Kate y Michael caminaban en el centro del grupo, justo detrás del enano encargado de llevar a la espalda al anciano de barba blanca y fuertes ronquidos llamado Fergus. Hamish iba al frente. En total eran siete.
Cuando abandonaron la ciudad de los enanos, no los despidieron con fanfarrias. Hamish dijo que si su gente sabía que se marchaba, insistiría en organizar un desfile y tendría que pasarse días enteros besando a bebés. Kate captó las miradas que intercambiaban los enanos. A Fergus estuvo a punto de escapársele la risa que trató de disimular haciendo ver que tosía, y acabó con un ataque auténtico de tos que duró casi un minuto.
Salieron por una pequeña puerta que no solía utilizarse y avanzaron por una serie de túneles bien conservados e iluminados con antorchas. Durante todo el camino, Hamish no paró de hablar de la historia de la Ciudad de los Muertos, de las varias leyendas asociadas a ella, del número de flexiones de brazos que hacía todas las mañanas…
Kate se acercó a Michael y le cogió la mano.
—No tendrías que haberte enfrentado así a Hamish —susurró, y le estrechó la mano—. Has sido muy, pero que muy valiente.
Michael pareció violentarse.
—No ha sido nada.
—Sí, sí que lo ha sido. Emma te diría lo mismo.
La conversación quedaba amortiguada por el traqueteo de la armadura de los enanos, por el repiqueteo metálico de sus pies en el suelo, por los ronquidos de Fergus y por los pesados comentarios de Hamish. Cuando Michael volvió a hablar, Kate tuvo que pedirle que repitiera lo que le había dicho.
—¿Crees que está bien?
—Sí —respondió Kate con más seguridad de la que tenía—. Tal como nos ha dicho el doctor Pym, Gabriel está con ella. No dejará que le ocurra nada malo.
—Me pregunto si volveremos a verla…
—Claro que sí. Eso ni lo pienses.
Michael asintió, y cambiando rápidamente de tema dijo que no entendía por qué Hamish no llevaba a más enanos, puesto que la condesa no podía tener tantos chirridos. ¿Por qué no llevaba al ejército entero y acaba de una vez?
—Es por los salmac-tar.
El enano que había hablado caminaba tras ellos. Tenía el pelo negro, la barba negra y unas cejas muy pobladas y gruesas. Parecía más joven que los demás. Kate reparó en que trataba de hablar en voz baja.
—Hace un año el rey descubrió que desde que la bruja llegó ha estado haciendo tratos con esas bestias asquerosas, los enemigos de los enanos. Los conocéis, ¿verdad?
Kate asintió al recordar el sueño que había tenido en la mazmorra. La criatura pálida y ciega se cernía sobre Gabriel, sus garras retumbaban en el suelo de piedra del laberinto.
—Está claro que les ha prometido algo. Aunque lo que necesitan es un buen baño, os lo digo yo. Bueno, la cuestión es que la condesa busca la manera de protegerse haciendo pactos. Así que si ahora Hamish… el rey, quiero decir, trata de atacar a los chirridos, hordas enteras de salmac-tar la ayudarán. Sería la guerra, ¿sabéis? Y el rey no quiere eso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Kate.
—Wallace —respondió él, y añadió—: El enano.
El grupo llevaba caminando casi una hora cuando salieron del túnel y avanzaron por el borde de una hendidura enorme. Kate y Michael oyeron la corriente de agua muy por debajo, en la oscuridad, pero no la veían.
—Ahí abajo, entre las montañas, está el río Cambridge —explicó Hamish arrojando una piedra al precipicio—. Pasa junto al pueblo y sube hasta la presa. Así es como hacíamos tratos con esos idiotas del pueblo, hasta que llegó la bruja. Esa mujer no respeta el comercio ni nada. Venid. El puente está cerca. Vamos a cruzar hasta la vieja ciudad.
—Hamish sería un buen guía turístico —opinó Michael mientras avanzaban por el borde de la hendidura—. Está muy bien informado.
—Antes de que la reina muriera había uno —dijo Wallace— y cuando venían dignatarios, él les enseñaba los alrededores con su buen saber hacer. Siempre que estaba sobrio, claro.
A medida que se acercaban a su destino, más pensaba Kate en las cosas que el doctor Pym le había dicho. ¿Por qué una cripta sellada hacía más de mil años, una cripta mágica a la que solo unos pocos podían acceder, iba a abrirse ante ella y Michael, y suponía que también Emma? ¿Cómo era posible? ¿Y qué quería decir el brujo con lo de «que de entre todos los niños tengas que ser tú…»? De entre todos los niños, ella ¿qué? ¿Y por qué decía que el libro la había elegido, pero que para acceder a todos sus poderes tenía que tener el corazón curado? Cuanto más pensaba Kate en todo ello, más confusa e inquieta se sentía.
Llegaron a un puente de piedra en forma de arco custodiado por un solo enano, que al ver al rey se arrodilló sobre una pierna.
Hamish le preguntó si había noticias de la Ciudad de los Muertos.
—Ninguna, alteza, aunque, lo que quiera que sea que busque esa bruja, será mejor que lo encuentre pronto. Los hombres no aguantarán mucho, con los azotes de los chirridos y trabajando día y noche sin comer nada. A mí me parece que tendríamos que expulsarlos de nuestras montañas y…
—¿Quién te ha pedido tu opinión? Tú quédate ahí y aguanta la lanza, imbécil. —Hamish sacudió la cabeza y se dispuso a cruzar el puente mientras mascullaba—: Todo el mundo quiere dar su maldita opinión.
Al otro lado del puente, Hamish ordenó a los enanos que se quitaran la armadura, no quería hacer más ruido del necesario. Luego despertó a Fergus.
—Vamos, viejo estúpido; ha llegado la hora de ganarte el pan.
Fergus abrió los ojos. Los tenía legañosos y no veía bien.
—¿Hummm…?
—Hemos cruzado el puente de piedra. Ahora, ¿cómo se llega a la cueva dorada?
—La cueva dorada… —Parecía no tener ni idea de lo que Hamish le hablaba.
—Sí, la cueva dorada, ¡la cueva dorada! Si me has mentido y no lo sabes… —Agarró al viejo por la barba.
—Hay que cruzar la puerta —musitó Fergus—. Está hacia el oeste. Hay una entrada con dos martillos cruzados, y escaleras, muchas escaleras…
—Muy bien —dijo Hamish volviéndose hacia el grupo—. No se os ocurra hacer el menor ruido.
Avanzaron con sigilo por un túnel oscuro y poco conservado que desembocó de repente frente a una enorme puerta de hierro. Hamish introdujo la mano en su barba y sacó una gran llave que encajaba en la cerradura. Exhaló un suspiro y le dio la vuelta. El pestillo se abrió de golpe y el ruido resonó en el túnel. Kate vio que los enanos se encogían.
Hamish se volvió con expresión avergonzada.
—Lo siento.
El túnel terminaba unos veinte metros después de la puerta y daba a lo que parecía una cueva grandiosa y muy iluminada. Hamish les ordenó discretamente que se tumbaran en el suelo boca abajo, y los cinco enanos y los dos niños avanzaron reptando. Kate oía el ruido de los martillos y las piedras al resquebrajarse, las voces dando órdenes y los restallidos y los golpes de los látigos. De pronto, Michael y ella estaban asomados a la entrada de la cueva.
Se encontraban decenas de metros por encima de la ciudad que, según Kate y Michael dedujeron al ver hasta dónde se extendían sus límites en la oscuridad, ocupaba todo el corazón de la montaña. Kate pensó que a lo que más se parecía era a una enorme metrópolis encerrada en una bola de cristal que hubieran agitado hasta hacer que las torres se desmoronaran, que los edificios se vinieran abajo y que las calles se resquebrajaran. Eran los restos de una ciudad abandonados durante siglos a su suerte.
Solo que ahora no estaban abandonados.
Justo por debajo de ellos, decenas de lámparas de gas emitían su siseo y proveían de luz las ruinas. La mayor parte del trabajo tenía lugar en un edificio gigantesco sin techo. Kate divisaba a los hombres andando arriba y abajo, pero estaban demasiado lejos y había demasiado polvo flotando en el aire para que pudiera ver con claridad lo que ocurría. Aunque, de hecho, sabía que el edificio era el antiguo salón del trono, y los gritos y los chasquidos de los látigos daban cuenta del resto.
—Calmartia —dijo Hamish en voz baja—. La Ciudad de los Muertos.
—No me lo puedo creer —susurró Michael empujando las gafas, que no paraban de resbalarle sobre la nariz y amenazaban con caérsele—. Una vieja ciudad de enanos. Ojalá tuviera la cámara.
Kate no mencionó que ya había estado allí, en su sueño de hacía dos noches, antes de que la ciudad empezara a desmoronarse.
Hamish les hizo señas para que se retiraran de la entrada.
—Quedaos en el suelo y guardad silencio —susurró—. Si no, moriremos todos.
La abuela Peet hizo salir a Emma de la cabaña.
—Pero… —balbució mientras la anciana la empujaba hacia la puerta. Las ramificaciones negras que había observado en la piel de Gabriel habían desaparecido, pero él aún no había abierto los ojos. Emma quería estar presente cuando lo hiciera.
—Ahora necesito que esté solo —dijo la hechicera—. Te avisaré enseguida.
Fuera, Emma vio que la mañana había tocado a su fin y to da la gente apiñada frente a la cabaña se había marchado. Se quedó allí, mirando a ambos lados de la calle polvorienta. Las únicas señales de vida las daban los perros, que removían los restos del desayuno con el hocico.
—¿Se va a morir?
Emma se volvió. Dena se encontraba junto a la cabaña y dedujo que había estado fisgando por la ventana.
—Claro que no —soltó Emma—. Para matar a Gabriel ha ce falta algo más que una panda de chirridos.
Dena no dijo nada, se limitó a permanecer allí mirándola.
—¿Qué pasa? —preguntó Emma—. ¡Te digo que se pondrá bien!
Dena no se movió ni dijo nada.
Emma se dio media vuelta y se sentó en un tronco, recogió unas cuantas piedrecitas, se las guardó en la palma de la mano y fue lanzándolas una a una contra una cazuela metálica. Al cabo de un rato, Dena se acercó y se sentó a su lado, cogió otras tantas piedrecitas, pero en vez de arrojarlas al suelo se las fue pasando de una mano a otra, tamizando la arena entre sus dedos.
—El año pasado mataron a mis padres.
Emma se quedó mirándola, pero Dena tenía la vista fija en los guijarros que iba cambiando de mano.
—Estaban cerca de Cascadas de Cambridge y los chirridos de la bruja los alcanzaron. Seguro que pensaron que eran del pueblo y que intentaban escaparse.
—¿En serio?
La chica asintió.
Entonces Emma dijo:
—Mis padres desaparecieron hace diez años.
—¿Están muertos?
—No. Bueno… No lo sé.
Las dos guardaron silencio unos instantes.
—Lo siento —dijo Emma—. Por lo de tus padres.
—Gabriel intentó que todo el mundo se uniera para luchar contra la bruja, pero no quisieron. Y ahora tampoco lo harán. Son unos cobardes. —Y la chica arrojó el montón de guijarros contra la cazuela provocando un ruido sordo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emma.
—De eso es de lo que hablan —explicó Dena señalando con la cabeza la colina sobre la que había construida una gran cabaña rectangular de dos pisos—. Anoche, Gabriel despertó a todo el pueblo gritando que tenían que salir a luchar, y eso que ca si se caía por culpa del veneno. Pero ellos no hacen más que hablar y hablar y no se mueven. Son unos… ¡Eh!, ¿adónde vas?
Emma ascendía a grandes zancadas por el camino. Notaba las mejillas encendidas y la ira le nublaba la visión. Gabriel les había dicho que tenían que luchar y pensaba asegurarse de que lo hicieran.
Empujó la cortina y entró en el ambiente cálido y cargado de humo. La cabaña consistía en una única sala muy grande. Los ancianos a quienes Emma había visto antes se encontraban reunidos alrededor de una hoguera en el centro, mientras que el resto del pueblo los rodeaba ocupando lugares en bancos, junto a la pared o en lo alto de las gradas.
Uno de los ancianos estaba hablando.
—¡No hay modo de saber lo poderosa que es la bruja en realidad! Es cierto que nos debemos a una causa, pero no a la de los habitantes de Cascadas de Cambridge. ¡Nos debemos a nuestra gente! ¡A nuestra historia! —Golpeaba el suelo con su bastón levantando pequeñas nubes de polvo—. ¿Y si nos enfrentamos a ella y perdemos? ¿Qué venganza se cobrará? No sabemos lo que puede llegar a hacernos. ¡No podemos arriesgarnos!
Se sentó entre murmullos. En un abrir y cerrar de ojos, Emma se plantó de pie en un banco.
—¡Vais a morir!
Todos los allí reunidos (los ancianos, las personas que ocupaban los bancos, los que se apoyaban en la pared y los que observaban desde las gradas) dejaron de hablar y se volvieron para mirar a Emma.
—¡¿Os creéis que porque no hagáis nada va a dejar que os quedéis tan frescos?! ¡Qué tontos sois! —Una voz interior le decía que no debía llamar tonta a aquella gente, pero la ignoró—. ¡Porque eso es lo más tonto que he oído en mi vida!
El anciano que había hablado alzó su bastón y señaló con él a Emma.
—¡Llevaos de aquí a esa niña!
Emma vio que una mujer se acercaba a ella y deseó que Kate estuviera allí, todo el mundo escuchaba a Kate.
—¡Es verdad! ¡Yo lo he visto! ¡Todo está muerto! ¡Los árboles! ¡Los animales! ¡Todos están muertos! ¡Yo lo he visto! ¡Este sitio tiene las horas contadas!
—¡Lleváosla! —gritó el anciano estampando el bastón contra el suelo.
—No.
Todo el mundo se volvió, incluida Emma. La figura corpulenta y un poco desaliñada de la abuela Peet se adivinaba en el vano de la puerta. Dejó caer la cortina y avanzó lentamente hasta situarse al lado de Emma.
—Esta niña viene del futuro. Si ella dice que las montañas quedarán arrasadas, yo la creo.
—Pero, abuela —dijo el anciano ahora en un tono respetuoso—, si lo que la niña dice es verdad…
—¡Es verdad! ¿Estáis sordos o…? —empezó a decir Emma, pero una mirada de la hechicera la acalló.
—¿Cómo podemos saber cuál es la causa de la devastación? —prosiguió el anciano—. Puede que en el futuro del que viene la niña resulte que hayamos luchado contra la bruja y hayamos perdido. Puede que la niña haya descrito su venganza.
—Menudo gallina —susurró Emma.
La abuela Peet la ignoró, y dijo:
—Entonces tenemos que asegurarnos de no perder.
Cogió a Emma de la mano y avanzó con ella hasta situarse junto a la hoguera, en el centro del grupo de ancianos.
—He sido la hechicera del pueblo desde mucho antes de que la mayoría de vosotros nacierais. Tenéis razón en que, si nos enfrentamos a la bruja y perdemos, estamos acabados: nosotros, nuestra historia, el conjunto de nuestras leyendas. El mundo entero nos olvidará. Aun así —se volvió despacio y miró a la congregación—, no tenemos más remedio que luchar.
Emma notó algo extraño en la mujer: las arrugas desaparecieron de su rostro, sus ojos adquirieron un nuevo brillo y su espalda encorvada se enderezó. La vieja abuela Peet, con su joroba y su piel apergaminada, seguía presente, pero a medida que hablaba, iba cobrando forma otra mujer, alta, bella y orgullosa, como si las dos estuvieran superpuestas.
—Todos conocemos historias que hablan de un objeto de gran poder enterrado en estas montañas y la mayoría de nosotros creemos que eso es lo que ha traído a la bruja hasta aquí. Pero ¿qué es eso que busca? ¿Qué poderes tiene? Las leyendas no dicen nada al respecto.
La abuela Peet hizo una pausa. Emma vio que los hombres y las mujeres estiraban el cuello para escucharla. En las gradas se oía un crujido, como si los allí presentes se estuvieran moviendo para escucharla mejor.
—Es un libro.
—En otra época existieron tres grandes libros de magia, los más poderosos que se han escrito jamás. Pero se perdieron hace miles de años. Aun así, todos los brujos y sabios conocen su poder. En cada uno reside la capacidad de cambiar el mundo.
—Hace mucho tiempo que creo que uno de esos libros está enterrado aquí, pero no sabía cuál. Ahora, gracias a esta niña, lo sé.
Posó la mano en la nuca de Emma, que notó al mismo tiempo el tacto de la mano deformada y callosa de la anciana y el de la firme y delicada.
—El libro escondido en estas montañas, con el que la bruja quiere hacerse a toda costa, se llama Atlas y contiene los secretos del tiempo y del espacio.
Un murmullo se propagó por la sala y, a pesar de encontrarse junto al fuego, Emma notó que un escalofrío recorría todo su cuerpo. La abuela Peet levantó la mano y el murmullo se desvaneció.
—El Atlas permite a quien lo posee viajar en el tiempo, moverse por el mapa de la historia. Eso solo ya es suficiente para sembrar el miedo en nuestros corazones, pero hay más. —Emma notó que el auditorio prestaba más atención todavía, todos pendientes de las palabras de la anciana—. Si alguien aprovecha de verdad los poderes del libro, no solo será capaz de viajar en el tiempo y en el espacio, sino de controlarlos. Los fundamentos de nuestro mundo quedarán a su merced. Ese día, todas nuestras vidas, las de nuestros seres queridos, las de todos los seres del planeta quedarán sujetas a su voluntad. No podemos permitir que el Atlas vaya a parar a manos de la bruja.
Dejó de hablar. Con el rabillo del ojo, Emma vio que la figura de la bella joven se reducía hasta desvanecerse, hasta quedar solo la anciana de piel de elefante a quien todos llamaban abuela Peet. Durante unos instantes, todo el mundo guardó silencio, hasta que un hombre alto y fornido se levantó al fondo de la sala.
—Yo pelearé.
Y, uno a uno, los hombres se fueron poniendo en pie o avanzando un paso desde su posición hasta que todos los de edades comprendidas entre los dieciséis y los sesenta años se declararon dispuestos a luchar.
La anciana suspiró.
—Muy bien, si eso es lo que hay que hacer, lo haremos. Pero ¿quién nos dirigirá?
—Yo.
Gabriel estaba en el vano de la puerta con una manta sobre los hombros. Un instante después, Emma estaba abrazada a él, con la cabeza hundida en su pecho para ocultar las lágrimas.