Gabriel se encontraba de espaldas al puente de cuerda. Tenía la respiración agitada y el mango de su machete estaba resbaladizo por el sudor. Tenía cortes en los brazos y una profunda herida en el costado. Las espadas de los morum cadi estaban envenenadas, cualquiera de los cortes podía matarlo, pero Gabriel no pensaba en eso.
Se había cargado a seis monstruos: a cuatro los había partido por la mitad y a dos los había arrojado al vacío, pero aún quedaban más de una docena apiñados a su alrededor en semicírculo empuñando las espadas con los ojos centelleantes. Al respirar (si a lo que hacían podía llamarse respirar), un ruido áspero atravesaba el pañuelo que cubría sus cráneos putrefactos. Solo tenían que avanzar y lo aplastarían.
¿Por qué habían dejado de atacarlo?
Supo la respuesta cuando emergió del túnel la oscilante luz de una antorcha que avanzaba por detrás de los chirridos. Estos se apartaron para dejar paso al secretario. El hombre bajito respiraba con dificultad y se enjugaba la frente con un pañuelo de encaje de color lavanda.
—Caramba, caramba —dijo jadeando—. Menudo trecho. Seguro que hay un camino más corto.
Agitó el pañuelo frente a los chirridos.
—Mis compañeros le han hecho pasar un rato entretenido, ¿eh? Antes que nada, vamos a presentarnos. Griddley Cavendish, a su servicio. —Hizo una reverencia y esbozó su horrible sonrisa—. ¿Y usted es, mi querido señor…?
Gabriel sopesó las probabilidades de alcanzar al hombre con el machete. Creía que podía conseguirlo, pero entonces quedaría a merced de los chirridos.
—Vamos, vamos —dijo Cavendish en un falso tono halagador—. Es obvio que se trata de un hombre de fortuna. Se ha escapado del barco. Puede matar chirridos y lobos a voluntad. Eso, por no mencionar el ingenioso pasadizo oculto tras la chimenea. Tengo que confesar que casi lo pierdo, pero… la condesa es muy inteligente. Por suerte, hace algún tiempo tuvo a bien compensar mi ignorancia con unos cuantos hechizos muy simples, como los que revelan las puertas y los muros secretos. Qué dechado de belleza y clarividencia. No es de extrañar que los niños la quieran tanto. Así pues, ¿cómo se llama, señor?
—Acérquese y se lo diré —respondió Gabriel.
El secretario soltó una risita y se dio unas palmadas en la pierna dando a entender que lo encontraba muy divertido, acompañándolo todo con enérgicos cabezazos.
—¡Y qué excelente sentido del humor! De todos modos, gracias por la invitación, pero los dos sabemos en qué está pensando, ¿no? En eso tan largo y afilado, ¿a que sí? —Señaló con el dedo encorvado el machete de Gabriel y luego, por algún motivo, solo se tocó un lado de la nariz.
Gabriel empezaba a pensar que el hombre estaba mal de la cabeza.
—Muy bien, nada de nombres, pero ¿qué le parece si nos dice dónde están los chicos? De lo contrario, tendré que pedirles a mis putrefactos amigos que lo partan en pedacitos más manejables.
Si el semblante de Gabriel no revelaba nada, la mente le iba a cien por hora. La condesa quería a los chicos a toda costa, tanto era así que había enviado a su secretario y una veintena de chirridos a buscarlos. Eso era casi toda la guardia del pueblo. ¿Sería solo por su relación con el libro o habría algo más? ¿Serían los niños importantes por algún motivo? Tenía la sensación de que había cometido un grave error al dejarlos marchar.
—Imagino que los ha mandado cruzar el puente, ¿no? ¿Están en el laberinto? Eso es muy peligroso, ¿no cree? Es tan fácil perderse…
El secretario dio un paso adelante con cautela.
—Tal vez podamos hacer un trato. Para usted, los chicos no significan nada, los encontró en el bosque y comprensiblemente acudió en su ayuda al ver que los perseguían aquellos terribles lobos. Cualquiera habría hecho lo mismo. Ayúdenos a encontrarlos. Hágalo —dijo con un hilo de voz mientras se esforzaba por conservar la sonrisa—, y la condesa le concederá todo lo que desee: riqueza, poder… Puede ser muy generosa.
El secretario se arriesgó a acercarse un paso más. Con un simple gesto, su cabeza le saltaría por los aires, pero Gabriel sabía que no tendría tiempo de más antes de que los chirridos lo atacaran. ¿Y qué les pasaría entonces a los chicos?
—Dígale a la bruja…
—¿Sí? —Cavendish se inclinó con avidez.
—Que voy a ir a por ella.
Se dio media vuelta y con un movimiento de machete cortó las cuerdas que sostenían el puente. Al instante, este cayó al vacío y Gabriel saltó, dejando tras sí los gritos encolerizados del secretario.
Extendió el brazo que tenía libre, esforzándose por palpar algo en la oscuridad. Pero no había nada. Solo aire frío. Empezó a caer. Le había fallado a todo el mundo. Los chicos se quedarían solos. Su gente…
Entonces su mano dio con una tabla. Se resbaló, pero Gabriel se aferró a la siguiente justo en el momento en que notó una sacudida y el puente quedó vertical y tirante. Entonces empezó a oscilar. Dio contra la pared de piedra con una fuerza brutal. Se quedó quieto un momento, tratando de recobrar la respiración. Vio la luz de la antorcha al otro lado del abismo. El secretario, con su voz apagada, profería insultos contra él.
De repente, intuitivamente, levantó las piernas justo en el momento en que una espada partía el tablón en que tenía apoyados los pies. En la oscuridad del abismo, Gabriel vio los ojos amarillos de un chirrido. Debía de haber saltado tras él y haberse aferrado a uno de los cabos que colgaban del puente.
Gabriel envainó el arma y empezó a trepar, ya que no se veía capaz de luchar colgado del puente. Tenía que llegar arriba.
—¡Gabriel!
Levantó la vista y a unos cuarenta metros vio a la luz de la lamparilla el pálido rostro de la chica más joven, Emma, que lo observaba desde el borde del precipicio.
Un sentimiento de profundo enfado sustituyó al instante los remordimientos que acababa de sentir por haber dejado solos a los chicos. Abrió la boca para reprenderla, pero en ese momento el chirrido volvió a atacarlo con la espada, que pasó a pocos centímetros de sus piernas. Empezó a trepar más deprisa, sin darse cuenta de que el rostro de Emma había desaparecido del borde del precipicio.
Tenía los pies demasiado grandes y no cabían bien en el pequeño hueco que quedaba entre tabla y tabla, así que tuvo que fiarse solo de las manos. Cada vez que subía un peldaño, rompía la tabla para dificultarle el ascenso al chirrido. Aun así, oía a la criatura trepar de todos modos.
—¡Gabriel!
No miró hacia arriba.
—¡Gabriel!
La voz sonaba crispada, insistente.
—¡Gabriel!
Se arriesgó a levantar la cabeza, dispuesto a decirle que si quería hablar con él, tendría que esperar. Emma estaba en el borde del precipicio sosteniendo con gran dificultad una roca mucho más grande que su cabeza. Al ver que Gabriel miraba hacia arriba, Emma soltó la roca. Gabriel se apartó hacia la izquierda. La roca cayó en picado y casi lo rozó antes de dar de lleno en la cabeza del chirrido, aplastársela y arrojar a la criatura al vacío.
Después de ver cómo desaparecía, Gabriel volvió a mirar a Emma.
La niña agitó la mano sonriéndole.
—¡Ya está! ¡Le he dado!
«Vaya con los chicos», pensó él.
Rápidamente, recorrió la distancia restante y llegó arriba. La niña sostenía la lamparilla ante sus ojos, que brillaban de emoción. Gabriel miró a su alrededor, con la respiración todavía agitada.
—¿Dónde están tus hermanos?
—Los he perdido.
—Os dije que no pararais. No tendrías que haber vuelto atrás.
La sonrisa de Emma se desvaneció, como si estuviera molesta.
—¡No os mováis de ahí! —La débil voz del secretario llegaba desde el otro lado del abismo—. ¡En nombre de la condesa!
—Vamos —dijo Gabriel—, tenemos que irnos. —Se dispuso a avanzar, pero la niña le dio la espalda y se cruzó de brazos.
—Te he salvado la vida, lo mínimo que podrías hacer es darme las gracias.
Gabriel estuvo tentado de cogerla en brazos y llevársela de allí. En cualquier momento, el secretario y los morum cadi darían con otra forma de cruzar. Y, sin embargo, se sorprendió a sí mismo sonriendo.
—Tienes razón —admitió—. Estoy en deuda contigo.
Emma lo miró fijamente, como para asegurarse de que hablaba en serio.
—Gracias —dijo—, pero no me debes nada, ahora ya estamos en paz. Bien, me parece que tendríamos que irnos.
—Buena idea —convino Gabriel, pasando por alto que él lo había sugerido primero.
—¿De qué te ríes? —preguntó Emma.
—De nada.
—Ya. Bueno, vamos a…
Algo cortó el aire y se oyó un leve ruido, seguido de un grito ahogado de Emma, que retrocedió tambaleándose. Gabriel la sujetó antes de que cayera al suelo. La punta de una flecha negra apareció a treinta centímetros de su espalda. Otros sesenta centímetros de flecha sobresalían de su estómago.
—Gabriel… —Tenía los ojos muy abiertos y lo miraba con pánico.
Gabriel le quitó la lamparilla y tomó a la pequeña en sus brazos tan rápido y con tanta delicadeza como pudo. El secretario gritaba desde el otro lado del abismo; al parecer, estaba reprendiendo a las criaturas.
—Chissst —susurró con suavidad mientras Emma gemía de dolor—. Ahora estás conmigo. —Y avanzó con ella por el pasadizo.
Les ataron las manos y los pies y les taparon la cabeza con una capucha, todo en la más completa oscuridad, así que Kate no tenía la menor idea de quiénes eran sus captores. Sin embargo, notó que había antorchas encendidas (la capucha era más gruesa de lo normal para que las viera) por el calor y el crujido de las llamas. Entonces la auparon a hombros y empezaron a avanzar.
—¡Michael! —gritó—, ¿estás ahí?
—¡Estoy aquí! —La seguía a poca distancia—. Estoy bien.
—¡Silencio! —gruñó una voz ronca.
Transcurrió una hora o tal vez más, imposible saberlo estando a oscuras. A Kate le dolían las costillas del roce con el hombro de su captor y se elevó un poco para disminuir la presión. Pronto dejó de intentar fijarse en el camino que seguían. Todo cuanto sabía era que cada paso los alejaba más y más de Emma y de la posibilidad de volver a estar todos juntos algún día. Tuvo que morderse el labio para no llorar. No quería que Michael la oyera y perdiera la esperanza.
Al final la voz ronca ordenó que se detuvieran.
Bajaron a Kate al suelo de piedra, le retiraron la capucha y ella pestañeó, incapaz de enfocar las imágenes ante el repentino resplandor de las antorchas. Michael estaba a su lado; a él también le quitaron la capucha.
—Michael —susurró—, ¿estás bien?
—Sí. Me duelen las costillas, pero…
Se había quedado boquiabierto. Kate lo observó abrir los ojos hasta salírsele de las cuencas.
—E… —balbució—. E…
—Michael, ¿qué tienes? ¿Qué pasa?
—En…
Kate se volvió y, cuando su vista se acostumbró a la luz, vio que una docena de hombrecillos rechonchos con barba los rodeaban en mitad del túnel sin prestarles prácticamente atención: algunos limpiaban restos de comida, otros conversaban o afilaban armas, y los más habían sacado una especie de pipa larga y estrecha y se disponían a encenderla. Kate reparó en que todos llevaban espadas cortas y hachas de aspecto temible en sus cinturones metálicos.
—Son… enanos —masculló Michael, cuando por fin fue capaz de articular palabra.
Sí que eran enanos, con su barba, su hacha y su armadura, exactos a como Michael los describía siempre. Kate no sabía por qué le sorprendía descubrir que los enanos existían de verdad, cuando, después de haber descubierto sus hermanos y ella que la magia era real, lo lógico era que fuera así. La única excusa que tenía era que en los últimos días había andado muy ajetreada.
—Siempre lo he sabido —musitó Michael—. Quiero decir… No, no lo sabía, pero… tenía esa esperanza. —Miró a su alrededor con expresión ensimismada mientras iba repitiendo—:… Enanos…
Un miembro del grupo se separó de los demás. Era muy robusto (aunque, en general, todos lo eran bastante) y tenía la piel curtida y una barba larga y pelirroja pulcramente recogida en varias trenzas. Se arrodilló delante de los niños, depositó su escudo en el suelo con un ligero ruido metálico y se aclaró la garganta:
—Bueno. —Era la voz de quien había estado dando órdenes—. Soltad.
Kate estaba confusa.
—¿El qué, señor?
—Vuestra historia —dijo quitándose los guantes de malla—. ¿Por qué habéis entrado en nuestro territorio sin autorización? —Al oír «sin autorización», hubo un gran revuelo entre los enanos.
—No hemos entrado expresamente —explicó Kate—. Estábamos…
—¡Sois enanos! —soltó Michael.
El tipo de barba pelirroja se quedó mirándolo y, viendo la sonrisa bobalicona y la expresión maravillada de Michael, al parecer decidió ignorar el comentario a tan obvia respuesta. Se volvió hacia Kate.
—Vosotros no, ¿verdad? ¿Tenéis permiso para entrar aquí? Quiero verlo. Supongo que tendréis una autorización de paso.
—Bueno, no. Nosotros no…
—No tenéis autorización de paso.
—No.
—¿Ni visado? ¿Permiso de tránsito? ¿Ningún anillo mágico que nuestro rey entregara a vuestros antepasados hace siglos para otorgarles el libre acceso a su territorio?
—Hummm… no.
—Pues eso, jovencita, quiere decir que estáis aquí sin autorización.
Al volver a oír «sin autorización», esta vez con más contundencia, hubo un revuelo aún mayor entre los enanos.
—Por lo tanto —dijo el enano con aspecto satisfecho—, puesto que sois un par de delincuentes…
—¡Sois enanos! —exclamó Michael—. ¡Todos!
El hombrecillo de barba rojiza arqueó una ceja y señaló a Michael con la cabeza.
—¿A este le falta un tornillo o qué?
—No —dijo Kate—. Es normal. Es… —Dudó si debía explicarle que lo que le ocurría a Michael era que le encantaban los enanos, pero tenía la impresión de que eso solo iba a servir para que se le subieran más los humos al pelirrojo, el cual parecía un poco tiquismiquis—. Es que nunca había visto un enano.
—Bueno —empezó a decir el hombrecillo mientras se acariciaba la barba—, entonces es una gran ocasión, ¿no? Decidme, ¿por qué estáis en nuestras tierras sin permiso?
Se oyeron ecos de «Por qué, por qué. ¡Sin permiso!».
—¡No queríamos entrar! —protestó Kate—. ¡Nos hemos perdido!
—¿Lo oís, chicos? —preguntó el enano volviendo la cabeza—. ¡Todos dicen lo mismo! ¡Últimamente se pierde todo el mundo!
Estallaron en risas.
El enano de barba pelirroja negó con la cabeza.
—Tendrás que inventarte una excusa mucho mejor, jovencita. El último que se perdió encontró el camino muy rápido. ¡Muy rápido! ¡El camino hacia la hoja de mi hacha!
Al decirlo, el enano dio un salto, extrajo el hacha de su cinturón y la blandió dibujando un gran arco justo por encima de las cabezas de los chicos. Pasó tan cerca que tanto Kate como Michael notaron la ráfaga de aire. Kate no era consciente de que Michael y ella hubieran puesto ninguna cara rara, pero el episodio hizo que los enanos volvieran a estallar en risas, acompañadas de gestos que indicaban que se lo estaban pasando en grande.
Kate pensó que ese comportamiento no era el que cabría esperar de los enanos.
—¡Dejad de reíros! —les ordenó—. La cosa no tiene ninguna gracia. —Y, evidentemente, eso solo sirvió para que se rieran aún más—. ¡Los chirridos nos vienen siguiendo!
Se hizo el silencio. Muy serio, el enano de barba rojiza se inclinó para acercarse a ella.
—Los chirridos, ¿dices? ¿Están en nuestras tierras?
Kate asintió.
—Entonces vamos a oír esa historia, pero date prisa, y a ser posible no digas muchas mentiras.
—No es ninguna mentira —dijo Kate, pensando en saltarse unos cuantos detalles estratégicos. Le contó que la condesa los había hecho prisioneros y que habían conseguido escapar. Dijo que mientras huían, habían dado con un túnel de la vieja mina. Una horda de chirridos andaban tras ellos y los habían seguido por el puente de cuerda y por el laberinto (era el término que había utilizado apropiadamente Michael). En el laberinto, habían perdido a su hermana pequeña. Kate no mencionó a Gabriel, ni el libro, ni dijo que procedían del futuro.
—Vuestra hermana —dijo el enano—. O sea, que sois uno más.
—Sí. Ella es la pequeña. ¡Tenéis que dejar que volvamos a buscarla!
—Bueno, no cabe duda de que has dicho varias mentiras y te has saltado unas cuantas cosas; pero admito que una niña no tendría que andar sola por ahí, aunque sea una delincuente. Estará más protegida en nuestras mazmorras, si es que los salmac-tar no les han echado ya el guante.
—Los salmac-tar —repitió Kate, recordando las criaturas de las que les había hablado Gabriel: sin ojos, con grandes orejas de murciélago y garras capaces de clavarse en los huesos—. Pensaba… que vivían mucho más abajo.
—Últimamente se han vuelto unos frescos y nos invaden el territorio. Por eso estábamos de vigilancia. —El rostro del enano pareció ensombrecerse por momentos—. Es culpa su ya. Lo de la bruja. Es vergonzoso, la muy desgraciada… —dejó la frase sin terminar y empezó a mascullar una serie de palabras ininteligibles. Kate solo comprendió «rey», «bruja» y «bastardo».
—Mi señor —Michael se puso de repente de rodillas—, me temo que no nos hemos presentado bien. Me llamo Michael P. Esta es mi hermana, Katherine. Estamos solos y corremos un gran peligro y, en nombre del rey Ingmar el Bueno, suplicamos humildemente clemencia y les pedimos que nos ayuden en este momento de necesidad.
Los enanos se quedaron mirándolo —Kate también estaba muy asombrada—, y de pronto, todos a una, volvieron a estallar en risas.
—¿Lo habéis oído? —dijo el enano barbirrojo a los demás, que estaban demasiado ocupados riéndose para poder oír nada—. «En nombre del rey Ingmar el Bueno» —se burló mientras sacudía la cabeza y hacía ver que se enjugaba una lágrima—. ¡Qué risa! ¡Qué risa!
Michael se sentía confuso y un poco herido en su amor propio.
—Bueno, bueno —dijo el hombrecillo llevándose la rechoncha mano al hombro—. Nos lo estamos pasando genial. Pero lo que has dicho es sensato y has hablado muy bien, aunque tal vez en un tono demasiado formal. Nos ha chocado que un pequeño humano como tú hablara de esa forma. Así, ¿conoces nuestra historia?
—S… sí —vaciló Michael—. Vuestra historia, vuestras tradiciones, sé qué se suele llevar cuando se va de visita a casa de un enano, sé cómo son las leyes que regulan la herencia, he memorizado la letra de diecisiete canciones de taberna, en fin, sé todo lo que se puede saber acerca de los enanos.
—¿En serio? —El enano acercó su rostro al de Michael—. Entonces, dime, chico, ¿qué es lo que apreciamos por encima de todo lo demás?
Kate esperaba que nombrara el amor por el trabajo, la destreza, el sentido del deber o cualquiera de las cualidades que siempre alababa. Sin embargo, dijo algo que nunca le había oído mencionar. Y cuando habló, lo hizo con un tono muy quedo.
—Os lo diré. Es lo que más me gusta de los enanos. Lo más importante para vosotros es… la familia.
A Kate le dio un vuelco el estómago.
—El clan —prosiguió—, la familia, es la base de vuestra sociedad. Os apoyáis los unos en los otros. Cuando aceptáis a alguien en el clan, lo hacéis de por vida. Nunca… Nunca lo dejáis solo. Nunca.
Kate notó que se le anegaban los ojos en lágrimas. Todos esos años hablando de los enanos… Por fin lo entendía. Una familia que nunca te abandonaba. De no haber sido porque tenía las manos atadas, lo habría abrazado y le habría dicho que Emma y ella eran su familia, que siempre lo serían.
—Has dado en el clavo —convino el enano. Kate vio que los demás enanos asentían—. Pero ¿cómo sabes tantas cosas de nosotros? Lo cierto es que eres un poco bajito, pero no veo ningún rasgo en particular que indique que eres un enano.
—Bueno, si miráis en mi bolsa… —Michael se movió para hacer girar la bolsa colgada a su espalda y el enano estiró el brazo y sacó un libro pequeño y grueso que Kate reconoció de inmediato.
—¡La enciclopedia de los enanos, de G. G. Greenleaf! —exclamó su captor pelirrojo—. La recuerdo muy bien. El viejo G. G. era un enano muy inteligente.
—¡Espera! ¿Has dicho que… —Michael estaba fuera de sí— G. G. Greenleaf era un… enano? ¡¿El libro lo escribió un enano?!
—¿Que si G. G. Greenleaf era un enano? ¿Lo habéis oído? ¡Pues claro que era un enano! ¡Este libro es de lectura obligatoria para nuestros pequeños! Pero ¿cómo es que un humano como tú ha dado con él?
—Era de mi padre y él me lo regaló a mí. Es lo único que me dejó. —De repente, en el túnel se hizo un silencio sepulcral—. La verdad es que de él no recuerdo gran cosa, solo sé que tenía este libro.
El enano barbirrojo tardó un rato en hablar y, cuando lo hizo, su voz era amable.
—Tu padre debía de ser un hombre muy interesante. Empiezo a pensar que no eres tan cortito como parecía. Una pregunta más, ¿qué piensas de los duendes?
Kate vio que todos los enanos se inclinaban para observar a Michael.
—Bueno, para ser sincero —empezó a decir Michael—, creo que son… un poco tontos.
Entre los enanos estalló un clamor y el pelirrojo, seguido de seis o siete más, se acercó y le dio una fuerte palmada en el hombro.
—¡Un poco tontos! ¡Esa es la palabra que mejor los describe! —soltó el enano con barba—. ¡Son unos chuletas! —Unos cuantos enanos se pusieron a imitar a los duendes haciendo ver que se peinaban, se atusaban las cejas, pestañeaban o caminaban de puntillas.
Kate empezaba a pensar que por muy tontos que fueran los duendes, los enanos lo eran más.
—Eres un buen muchacho —dijo el barbirrojo—. Me llamo Robbie McLaur. Me gustaría estrecharte la mano en señal de amistad. Ah, tienes las manos atadas, ¿verdad? Bueno… —Y propinó a Michael otra palmada en el hombro.
—Así —empezó a decir Kate—, ¿nos dejáis marchar?
—Ah, no, me temo que eso no puede ser. El rey ha promulgado un decreto según el cual todo aquel que cruce nuestras tierras sin permiso tiene que ser apresado y encerrado en la mazmorra hasta que él personalmente pueda interrogarlo.
—Pero… si no somos peligrosos —protestó Michael—. Y estamos aquí porque nos hemos perdido.
—Es cierto —admitió el enano llamado Robbie McLaur—. O puede que no. Bueno, decíais que habéis cruzado el puente de piedra y habéis acabado en el laberinto. Un laberinto en toda regla. Lo construyeron nuestros más grandes arquitectos siglos atrás. Se podría pasar uno no una vida, sino diez, y no encontrar la salida. Pero vosotros dos habéis optado por un camino y habéis dado con nuestra puerta secreta. ¿Sabéis las probabilidades que hay de que eso ocurra? Yo no me jugaría nada, desde luego. Y, a pesar de todo, vosotros lo habéis conseguido. ¿Cómo es posible?
Kate se encogió de hombros.
—Hemos tenido suerte.
El enano la señaló con su dedo regordete.
—No, jovencita, tú me escondes algo. —Kate se dispuso a protestar, pero él levantó la mano—. No me cae nada bien la bruja ni sus chirridos, y la alianza que tenemos con esas criaturas me parece una traición a nuestros valores más importantes…
—¡Espera! —lo interrumpió Kate—. ¿Tenéis una alianza? ¿Trabajáis para la bruja? ¿Cómo podéis…?
El enano de la barba pelirroja levantó el hacha y estampó el mango contra el suelo de piedra con tanta fuerza que hizo un boquete. Los chicos notaron el impacto en las piernas y los enanos que antes parloteaban se quedaron en completo silencio cuando el golpe resonó en el túnel.
—Te lo diré solo una vez —gruñó Robbie McLaur—: YO-NO-TRABAJO-PARA-LA-BRUJA. —La ira ensombrecía su mirada y por un momento Kate sintió terror, pero, con igual rapidez, la furia se disipó y el enano desvió la mirada y exhaló un suspiro. La cuestión es… que el rey y la condesa tienen… una especie de acuerdo.
—La deja excavar, ¿verdad? —preguntó Michael—. Para… buscar eso que quiere. El rey permite que excave en vuestras tierras.
El enano asintió.
—Eso.
—¡Tenéis que dejar que nos marchemos! —exclamó Kate—. ¡Sabéis que eso está mal!
El enano sacudió la cabeza y bajó la voz para que solo pudieran oírlo Kate y Michael.
—No, muchacha. Aunque no estoy de acuerdo con la política del rey y lo considero un borracho y lo peor que le ha pasado al pueblo enano en los últimos mil años, sus órdenes son sus órdenes, y no seré yo quien lo desobedezca.
—Pero —Kate le hablaba ahora en tono suplicante— ¿no podrías al menos mandar a unos cuantos hombres a buscar a nuestra hermana? ¡Si esos salmac no sé qué andan por ahí, no debería estar sola!
—En eso tienes razón, pero no puedo enviar a mis hombres a rescatar a una delincuente. ¿Qué pasaría si se toparan con los salmac-tar? Los monstruos se los merendarían y yo no podría justificarlo ante ningún tribunal. Lo siento, pero vuestra hermana tendrá que apañárselas sola.
Kate estaba furiosa y notaba cómo las lágrimas de rabia le resbalaban por las mejillas.
—¿Cómo podéis decir que os preocupa la familia cuando no es cierto en absoluto?
—A mí sí que me preocupa, la mía.
Guardó la enciclopedia en la bolsa de Michael, se volvió a poner los guantes de malla y con un movimiento de cabeza avisó a dos enanos para que cargaran a los chicos a hombros. Luego la tropa avanzó por el túnel y dobló una esquina que daba a una zona más ancha, al final de la cual se veía una puerta doble de hierro y a dos enanos montando guardia. Kate estiró el cuello por detrás del enano que la transportaba y vio que las puertas estaban decoradas con una talla en la que se representaba a un apuesto enano con una esponjosa barba que brillaba a la luz de las antorchas. Cuando se acercaron más, Kate reparó en que el brillo procedía de cientos de diamantes perfectos.
Sin detenerse, el enano pelirrojo dijo:
—El capitán Robbie McLaur con dos prisioneros del rey Hamish.
Los guardias dieron sendos golpes en el suelo con el extremo posterior de la lanza y las grandes puertas se abrieron. Kate vio otra habitación, al final de la cual había dos puertas de hierro que se abrían, y más allá otra habitación con dos puertas idénticas que también se abrían, y así sucesivamente. Todas las puertas se abrían y todas lucían el mismo grabado del apuesto enano con brillantes en la barba. Michael y ella fueron pasando de una sala a otra ante enanos que, por deferencia, se ponían en pie junto a las lanzas que doblaban su tamaño y saludaban al capitán Robbie McLaur. Y todas las puertas se cerraban tras sí, incluso con cerrojo. Cuando el grupo por fin hubo cruzado las últimas puertas, se encontró en un gran puente de piedra custodiado por estatuas de seis metros de alto que representaban enanos de aspecto feroz armados con hachas. El puente se extendía por encima de un gran abismo y, desde abajo, una luz blanca y cegadora iluminaba todo lo que los rodeaba.
—Capitán —lo llamó Michael con voz entrecortada a causa de las sacudidas que recibía a hombros del enano—, ¿de dónde viene esa luz?
—Del palacio del rey Hamish —respondió el enano—. Todo el tejado tiene incrustaciones de diamantes. Son todos suyos, y el diseño también. Ya lo veréis —lo dijo como si no acabara de parecerle bien que los tejados tuvieran incrustaciones de diamantes—. Lo veréis de más cerca cuando el rey os interrogue, que supongo será dentro de cincuenta años más o menos.
—¡¿Qué?! —exclamó Kate.
—Los enanos viven cientos de años —explicó Michael—. Su noción del tiempo es diferente de la nuestra.
—Estupendo —soltó Kate—. Todo esto es estupendo.
En el otro extremo del puente, entraron en otro túnel y bajaron una escalera muy empinada que parecía no terminar nunca. Kate reparó en cada escalón al compás de las sacudidas sobre la espalda cubierta de malla del enano. Al final llegaron a un pasillo de piedra iluminado por antorchas sujetas a la pared. Los enanos ante los que pasaron esta vez no eran como los de la alegre tropa de Robbie McLaur. Llevaban mantos que les cubrían el rostro y no levantaban la vista del suelo, y hasta los hombrecillos de Robbie McLaur parecían evitar todo contacto con ellos.
—Carcelero —dijo Robbie McLaur—, traigo a dos prisioneros que han entrado en nuestras tierras sin permiso para entregarlos al rey.
—La celda 198 está libre —respondió el carcelero—. Su ocupante ha muerto esta mañana, o tal vez fue la semana pasada. Nos hemos dado cuenta por el olor.
—Hummm… El cadáver aún está allí, supongo.
—Sí. Pero puedo hacer que lo retiren en los próximos días. Hasta entonces, dudo que moleste mucho a los prisioneros —añadió el carcelero con una risita maliciosa.
Kate se quedó mirando a Michael. Cuando estuvieran solos le diría lo que pensaba exactamente de los enanos.
—¿Y por qué no los ponéis en la celda 47? —sugirió Robbie McLaur.
—Ya hay un ocupante muy peligroso. Sus prisioneros me parecen un poco jóvenes.
—No. Quiero la celda 47, carcelero. Sí, sí. Esa es la más apropiada. Si ese tipo los ablanda un poco, mejor que mejor. Así, cuando llegue el momento de interrogarlos, todo será más fácil.
—Claro, capitán. Es por aquí.
Kate oyó la llave girar en la cerradura. Luego los hicieron pasar por una puerta muy baja mientras Robbie McLaur se quedaba atrás y se inclinaba sobre una mesa para firmar un documento oficial.
—¡Capitán, por favor! —gritó Kate—. ¡Llévenos a la celda 198! ¡Por favor!
Pero Robbie McLaur no levantó la cabeza, y la puerta se cerró tras ellos.
El carcelero los guio por un pasillo húmedo iluminado por antorchas. Kate y Michael veían las puertas de hierro a cada lado y oían los golpes, los arañazos y los gruñidos procedentes de las celdas. Bajaron otro tramo de escalera, doblaron una esquina, bajaron de nuevo otro tramo de escalera, recorrieron un pasadizo más estrecho que los anteriores y por fin se detuvieron.
—Aquí está —anunció el carcelero—. La celda 47.
Los dos enanos bajaron a Kate y a Michael al suelo y cortaron las cuerdas que les sujetaban las manos y los pies. El carcelero golpeó la puerta con una porra.
—¡Eh, tú! ¡Retírate y no intentes nada raro! ¡Llegan dos más!
El carcelero aguardó, pero solo hubo silencio. Introdujo la llave en la cerradura y, con un gesto rápido, la giró, abrió la puerta y susurró:
—¡Ahora!
Los dos enanos empujaron a Kate y a Michael dentro de la celda y cerraron la puerta de golpe. Kate oyó que la llave giraba en la cerradura y que el cerrojo golpeaba la puerta.
Todo estaba tranquilo y en silencio, y la oscuridad era absoluta.
Habían aterrizado sobre un suelo de piedra sobre el que habían esparcido un poco de paja. Kate extendió el brazo y dio con el de Michael.
—Michael —susurró—, ¿estás bien?
—Sí, creo que sí.
Tratando de no hacer ruido, los dos se pusieron en pie. Kate escrutó la oscuridad y vio que allí había algo. El carcelero había dicho que era peligroso, pero ¿qué sería? ¿Podía verlos?
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Michael, y Kate notó el pánico en su voz.
Se oyó un ruido en el otro extremo de la celda, como si alguien, o algo, se hubiera puesto también en pie.
—¡No te acerques! —gritó Kate—. ¡Te lo advierto! ¡Quédate donde estás!
Pero lo que quiera que fuese se acercó. Oyeron sus pasos lentos sobre la paja. Kate y Michael retrocedieron hasta que chocaron con el frío metal de la puerta.
—¡Quieto he dicho! Si no… Si no…
Antes de que a Kate se le ocurriera una amenaza creíble, lo que quiera que fuese habló.
—Quiero ver con quién trato.
Kate se quedó helada. Esa voz… ¿De qué conocía esa voz?
En la oscuridad se encendió una llama y la figura de un hombre emergió de las sombras. Al principio Kate pensó que tenía una lamparilla, pero cuando se acercó vio que la llama partía directamente de la palma de su mano. Sin embargo, no fue eso lo que la hizo ahogar un grito de sorpresa, sino el rostro del hombre.
—Bueno, bueno —dijo el doctor Stanislaus Pym—. Mirad a quiénes tenemos aquí.