Pegados a la pared y con el mayor sigilo posible, Kate, Michael y el pequeño grupo de enanos bordearon la vieja ciudad hasta que dieron con una entrada sobre la que había esculpidos dos martillos cruzados. La atravesaron y se encontraron en una sala oscura. Hamish rebuscó en su barba y extrajo un cristal del tamaño de un puño con el que golpeó la pared. Al momento, una luz muy blanca iluminó el espacio y reveló una escalera de caracol que descendía casi en vertical hasta perderse en la oscuridad. Hamish propinó un codazo al anciano Fergus para despertarlo.
—¡Eh! Ya dormirás cuando estés muerto. Y, créeme, no falta mucho. El camino es este, ¿no?
Fergus pestañeó con sus ojos legañosos y se asomó a la escalera.
—Sí, es por aquí. Hay que bajar, bajar, bajar… A la izquierda, a la derecha, otra vez a la derecha, el tercer tramo a la izquierda, el sexto a la derecha, el octavo a la izquierda, y luego hay que bajar más. Si te guías por el olfato… —Y se volvió a dormir.
—¡Eh! Despertadlo, maldita sea, lo vamos a necesitar.
La escalera era estrecha y empinada y estaba llena de recovecos inesperados. («Parece que la hayan hecho expresamente para que uno se rompa el cuello», susurró Michael, añadiendo luego: «Seguro que no ha sido un enano; habrán contratado a alguien»). Por suerte, los otros enanos llevaban cristales parecidos al de Hamish, y Kate y Michael al menos podían ver dónde ponían los pies. Lo que más molestaba a Kate era que, cada vez que llegaban a un sitio donde la escalera se bifurcaba, despertaban a Fergus a codazo limpio y le preguntaban por dónde había que seguir. Le rogó a Hamish que apuntara lo que el anciano decía para no tener que despertarlo constantemente, pero él se burló.
—Eso es lo que tú querrías, ¿verdad? Tener las cosas apuntadas. ¡Pues aquí no se apuntará nada mientras mande yo! ¡Puedes estar segura! ¡Ja!
Cuanto más descendían, más frío hacía. Muy pronto aparecieron estalactitas en el techo y Kate y Michael podían ver el vaho de su aliento. Kate se dio cuenta de que los enanos miraban nerviosos a su alrededor.
—Dicen que este lugar está embrujado —susurró Wallace. En la mano derecha sostenía el cristal luminoso mientras con la izquierda aferraba el mango de su hacha—. Por eso muy pocos enanos vienen aquí. Muchos han tenido muertes horribles en este lugar. Se cuenta que algunos se perdieron en la oscuridad y notaron que se les congelaban las manos…
—¿Y si dejas la historia para más tarde? —sugirió Kate.
Wallace miró a Michael. El chico tenía los ojos tan abiertos que parecían más grandes que los cristales de sus gafas.
—Sí —masculló—. Será mejor.
—¡Parad!
Quien había gritado era Fergus. Kate creía que seguía durmiendo sobre la espalda de su porteador. El grito obligó a los chicos a levantar la mirada (andaban cabizbajos, temerosos de dar un paso en falso y caer rodando), y entonces repararon en que la escalera terminaba y llegaban a una cueva. A unos cuatro metros había otra entrada, y la escalera descendía en espiral.
—Aquí es —dijo el viejo enano.
—¿Aquí? —se extrañó Hamish—. No puede ser.
Kate estaba de acuerdo. La cueva era un espacio vacío, con tierra y rocas. Lo único destacable era que había dos entradas y un lago oscuro en un extremo.
—Sí —insistió Fergus bajando al suelo y apoyándose en la pared—. Aquí es.
—¿En serio? —soltó Hamish con desdén—. Así que esta es la cueva dorada que estabas taaaaaaaaan seguro de saber encontrar, ¿no? —Agarró a Fergus por la barba y le dio un fuerte tirón—. ¡Cómo te hayas equivocado de camino, saco de huesos, te haré tragar la barba!
Fergus soltó una risita.
—Claro que no es esta. La cueva dorada está ahí. —Señaló el lago oscuro—. Hay que bajar hasta el fondo y entrar en un túnel. Y buceando que bucearás, y luego subiendo a la superficie, ¡tachán!, se llega a la preciosa cueva dorada. Solo hay que ir con un poco de cuidado. —Fergus sacó una gran pipa de arcilla y empezó a llenar la cazoleta—. Ahí abajo vive una cosa negra y serpenteante.
Encendió una cerilla y dio tres breves caladas a la pipa, succionando con fuerza las mejillas. Luego volvió a apoyarse en la pared y formó un gran anillo de humo que se desplazó lentamente por la cueva. Ninguno de los enanos restantes habló ni se movió.
—Esto no pinta bien —susurró Wallace acercándose a Kate y a Michael.
—¿A qué te refieres cuando dices que ahí abajo vive «una cosa»? —preguntó Hamish—. ¿Qué es?
El viejo enano se encogió de hombros.
—No lo sé. Yo no he estado nunca. No soy tan tonto.
—Entonces, ¡¿CÓMO DEMONIOS SABES QUE DA A LA CUEVA DORADA?!
Aunque estaban muy por debajo de la ciudad, Kate se preguntó cómo era posible que la condesa y los chirridos no oyeran los gritos de Hamish.
Fergus formó con gran calma otro anillo de humo.
—Mi hermano sí estuvo allí y me lo contó.
—Entonces, ¡¿por qué no estoy hablando con tu hermano en vez de contigo, viejo besugo?!
—Supongo que porque está muerto. Lo recuerdo con tanta claridad como la luz del día. Estaba sentado aquí, justo donde estoy ahora, fumando tranquilamente. Me gusta mucho fumar en pipa. Dennis, mi hermano, se sumergió en el lago y yo esperé y esperé durante mucho rato, hasta que al final vi su cabeza a lo lejos. Me dijo: «Fergus, muchacho, ahí abajo hay un túnel que da a una cueva. ¡Es preciosa! ¡Toda dorada!». «¿Una cueva dorada?», pregunté yo. «Sí», dijo él. «¿Es de oro? ¿De oro de verdad?», añadí yo. «No, no es oro —repuso él—, es… ¡Arg!».
—¿Cómo que «arg»? —exclamó Hamish—. ¿Qué demonios significa «arg»?
—Nada. Es el ruido que hizo cuando el monstruo se lo comió. Lo agarró por el cuello y se hundió con él. Arg.
Durante un buen rato nadie dijo nada.
Entonces Hamish explotó y empezó a dar botes, a gritar y a escupir, y a clavar el hacha en todo lo que se le ponía por delante. Por un instante, Kate pensó que iba a emprenderla con Fergus, que seguía sentado en el suelo fumando en pipa sin molestarse en disimular la sonrisa que se había dibujado en su rostro.
—Se dice —susurró Michael— que los enanos no suelen ser unos grandes nadadores.
—No estoy segura de que el problema sea saber nadar o no —repuso Kate.
Hamish soltó un fuerte resoplido a través de su barba y acercó el rostro al del anciano.
—Así que este es tu famoso acceso secreto, ¿eh? Nos haces pegarnos una caminata de muerte para acabar en las garras de un monstruo submarino, ¿no?
Fergus se encogió de hombros.
—No es «mi acceso». Es el único acceso que hay.
Hamish frunció el entrecejo y Kate vio que los nudillos del puño con que aferraba el hacha le blanqueaban, como si se estuviera planteando cortarle la cabeza al viejo, pero al fin se dio media vuelta.
—¡Muy bien! ¡Vosotros, al lago! —indicó a su escolta. Luego miró a Kate y a Michael—. Y vosotros también, mocosos.
Fergus formó otro anillo de humo y se rio por lo bajo.
—Arg.
La comitiva se reunió junto al lago negro. Los enanos tuvieron que despojarse de sus pesadas botas y dejar todo lo que llevaban a excepción de los cuchillos más ligeros. Kate y Michael se quitaron las chaquetas y los zapatos. Kate cambió de sitio las dos fotografías que llevaba encima, la de ella en el dormitorio y la que Abraham le había dado, la que decía que era la última fotografía que había tomado. Se las guardó en el bolsillo de los pantalones. Al ver la foto de Abraham, se acordó de la mañana que había pasado en el salón junto con Emma. Le daba la impresión de que, aunque solo habían transcurrido unos días, el recuerdo era tan lejano que pertenecía a otra vida.
—¿Te las apañarás bien? —preguntó Michael.
—Pues claro. —De los tres hermanos, Kate era con diferencia la que peor nadaba. En los primeros orfanatos no se habían molestado en darles clases de natación, por lo que ella tenía casi nueve años cuando por fin aprendió y no había llegado a perder el miedo y a relajarse en el agua; tenía la impresión de que siempre tenía que batallar para no ahogarse. De hecho, mientras metía sus raídos calcetines en los zapatos, le temblaban las manos.
Unos cuantos enanos introdujeron los dedos de los pies en el agua con cautela y los sacaron de inmediato.
—A lo mejor esa cosa ya se ha muerto —oyó que musitaba uno. Fergus no paraba de reírse mientras fumaba en la retaguardia. Wallace, el enano de barba negra, se acercó con dos cristales luminosos.
—Los vais a necesitar. Eso parece más negro que la boca de lobo.
—Gracias —dijo Kate. A pesar de la luz que emitía, notó que el cristal estaba frío.
—Muy bien. —Hamish se acercó a la orilla del lago—. Ha llegado el momento. —Y agarró a un enano y lo arrojó dentro.
Se oyó un fuerte chapoteo y el enano asomó la cabeza sin dejar de agitarse, esforzándose por mantenerse a flote.
—¡Eh, tú! ¡Sumérgete! —le gritó Hamish cogiendo una gran piedra.
Al ver que no tenía elección, el enano tomó aire y se hundió en el agua, y Kate pudo ver cómo el brillo de su cristal se iba apagando poco a poco hasta desaparecer. Se oyó otro chapoteo cuando Hamish arrojó al segundo enano al agua.
Uno de los guardias empezó a retroceder.
—Yo no sé nadar, alteza.
—¡Pues ya es hora de aprender!
Otro chapoteo, y también desapareció.
Hamish se volvió hacia Kate y Michael.
—¿Vais a meteros vosotros o queréis que os eche yo? ¡Os vais a mojar de todas formas!
—Vamos —dijo Kate.
Michael y ella se fueron introduciendo poco a poco en el agua oscura. Estaba tan fría que a Kate le empezaron a doler los pies y los tobillos de inmediato. Dieron con un saliente, donde el agua apenas le llegaba por las rodillas a Kate. El siguiente paso los hundiría en el abismo.
—Michael, las gafas.
—Ah, gracias. —Se las guardó a tientas en el bolsillo, tratando de no soltar el cristal luminoso.
—Mejor ve tú delante. Nadas más rápido que yo. No quiero que te quedes atrás por mi culpa.
—Kate…
—Todo irá bien.
Aunque asentía, debía de mostrar muy poco convencimiento. Por un instante reparó en la gravedad de la situación. Estaban en el interior de una montaña, bajo los restos de una antigua ciudad de enanos a punto de sumergirse en un lago oscuro donde habitaba un monstruo que tal vez estuviera vivo o tal vez no. Y todo para recuperar un libro mágico perdido. ¿En qué estaría pensando? Había empezado a retroceder, arrastrando consigo a Michael, cuando alguien les dio un fuerte empujón desde atrás.
—¡Adentro!
El agua negra y helada se los tragó casi de inmediato, Kate vio que el cristal de Michael avanzaba. Se estaba sumergiendo. Ella siguió la luz, aterrada ante la idea de perderlo. Tras unas cuantas brazadas, Michael se estabilizó. Entonces Kate vio otra luz que se perdía en la oscuridad, y otra más, difusa y titilante, aún más lejos. Se dio cuenta de la distancia que tenían que recorrer.
No tengas miedo —se dijo—; no tengas miedo.
Entraron en una especie de túnel estrecho formado por muros a ambos lados y un techo de piedra. Y abajo… Kate prefirió no mirar abajo. Se concentró en la luz que emitía el cristal de Michael y en sus propias brazadas, débiles e irregulares. Era imposible saber cuánto tiempo había transcurrido. Los brazos le pesaban cada vez más y el corazón le aporreaba el pecho. Pero lo peor era la presión que notaba en los pulmones; parecía que fueran a espachurrarse y a soltar todo el aire de golpe. Trató de convencerse de que no iba a quedarse atrás, aunque la luz del cristal de Michael era cada vez más lejana.
Entonces notó un golpe en el pie.
Fue presa del pánico y cambió bruscamente de dirección. Vio unos miembros que se agitaban y por un momento creyó que se trataba del monstruo, pero enseguida reconoció a uno de los enanos que le indicaba con gestos violentos que se hiciera a un lado. Kate obedeció, y el enano pasó nadando por su lado con movimientos aún más frenéticos y torpes que los de ella. Estaba a un metro y medio cuando tres largos dedos emergieron de la oscuridad y lo agarraron por la pierna. Eran de un amarillo canceroso, cada uno medía aproximadamente un metro de largo y tenía la anchura del brazo de un hombre. El enano los cortó con su cuchillo. Al instante quedó rodeado de burbujas, pero siguieron tirando de él. Kate quiso gritar y se le llenaron los pulmones de agua. Al notar que se ahogaba, ascendió hasta el túnel golpeando la roca en busca de una salida y aire. El cristal luminoso le resbaló de las manos. Trató de alcanzarlo, lo rozó, pero se le escapó y se perdió en la oscuridad. Todo era oscuridad a su alrededor…
—¡Kate! ¡Kate!
Abrió los ojos, y al cabo de un segundo se encontraba tosiendo y retorciéndose; el agua con sabor a rayos le brotaba de la boca y la nariz. Michael le daba golpes en la espalda.
—¡Vamos, vamos!
—Michael… Estoy bien.
—Creía que… que… —La abrazó con fuerza.
—Eh, tú, déjala respirar.
Kate notó que tiraban de Michael. Wallace se situó entre ambos. Su larga barba negra estaba chorreando y tenía el pelo pegado a la cara. A su alrededor, los enanos se escurrían la barba y sacudían sus ropas. Todo estaba bañado de una suave luz dorada procedente de miles de puntos de las paredes y del techo.
—¿Qué ha pasado?
—Wallace te ha encontrado flotando en el túnel y te ha sacado del agua. Nos ha contado… —Michael bajó la voz—. Nos ha contado lo que ha pasado.
El enano la ayudó a incorporarse.
—Gracias —dijo Kate—. Me has salvado la vida.
Wallace se puso colorado y, tras mirar a su alrededor, dijo en voz baja:
—El capitán Robbie me ha pedido que cuide de vosotros, pero no se lo digáis a nadie, ¿de acuerdo? —Hizo un guiño muy poco disimulado.
—¿De verdad estás bien? —insistió Michael.
—Sí —respondió Kate, a pesar de que notó que le temblaba todo el cuerpo y que tenía las puntas de los dedos amoratadas.
—¡Muy bien! —Hamish estaba a poca distancia y se escurría la barba retorciéndola como si fuera una cuerda—. ¡Apartaos, mocosos! En alguna parte tiene que haber una puerta. —Miró a Kate y Michael—. Vosotros también podéis ayudar.
—¡No! —gritó Michael con decisión—. Mi hermana está mojada y tiene frío, necesita entrar en calor.
Hamish parecía querer ponerse a discutir, pero entonces vio a Kate temblando e hizo un gesto con la mano. Wallace sacó una piedra de sílex y un trozo de madera y en cuestión de segundos encendió una hoguera. Michael y Kate se acercaron al fuego.
—Bébete esto. —Wallace le tendió una petaca de piel.
Kate dio un sorbo y le entraron arcadas, pero de inmediato notó un calor que se extendía por su cuerpo. Dejó de temblar y sus dedos recobraron su color habitual.
—Tú también —indicó Wallace a Michael.
—¿Qué es?
—Whisky de malta de mi madre. Siempre decía que era capaz de resucitar a un muerto.
A Hamish y sus hombrecillos no les costó mucho encontrar el acceso oculto. Se oyeron gritos y Kate vio que los enanos se apiñaban en un extremo de la cueva dorada y se asomaban a la boca de un túnel que segundos antes no estaba.
—Vamos. —El rey de los enanos chasqueó los dedos para llamar la atención a Kate y a Michael, que seguían encogidos junto al fuego—. No estamos de picnic. Traedme el libro.
Tras descender unos cincuenta metros, el grupo llegó frente a una puerta. Al principio Kate pensó que habían cometido un error porque no se parecía en nada a la puerta de una cripta secreta, sino más bien a la de un dormitorio. Era de madera pintada de blanco con un pomo de latón. Incluso tenía una placa en el centro que rezaba PRIVADO.
Kate pensó que la placa tenía que ser de broma.
Hamish asió el pomo y lo hizo girar.
La puerta no se abrió.
Se apoyó con un brazo en la pared y volvió a tirar del pomo.
Nada.
—El doctor Pym dijo que solo se abriría… —empezó a decir Michael.
—¡Cállate! —le espetó Hamish. Ordenó a dos de sus hombres que lo sujetaran y los tres forzaron la puerta hasta que a Hamish le resbalaron las manos del pomo y los enanos cayeron al suelo uno encima de otro. El rey se levantó de un salto y miró a su alrededor para ver si alguien se atrevía a reírse.
Todos los enanos tenían cara de circunstancias.
—Muy bien —dijo al fin acariciándose la barba—. Tú. —Señaló con la cabeza al único enano que conservaba su hacha—. Échala abajo.
—No creo que sea madera —protestó Michael—. El hacha no…
—¿Quieres que te meta un maldito calcetín en la boca? ¡Pues cierra de una vez esa boquita de piñón! ¡Tú!, ¡echa la puerta abajo!
Kate y Michael retrocedieron al ver que el enano levantaba el hacha, daba dos pasos a la carrera y golpeaba la puerta con todas sus fuerzas. Se oyó un gran estruendo, el ruido del metal hacerse añicos, y al enano caer de espaldas, que yacía en el suelo atónito, junto al hacha destrozada. La puerta no tenía ni un rasguño.
—Bueno —admitió Hamish—, teníamos que intentarlo. Supongo que ahora es cuando sabremos si de verdad ha valido la pena traeros hasta aquí, chicos. Vamos, el tiempo es oro.
—Yo lo haré —dijo Kate, pensando que tal vez la puerta tuviera una trampa y no quería que Michael se hiciera daño.
Pero al acercarse se dio cuenta de que lo que más deseaba en el mundo era que la puerta no se abriera. Si no se abría era porque sus hermanos y ella no eran especiales, eran unos niños normales y corrientes, y los dejarían marchar.
Extendió el brazo y rodeó con la mano el pomo de latón. «Por favor», pensó.
Entonces se oyó un suave chasquido y la puerta se abrió.