10. El laberinto

En el pasadizo, el hombre ordenó a los chicos que se quedaran donde estaban. Luego empujó la pared de la chimenea hasta encajarla en su sitio con un ruido sordo. Los chicos permanecieron quietos en la oscuridad, respirando el aire viciado, escuchando cómo Gabriel andaba de un lado a otro. Encendió una cerilla y con ella prendió dos lámparas de gas abolladas que estaban colgadas en la pared y entregó una a Kate.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

Las sombras que la lámpara proyectaba sobre la cicatriz de Gabriel le conferían un aspecto más fantasmal que nunca.

—Estamos donde vosotros os estaréis calladitos y haréis lo que yo os diga. Venid.

Se dio media vuelta y enfiló el pasadizo.

Llegaron frente a un tramo de escalones desgastados que daban a una puerta de hierro con varios pestillos y cerraduras. Gabriel la abrió, hizo pasar a los chicos y después cerró la puerta con llave. Se encontraban en otro túnel. Era ancho y tenía las paredes rugosas. Dos raíles recorrían el suelo en su parte central.

Cuando llevaban caminando unos quince minutos, Kate volvió a insistir:

—¿Dónde estamos?

Por un momento pensó que el hombre no iba a responder. Entonces dijo:

—En uno de los túneles de la antigua mina que atraviesan la montaña y dan al valle en el que está mi pueblo.

Siguieron avanzando. Gabriel y Emma iban delante (el túnel era lo bastante ancho para dos personas) y Kate y Michael cerraban la marcha. Antes en la cabaña, Kate había contado a sus hermanos su plan para volver a casa, tratando de infundirles confianza, pero en el fondo sospechaba que, aunque la hechicera de Gabriel les proporcionara información útil, la probabilidad de que encontraran el libro antes que la condesa y toda su cohorte de chirridos era muy remota.

Mientras caminaban, Kate se sorprendió de que Gabriel empezara a hablarles de que antaño en las montañas reinaba una magia muy antigua y de gran poder, una magia que merecía ser respetada. Les contó que los hombres de Cascadas de Cambridge sabían que existían lugares que no debían excavarse, y seres que nadie osaba perturbar. Como los hannudin, los asesinos de esperanzas, espíritus malignos medio vivos que acechaban en la oscuridad y susurraban que los pensamientos más negativos que albergaba uno eran ciertos: unos amigos desleales, una esposa infiel, unos hijos poco cariñosos. Los hombres apagaban las lamparillas y permanecían quietos en la oscuridad, y al cabo de meses o años los encontraban tal cual, muertos de inanición. Estaban los salmac-tar, una raza muy antigua, poco más que bestias, de quienes se supone que tiempo atrás nacieron los trasgos. Vivían bajo tierra, muy por debajo de la falda de las montañas. No tenían ojos, pero sí unas orejas enormes parecidas a las de los murciélagos, y andaban de un lado a otro haciendo un ruido metálico, acompañados por los sonidos que resonaban en las paredes de roca, con sus dientes afilados y sus garras capaces de clavarse en el hierro y los huesos.

—Pero incluso esas criaturas —dijo Gabriel— formaban parte del equilibrio del sistema, hasta la llegada de los brujos, que todo lo cambió.

Guardó silencio, y durante un rato solo se oyó el crujido de la grava bajo sus pies. Kate pensó en la veintena de morum cadi que el hombre había avistado en el valle y se los imaginó echando abajo la cabaña, encontrando la puerta secreta tras la chimenea, entrando uno detrás de otro en el túnel, escrutando la oscuridad con sus ojos amarillos…

Sabía que esos pensamientos no la ayudaban, pero no podía refrenarse. Al final fue Gabriel quien la devolvió al presente al describir algo así como unas manos invisibles que le agarraban a uno del pecho y le espachurraban el corazón y los pulmones. Kate comprendió que estaba describiendo el grito de un chirrido.

—Pero no es más que una ilusión. El dolor solo lo causa tu mente.

—¡¿Qué?! —Kate se sorprendió de la brusquedad con que había reaccionado—. ¡¿Estás diciendo que no son más que imaginaciones nuestras?! ¡¿Qué todos esos niños lo han imaginado?!

—Yo no he dicho eso —la corrigió el hombre—. El grito crea el pánico en tu mente, un pánico tan grande que tu cuerpo empieza a paralizarse. Ese es el dolor que sientes, y es real, pero lo causa tu mente.

—¿Y cómo se hace para impedirlo? —preguntó Michael.

—Matando a los chirridos —contestó Emma—. Es obvio.

—Reconociendo que el grito no tiene la capacidad de hacerte daño —explicó Gabriel—. El único modo es aprender a controlar el miedo. —Y añadió—: Aparte de matarlos.

Kate pensó en decirle al hombre que probablemente era mucho más fácil controlar el miedo cuando se era un gigantón armado con una espada capaz de matar a los lobos, pero Michael ya garabateaba en su diario mientras musitaba «controlar… miedo», y optó por dejarlo correr. En vez de eso, le preguntó lo que desde la noche anterior le había estado preocupando:

—¿Sabes si hay alguien más aparte de la condesa? La oímos hablar de su amo.

—Es verdad —convino Michael—. A ella y al secretario, lo dijeron los dos. Lo tengo apuntado.

Gabriel negó con la cabeza.

—No sé nada de ningún amo. Le preguntaré a la hechicera. Es posible que…

Se detuvo y se dio media vuelta para escrutar el pasadizo. Todo su cuerpo estaba en alerta. Kate aguzó la vista en la oscuridad, pero en el túnel había más silencio y quietud que en una tumba.

—Puede que sea uno de esos trasgos murciélago —susurró Michael.

—Silencio. —Gabriel entregó la lamparilla a Emma y desenvolvió el objeto cubierto con la lona. No era una espada, como Kate sospechaba, más bien un machete enorme. La hoja era más estrecha cerca del mango y se iba ensanchando hacia la punta, de modo que era muy, muy ancha. Era de un metal oscuro y el filo emitía destellos a la luz de la lamparilla.

Gabriel dio un paso adelante.

No se movió nada.

Kate abrió la boca para preguntarle qué es lo que había oído y, justo en ese instante, un chirrido emergió de la oscuridad sin hacer ruido y arremetió contra ellos empuñando la espada, con los ojos amarillos centelleantes. Más tarde, Kate pensaría que eso había sido, de hecho, lo peor; pues por muy horrendos que fueran sus gritos, al menos le ponían a uno sobre aviso. En cambio, así era demasiado tarde para escapar y le dejaba a uno a merced de recibir el golpe.

Un fuerte ruido metálico retumbó en el pasadizo cuando la hoja del machete de Gabriel chocó con la de la espada y la hizo vibrar. Al cabo de un momento, la criatura yacía en el suelo partida por la mitad, emitiendo un siseo a la vez que un vapor hediondo manaba de su cadáver. Kate miró a Gabriel y vio que también salía humo del machete. Había atravesado la espada y el cuerpo del chirrido como si tal cosa.

—Corred —les ordenó.

Los chicos obedecieron y corrieron como nunca antes lo habían hecho: recorrieron tortuosos pasillos, subieron y bajaron escaleras, doblaron esquinas sin saber adónde daban… Gabriel los azuzaba todo el rato para que se dieran más y más prisa. El túnel tenía muchos desvíos, pero él parecía saber bien adónde iba. «A la izquierda… A la derecha… Por ese pasadizo, ¡vamos!». No tardaron mucho en oír el primer grito. Al momento oyeron más sonidos inhumanos que reverberaban en el estrecho túnel. Kate notó que la debilidad se apoderaba de ella y a punto estuvo de tropezar y caerse. Miró a Michael y a Emma y vio que ellos también estaban haciendo un gran esfuerzo. Trató de convencerse de que el dolor solo estaba en su mente, de que los chirridos no podían hacerle daño, pero no sirvió de nada. Seguía sintiéndose como si corriera cuesta arriba con una roca a la espalda.

Y los gritos cada vez se oían más cerca.

De pronto, al salir de un túnel, se encontraron en el borde de un gran abismo subterráneo. No veían el límite ni hacia arriba ni hacia abajo, ni siquiera veían el otro lado. Un puente de cuerda partía hacia la oscuridad y se perdía en ella. En el túnel los gritos eran cada vez más fuertes. La horda los alcanzaría en cuestión de momentos.

—Pasad vosotros —les ordenó Gabriel—. Yo los entretendré mientras pueda. Seguid por el túnel hasta el otro extremo del puente, que desemboca en una sala. Tomad el segundo pasadizo de la izquierda y seguid adelante, siempre por el segundo camino de la izquierda. Cuando estéis fuera, veréis un rastro que lleva hasta mi pueblo. Si os equivocáis, os perderéis para siempre. Ahora marchaos, que ya os alcanzaré.

—Pero… —protestó Emma.

—¡Marchaos! ¡No hay tiempo!

—¡Vamos! —Kate aferró a Emma de la mano y la estiró hacia el puente. Michael ya había salido corriendo. El puente de cuerda se balanceaba bajo sus pies a medida que pisaban los listones de madera. A medio camino, Kate notó una corriente de aire gélido que procedía del oscuro fondo del abismo. El frío y la humedad del aire estancado le pusieron la carne de gallina.

—¡Mirad! —gritó Emma.

Kate se volvió y vio que en el túnel había dos chirridos que arremetían contra Gabriel, pero este se les adelantó. Las hojas de las armas destellaban y vibraban. Gabriel esquivó un golpe, agarró a una de las criaturas y la arrojó al abismo, perdiéndose su alarido en la oscuridad.

—¡Vamos! —gritó Kate tirando de su hermana. Recorrieron a toda prisa los veinte metros que las separaban de donde Michael las estaba esperando. La falta de luz les impedía ver a Gabriel al otro lado, pero a juzgar por los gritos y el fragor de las hojas metálicas al chocar, los chirridos debían de salir del túnel en tropel, dando lugar a una batalla mortal en la oscuridad.

—¡No podemos dejarlo solo! —gritó Emma, con la mirada llena de desesperación—. ¡Tenemos que hacer algo!

—¡No podemos hacer nada! —respondió Kate—. Además, nos ha dicho que siguiéramos adelante, ¿no te acuerdas?

—¡Es por aquí! —gritó Michael.

Con Emma medio a rastras, Kate enfiló el pasadizo. Pronto los ruidos de la batalla se fueron desvaneciendo, y tras correr durante un minuto, llegaron a la sala que Gabriel les había dicho. Era grande, circular y de techo alto, con seis entradas idénticas.

—¡No tendríamos que haberlo dejado solo! —Emma se había soltado de Kate y las lágrimas de frustración y vergüenza asomaban a sus ojos—. ¡Él nos ha ayudado, y nosotros hemos salido corriendo como unos cobardes!

—¡No teníamos elección!

—El pasadizo es este —señaló Michael—. El segundo de la izquierda.

—¿No podemos esperar al menos un segundo, a ver si viene? —suplicó Emma—. Por favor, Kate. Solo un segundo.

Kate vio cómo las lágrimas rodaban por las mejillas de su hermana y, aunque sabía que debía decirle que no y tenían que distanciarse todo lo posible de los chirridos, acabó accediendo con un suspiro.

—Solo un segundo.

Al ver a Emma volverse a mirar hacia el oscuro pasadizo, Kate envidió la capacidad de su hermana de vivir sus sentimientos con intensidad. Amaba y odiaba sin plantearse las consecuencias de sus actos. Kate sabía que, si la dejaba, retrocedería al instante para ayudar a Gabriel, aunque eso supusiera una muerte segura.

Michael se acercó y tosió con disimulo.

—Tienes que aprender a decir que no.

—Está bien, Michael.

—Solo lo digo porque…

Kate le lanzó una mirada, y evidentemente él captó el mensaje porque se alejó musitando que en aquella sala los obreros habían trabajado más a conciencia que en el resto de la mina y que iba a acercarse a una esquina para examinarla mejor.

Kate decidió que esperarían treinta segundos más y luego obligaría a Emma a seguir, aunque tuviera que arrastrarla. Entretanto, posó la mirada en uno de los pasillos de la derecha.

La visión llegó sin previo aviso.

Vio una habitación con velas encendidas y dos figuras sentadas frente a una mesa de madera. La primera correspondía a un hombre pelirrojo vestido con una capa oscura. La segunda quedaba en penumbra. En la mesa, entre ambos, había un paquete envuelto con una tela de lino. Kate supo que se trataba del libro.

Desde muy lejos, Kate oyó a Michael decir a Emma que era hora de marcharse.

Kate dio otro paso hacia el pasillo, y las imágenes se hicieron más vívidas. Oyó que hacían un trato. La figura indefinida convino que su gente se escondería y protegería el libro.

Con una voz fría como el granito, dijo:

—Construiremos una cripta.

Sin pararse a pensar, Kate gritó:

—¡Seguidme!

Y echó a correr pasillo adelante.

Una voz en su interior protestó. ¡Estaba haciendo caso omiso de la advertencia de Gabriel! ¡Podrían perderse para siempre! Tenía que detenerse, retroceder y…

Pero otra voz más poderosa le decía que el libro estaba allí fuera llamándola. Y si vacilaba, si se detenía para explicar a Michael y a Emma la visión que había tenido, perdería el vínculo y perdería el libro…

Así que echó a correr, oyendo tras sí gritos de que se detuviera seguidos de pasos apresurados que la seguían.

Llegó a otra sala, idéntica a la primera, con seis entradas más. Aguardó hasta que las pisadas y los gritos de «¡Kate, espera!» estuvieron muy cerca antes de enfilar el siguiente pasillo. De algún modo, sabía exactamente adónde tenía que ir. Corrió durante cinco minutos, diez, quince; cruzó una decena de salas idénticas con entradas idénticas, y cada vez se detenía hasta oír cerca las pisadas de sus hermanos antes de cruzar otra entrada, confiada de que estos podrían seguir la luz de la lamparilla.

Mientras corría, seguía teniendo visiones. Vio la cripta a medio construir a gran profundidad bajo la montaña. Vio al hombre pelirrojo, con el libro abierto frente a él, pasando los dedos por las páginas en blanco, de modo que las imágenes y las palabras ocultas aparecían y desaparecían. Por último, vio cómo entraba en la cripta ya terminada y depositaba el libro sobre un pedestal en el centro…

Kate se detuvo. Tenía la respiración agitada. De repente, el pasillo quedaba cortado por una pared de piedra. Algo iba mal. Debía de haberse equivocado de camino. Pero ¿cómo era posible?

Una mano la aferró del brazo. Era Michael, encorvado y jadeando.

—¡Michael! ¡Es por aquí! He visto…

Michael negó con la cabeza.

—Emma…

—Emma, ¿qué…?

—Creía que me seguía, pero ha… Yo… no podía… si no volvía… Pero tú no parabas… —Bajó la cabeza, tratando aún de recobrar el aliento.

Al final del túnel no se veía ninguna luz. No se oían pasos ni ningún otro ruido.

—Debe de haber vuelto —resolló Michael— para… ayudar a Gabriel.

Kate se olvidó al instante de todo lo referente al libro.

—Tenemos que volver.

—¿Cómo? ¡Esto es… un laberinto!, ¿no lo has visto? ¡Todas las salas son iguales! ¡Gabriel nos lo advirtió! ¡No encontraremos nunca el camino!

—¡Tenemos que encontrarlo! Tenemos que…

—¡Kate!

Cuando esta se volvió vio que en mitad de la pared había aparecido una línea negra y las piedras se estaban separando. Una ráfaga de viento se coló entre ellas y apagó la lamparilla.

Una voz de acero habló desde la oscuridad.

—Cogedlos.