La escena se desarrolló así: Kate posaba la vista en un árbol o una piedra y se decía que tenía que llegar hasta allí, solo hasta allí, y mientras avanzaba no pensaba en lo mojada que llevaba la ropa y lo mucho que pesaba, en cómo le rozaba la piel a cada paso, en la cantidad de barro que entumecía los músculos de sus piernas; solo pensaba: «Hasta ahí; tengo que llegar hasta ahí». Entonces, cuando alcanzaba el árbol o la piedra que se había fijado como meta, miraba por delante del hombre gigantesco, y, en mitad de la lluvia y la oscuridad, elegía otro árbol u otra piedra, y volvía a repetir la operación.
Miró a Michael, que, con paso lento y pesado, avanzaba con expresión ausente y movimientos mecánicos. Mantenía la cabeza pegada al pecho y el agua le chorreaba por la nariz mientras tambaleándose colocaba un pie delante de otro. Aun así, le iba bastante mejor que a Emma, que se había quedado dormida mientras caminaba. A la tercera vez de tropezar y despertarse con un: «¿Eh? ¿Quién ha sido?», el hombre gigantesco se dio media vuelta y la cogió en brazos. Kate pensaba que protestaría, porque Emma nunca permitía que los adultos la mimaran, pero se limitó a hacerse un ovillo y quedarse dormida.
A pesar del agotamiento, solo Kate podía prestar atención tratando de averiguar adónde los llevaba aquel hombre. Lo había preguntado, pero el gigante le había respondido entre dientes que estuviera callada, y que se contentara con lo que lograra ver del paisaje; lo cual, teniendo en cuenta la lluvia, la oscuridad y el hecho de que todos los árboles y las rocas se parecían bastante, no era gran cosa. Así continuaron avanzando por sinuosos caminos llenos de barro y de árboles, trepando por las piedras, saltando riachuelos formados por la lluvia, ascendiendo cada vez más, hasta que Kate comprendió que «mojado» y «cansado» eran dos palabras distintas para referirse al dolor y, olvidándose de elegir nuevos árboles o piedras que guiaran su camino, bajó la cabeza y se dejó llevar por el ruido sordo de las pisadas del hombre y el tintineo de las cadenas que colgaban de sus muñecas.
De pronto se detuvieron.
Kate levantó la cabeza y divisó una pequeña cabaña al abrigo de la falda de la montaña. El hombre empujó la puerta y entró, seguido de Kate y Michael.
Dentro el ambiente era húmedo y frío. Era evidente que nadie la había ocupado en mucho tiempo, pero por primera vez en lo que parecía una eternidad no estaban bajo la lluvia. Se quedaron quietos, casi a oscuras, mientras prestaban atención a los movimientos del hombre. Lo oyeron encender una cerilla con la que prendió el farol colgado en medio del techo. Sin pronunciar palabra, el hombre se volvió y se ocupó de encender la chimenea, lo cual permitió a Kate y a Michael inspeccionar el lugar. Había una gran cama con una colcha de piel de oso en la que Emma dormía, una chimenea de piedra en la que el hombre apilaba las ramas y una mesa de madera con taburetes y bancos. Las paredes estaban cubiertas por raquetas de nieve, cañas de pescar, piolets, arcos y flechas, cuchillos y un gran arpón, mientras que del techo colgaba una colección de cepos, además de cazos y sartenes de todos los tamaños y formas. La cabaña era pequeña, pero estaba bien cuidada y disponía de todo lo necesario. Enseguida el fuego caldeó el ambiente, y cuando Kate miró a Michael vio que se había acostado junto a Emma y roncaba ligeramente.
El hombre se puso en pie.
—Cuelga la ropa cerca del fuego y mantén las cortinas cerradas. La cama es para vosotros.
Y se marchó.
Con gran esfuerzo, Kate consiguió que sus hermanos se levantaran y se quitaran la ropa y los zapatos empapados. Sin molestarse en abrir los ojos, Emma y Michael lo arrojaron todo al suelo, donde se formó un charco, y se pusieron las camisas secas que el hombre había dejado preparadas y que les llegaban por la rodilla. Luego volvieron a subirse a la cama y se acurrucaron bajo la colcha. Kate dejó sus zapatos junto a la chimenea, escurrió la ropa en un cubo y la colgó en una cuerda que había encontrado cerca del fuego. Se sentía mucho más que cansada, como si nunca más fuera a hacerle falta dormir. Pero tras ponerse la última camisa seca, optó por tumbarse en la cama solo para estar cerca de sus hermanos. ¿Adónde habría ido el hombre? ¿Y quién era? Seguro que no era amigo de la condesa, pero ¿podían confiar en él? Saltaba a la vista que era muy peligroso. Se quedó allí tendida, notando el peso de la colcha de pelo de oso y el tacto cálido y seco de las sábanas en la piel. La lluvia sonaba muy lejana. Decidió permanecer despierta hasta que el hombre regresara.
Abrió los ojos de golpe. ¿Cuánto rato llevaba durmiendo? Todavía era de noche y seguía lloviendo. Y el hombre estaba de nuevo allí. Estaba sentado en el escalón de piedra de la chimenea serrando las cadenas metálicas que rodeaban sus muñecas; la lumbre iluminaba la gran cicatriz de su mejilla. Era el momento de preguntarle quién era, por qué había tratado de matar a la condesa, pero Kate se limitó a permanecer tumbada en la cama, escuchando la respiración de sus hermanos, el repiqueteo de la lluvia en el tejado, el ligero crepitar del fuego, el ruido regular de la sierra cortando el metal. Estaba muy cansada. Cerraría los ojos un minuto más, y luego hablaría con él.
Cayó en una espiral de sueños agitados. En el último vio una ciudad enterrada que se erigía en el corazón de una gran montaña, cuyos edificios no se parecían a ninguno de los que Kate había visto en su vida. Parecían esculpidos directamente en la roca, como si la ciudad hubiera sido excavada en lugar de construida. El efecto era de una gran solidez y a la vez extrañamente bello. De repente el suelo empezó a temblar y a agrietarse, los edificios se sacudieron, los incendios se propagaron y la tierra pareció tragarse la ciudad entera.
Kate se despertó con la respiración alterada y empapada en sudor. El fuego de la chimenea se había apagado y la luz del día penetraba a través de las cortinas. Las cadenas que antes rodeaban las muñecas del hombre estaban enroscadas en el suelo junto a la chimenea. La habían dejado sola. La ropa de Michael y de Emma había desaparecido de la cuerda. Palpó la suya y vio que estaba seca. Se vistió deprisa y salió fuera.
La luz del sol le produjo una gran impresión. Pestañeó varias veces y se cubrió los ojos con la mano. La cabaña se encontraba a cierta altura en la ladera de la montaña y desde ella se divisaba todo el valle. La mañana era radiante, sin una nube. El aire era limpio y fresco. De hecho, de no haber sido por todo lo que la rodeaba (la tierra todavía húmeda, el brillo de las gotas de agua en las hojas de los árboles, su ropa sucia y desgarrada, la sangre seca en las manos), Kate habría creído que todo lo sucedido por la noche (la tormenta, los lobos, la repentina aparición del hombre) era un sueño.
—¡Buenos días!
Michael estaba sentado sobre una roca a pocos metros de distancia con su cuaderno en el regazo.
—Estoy poniendo al día mi diario, enseguida acabo.
Kate miró a su alrededor y no vio rastro ni de Emma ni del hombre.
—Michael…
—Un segundo.
Kate cerró los ojos y se presionó las sienes con las puntas de los dedos. Necesitaba pensar. ¿Todavía iban a ir a Westport? Si era así, ¿dónde estaban ahora? ¿Qué distancia habían recorrido durante la noche? El hombre se lo diría. Pero ¿adónde había ido? ¿Y dónde estaba Emma? Kate estaba a punto de pedirle a Michael que dejara el diario para más tarde cuando el sueño, que al despertarse se había desvanecido, acudió de nuevo a su mente; pero no lo recordaba tal como suelen recordarse los sueños, de manera vaga e inconexa, sino de forma precisa, vívida, como si lo estuviera volviendo a soñar: la ciudad enterrada, la tierra escindiéndose…
—¡¿Kate?!
Michael la estaba sacudiendo y se dio cuenta de que estaba tendida en el suelo. ¿Había vuelto a desmayarse?
—¿Qué ha pasado? Te has…
—Estoy bien.
Las palabras de la condesa resonaban en sus oídos: «¿Te has fijado en la chica mayor?… El libro la ha marcado». Era evidente que no estaba bien, pero al ver que Michael la miraba preocupado consiguió esbozar una sonrisa.
—Es que… me he levantado demasiado rápido. ¿Dónde está Emma?
—No lo sé —respondió él sin dejar de observarla—. Cuando me he despertado ya no estaba.
Cuando Emma se despertó, estaba amaneciendo. Una luz tenue y difusa penetraba en la cabaña. Kate y Michael seguían durmiendo. El hombre apagaba la hoguera a patadas; los negros tizones se iban desmoronando y las cenizas se levantaban alrededor de su pie. Tenía el brazo vendado donde el lobo le había mordido. Lo observó ponerse una camisa, coger un cuchillo, un arco y un pequeño carcaj de la pared y, tras mirar hacia ella, marcharse sin pronunciar palabra.
Emma se levantó, se vistió y salió corriendo. Una densa niebla se cernía sobre el valle, y llegó justo antes de que el hombre desapareciera en la penumbra. Lo siguió en silencio.
No habría sabido decir por qué seguía a aquel hombre, cuando por lo general no le gustaban los adultos. Su experiencia le decía que la única opción era aguantarlos o desobedecerlos descaradamente. Y, aunque supuso que Abraham tenía razón cuando dijo que el doctor Pym era interesante por tratarse de un brujo y todo lo demás, lo cierto es que hasta que no apareció ese hombre, no había sentido el menor interés por ningún adulto.
Cuando se detuvo, Emma se escondió detrás de una roca. Parecía que estaba escuchando algo entre la niebla.
Entonces Emma se acordó de un episodio que había ocurrido hacía unos años. Un anciano rico había pagado para que llevaran al zoo a todos los niños del orfanato. Ella imaginó que el hombre debía de estarse muriendo y quería hacer algo bueno para ir al cielo. Cualquiera que fuera el motivo, el día que pasó en el zoo fue el mejor de su vida. Había pandas y jaguares, jirafas de largo cuello y monos de piel moteada que chillaban y parloteaban mientras saltaban de un árbol a otro; cocodrilos procedentes del Nilo que la gente solía adorar; onzas del Himalaya; serpientes verde esmeralda capaces de tragarse a una persona de un solo bocado. Mirara adonde mirase, todo era nuevo para ella. Pero el animal que más llamó su atención, el que la mantuvo embelesada y en absoluto silencio, fue un león. Era enorme y doblaba el tamaño de los otros animales de su especie. Tenía un pelaje espeso, de un marrón dorado, y la cara llena de cicatrices de las muchas batallas que había tenido que librar; y sus ojos eran los más negros y profundos que Emma había visto jamás. Pegada a los barrotes de la jaula, captó el poder y la inteligencia que residían en él, más allá de la calma, la violencia animal aguardando el momento de atacar.
Había algo en aquel hombre que le recordaba al león.
Lo observó abandonar el camino y desaparecer entre la niebla. Aguardó un momento y luego lo siguió. La tierra estaba húmeda y resbaladiza, y mientras avanzaba abrazada a los árboles, cascadas de gotas de lluvia le rociaban la cabeza y los hombros. Llegó a un claro y se detuvo. No había rastro del hombre.
Mientras pensaba qué dirección tomar, oyó un movimiento y un venado salió de entre los árboles. Era alto y fuerte, de astas grandes y majestuosas. Oculta tras las ramas, Emma contuvo la respiración impresionada por la belleza del animal, que estiró el cuello y empezó a mordisquear un arbusto.
Pensó que le habría gustado que Kate y Michael estuvieran allí, sobre todo Kate. Probablemente Michael habría estropeado la magia del momento diciendo alguna estupidez sobre los enanos.
De repente, el ciervo se incorporó, el cuerpo tenso. Se dio la vuelta para huir justo en el momento en que el hombre salió entre la niebla, se abalanzó sobre su lomo y lo arrojó al suelo. La hoja del cuchillo emitió un destello, y al cabo de un segundo había rebanado la garganta del animal.
Emma ahogó un grito, sorprendida por la rapidez y la crueldad del acto que acababa de presenciar. Observó al hombre arrodillarse y posar una mano en la cabeza del animal. Vio que todavía movía los labios. Entonces se volvió hacia ella y sus miradas se cruzaron.
Emma sabía que quería decirle que se acercara.
Con las piernas temblorosas, se acercó. Del corte del cuello del animal salía vaho y el olor de la sangre impregnaba el aire. Emma no tenía miedo. Durante los últimos días habían sucedido demasiadas cosas para que ahora estuviera asustada, y sin embargo había algo en la crudeza de aquella escena, en el hombre y la muerte del ciervo en el silencioso bosque que la hacía estremecerse por dentro.
Se detuvo junto al cadáver, sin que el hombre apartara la vista de ella.
—No tengas miedo.
Emma quería decirle que no tenía miedo, pero no pudo hablar.
La gran mano del hombre seguía posada en la cabeza del ciervo.
—Los lobos de anoche eran malvados, por lo que no me arrepiento de haberlos matado. —Tenía la voz grave y firme—. Pero matar a una criatura como esta es un acto sagrado que solo debe hacerse cuando se tiene verdadera necesidad, no sin antes pedir perdón al espíritu.
La miró en busca de comprensión, y Emma asintió mientras pensaba de nuevo en los ojos negros y profundos del león.
El hombre hizo un corte en el abdomen del ciervo y empezó a vaciarlo. Tenía experiencia y lo hizo rápido y sin desperdiciar nada. Emma sintió náuseas al verlo retirar los órganos y colocarlos en una bolsa de piel forrada, pero no apartó la mirada, diciéndose para sus adentros que si Michael hubiera estado allí no habría parado de vomitar, y eso la alivió.
—Anoche, ¿tuviste miedo de los lobos?
A Emma se le pasó por la cabeza mentirle, pero acabó respondiendo:
—Sí.
—No lo demostraste.
Emma creyó captar su tono aprobatorio y sintió una repentina calidez en su pecho.
El hombre dijo:
—No sois de Cascadas de Cambridge.
Aunque no era una pregunta, era evidente que esperaba que respondiera.
—No. Somos de… Bueno, podríamos decir que… venimos del futuro. —Se sentía mejor—. Encontramos el libro mágico, y si pones una foto vas a donde hicieron la foto, ¿sabes? Y lo hicimos, pusimos la foto en el libro. Y ahora estamos aquí.
El hombre había dejado lo que estaba haciendo y la miraba fijamente. De repente, Emma supo dos cosas. La primera, por qué lo había seguido. Porque la noche anterior, mientras avanzaban a través de la lluvia y descansaba en sus brazos, se había sentido más segura que en toda su vida. La segunda, que, de repente (por cómo la miraba, por la sangre que teñía sus manos, por el cuchillo, por el hecho de encontrarse con él a solas en el bosque), había dejado de sentirse segura.
—Lo siento —susurró en voz baja—. No sé explicarlo mejor.
Le entraron ganas de salir corriendo, pero se obligó a permanecer allí y mirar al hombre a los ojos a través del vapor todavía cálido que emanaba el cuerpo del animal. Pasado el momento, el hombre asintió despacio, limpió el cuchillo con la piel del ciervo y volvió a guardarlo en la vaina.
—Me llamo Gabriel.
—Yo Emma.
El hombre se puso en pie, con el ciervo a hombros.
—Volvamos, tus hermanos se habrán despertado ya y tenemos que hablar de muchas cosas.
Lo primero que Kate vio fue al hombre en el recodo del camino con un cadáver a hombros.
«Oh, no», pensó.
Cuando Emma apareció trotando tras él, Kate sonrió y la saludó con la mano.
El hombre se dirigió a un cobertizo contiguo a la cabaña para colgar el ciervo y Emma aprovechó para contar emocionada a Kate y a Michael todo lo sucedido: que el hombre se llamaba Gabriel, que había matado al ciervo, que si Michael hubiera estado allí no habría parado de vomitar…
—¡Eh!
—Lo siento —se disculpó Emma—, pero es lo que habría pasado.
—No tendrías que haberte marchado —la riñó Kate—. Es peligroso.
Emma asintió y trató por todos los medios de aparentar arrepentimiento.
—¿Qué le has contado de nosotros?
—Ah, eso… que somos del futuro y… lo del libro.
Kate notó que Emma no paraba de moverse de nervios.
—¿Qué pasa?
—Nada, que cuando le he contado lo del libro ha empezado a hacer cosas raras.
—¿Qué cosas?
—Bueno… —Emma dio un puntapié en barro seco y se encogió de hombros—. Como si quisiera matarme o algo así.
—¿Qué?
Entonces apareció el hombre y les llamó a desayunar.
Se sentaron a la mesa de madera de la cabaña. El hombre, es decir Gabriel, puesto que así era como Emma había empezado a referirse a él, se había cambiado la camisa y se había limpiado la sangre de las manos en el riachuelo que bordeaba la parte trasera de la cabaña. Les dijo que no podía arriesgarse a encender la chimenea durante el día. Los chirridos estarían buscándolos por todo el valle y verían el humo. Para desayunar tendrían que contentarse con pan y miel, y los frutos silvestres que Emma y él habían recogido en el camino de regreso.
Kate y Emma no habían probado bocado desde la mañana que regresaron al pasado, y las viandas que Michael había compartido con la condesa, aunque copiosas, hartaban al momento, pero a los diez minutos le dejaban a uno con el estómago vacío. Los chicos no se dieron cuenta de lo hambrientos que estaban hasta que el hombre depositó la comida sobre la mesa. Enseguida empezaron a embutirse pedazos de pan hasta arriba de miel seguidos de puñados de fruta que reventaban en la boca. En un momento dado, Gabriel llevó una jarra de leche y les llenó las tazas. Michael tomó la suya y se bebió la mitad de un solo trago, para enseguida escupirla al suelo.
El hombre no se inmutó.
—Es leche de cabra —explicó—. Sabe un poco agria si no se está acostumbrado. Bébetela, te irá bien. —Y para gran consternación de Michael, el hombre volvió a llenarle la taza.
Emma se tragó la suya de golpe mientras intentaba por todos los medios no poner mala cara.
—Está buenísima —dijo forzando una sonrisa—. Me encanta.
Aunque comió tanto como sus hermanos, Kate no dejaba de observar a su anfitrión. Estaba sentado frente a ellos, ocupando todo un lado de la mesa, y parecía muy concentrado en la comida. Al final, se lamió los últimos restos de miel de los dedos, apuró su taza de leche y, tras enjugarse los labios con el dorso de la mano, suspiró.
—Ahora —dijo—, contádmelo todo.
En otro momento Kate se habría negado a acatar una orden semejante, su impulso natural era revelar lo mínimo posible de sí misma y de sus hermanos. Sin embargo, en el momento en que el hombre posó su mirada en ella, Kate sintió lo mismo que Emma había sentido, que había algo en él que exigía saber la verdad.
Y contó de nuevo su historia: que sus padres habían desaparecido, que los tres habían ido de orfanato en orfanato hasta enviarlos finalmente a Cascadas de Cambridge.
—Y, decidme —empezó a decir el hombre—, ¿cómo es Cascadas de Cambridge en vuestra época?
Kate describió una tierra yerma y sin árboles, con gente asustadiza y arisca. Le contó que no había ningún pantano que retuviera el río y que el agua manaba de la pared de piedra y caía en cascada hasta el fondo de la garganta, y que los únicos animales que habían visto eran los lobos de la noche anterior, y que no había niños.
—¿Y la bruja? —Aunque el hombre mantenía la voz serena, podían leer el odio en sus ojos oscuros—. ¿Sigue allí?
Kate negó con la cabeza. La primera vez que habían visto a la condesa y los chirridos fue cuando encontraron el libro y viajaron al pasado.
—Habladme de ese libro.
Kate, con ayuda de Michael y de Emma, le contó que habían explorado la casa, que la puerta de la bodega daba a un cuarto subterráneo y que Michael había encontrado allí el libro.
—Pensamos que era el despacho del doctor Pym, o algo así —dijo Emma.
—¿El doctor Pym?
—Sí. Es el director del orfanato. Creemos que es un brujo, pero en realidad solo le hemos visto hacer aparecer una hoguera.
—Ese doctor Pym —empezó a decir Gabriel—, ¿es un viejo con las cejas pobladas y blancas?
—¡Sí! —exclamó Emma—. ¿Lo conoces?
El hombre ignoró la pregunta.
—Terminad de contarme la historia.
Kate le contó que habían viajado al pasado, que lo habían visto tratar de asesinar a la condesa, que Michael se había quedado atrás y Emma y ella habían conseguido otra foto de Abraham para ir en su rescate.
—Cuando volvimos a estar en el pasado…
—Hay una cosa que no me has dicho.
—No, te lo he contado todo.
—Estás mintiendo.
—No, no miente —saltó Emma—. Yo también estaba y todo lo que pasó fue eso.
—Entonces hay una cosa que no te ha contado.
Kate vio que Emma la miraba confusa, con expresión interrogante. Quería evitar esa parte, porque le asustaba pensar en ello y no quería contagiar el miedo a Michael y Emma, pero el hombre no le dejaba elección. Así, con el corazón desbocado, Kate les contó que había colocado la mano en una página del libro que estaba en blanco, que había empezado a tener visiones y que la tinta había empezado a subirle por los dedos.
Emma y Michael se quedaron mirándola literalmente boquiabiertos.
—¡¿Viste dragones?! —exclamó Michael gritando de asombro—. ¡¿Dragones luchando?!
—¿Qué crees que era la mancha negra? —preguntó Emma—. ¿Tinta? ¿Tinta mágica? ¿Por qué no nos lo habías contado?
Kate empezó a explicarse diciendo que no sabía lo que significaba y que no quería preocuparles…
Pero el hombre la interrumpió y le pidió que continuara, mirándola más intensamente que nunca.
Kate notó que Michael se ponía nervioso cuando llegó al episodio de su traición y la captura por parte del secretario, y por el bien de su hermano trató de quitarle importancia, no así el hombre, que volvió a sulfurarse.
—¿Ayudaste a la bruja a atraer y capturar a tus hermanas?
Kate vio que Michael abría la boca para dar una explicación de por qué en aquel momento le había parecido lógico entregar a sus hermanas, pero al final suspiró y bajó la mirada a la mesa.
—Sí…
El hombre emitió un sonido gutural parecido a un gruñido.
—Lo hemos perdonado —se apresuró a decir Kate.
Prosiguió contando cómo la condesa se había apropiado del libro para luego hacerlo desaparecer ante sus ojos, cómo los había encerrado junto con los demás niños y Abraham los había ayudado a escapar por los pasadizos secretos y estaban corriendo por el bosque cuando oyeron el aullido del primer lobo.
En ese punto se detuvo, pues el resto ya lo conocía.
El hombre cogió un mendrugo de pan y lo hundió en el tarro de miel.
Kate se sentía agotada por el esfuerzo de contar la historia. Miró al hombre, que masticaba mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Kate posó la mirada en su cicatriz, que empezaba un par de centímetros por debajo del ojo izquierdo y dibujaba una curva irregular hasta el mentón, confiriendo a su rostro un aspecto horripilante a la vez que extrañamente atractivo. Se puso colorada como un tomate y bajó la vista a su regazo. ¿Qué demonios le pasaba? Estaban atrapados en el pasado con no se sabía cuántos chirridos persiguiéndolos, ¿y ella estaba pensando en lo guapo que era aquel hombre?
—Bueno, ¿vas a contarnos quién eres tú? ¡Por favor!
Kate y Michael miraron a Emma sin dar crédito.
—¿Qué pasa? —protestó ella.
—Has dicho «por favor» —observó Michael.
—¿Y?
—Tú nunca pides nada por favor.
—Sí; claro que sí.
—No —repuso Kate—. Para nada.
—Yo pensaba que ni siquiera sabía lo que significa —soltó Michael.
—Cállate —masculló Emma.
—Muy bien —convino el hombre, y su voz grave los acalló—. Me habéis dicho la verdad. Os merecéis que os pague con la misma moneda. ¿Qué queréis saber?
Kate pensó que su prioridad debía ser averiguar quién era en realidad ese hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Gabriel Kitigna Tessouat.
Michael soltó una risita.
—¿En serio?
Gabriel se quedó mirándolo.
—Es que es un nombre precioso —se apresuró a añadir.
Kate le preguntó si era de Cascadas de Cambridge.
Este negó con la cabeza.
—Un siglo y medio atrás, en estas montañas había dos pueblos. Uno era Cascadas de Cambridge y en el otro vivía mi gente, los anishinaabe. Un día llegó al pueblo un mago que nos dijo que el mundo mágico se estaba ocultando de la faz de la tierra y que muy pronto dejaríamos de ser visibles. Y caeríamos en el olvido. A los habitantes de Cascadas de Cambridge y a nosotros se nos dio a elegir entre trasladarnos a un pueblo normal o permanecer ocultos en las montañas para siempre. Todos elegimos la segunda opción.
Hizo una pausa para llenar de nuevo su taza de leche y Emma se inclinó hacia delante para susurrar a sus hermanos:
—Seguro que el mago era el doctor Pym. Por eso sabe que tiene el pelo blanco y todo lo demás.
Kate la hizo callar. Ahora comprendía por qué el hombre le había recordado otro mundo más antiguo. Le preguntó el motivo por el que aquel día se encontraba junto al pantano.
Gabriel respondió que de vez en cuando iba a Cascadas de Cambridge a espiar a la condesa. Había visto a la bruja y a su secretario salir de la mansión y, movido por la curiosidad, mató a un chirrido, se vistió con su ropa y los siguió hasta la presa. Una vez allí, vio que la condesa tenía a una niña suspendida en el abismo y antes de saber siquiera qué ocurría, ya estaba corriendo hacia ella con la espada desenvainada.
—Y entonces te lanzó aquel embrujo —dijo Emma—. Si no, estoy segura de que la habrías matado.
—Cuando me desperté, estaba en una celda —prosiguió el hombre. Su rostro se ensombreció al recordar lo ocurrido—. No había luz y al principio no sabía dónde estaba, hasta que noté que algo se movía y oí el murmullo del agua.
—¡El barco! —gritó Emma—. ¡Abraham nos contó que era una cárcel y que torturaban a la gente! ¡Que hacían experimentos con ellos!
—No es una cárcel —la corrigió Gabriel—. Es la jaula de un monstruo.
En la cabaña se hizo un gran silencio.
—Lo primero que hice fue gritar para preguntar si estaba solo, pero nadie me contestó, a pesar de que me pareció oír un ruido por debajo. El sitio olía fatal, ¡apestaba a muerto! —Cerró los ojos, como si así pudiera hacer desaparecer de su mente el mal olor. Al cabo de unos segundos, continuó—: El suelo era una reja metálica y vi que debajo de todas las celdas de mi planta había una jaula. Volví a gritar, pero nadie me respondió. Me quedé muy quieto y entonces oí, en las profundidades del barco, una respiración bronca, el ruido de las garras en el suelo y una voz apagada que prometía: «Pronto… pronto…». Entonces supe lo que la criatura que estaba debajo de mí ya sabía: que yo no era un prisionero, sino su comida.
Si antes los chicos estaban callados, no era nada en comparación con el silencio sepulcral que se hizo cuando el hombre terminó de hablar.
Al final Emma dijo, casi esperanzada:
—A lo mejor era un chirrido.
—No. Era otra cosa.
—Pero ¿por qué la condesa tenía a lo que quiera que fuera eso en un barco? ¿Por qué no lo tenía en el sótano de la mansión? —preguntó Kate extrañada.
El hombre se encogió de hombros.
—Seguro que es hidrofóbico —respondió Michael.
Kate le pidió que se explicara. Michael carraspeó y se colocó bien las gafas sobre la nariz. Emma empezó a refunfuñar ante la señal inequívoca de que iba a contarles algo aburridísimo que había leído en algún libro.
—Según los libros de brujas y seres malvados, no es extraño que tengan un monstruo, como último recurso. Ni que decir tiene que los enanos no hacen esas cosas, son demasiado buenos…
—Michael…
—Está bien. El monstruo puede ser un hombre lobo, o un dragón, o un troll asqueroso, o lo que sea. La cuestión es que muchas veces acaba atacando a su amo. Por eso construyen todas esas barreras y mecanismos de defensa. Estaba pensando que si ese monstruo tenía miedo del agua… «Hidrofóbico» significa eso.
—«Hidrofóbico» significa eso —se burló Emma con un hilo de voz.
Michael la ignoró.
—De esa manera, la condesa lo mantenía a raya en el barco, y en caso de necesitarlo, no tenía más que hacerlo bajar a tierra.
Gabriel asintió.
—Es probable que tengas razón.
—¿En serio? —exclamó Emma incapaz de ocultar su enfado—. ¿Estás seguro?
—Pero ¿cómo te escapaste? —quiso saber Kate.
—No hay celda que pueda retenerme.
Por su forma de decirlo, no hicieron falta más explicaciones. Kate asintió mientras lo observaba.
—¿Intentarás matar a la condesa otra vez? —preguntó Emma—. Te ayudaremos a hacerlo. ¡Tengo unas ganas locas de matarla!
—No —respondió él—. He de regresar a mi pueblo y contarles lo que me habéis explicado sobre lo que les pasará a nuestros bosques. Y tenemos que consultar a la hechicera sobre ese libro que quiere conseguir la bruja. Ella sabrá de qué se trata.
—¿Qué es una hechicera? —preguntó Emma.
—Es una mujer que hace magia —respondió Michael.
—No te lo he preguntado a ti —gruñó Emma.
—Tiene razón —convino Gabriel.
Emma se quedó mirando a Michael.
Kate guardaba silencio. Se le había ocurrido una idea y no quería dejar de pensar en ella para que no se le olvidara. Por fin habló:
—Llévanos contigo.
El hombre negó con la cabeza.
—Tengo que ir rápido y el camino es peligroso. Estaréis más seguros aquí. Con el ciervo que he matado, tenéis comida de sobra. El agua del riachuelo es buena para beber. Esperad a que se haga de noche antes de encender la chimenea. En cuanto pueda, enviaré a alguien para que se ocupe de vosotros.
—Pero… —empezó a decir Kate.
—Queremos… —continuó Emma.
—¡No!
El hombre estampó su manaza sobre la mesa e hizo tintinear los platos y las tazas, poniendo así punto final a la discusión. Se levantó y descolgó el telescopio de latón de la pared, no sin antes explicarles que detrás de la cabaña había una colina desde donde se divisaba todo el valle. Antes de marcharse quería asegurarse de que ningún chirrido andaba cerca.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Emma se volvió hacia Michael.
—Es por tu culpa. No nos lleva con él por tu culpa.
—¿Qué?
—No soporta a los sabihondillos. Me lo ha dicho esta mañana, después de matar al ciervo. Me ha dicho: «No soporto a los sabihondillos».
—Claro, claro, seguro que te ha dicho eso.
—¡Silencio! —exclamó Kate—. Tenemos que conseguir que nos lleve con él. Ha dicho que la hechicera sabría cosas del libro, es posible que incluso sepa dónde se encuentra. Tenemos que encontrarlo antes que la condesa. Solo así podremos volver a casa. —Kate se detuvo, presa de una idea horrible—. Emma, aún tienes la foto, ¿verdad? La foto para poder volver.
Durante unos instantes, observaron con el estómago encogido cómo Emma rebuscaba en los bolsillos.
Al fin sacó la foto. Estaba doblada por el centro y tenía una esquina arrugada, y en el dorso había pegado un trozo de chicle de color rosa. Pero allí estaba Kate, sentada en el dormitorio, mirándolos desde el futuro.
Los niños exhalaron un quedo suspiro colectivo.
—Emma —empezó a decir Kate con suavidad—, creo que sería mejor que la guardara yo.
—Sí, por favor —masculló Michael.
—Está bien. —Emma arrancó el trocito de chicle y le tendió la fotografía a su hermana. Kate la estiró todo lo posible y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
—A lo que íbamos —dijo Michael—, ¿cómo vamos a conseguir que nos lleve con él?
La cuestión se resolvió sola, porque justo en ese momento oyeron unas fuertes pisadas, la puerta abrirse de golpe y a Gabriel entrar corriendo y decir:
—Nos marchamos ahora mismo.
Antes de que los niños tuvieran tiempo de preguntarse por qué había cambiado de idea, el grito de un chirrido resonó en el valle.
—Hay una veintena —dijo Gabriel mientras cogía un objeto largo envuelto con una lona que estaba oculto entre las vigas del techo—. En tres minutos los tendremos aquí.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Michael—. ¿Cómo vamos a escapar?
—Pelearemos —resolvió Emma, con la voz cargada de ira—, ¿verdad, Gabriel?
Frente a la chimenea, el hombre colocó una mano sobre una piedra y empujó. Muy despacio, con el ruido producido por el roce de las piedras entre sí, la chimenea se abrió como una puerta hasta revelar un oscuro pasadizo que daba a la parte posterior de la casa y penetraba en el corazón de la montaña.
—Por aquí —dijo.