizarse. Había visto a su madre, y de momento con eso le bastaba. El resto tendría que esperar hasta que viera al doctor Pym.

El grupo llegó a la cueva dorada y se apiñó a la orilla del lago. Los enanos observaron nerviosos las oscuras aguas. Kate veía que su hermano ardía en deseos de hablar con ella, pero el guardia lo retenía.

—¡Le arrancaré la columna vertebral! —se jactaba Hamish de lo que iba a hacerle al doctor Pym—. ¡Se comerá su propio pie! —Y, sin dejar de decir pestes, arrojó al primer enano al agua de un empujón.

El monstruo esta vez no hizo acto de presencia y el camino de vuelta por el lago transcurrió sin incidentes. Mientras nadaba, Kate veía todo el rato frente a ella los cristales luminosos de Michael y su guardián; y, las veces que se volvió a mirar, detrás estaba Wallace, cuchillo en mano, escrutando en la oscuridad, dispuesto a protegerla en caso de ataque. Pero no ocurrió nada.

Entonces Kate asomó la cabeza a la superficie del lago y se llenó los pulmones del aire viciado de la cueva a la vez que oyó una voz que le heló el corazón.

—Ah, ahí está la chica.

Unas frías manos sacaron a Kate del agua. Cuando se le despejó la vista, vio que todos los enanos, incluido el barbicano Fergus, estaban de rodillas, con las manos atadas a la espalda. Una decena de figuras vestidas de negro, armadas con espadas y ballestas, se apostaban junto a ellos. Uno de los chirridos agarró a Michael por los hombros asustándolo, pero no sufrió daño alguno.

Kate dirigió la mirada a quien había hablado, que se le acercaba riendo y frotándose las manos.

—Querida, queridísima —dijo el secretario con voz empalagosa mientras una sonrisa dejaba al descubierto sus dientes grisáceos—, cuánto me alegro de verte de nuevo.