12. Desayuno o cena

La niña no pesaba nada. Gabriel la tendió de lado en el suelo de la primera sala. Tenía la camisa empapada de sangre.

—Gabriel…

—Cierra los ojos.

Ella lo hizo, y Gabriel aferró la punta de la flecha. Por primera vez en su vida, le temblaban las manos. Rompió el astil con un chasquido brusco. Emma gimió, pero no abrió los ojos. Gabriel hizo lo mismo con el extremo de la flecha que sobresalía de la espalda de la niña. Esta vez de sus labios salió un grito. Tenía las manos entrelazadas y por las comisuras de sus ojos asomaban lágrimas. Ahora de su cuerpo solo sobresalían unos pocos centímetros del astil oscuro manchado de sangre. Había decidido dejar la parte restante dentro. El veneno ya la había intoxicado y al menos el astil impedía que se desangrara. La tomó en brazos y tomó el segundo pasillo de la izquierda, avanzando con la mayor rapidez con que se atrevía a hacerlo.

—Michael y Kate no han vuelto —dijo Emma con voz débil y temblorosa, amortiguada por su pecho—. Creía… Creía que volverían a buscarme.

—No hables. Necesitas ahorrar fuerzas.

El tiempo era su peor enemigo y Gabriel lo sabía. Tenía que sacarla de la montaña y llegar a su pueblo lo más rápido posible. La abuela Peet, la hechicera de la tribu, la curaría. Pero ¿sobreviviría Emma hasta llegar allí? ¿Y él? El mismo veneno de la flecha estaba en las espadas de los chirridos. Gabriel tenía media docena de heridas en los brazos y un gran corte en el costado, y notaba cómo el efecto del veneno le iba helando la sangre y avanzaba hacia su corazón.

¿Y los hermanos? ¿Habrían avanzado por el laberinto pensando que Emma los seguía? Tarde o temprano se darían cuenta y volverían atrás. Pero, con tantas salas desiertas y tantos túneles oscuros, Gabriel sabía que las posibilidades de encontrar a los chicos eran cada vez más remotas. ¿Se habrían perdido? ¿O los habría encontrado alguien? Los túneles no estaban del todo deshabitados.

Gabriel miró a Emma. Tenía los ojos cerrados y la respiración acelerada y débil. Gotas de sudor le perlaban el rostro. No conseguiría llegar viva al pueblo. Se detuvo en una sala y la tendió en el suelo. No le hacía gracia pararse allí, pero no tenía elección. Le levantó la camisa para ver la herida. El veneno se había extendido. Alrededor de la herida, bajo su pálida piel, se entreveía una gran araña negra que extendía sus patas siniestras.

Sacó un pequeño morral de piel y vació su contenido: hojas de distinta clase, una raíz nudosa y un frasquito con un líquido amarillento. Dejó el morral en el suelo y fue juntando y apretando las hojas hasta formar un montoncito y reducirlo a polvo.

—¿Qué haces?

Tumbada en el suelo, Emma había abierto los ojos.

—Tengo que curarte las heridas. La flecha estaba envenenada.

Gabriel extrajo su cuchillo y rebanó dos rodajas de raíz. Luego las cortó en trozos más pequeños y los mezcló con las hojas trituradas. Destapó el frasquito y vertió con cuidado tres gotas del líquido amarillo. Con un siseo, de los restos de hojas y raíz empezó a salir humo. Gabriel cogió el cuchillo por el mango y lo removió todo hasta obtener una mezcla marrón.

—Se han perdido por mi culpa, ¿verdad, Gabriel? —Su voz apenas era un susurro—. No tendría que haberlos dejado. Habrán visto que no iba con ellos y habrán vuelto a por mí, y se habrán perdido, ¿verdad? Es todo culpa mía. Tienes que encontrarlos, Gabriel. Déjame aquí y ve a buscarlos.

—Los encontraré, aunque tenga que volver al túnel con todos los habitantes del pueblo. —Introdujo el dedo en la pasta marrón de olor dulzón, como de turba, y le impregnó la piel—. Pero primero tengo que curarte a ti.

—No…

—No protestes.

Gabriel empezó a aplicarle el ungüento y Emma se mordió la lengua para no gritar. Cuando le rozaba la herida, el bálsamo borbotaba y siseaba. Emma pensó que le estaba quemando la piel.

Un poco después, cuando le pareció que podía controlar la voz, dijo:

—Me voy a morir, ¿verdad?

—Esto disminuirá el efecto del veneno —dijo Gabriel sin dejar de aplicarle el ungüento.

—Bueno. —Ahora le estaba extendiendo la pasta por la espalda. Aún notaba la quemazón, pero la sensación resultaba lejana, como si se hubiera distanciado de su cuerpo—. No tengo miedo. Pero cuando encuentres a Michael y a Kate diles que lo siento, ¿de acuerdo? Que siento haberme escapado. Y dile a Michael que lo que hizo está bien, seguramente yo habría hecho lo mismo. Y diles que los quiero. Sobre todo acuérdate de decirles eso.

Gabriel le aplicó el resto del ungüento en la herida de la espalda. Había hecho cuanto estaba en su mano y ahora que sobreviviera dependía de la propia fortaleza de la niña y de lo rápido que él consiguiera llevarla hasta el pueblo.

Se detuvo un momento a mirarla allí tendida a la luz de la lamparilla. Siempre había sido un hombre solitario. Incluso entre los suyos se sentía bastante solo. Pero con esa niña sentía un vínculo especial, algo que no había sentido nunca con ningún ser vivo. Le posó su gran mano en la cabeza con gesto delicado. Emma tenía los ojos cerrados. A pesar de su cura, la estaba perdiendo.

—Tienes un gran corazón. —Le apartó el pelo de la frente sudorosa—. No vas a morirte ahora.

Y entonces oyó un «clic, clic» y miró hacia uno de los pasillos. No veía más que oscuridad, pero conocía el sonido. Era el golpeteo de las garras en el suelo de piedra.

Miró a Emma, estaba inconsciente, y la bendijo.

Se puso en pie, las piernas temblorosas por el efecto del veneno que se extendía por su cuerpo. Extrajo el machete que llevaba a la espalda.

No había posibilidades de escapar, la criatura estaba demasiado cerca.

Se quedó mirando el pasillo, aguardando a que emergiera de entre las sombras.

—¡Así que acabaré dirigiendo un orfanato! ¡Increíble! ¡Hay que ver las vueltas que da la vida!

Kate y Michael estaban sentados sobre sendas pilas de paja frente al doctor Pym. Entre ellos, en mitad del suelo, crepitaba el fuego que él había convertido en una pequeña y cálida hoguera.

—Bueno, para ser sincero, el orfanato no es gran cosa —dijo Michael.

—¡Michael!

—Lo digo porque ¿qué clase de orfanato tiene solo tres niños?

—Tiene razón —convino el doctor Pym—. Parece que he hecho… bueno, que haré las cosas fatal. Eso es dentro de unos quince años, ¿no?

Cuando el viejo brujo apareció en medio de la oscuridad, Kate se quedó perpleja, y aunque no dudaba que se trataba efectivamente del doctor Pym, que no era una visión, se preguntó qué hacía el director del orfanato en la mazmorra de los enanos. Permaneció inmóvil, con la espalda pegada a la puerta.

—Doctor Pym, ¿qué hace usted aquí?

Michael se quedó boquiabierto.

—¡¿Este es el doctor Pym?! ¡¿El doctor Pym en persona?!

—Hola —los saludó el brujo sonriéndoles por encima del fuego que había encendido en la palma de su mano.

Kate apoyó la mano en la pared para tranquilizarse. Tenía la misma sensación que aquel día en la biblioteca; creía conocer de algo a ese hombre. Su imagen entre las sombras removía algún recuerdo en lo más profundo de su mente.

—¿De verdad es usted el doctor Pym? —preguntó Michael.

—Sí, yo mismo. ¿Quién eres tú?

—Michael —respondió Kate—. Nuestro hermano. No estaba el día que nos conoció a Emma y a mí. —Kate se esforzaba por conservar la calma. Tenía que estar lúcida. Emma corría peligro y, si querían encontrarla, necesitaban ayuda. Pero ¿podían confiar en el doctor Pym? Cuando hubo pasado la primera impresión, las dudas acerca del brujo volvieron a asaltarla.

El hombre estaba mirándola.

—¿Y tú quién eres, querida?

Kate consiguió pronunciar:

—¿Qué…?

—Te he preguntado que quién eres. Siempre me alegra conocer a gente nueva, pero parece que tú ya me conoces a mí.

—¡Claro! ¿No se acuerda? Nos conocimos… —Las palabras se apagaron en los labios de Kate cuando esta se dio cuenta del error. Emma y ella no conocerían al doctor en la casa de Cascadas de Cambridge hasta dentro de quince años. El hombre que les sonreía y llevaba sin duda el mismo traje de tweed que una década y media después no sabía quién era ella. Se sintió estúpida y abatida—. Quiero decir que nos conoceremos… Es complicado de explicar.

—El motivo por el que usted y yo no nos conoceremos —quiso ayudarla Michael— es que yo me habré quedado atrapado en el pasado.

—Ya veo —dijo el doctor Pym sacudiendo la cabeza—. Bueno, no, no veo nada. Será mejor que os acerquéis y me lo expliquéis todo.

Los guio hacia el interior de la celda, que era del tamaño de un cómodo salón, a base de piedra y hierro, sin una sola ventana, y montones de paja por mobiliario. El doctor Pym hizo dos pilas de paja y les pidió a Kate y a Michael que se sentaran. Entonces hizo que la llama se deslizara de su mano, sopló y el fuego se avivó y formó una hoguera. El hombre se sentó en otro montón de paja, cruzó sus largas piernas y se sacó una pipa del bolsillo interior de la chaqueta.

—Bueno —dijo mientras empezaba a llenar la cazoleta—. Empezad por el principio.

—Espere… —Kate había decidido pedirle ayuda. ¿Qué otra opción les quedaba? Emma se había perdido—. Se lo contaremos todo, ¿de acuerdo?, pero antes…

—Ah, sí. Muy bien, vamos a presentarnos. Me llamo Stanislaus Pym, pero eso ya lo sabes. ¿He oído que tú te llamas Kate? ¿Es el diminutivo de Katherine?

—Sí, pero…

—Katherine ¿qué más?

—¡P! ¡Katherine P! ¡Y este es Michael, ya se lo he dicho! Pero…

—¿P? ¿Cómo la letra? Qué apellido tan raro.

—¡No sabemos cómo nos llamamos en realidad! Mire, ya le he dicho que se lo contaremos todo, ¡pero antes tiene que encontrar a nuestra hermana Emma! ¡Puede que corra grave peligro!

—¡Se ha quedado atrás para ayudar a Gabriel! —añadió Michael—. Y eso que Kate le ha dicho que no, pero siempre hace igual.

—Michael, ahora no.

—Lo siento —masculló Michael—. Pero es una…

—¿Así que vuestra hermana está con Gabriel?

—¿Lo conoce? —Kate se quedó de piedra.

—Ya lo creo —dijo el doctor Pym—. Y si es así, no tenéis de qué preocuparos. Gabriel es uno de los hombres más válidos que he conocido en mi vida.

—¡Pero no sabemos seguro si está con Gabriel! ¿No puede hacer un truco…?

—Katherine, en primer lugar, la magia no funciona así. No se dice «abracadabra» y aparece alguien como si nada. Bueno, a veces sí, pero no en este caso. En segundo lugar, ten la seguridad de que ya estoy trabajando para localizarla, aunque me veas aquí sentado hablando.

—¿En serio? —No fue capaz de borrar el escepticismo de su voz.

—Puedes estar convencida.

—Pero si… está ahí sentado —dijo Michael—, con la pipa en la boca.

—Sí. —El doctor Pym sonrió—. Es asombroso, ¿verdad? Y ahora insisto en que me contéis vuestra historia. Os prometo que todo lo que me digáis me ayudará a formarme una imagen más precisa de vuestra hermana y me ayudará a encontrarla.

Kate accedió (¿qué otra opción tenía?), y empezó a contarle su historia, aunque un poco abreviada (puesto que ya le explicarían los detalles dentro de quince años). Aun así, incluyó toda la información principal: que desde que sus padres habían desaparecido habían ido de orfanato en orfanato, que habían llegado a Cascadas de Cambridge y habían sabido por Abraham que el director del orfanato, el doctor Pym, era un mago…

—Vaya, ese Abraham es un poco cotilla, ¿no? —dijo el doctor Pym.

… que habían encontrado el libro en el sótano…

—¿Es su despacho? —preguntó Michael.

—Ni idea —respondió el doctor Pym—. Aún no conozco la casa. ¿Es acogedora?

—Da un poco de miedo —respondió Michael.

—Vaya —repuso el doctor Pym con aire decepcionado, e hizo un gesto con la pipa para que continuaran.

… le contaron que habían utilizado el libro para viajar al pasado, que habían visto a la condesa, que Michael se había quedado atrapado allí y que Kate y Emma habían vuelto para rescatarlo…

—¡Qué valientes! —exclamó el doctor Pym en tono aprobatorio—. Y qué nobles.

… que el libro había desaparecido mientras hablaban con la condesa, que en la casa había una habitación llena de niños a quienes Kate había prometido ayudar, que se habían escapado, que los habían perseguido los lobos; le hablaron de Gabriel, de la carrera por los túneles, de que habían perdido a Emma y de que luego el capitán Robbie McLaur y su tropa de enanos los habían capturado.

—Vaya, vaya —exclamó el doctor Pym—. Menuda aventura. No me extraña que estéis agotados.

—Escuche —la impaciencia de Kate le estaba haciendo perder las formas—, sé que es un mago, y probablemente sabe lo que se trae entre manos, pero a lo mejor necesita probar con otro truco, porque es evidente que Emma no está aquí.

—Querida, estoy haciendo todo lo que puedo —respondió el doctor Pym mirándola por debajo de sus cejas níveas—. Pero la verdad es que mis poderes se están viendo un poco mermados.

—¿Qué quiere decir? ¡Usted puede hacer magia!

—Rectificación: puedo hacer magia a veces. Esta celda…

—Es por el hierro, ¿no? —saltó Michael—. El hierro de las paredes de los enanos.

—Ah —exclamó el doctor Pym con admiración—, veo que sabes unas cuantas cosas sobre los enanos.

—Creo que son las criaturas más nobles, más…

—Está bien, Michael, ya lo sabemos. Doctor Pym, ¿qué pasa si en las paredes hay hierro?

—Aunque no son magos, los enanos son criaturas mágicas. Todo lo que construyen tiene magia. Cuanto más trabajo cuesta construir algo, mayores son sus propiedades mágicas. Y los enanos no tienen parangón cuando se trata de trabajar el hierro. Así que cuando construyen una celda como esta, forjan el hierro de una forma que interfiere con los poderes de alguien como yo.

Kate estuvo a punto de decir una cosa de la que probablemente se habría arrepentido, algo así como «Entonces, ¿de qué nos sirve?», pero justo en ese momento se abrió la puerta y cuatro enanos entraron en la celda. Uno de ellos llevaba una mesa cuadrada de patas cortas y los otros tres trataban de mantener en equilibrio bandejas llenas de humeantes platos de comida.

—Ah —exclamó el doctor Pym—, la cena.

Pero no era la cena. Los enanos les sirvieron una pila de crepes con mantequilla, beicon, pastel de carne con queso, confitura, mermelada y miel, rebanadas de pan tostado, tazones de gachas calientes, pedazos de queso tierno, pirámides de donuts rellenos de mermelada y, finalmente, una jarra de lo que debía de ser sidra muy concentrada.

—Los enanos —explicó el doctor Pym— son acérrimos defensores de tomar el desayuno a la hora de cenar, y tengo que decir que con el tiempo la costumbre me está gustando. Gracias, amigos.

Los enanos hicieron una gran reverencia y sus barbas barrieron el suelo cuando retrocedieron y cerraron la puerta de hierro tras sí.

—Venid, pareja. Sé que estáis preocupados por vuestra hermana, pero tenéis que conservar las fuerzas. Si las perdéis, no serviréis para nada. Además, tengo que contaros una cosa que os parecerá muy interesante. Vamos a acabar con esto antes de que se enfríe, ¿sí?

Se inclinó sobre la mesa y cortó una gruesa porción de pastel de jamón con huevo y queso. Michael miró a Kate. Esta asintió y ambos tomaron posiciones junto a la mesa y se pusieron manos a la obra.

—Dejad que empiece por preguntaros una cosa. —El doctor Pym se estaba comiendo un donut relleno de mermelada tratando sin demasiado éxito de no mancharse el traje—. ¿Hago bien en suponer que vosotros también estáis buscando el libro?

—Sí —respondió Kate, que cortaba una gruesa pila de crepes de arándano—. Es la única forma de poder volver a casa, pe ro no tenemos la menor idea de dónde está.

—Bueno… —El viejo mago se introdujo el último pedazo de donut en la boca y un gran pegote de mermelada cayó en su corbata sin que se diera cuenta—. Menos mal que yo sí.

Kate y Michael se quedaron helados.

Por fin Kate preguntó:

—Usted sí, ¿qué?

—Menos mal que yo sí sé dónde está. —Empezó a remover una pila de barquillos de limón buscando el más largo y azucarado—. Ah, este. —Tomó una galleta dorada con una buena capa de cobertura y la sostuvo en alto para que pudieran admirarla.

Les dijo que el libro estaba escondido bajo la Ciudad de los Muertos.

¿Qué era la Ciudad de los Muertos?

La Ciudad de los Muertos, les explicó el doctor Pym mientras mascaba el barquillo como un panda, era la antigua capital del pueblo enano, abandonada a su suerte quinientos años atrás después de que un terremoto la devastara.

—¿Estás bien, querida? ¿Te han sentado mal los crepes?

—Estoy bien. —Kate tenía la voz tensa. Estaba recordando el sueño de la noche anterior, la ciudad bajo la montaña, y cómo se había abierto la tierra y se la había tragado. ¿Sería la misma ciudad? Tenía que serlo.

—La cuestión —prosiguió el doctor Pym chupándose los dedos— es que el libro está encerrado en una cripta bajo las ruinas.

Kate notó cómo un escalofrío le recorría la espalda. ¿Por qué tenía esas visiones? Volvió a recordar a la condesa diciendo que el libro la había marcado.

—¿Lo… sabe la condesa?

—Bueno, seguro que sabe algo. Los hombres de Cascadas de Cambridge llevan dos años cavando.

Pro ¿cmmolsabe? —preguntó Michael (tenía un crepe de plátano casi entero en la boca).

—Es una buena pregunta —convino el doctor Pym—, pero para responderla debería remontarme en el tiempo.

Se sacudió unas cuantas migas de la chaqueta, estiró el brazo para tomar un donut y empezó su narración.

Tal como los chicos sabían, hacía tiempo existían tres grandes libros de magia, los Libros de los Orígenes. El doctor Pym no creía necesario ahondar en sus propiedades y poderes por el momento. Bastaba con decir que dos mil quinientos años atrás, después de que la ciudad de Rhakotis fuera saqueada por el ejército de Alejandro Magno, dos de los Libros de los Orígenes habían desaparecido. El tercero, sin embargo, se lo había llevado un joven mago muy inteligente y muy atractivo. (Mencionó la belleza del joven mago varias veces, por lo que parecía un punto crítico de la historia). Durante años, el joven mago no paró de ir de un lado a otro y de esconder el libro en distintos lugares. Sabía que había fuerzas malignas que deseaban hacerse con el poder del libro y que lo habrían utilizado para fines terribles y destructivos. Unos mil años después, él ya no tan joven mago viajó con el libro a través del océano y se adentró en estas montañas e hizo un pacto con el rey de los enanos para que lo escondiera.

De nuevo Kate se estremeció al reconocer la escena. Era la visión que había tenido en el laberinto. ¿Le estaba enviando señales el libro? ¿Quería que ella lo encontrara?

—¿Te vas a comer ese gofre? —susurró Michael—. Es de chocolate y…

Kate se lo pasó.

El rey de los enanos hizo que sus mejores albañiles construyeran una cripta muy por debajo de la ciudad, y allí escondieron el libro. Durante los siguientes diez siglos volvió a reinar la tranquilidad, hasta el terremoto, que asoló la ciudad y mató a mucha gente, incluidos todos aquellos que sabían de la existencia del libro. Así, cuando los enanos se trasladaron hacia el sur para volver a construir su ciudad, el libro quedó abandonado bajo las ruinas.

—La cuestión de por qué conozco la existencia del libro y dónde está no importa…

—¿Cómo es que lo sabe? —preguntó Michael, incapaz de resistirse a ese tipo de detalles prácticos.

—Amigo mío, acabo de decir que no importa.

—Seguro que encontró un viejo manuscrito en la biblioteca, olvidado durante años con los demás libros sin que nadie se fijara en él. Entonces usted lo vio y se dio cuenta de que era el diario del joven mago y…

—No. No fue así como lo supe.

—¡Ah! Seguro que se lo dijeron los árboles, ¿verdad? Los robles centenarios. Entonces debían de ser unos arbolitos diminutos. Vieron al joven mago entrar en la montaña con el libro, y usted les hizo un embrujo para que hablaran y…

—No seas tonto, nadie puede hacer que los árboles hablen, y menos aún los robles. Son muy sosos.

—Pues seguro que…

—¡El mago era usted! —exclamó Kate.

—Menuda locura —saltó Michael—. Tendría que tener miles de…

Pero se interrumpió, al ver que el doctor Pym sonreía a Kate.

—Querida, ¿cómo lo has adivinado?

Kate se planteó decirle la verdad: que de pronto se había dado cuenta de que el hombre pelirrojo de su sueño que había entregado el libro al rey de los enanos para que lo guardara era el doctor Pym (solo que mucho, mucho más joven). Pero si le contaba eso, él empezaría a hacerle preguntas y querría saberlo todo acerca de sus visiones.

Se encogió de hombros.

—Cuestión de suerte.

El doctor Pym se quedó mirándola y prosiguió.

Les contó que al principio solía volver a la región cada pocos años, pero con el tiempo, viendo que el libro no corría peligro (sobre todo después del terremoto, cuando él era el único que sabía dónde se encontraba), sus visitas se fueron espaciando. La última había tenido lugar hacía unos cinco o seis años, que fue cuando conoció a Gabriel. Y descubrió, para su consternación, que corrían rumores acerca de un objeto de gran poder que estaba enterrado en las montañas. Era como si los habitantes hubieran empezado a notar la presencia del libro. El doctor Pym supo que tarde o temprano los rumores llegarían a oídos de quien no debían y empezó a buscar otro escondrijo.

Buscó por todo el mundo: rechazó una gruta submarina por aquí, una fortaleza en la montaña por allá. Estaba en el Amazonas examinando una serie de cuevas cuando se enteró de la llegada de la condesa. Para cuando regresó, la condesa llevaba dos años trabajando. Los hombres de Cascadas de Cambridge, a fuerza de golpes y latigazos de los guardias, habían cavado un laberinto de túneles bajo la Ciudad de los Muertos. Aunque aún no habían descubierto la cripta, el doctor Pym presentía que ese día no estaba muy lejos. Tenía que trasladar el libro de inmediato.

—¡¿Y qué pasa con los hombres?! —gritó Kate—. ¡¿Y los niños?! ¡¿Por qué no los libera antes?!

—Katherine, tus sentimientos son muy nobles, pero la seguridad del libro es lo primero. Si cayera en manos de la condesa, un número mayor de vidas correrían peligro.

Kate vio que el bollo que había empezado a comerse seguía sobre la mesa. Le temblaban las manos de ira. Se dijo que, ante un dilema así, ella permitiría que la condesa obtuviera el libro, si eso sirviera para salvar la vida de un niño y reunir a una familia, aunque eso significara que sus hermanos y ella quedaran atrapados para siempre en el pasado.

La cuestión, prosiguió el doctor Pym, era cómo recuperar el libro. Los soldados de la condesa habían construido un campo de prisioneros en la Ciudad de los Muertos. No sería fácil distraer a los centinelas. Claro que más difícil sería llegar a la cripta. El terremoto había cortado el paso por el túnel.

—Pero seguro que hay un camino secreto, ¿verdad? —preguntó Michael.

—Eres muy inteligente, chico —lo alabó el doctor Pym satisfecho—. Qué suerte que no trabajes para la condesa. Nos habríais dado para el pelo a todos.

—Ah, yo nunca trabajaría para ella —afirmó Michael categóricamente. Entonces miró a Kate y farfulló—: Bueno, no volvería a trabajar para ella jamás.

El doctor Pym les explicó que, cuando construyeron la cripta, el rey de los enanos pidió que hicieran una especie de puerta de emergencia, precisamente por si algún día ocurría una cosa así.

—Los buenos de los enanos —dijo Michael con una sonrisa—. Siempre van un paso más allá.

A la puerta secreta se accedía a través de una cueva que quedaba por debajo del salón del trono. Las paredes de la cueva estaban cubiertas de una especie rara de liquen que en la oscuridad emitía un brillo dorado. Si se llegaba a esa cueva, se podía acceder a la cripta.

—¿Y cómo se llega a la cueva? —preguntó Kate.

—Ese, querida, es precisamente el problema. El terremoto lo derrumbó todo, los túneles, los pasadizos. Aunque logré colarme en la Ciudad de los Muertos, no fui capaz de dar con la entrada. ¡Dios mío! ¿Habéis probado esto? —Sostenía un grueso donut relleno de crema al que acababa de dar un bocado.

—Usted ha cogido el último —dijo Michael de mala gana; llevaba rato fijándose en el donut.

—Oh, lo siento. —El doctor Pym lo partió en dos y le entregó la mitad, y a pesar de la falta de pulcritud, Michael apreció su gesto.

—Así, ¿qué hizo? —preguntó Kate impaciente.

—Bueno, me di cuenta de que necesitaba un guía, alguien que supiera moverse por los túneles que había debajo de la Ciudad de los Muertos y reconociera la cueva que le describía. Y vine al único lugar donde podía encontrar a alguien con esas características: la corte de los enanos. ¿Habéis comido bastante? Estupendo. Creo que es la hora del té.

El doctor Pym inclinó la pequeña tetera de hierro y sirvió tres tazas de un líquido ambarino y caliente mientras les advertía que tuvieran cuidado de no quemarse la lengua. Comentó que, aunque tenía su parte mala, el hierro de los enanos era buenísimo para hacer cafeteras. Luego se puso cómodo, llenó la pipa de tabaco, prendió una cerilla, aspiró la pipa hasta que se hubo encendido y exhaló una enorme bocanada de humo con sabor de almendra.

—Hemos llegado a la segunda parte de la historia, la de Hamish. —El doctor Pym dio un delicado sorbo de té—. Hasta hace poco, los enanos de esta región tenían una reina, una mujer justa y sabia que era una muy querida amiga mía. Durante mi última visita, hace unos cinco años, me aseguró que a su muerte su hijo pequeño se convertiría en rey. El chico reunía todo lo que debía ser un futuro rey: era bueno, sincero y contaba con todas las cualidades que, aunque aburridas, se requerían. Su otro hijo, el mayor, era un bestia, una criatura incontrolable y con muy poca higiene. Todo el mundo veía claramente que como rey sería un desastre, pero, cosas de la vida, poco después de mi visita la reina murió sin dejar testamento, o al menos —el doctor Pym miró a los chicos con intención— no lo encontraron. Así fue como Hamish se convirtió en rey en vez de Robbie.

—Espere… ¿se refiere al capitán Robbie? —preguntó Kate.

—Ah, sí, habéis dicho que conocíais al capitán Robbie. Hamish y él son hermanos, aunque se parecen menos que el día y la noche, menos que… —Hizo una pausa buscando sin éxito otra comparación—. Sí, el día y la noche es un buen ejemplo.

—Bueno, Hamish no llevaba mucho tiempo ejerciendo de rey cuando apareció en la corte la condesa con sus morum cadi. Lo llenó de regalos y promesas y le pidió permiso para excavar la Ciudad de los Muertos. No le contó lo que buscaba. De hecho, dijo que ni ella misma lo sabía, que según la leyenda era un objeto mágico que se había perdido. Pero le prometió que, cuando encontrara el objeto misterioso en cuestión, lo compartiría con él y el rey le dio permiso.

—¿Acaso es idiota? —preguntó Kate.

—Probablemente —respondió el doctor Pym—. Aun así, no tardó en darse cuenta de que lo habían engañado, de que la condesa sabía muy bien lo que buscaba y no tenía la menor intención de compartirlo. Debéis de preguntaros por qué Hamish no se servía de la fuerza para volver a hacerse con la ciudad. Después de todo, su ejército sobrepasaba en mucho al de la condesa. De momento solo os diré que tenía buenas razones para evitar una confrontación directa. Así, se quedó sentado en su trono floreciéndose (literalmente, porque el muy marrano no se baña nunca). Y así lo encontré yo.

—Estaba celebrando una de sus fiestas interminables. Creo que el muy payaso pensó que había ido a felicitarlo por su ascenso al trono. «¿Qué me traes, mago?». Esas fueron sus primeras palabras. Yo le respondí que más que llevarle un regalo, había ido a buscarlo.

—Ah, ¿en serio? —soltó—. ¿Es que estamos en Navidad? ¿Por qué nadie me lo ha recordado?

—Le dije que necesitaba un guía, que quería burlar a la condesa y hacer desaparecer el objeto que tanto se esforzaba por encontrar. Había pensado en inventarme una historia para ocultar mi verdadero plan, pero vi a Hamish tan a la expectativa que enseguida habría descubierto el ardid. De todos modos, mis palabras inmediatamente surtieron efecto y Hamish se abalanzó sobre mí como un tigre sucio, apestoso y con pocas luces.

—¡¿Sabes lo que busca la condesa?!, gritó él.

—Sí, respondí yo.

—Me pidió que le contara todo lo que sabía, pero yo me negué. Entonces me amenazó, pero yo me seguí negando. Montó en cólera y empezó a gritarme, a escupirme, a arrojarme platos a la cabeza. Volcó la mesa y le propinó un puñetazo al ministro de Cultura. Pilló un berrinche como no he visto otro igual, mientras no paraba de asegurar a grito limpio que, puesto que el objeto estaba enterrado en su tierra, pertenecía a los enanos, lo que significaba que era suyo y de nadie más.

—Tiene parte de razón —musitó Michael.

—Yo le dije a Hamish —prosiguió el doctor Pym— que los enanos solo eran los encargados de custodiar el objeto, pero que no les pertenecía.

—¡Así que te niegas a ayudarme! —gritó—. ¿Crees que no puedo hacerte daño, mago? ¡¿Es eso lo que crees, sinvergüenza?! ¡Eres un viejo estúpido!

—Yo le respondí que sabía muy bien que podía hacerme daño, pero que, aun así, no pensaba decirle qué había enterrado bajo la Ciudad de los Muertos. Y así —el doctor Pym separó las manos para señalar las paredes de la celda— fue como acabé aquí. Todo esto sucedió hace cuatro días.

Los chicos guardaron silencio, con las tazas de té todavía humeantes entre las manos, pensando en todo lo que les había contado el doctor Pym.

Michael le preguntó si tenía una llave para entrar en la cripta.

El viejo mago sonrió.

—Más o menos, pero ya he hablado mucho por esta noche. Estáis cansados y necesitáis dormir. Algo me dice que mañana van a haceros falta las fuerzas.

—Pero ¿y Emma? —Kate había escuchado todo lo que había contado el doctor Pym sobre el traslado del libro, la cripta, Hamish, pero su paciencia llegaba a un límite—. ¡Ha dicho que la estaba buscando! ¿Dónde está? ¿Está a salvo? ¿Está por lo menos viva? ¿Nos lo va a decir o no?

—Corría un gran peligro —respondió tranquilamente el doctor Pym—, pero ya lo ha superado. Ahora está en el pueblo de Gabriel y la hechicera la está curando. Te aseguro, querida, que tu hermana está a salvo.

Por un momento, Kate y Michael quedaron mudos de asombro.

—¿En serio? —preguntó Kate.

—Sí. ¿Queréis verlo?

Kate asintió.

El doctor Pym sonrió.

—Muy bien.

Y, de pronto, Kate sintió como si tuviera el cuerpo lleno de arena. Le pesaban muchísimo los brazos y las piernas. No podía levantar los párpados. Se esforzó por permanecer despierta. Entonces notó que Michael se desmoronaba contra ella.

—Pero… —masculló— nosotros…

Se durmió antes de caer tendida sobre la paja.

Mientras dormía soñó que estaba en el laberinto volando por uno de los pasillos oscuros. Frente a sí vio la luz procedente de una sala. Avanzó hacia ella, salió del túnel y la escena que apareció fue más terrible que la peor de las pesadillas. Emma yacía inmóvil en el suelo. La mitad inferior de su camisa estaba empapada de sangre. Kate vio el trozo de flecha que sobresalía de su espalda. Gabriel estaba a su lado, y empuñaba su especie de machete con ambas manos; el filo emitía destellos a la luz de la lamparilla. Y sobre él se cernía la criatura más horrible que Kate pudiera imaginar jamás.

Tenía la piel traslúcida, de un blanco viscoso, salpicada de llagas verdosas. Los brazos y las piernas eran horriblemente largos y delgados, su espalda estaba encorvada a causa de los túneles de techo bajo que llevaba recorriendo durante generaciones enteras. Al avanzar, golpeteaba el suelo con las garras. Kate vio los ojos blanquecinos desprovistos de visión y las grandes orejas de murciélago. El salmac-tar emitió un ruido siseante y gutural y se abalanzó sobre Gabriel con las garras extendidas. Kate quiso gritar, pero de su boca no salió sonido alguno. Gabriel avanzó blandiendo el arma sobre su cabeza formando una brillante parábola. El hombre y el monstruo se encontraron en mitad de la sala, y Kate notó que el pecho se le encogía de miedo. Pero en ese instante la cabeza del monstruo se desprendió del cuerpo, salió despedida, rebotó en la pared y dio más de una vuelta de campana antes de caer al suelo boca abajo.

Durante un rato no hubo movimiento alguno. Ni siquiera el cuerpo decapitado se inmutó, hasta que, poco a poco, se fue desplomando. Gabriel limpió la sangre de su arma, y se disponía a volver junto a Emma cuando un sonido llamó su atención.

Kate también lo oyó.

Clic clic… Clic clic…

Primero el sonido procedía de uno de los pasillos oscuros, luego de otro, luego de otro. Se propagaba como el zumbido de los insectos, cada vez más intenso y más molesto. Gabriel envainó el arma, cogió a Emma y la lamparilla y echó a correr.

Kate corrió junto a él por los pasillos oscuros. Oía su respiración, notaba el olor de su sudor. Tras ellos el repiqueteo era cada vez más fuerte. Emma no llegó a abrir los ojos. Gabriel cruzaba una sala detrás de otra, avanzando por un túnel detrás de otro. Al mirar atrás, Kate divisó en la oscuridad las siluetas espectrales que corrían tras ellos y trepaban por las paredes, cada vez más rápido.

De repente, se encontraron fuera del laberinto, corriendo hacia una cueva natural formada por las rocas. Kate vio las formas blanquecinas saliendo en tropel del túnel. Gabriel tropezó y a punto estuvo de caerse, y de ser así, los salmac-tar se habrían lanzado sobre él para clavarle las garras y los dientes; pero consiguió levantarse a tiempo, cruzar un arroyo y entrar a toda prisa en otro túnel corto. Luego salieron del túnel y de la montaña. Kate notó el frío de la noche en el rostro y vio la luna llena en el cielo. Y, a pesar de que no era más que un sueño, se llenó los pulmones con el aire fresco y limpio de la noche.

Gabriel se detuvo y miró atrás. Kate no veía a las criaturas, pero oyó desatarse su furia dentro del túnel cuando, por algún motivo, no lograron salir. Gabriel enfiló un camino que descendía por la ladera de la montaña. En el valle, Kate vio las hogueras bailando en la oscuridad y supo que se trataba del pueblo de Gabriel. Emma estaba a salvo.

Kate se despertó al percibir el olor del tabaco del doctor Pym.

—Buenos días —les dijo el mago—. Habéis dormido nueve horas, ya me parecía a mí que estabais agotados.

Kate se frotó los ojos. El fuego se estaba apagando. Michael seguía dormido sobre la paja.

—He tenido un sueño rarísimo.

—¿En serio? Me muero porque me lo cuentes. —El doctor Pym esbozaba su afable sonrisa envuelto en humo—. Os he estado analizando a tu hermano y a ti. ¿Dices que no conocéis a vuestros padres?

—Yo tengo algún vago recuerdo, pero no sé ni sus nombres. ¿Por qué?

El doctor Pym golpeó la pipa contra el suelo de piedra para vaciarla y se la guardó en el bolsillo.

—Ya hablaremos de eso más tarde. Será mejor que despiertes a Michael, llegarán de un momento a otro.

—¿Quiénes? —Kate se sentía mareada, como si aún estuviera soñando. ¿Había sido un sueño? Le parecía tan real… ¿Y por qué el doctor Pym le preguntaba por sus padres?

Se oyó el ruido de un candado, la puerta se abrió y el capitán Robbie McLaur entró en la celda.

—¡Vamos! ¡Arriba! El rey quiere veros.