Aparecieron dos chirridos que arrancaron a Kate, Emma y Michael de sus sillas a la vez que una cortina de lluvia se iba acercando a la casa. Kate oyó a Michael protestar y suplicar a voz en grito a la condesa.
Los arrastraron por pasillos iluminados con velas mientras el secretario se esforzaba por seguirlos. Emma clavó las uñas en la mano que le aferraba el brazo mientras gritaba a la criatura que la soltara. El chirrido reaccionó cargándosela al hombro y Emma siguió en vano aporreándole la espalda. Kate sabía que solo podían llevarlos a un lugar.
Se detuvieron frente a una doble puerta y el secretario sacó un manojo de llaves.
—Espera —empezó Kate, pero las puertas se abrieron y los arrojaron dentro. Oyeron el ruido de la cerradura detrás de ellos y Kate reparó en la risita chillona del secretario alejándose por el pasillo.
La habitación estaba en silencio y completamente a oscuras. Fuera, la lluvia repiqueteaba sobre el tejado.
De pronto Kate oyó un forcejeo y un grito de dolor. Emma había dado con Michael y se había abalanzado sobre él.
—¡Emma, déjalo! —No sin dificultad, Kate consiguió apartar a su hermana, aunque se llevó un codazo en la mejilla.
—¡Te odio! —gritó Emma—. ¡Ojalá estuvieras muerto! ¡Tú no eres mi hermano!
—¡No! —Kate acercó su rostro al de su hermana. Emma tenía la mejilla húmeda por las lágrimas—. ¡No vuelvas a decir eso! ¿Me oyes? ¡No vuelvas a decirlo!
Emma se desmoronó y Kate la sostuvo mientras sollozaba. Michael se sorbía la nariz en el suelo. Kate sabía que debería acercarse a él y consolarlo, decirle que comprendía por qué lo había hecho, pero todavía no se sentía capaz.
Oyeron un ruido sordo a unos metros de distancia y Emma dejó de llorar. Todos permanecieron inmóviles, mirando a la oscuridad y aguzando el oído.
—¿Dónde estamos? —susurró Emma.
A modo de respuesta, un trueno hizo que la casa se sacudiera y, por un breve instante, una luz cegadora iluminó la habitación. Kate contuvo un grito. Había una cincuentena de niños de pie mirándolos. Kate vio la hilera de camas, las sombras alargadas de los barrotes de las ventanas proyectadas en el suelo. Luego todo volvió a quedar sumido en la oscuridad.
Una voz dijo:
—¿Quién tiene el farol?
Se oyó un ruido metálico, la llama de una cerilla y, acto seguido, se encendió un farol en el fondo de la habitación.
—Tráelo aquí —ordenó la voz, y el pequeño punto de luz pasó de mano en mano, iluminando uno tras otro los pálidos rostros de los niños, hasta que se detuvo frente al de quien hablaba.
—Tú —dijo Emma.
Stephen McClattery avanzaba hacia ellos, acercándoles el farol a la cara. Los examinó durante un rato y al fin dijo:
—Cogedlos.
Un enjambre de niños los rodeó.
—¡Esperad! —gritó Kate al notar los brazos pegados a ambos lados del cuerpo—. ¿Qué estáis haciendo?
—Él está de parte de la condesa. —Stephen señaló a Michael—. Lo hemos visto.
—¿Y qué? —dijo Emma mientras propinaba puntapiés a los niños que intentaban apresarla—. ¡Nosotras no!
—Pero es vuestro hermano, ¿verdad? Seguro que vais juntos.
Kate vio que la mayoría de los niños eran pequeños, de no más de seis o siete años, y su expresión reflejaba cierto salvajismo a causa del miedo y la excitación.
—Es un traidor —sentenció Stephen—. La está ayudando.
—¡No! —gritó Kate—. ¡Se ha equivocado y ya está!
—Aun así, es un traidor. Ahora cállate, tenemos que hablar.
Le dio la espalda a Kate y se dirigió en voz baja a un pequeño grupo de niños y niñas de su misma edad. Tras pasar diez años en varios orfanatos, Kate había visto a muchos niños así. Como estaban solos, dictaban sus propias leyes, formaban sus propias asociaciones, y sabía que el secreto consistía en no demostrar que se tenía miedo: si mostrabas miedo, te hacían pedazos.
Stephen McClattery se dio media vuelta.
—Ya lo hemos decidido. Vamos a ahorcarlo.
—¡¿Qué?!
Stephen asintió en silencio.
—Es lo que se hace con los traidores, lo leí en un libro.
Al parecer, los otros niños estaban de acuerdo y empezaron a cantar a coro:
—¡Cuélgalo! ¡Cuélgalo!
—¡Que alguien traiga una cuerda! —gritó Stephen McClattery.
—¡No tenemos ninguna cuerda! —exclamó otra voz.
—¡Pues fabricad una cortando las sábanas en tiras y atándolas! —sugirió Emma.
—¡Emma!
Emma miró a Kate y se encogió de hombros con indiferencia.
—Gracias —dijo Stephen McClattery—. Vosotros tres, arrancad tiras de sábana.
Tres niños se dedicaron a romper a tiras las sábanas de unas cuantas camas y empezaron a atarlas entre sí.
—¡No podéis ahorcarlo! —Una decena de manos seguían sujetando a Kate, y para que Stephen la oyera desde la otra punta de la habitación tenía que gritar a voz en cuello. Intentaba no dejarse llevar por el pánico, pues sabía que eso solo serviría para enardecerlos más. Aquella pandilla tenía dominados a los niños—. ¡Se ha equivocado! ¡Todo el mundo se equivoca!
—¿Qué te parece esto? —Una niña se acercó corriendo con una tira de terciopelo que había tomado de una de las cortinas.
—Sí, eso servirá —aprobó Stephen, y, con sorprendente habilidad, al cabo de un momento había convertido la tira en una soga—. ¡Traedlo aquí! Y vosotros tres, ¡dejad de hacer jirones más sábanas!
Hicieron avanzar a Michael hasta situarlo junto a Stephen en el centro del corro de niños.
—Eh, espera… —Emma empezaba a ponerse nerviosa.
—Has sido declarado culpable de traición con todas las de la ley —anunció Stephen—. ¿Quieres decir algo antes de morir?
Entre sollozos, Michael masculló algo con un hilo de voz.
—¿Qué dices?
Michael levantó la cabeza y miró a Kate y a Emma.
—He dicho que… lo siento.
Las lágrimas de Michael brillaban a la luz del farol y a Kate le pareció que no era muy consciente de la presencia de los otros niños ni de lo que estaba a punto de ocurrir, o, si lo era, no parecía importarle. Lo único que le preocupaba era que sus hermanas lo entendieran.
—Bueno, está bien —dijo Stephen McClattery—, pero las reglas son las reglas. —Por lo que a las ejecuciones respectaba, el chico estaba por la labor—. Eres un traidor y vamos a ahorcarte. —Pasó la soga por la cabeza de Michael y volvió a oírse el mismo clamor: «¡Cuélgalo! ¡Cuélgalo!». La multitud empezó a arrastrar a Michael. Kate supo que tendría que pelearse. Tendría que pelear con Stephen McClattery y vencerlo. Si lo hacía, los demás niños caerían como moscas. Estaba a punto de abalanzarse sobre él cuando una voz que le resultaba familiar habló.
—Por todos los… Aquí no se cuelga a nadie.
Stephen fue desplazando el farol por la habitación. Abraham avanzó cojeando hasta situarse en el punto de luz. En el muro que quedaba detrás de él, Kate vio una especie de puerta que antes no estaba.
—Apartaos, bravucones —dijo abriéndose paso entre el grupo de niños hasta que pudo quitarle la soga del cuello a Michael. Los niños que sujetaban a Kate y a Emma se dispersaron—. Así que pensabas ahorcarlo, ¿no? —Propinó un ligero capón a Stephen—. ¿Es que has perdido el juicio, chico?
—Es un traidor —repitió Stephen—. Y seguro que ellas también.
—Ellas no, te lo prometo —dijo señalándolas—. Yo mismo he visto cómo las atrapaban los chirridos.
—Pero él sí. No podemos dejarlo escapar.
Abraham cogió el farol y lo sostuvo frente al rostro lleno de churretes de Michael.
—Él sí. Escuchadme bien todos. —A pesar del repiqueteo de la lluvia, Abraham hablaba en voz baja—. Corren malos tiempos. Todo el mundo ha hecho cosas por las que debería pedir perdón, pero si empezamos a pelearnos entre nosotros, ella ganará. Lo importante es que nos mantengamos unidos. A fin de cuentas, solo nos tenemos los unos a los otros, recordadlo siempre.
Durante un rato todo el mundo guardó silencio. Kate vio que Emma se agachaba y recogía del suelo las gafas de Michael, que, con el barullo, se le habían caído. Emma las recompuso y, sin pronunciar palabra, se las devolvió.
—Gracias —dijo Michael con la voz un poco ahogada.
El resto de los niños parecían haberse olvidado de Kate y sus hermanos y se apiñaban alrededor de Abraham.
—¿Qué nos has traído?
—¿Qué tienes, Abraham?
Kate se sorprendió de la rapidez con que la histeria colectiva se había disipado. Aunque había observado el mismo comportamiento con otros niños, nunca había presenciado nada tan repentino.
—Sentaos todos —ordenó Abraham—. Antes quiero ver a Annie.
Un murmullo se extendió entre la multitud y la pequeña de las coletas a la que estuvieron a punto de tirar por el barranco avanzó hasta situarse en primera línea. Abraham se arrodilló y sacó una muñeca cosida a mano de la chaqueta.
—La he hecho yo. Me encantaría que te la quedases.
La pequeña aceptó el regalo y abrazó la muñeca contra su pecho sin pronunciar palabra.
Abraham sacó un fajo de cartas.
—Estaos calladitos mientras las reparto. Stephen y los demás ayudarán a los más pequeños a leer las suyas.
En la habitación se hizo un silencio sepulcral. A medida que Abraham leía en voz baja los nombres de los destinatarios de las cartas, los niños se iban acercando uno a uno, recogían el sobre y se lo llevaban a la cama.
Cuando hubo terminado de repartir las cartas, Abraham se acercó a Kate y sus hermanos.
—La bruja no conoce los pasadizos secretos de la casa, así que al menos una vez a la semana me cuelo aquí. Traigo comida a los niños, y cartas de sus padres. Siento lo de antes, chicas, que os hayan apresado y todo lo demás. A mí solo me dijeron que tenía que hacer una foto del chico con el cartel que decía: «Ayudadme». No sabía que se trataba de una trampa. Al ver que los monstruos se os llevaban, me he imaginado que acabaríais aquí, y parece que he llegado en el momento justo.
—Gracias —dijo Kate—. No sé qué habría pasado si no.
Abraham hizo un gesto como para quitarle importancia.
—Son buenos chicos, solo que llevan mucho tiempo asustados. No habrían ahorcado a tu hermano… supongo. En fin, será mejor que vosotros tres vengáis conmigo, la condesa os tiene preparada una cosa; tiemblo solo de pensar en lo que debe de ser.
—Pero si tú puedes entrar y salir —empezó Emma—, ¿cómo es que no se escapan todos?
Abraham rio con ironía.
—Es lista, esa bruja. Mantiene a los niños separados de sus madres y sus padres. Y esos monstruos los vigilan a todos. Los niños saben que si tratan de escapar, sus madres y sus padres acabarán en el barco, donde los torturarán o algo peor.
Stephen se acercó a Abraham y le susurró algo al oído, y este asintió.
—Nos marcharemos después de que vea a un niño que se ha puesto enfermo.
Siguió a Stephen hasta una cama que quedaba a unos metros de distancia. Kate notó que alguien le tiraba de la mano. Era Annie, abrazada a su nueva muñeca. La cría levantó los brazos, y Kate comprendió al instante lo que quería. La mayoría de los niños allí presentes eran más pequeños que Emma y, al margen de aquel día junto a la presa, probablemente llevaban años enteros sin ver a sus madres. Allí Kate era lo más parecido a una madre. Kate aupó a Annie y la niña le echó sus delgados brazos al cuello.
—Kate —la llamó Emma.
Cuando se volvió vio que estaba rodeada por una veintena de niños pequeños que miraban a Annie en sus brazos con añoranza. Kate sintió unas punzadas de dolor en el corazón y deseó poder confortarlos a todos.
Abraham se acercó con Stephen.
—Ya está, es hora de que nos vayamos. Nunca se sabe cuándo la bruja va a mandar a uno de sus demonios putrefactos a comprobar qué tal va todo.
Kate dejó a Annie en el suelo.
—¿Te vas? —preguntó Annie.
Sin pensarlo, Kate respondió:
—Volveré, te lo prometo.
—No es verdad —dijo Stephen McClattery.
—¡Sí! ¡Sí que es verdad! —reaccionó Michael con gran vehemencia, provocando que todo el mundo lo mirara sorprendido—. Cuando mi hermana dice algo, lo cumple. Ha vuelto a por mí, ¿no? —Miró a Kate y a Emma—. Si dice que va a volver, es que volverá.
—Es verdad —repuso Emma—. Y si alguno intenta volver a ahorcar a mi hermano, antes tendrá que ahorcarme a mí. —Asintió con ímpetu mientras miraba a Michael, y Kate se dio cuenta de que lo había perdonado.
—Démonos prisa —dijo Abraham adentrándose en el pasadizo. Kate siguió a Emma y a Michael. Se volvió a observar los rostros espectrales de Annie, Stephen y los demás niños. Luego Abraham cerró la puerta con un pequeño chasquido y todo quedó sumido en la oscuridad.
—Esperad aquí un momento —susurró Abraham, y oyeron que avanzaba por el pasadizo.
El ambiente apestaba a humedad y los niños se apiñaban en el reducido espacio. Kate notó que Michael estaba temblando y cuando habló, lo hizo con torpeza.
—Yo… Yo solo quería ayudar. Tú siempre has cuidado de nosotros, Kate. Por una vez yo quería…
—No te preocupes.
—Sé que mamá y papá volverán. No tendría que…
—No te preocupes.
—Claro —dijo Emma—. No vuelvas a hacer más el tonto.
Y allí, en la oscuridad, buscaron el contacto de sus manos.
Abraham regresó, con la ropa oliendo a lluvia y barro.
—No hay nadie, pero no podemos arriesgarnos a encender ninguna luz; iremos despacio. La lluvia nos encubrirá, pero tratad de no hacer ruido, nuestras vidas están en juego.
Abraham pasó primero, seguido de Emma y Michael, y Kate cerraba la marcha.
El pasadizo no hacía ni un metro de ancho y Abraham iba musitando palabras de advertencia para indicarles que se agacharan o para avisarles de que había alguna tabla suelta o un agujero en el suelo. De vez en cuando se colaba por el muro un haz de luz. Pero durante la mayor parte del recorrido, Kate solo pudo divisar el vago perfil de la cabeza de Michael. Abraham los iba guiando ahora a la izquierda, ahora a la derecha, ahora unos cuantos escalones hacia arriba, ahora otros cuantos hacia abajo. Tras caminar diez minutos por los laberínticos pasillos, Abraham se detuvo. Había más luz y podían adivinarse los rasgos de todos. Abraham se llevó el dedo a los labios para advertirles que guardaran más silencio si cabía.
Menos mal que lo hizo, porque cuando doblaron la esquina la condesa los estaba esperando, no en el pasadizo, sino al otro lado del muro, en uno de los muchos salones de la mansión, frente a una especie de ventana ovalada que solo dejaba ver su cabeza y sus hombros. Emma no pudo evitar soltar un grito ahogado, y Abraham le puso de inmediato la mano en la boca. Pero era demasiado tarde: la bruja ya los había oído.
¿O acaso no? Pasaron varios segundos y la condesa se limitó a permanecer allí de pie, volviendo tranquilamente la cabeza a un lado y a otro. Entonces Kate se acordó de que había estado en aquel salón. En el lugar en que se encontraba la condesa había un espejo en la pared. Mientras Kate la observaba, la condesa se atusó el pelo sin dar señales de haber visto a los niños, se dio media vuelta y se alejó.
Abraham hizo señas a los chicos para que avanzaran. Iban a hacerlo cuando oyeron a alguien hablar en el salón.
—¿Y qué hará ahora mi señora, si le está permitido preguntarle a un humilde servidor? —El secretario de los dientes grises estaba arrodillado frente a un carrito con bebidas y llenaba un vaso de vodka helado con el pájaro amarillo posado en su hombro.
Al otro lado del salón, la condesa reposaba en un cómodo sillón con los delicados pies sobre un taburete.
—Lo denunciaré todo, debería haberlo hecho cuando aparecieron por primera vez.
—Sí, sí, claro. Sin duda es un acto inteligente. —El hombre le tendió el vaso desde el suelo.
La luna de efecto espejo se encontraba en la pared opuesta al lugar donde descansaba la condesa. Eso significaba que los chicos, apiñados en el pasadizo, veían perfectamente todo lo que sucedía en el salón. Producía una sensación extraña estar tan cerca, sobre todo porque Kate no acababa de creerse que ella no pudiera verlos. Cada vez que la condesa dirigía la mirada a aquella pared, Kate tenía que esforzarse por no salir corriendo, y se sentía enormemente agradecida por el repiqueteo de la lluvia, ya que estaba segura de que, de no ser por él, la condesa y su secretario habrían oído su corazón aporreándole el pecho.
—¿Qué te pasa, rata llorica? —le espetó la condesa—. Sé que te traes algo entre manos.
Cavendish se retorció los dedos e hizo tres o cuatro reverencias rápidas.
—Es que… No, imposible. No me corresponde a mí aventurar una cosa semejante; no oso…
—A ti te corresponde hacer lo que yo te diga, musaraña. Ahora dime qué es lo que pasa por tu cerebro putrefacto.
Al parecer, con su secretario la condesa no tenía necesidad de guardar las apariencias y mostrarse amable ni darse aquellos aires de jovencita frívola que rezumaba encanto. Su aspecto era el mismo, pero sus modales, su voz y toda ella en su conjunto denotaban ansias de poder, maldad y una codicia sin límites propia de un chacal.
Cavendish agachó la cabeza como una tortuga y con voz entrecortada y quejumbrosa dijo:
—Sí, mi señora, perdone mi imbecilidad. Solo me preguntaba qué es lo que la condesa denunciará exactamente. ¿Qué tenía uno de los Libros de los Orígenes y lo ha perdido?
—Eso escapaba a mi capacidad de control y lo sabes.
—Es innegable, sí, ciertamente innegable. La condesa es inocente. Y por fortuna… —Se retorció los dedos y esbozó una sonrisa falsa y maliciosa—. Por fortuna, nuestro amo es famoso por su gran corazón.
¿Su amo? Kate se quedó estupefacta. ¿Había alguien más? ¿Alguien peor que la condesa? ¿Cómo era posible? Se volvió y vio que Emma sacudía la cabeza y articulaba sin voz: «Estupendo».
—Crees que no debería decírselo —aventuró la condesa despacio.
Cavendish dio un paso adelante con impaciencia.
—El libro desaparecido no puede andar lejos, mi señora. Usted misma lo ha explicado antes, y debo añadir que lo ha hecho de maravilla. Incluso cualquier torpe como yo se preguntaría si no sería mejor decir: «Tengo su tesoro, amo», en vez de: «Lo tenía, pero lo perdí. Qué lástima».
Sin dejar de dar sorbos de vodka, la condesa apoyó la cabeza en el respaldo de cuero de la silla.
—El caso es que tienes razón, gusano. Muy bien, esperaré.
El hombre bajó aún más la cabeza, como si llamarlo «gusano» fuera el mayor de los cumplidos, sin dejar de observar con sus diminutos ojos a la condesa.
—¿Cómo es posible que después de miles de años tres chicos cualesquiera den con uno de los Libros de los Orígenes? —preguntó en voz baja.
—¿Por casualidad, tal vez? ¡Cosas del azar!
La condesa rio con desdén.
—Donde hay magia no existe el azar. Esos chicos tienen que tener alguna importancia, aunque aún no comprendo cuál.
En el pasadizo, Abraham tiró de la manga a Kate para indicarle que debían marcharse, pero esta negó con la cabeza: estaba hablando de ellos y quería oír lo que tuviera que decir.
La condesa apuró la bebida y entregó el vaso a Cavendish para que volviera a llenarlo.
—¿Has mirado bien en el sótano? ¿No hay rastro de la habitación de la que hablaba el chico, del estudio donde encontraron el libro?
—No, mi señora. Y tampoco parece que permanezca oculta bajo el efecto de un encantamiento. Si el niño dice la verdad, esa habitación debe de ser del futuro. ¿Sigue creyendo, mi señora, que el anciano está detrás de todo esto?
—Pues claro —soltó la condesa con aire y tono burlón—. ¿Quién si no? —Tamborileó con las uñas sobre el cristal súbitamente animada—. Imagínatelo: cuando le entregue el libro a nuestro amo, me ascenderá a la posición más elevada y reinaré a su lado.
Cavendish dejó caer de golpe la botella en el carrito. La condesa levantó la cabeza y lo miró con severidad.
—¡Cuidado, batracio!
—Sí, sí, condesa. Os pido mil millones de disculpas. —Cambió las botellas de sitio sin ton ni son y, al hacerlo, chocaron entre sí.
—Eres un imbécil redomado, ¿lo sabías? Cuando tengas algo que decir, dilo en vez de andar farfullando como una sirvienta borracha.
El hombre se dio la vuelta, retorciéndose los dedos con tanta fuerza que Kate creyó que iba a arrancárselos.
—Lo que ocurre, mi señora, es que me preocupo por usted, sí, eso es.
Ella se echó a reír.
—¿Por mí? ¿Y por qué tendrías tú que preocuparte por mí, despojo andante?
Él fue arrastrando los pies hasta la silla de la condesa sin dejar de estirarse y retorcerse los dedos, incapaz de mirarla a la cara.
—La condesa es muy bella y muy fuerte, y de nuestro terrible e imponente amo se dice que es muy… imprevisible.
La habitación quedó sumida en el silencio. La condesa se quedó mirando al hombre inquieto y sudoroso.
—¿Crees que me denegará mi recompensa?
—No, no —protestó él apresurándose a levantar la cabeza—. Yo nunca diría eso, nunca. Pero… —Se llevó los dedos a la boca y empezó a mordisquearlos con nerviosismo.
—¿Qué quieres que haga? Habla.
—Es solo que… —Se acercó unos centímetros. Su voz sonaba igual que el siseo de una serpiente—. La condesa ya es muy poderosa, y me pregunto si cuando tenga el libro… ¿Quién será entonces más poderoso? ¿La condesa o…?
La condesa extendió el brazo y aferró al hombre de su pelo enmarañado. El pájaro alzó el vuelo alarmado.
—¿Estás insinuando, criatura abyecta, que cuando tenga el libro en mis manos traicionaré a nuestro amo a quien he jurado lealtad y utilizaré el poder para mi propia conveniencia?
—¡No, señora! ¡No! Me ha malinterpretado…
—¿De verdad? —Le dio un fuerte tirón de pelo.
—¡Por favor, señora! ¡Se lo ruego! Yo nunca… nunca…
La condesa sonrió con gesto bello y rotundo.
—Cálmate, Cavendish, sé que solo quieres protegerme. Y, de todas formas… —alisó el pelo grasiento del hombre—, todavía no tengo el libro, ¿verdad?
En el húmedo y oscuro pasadizo, Kate sintió un escalofrío al ver que el hombre y la mujer se miraban y se intercambiaban algo.
Abraham volvió a tirarle de la manga con insistencia y Kate cedió. Cada minuto que perdieran corrían más peligro. Estaba a punto de darse la vuelta cuando la condesa dijo:
—¿Te has fijado en la chica mayor? El libro la ha marcado.
Kate se quedó helada.
—Me pregunto… —musitó la condesa—. ¿Es posible…? No, no puede ser.
El secretario esbozó una sonrisa horrible.
—Ya sé lo que está pensando, mi señora. Imposible, pero si fuera cierto… ¿Tal vez la condesa quiere volver a ver a la chica? Antes de entrar, me he tomado la libertad de enviar a un morum cadi a buscarla. Estará aquí de un momento a otro.
Emma y Michael se quedaron mirando a Kate con los ojos abiertos como platos, presas del pánico. Tenían que marcharse enseguida, pero antes de que pudieran moverse de su sitio, un grito hizo temblar todas las paredes de la casa.
Echaron a correr sin molestarse ya en guardar silencio mientras oían de fondo la voz chillona del secretario, el alboroto lejano en la habitación de los niños y los gritos de los chirridos.
Al cabo de un momento llegaron a lo que parecía un callejón sin salida. Fuera se oían más chirridos rodeando la casa. Abraham tenía la respiración agitada.
—Yo saldré primero. Vosotros tres esperad aquí hasta que veáis que los despisto. Luego corred hacia el bosque y luego seguid corriendo lo más rápido posible todo el tiempo que podáis. Buscad un lugar donde pasar la noche, y por la mañana dirigíos hacia el sur bordeando el río sin apartaros del bosque. He oído que la bruja utiliza pájaros como espías. Al cabo de una jornada llegaréis a Westport. Allí estaréis a salvo. Siento no poder ayudaros más.
—Ya has hecho mucho —dijo Kate—. Gracias.
—Decidme una cosa —empezó Abraham—, ¿es cierto que venís del futuro?
—Sí.
—¿Y habéis vuelto para arreglar las cosas?
—Eh… No, he… Hemos venido a buscar a Michael.
—Les prometiste a los niños que volverías.
—Y volveré, pero no sé cómo ayudarles.
Durante unos instantes, Abraham se limitó a mirarla.
—Puede que no —murmuró al fin—. Pero ya has oído a la condesa. Donde hay magia no existe el azar. Todo ocurre por algún motivo, incluso el hecho de que vosotros tres estéis aquí. Pero basta ya de cháchara.
Kate y Emma lo abrazaron, y Michael se quedó atrás, todavía avergonzado. Abraham le puso una mano en el hombro.
—Has cometido un error, pero eres un buen chico, y tus hermanas te quieren.
Michael asintió mientras tragaba saliva. Abraham asió un tirador que sobresalía de la pared. Kate solo distinguía el contorno de la puerta.
—Acordaos de correr y no mirar atrás. —Abrió la puerta y antes de desaparecer se coló una ráfaga de viento y lluvia.
Luego todo volvió a quedar a oscuras. Los chicos aguardaron mientras escuchaban los gritos en el exterior.
Emma no paraba de moverse.
—¿Quién os parece que es el amo?
—Yo tengo varias teorías —respondió Michael.
—¿Cuáles?
Michael hizo una pausa y se colocó bien las gafas.
—No estoy preparado para explicarlas.
Emma soltó un resoplido como de enfado, pero era obvio que no lo estaba, que se alegraba de que las cosas volvieran a ser como siempre, de que Michael le pusiera de los nervios.
—Seguro que el hombre del que hablaba la condesa es el doctor Pym. Tú no lo has visto, Michael. Es un brujo de verdad.
—¡¿En serio?! ¿Ha hecho algún encantamiento?
—Bueno, Kate y yo estuvimos con él y lo vimos hacer aparecer una hoguera, ¿a que sí, Kate? Y creo que tiene una pipa mágica.
—¿Qué clase de pipa?
—Y yo qué sé. Pues una mágica, tonto.
—Quiero decir si es de las que se fuman o de las que se comen.
—Ufff… De las que se fuman.
Kate tenía la oreja pegada a la puerta para oír los ruidos del exterior, pero le costaba concentrarse: su cabeza no paraba de dar vueltas a lo que había dicho la condesa.
«¿Te has fijado en la chica mayor? El libro la ha marcado».
Pensó en lo que había sucedido en el dormitorio mientras Emma y ella miraban fotos. Había colocado la mano en el libro y la tinta negra se había extendido por la página y había ascendido por sus dedos. ¿Qué le había ocurrido?
—Kate… —Michael la asió del brazo—, creo que Abraham se los ha llevado.
Se oían gritos y alboroto desde el otro extremo de la casa.
Kate colocó la mano en el tirador.
—Yo saldré primero. No paréis de correr pase lo que pase.
Cuando el chirrido enviado por el secretario no encontró a Kate ni a sus hermanos en el dormitorio, se armó un buen jaleo: los niños corrían de un lado a otro gritando y saltando en las camas de los demás y unos cuantos pequeños se echaron a llorar. Durante varios minutos reinó el caos, hasta que se abrió la puerta y entró la condesa, y todo quedó en silencio.
Agitó la mano y, al instante, se encendieron velas en todas las paredes. Sonrió y los niños sintieron la necesidad de acercarse a ella.
—¿Dónde están? —Su voz era reconfortante y dulce.
Nadie respondió.
—No voy a hacerles daño. ¡Por Dios!, solo quiero ayudarlos. Corren un gran peligro. Por favor, decidme adónde han ido.
Su tono despertaba tanta ternura que los niños le dirían cualquier cosa: le contarían lo de Abraham, lo de los pasadizos secretos, lo de Kate, Michael y Emma. Al fin y al cabo, ella era su amiga.
—Dónde están, ¿quiénes?
La condesa miró al chico que había hablado. Stephen apretaba la mandíbula con gesto decidido y de brazos cruzados. Se inclinó para que pudiera oler su perfume.
—Los tres niños a quienes han traído antes aquí. Dos niñas y un niño. ¡Te estás haciendo el tonto! —Se echó el pelo hacia atrás con aire juguetón—. Sé que sabes de quiénes hablo.
—No están… no están aquí.
—Claro, cielo. ¡Eso ya lo he visto! Dime, ¿adónde han ido?
Stephen miró sus bellos ojos, y se asió con fuerza a sí mismo, en un intento de evitar su influjo. La condesa era el enemigo, tal como había dicho Abraham. Tenía que enseñarles a los demás a resistirse.
—No lo sé. Han desaparecido —dijo esforzándose por encogerse de hombros.
Uno de los niños reprimió una risita, y la condesa levantó la cabeza con los ojos centelleantes.
—¿Han desaparecido?
—Como por arte de magia.
—Sí —dijo otro niño—. ¡Ha explotado una cosa!
—¡Y había humo! —añadió un tercero—. ¡Y relámpagos!
—¡Sí! ¡Hemos tenido que apartarnos!
—Ya. —Los había perdido. De algún modo, aquel chico les daba fuerzas.
El secretario entró corriendo con la respiración entrecortada y el pelo húmedo y pegado a la cabeza.
—¿Los has encontrado? —le preguntó la condesa de malos modos.
Negó con la cabeza.
—Solo a ese fotógrafo viejo y cojo, que otra vez iba borracho.
La condesa le ordenó:
—Suelta los lobos.
Los niños se quedaron mudos. Incluso el secretario pareció sorprenderse.
—Pero, mi señora… —Soltó una risita entrecortada—. Perdóneme, pero esas bestias no son fáciles de controlar y están hambrientas. Ya sé que lo hace expresamente para que tengan más ansias de atrapar a sus presas. Pero ¿qué les impedirá descuartizar a los chicos cuando los alcancen?
—Supongo que tendré que correr ese riesgo, ¿no? —Se detuvo en la puerta y señaló a Stephen—. Ah, y que se lleven a ese al barco.
—¡Odio la lluvia! —gritó Emma cuando cayó de bruces en otro charco—. ¡Es un asco!
Salieron de la casa y recorrieron la distancia hasta el bosque sin ver un solo chirrido, pero a partir de ahí su marcha se ralentizó: la tormenta había convertido la tierra en un lodazal y no paraban de pisar charcos y resbalar con la hojarasca mojada.
Michael se había caído una vez y habían perdido unos minutos preciosos buscando sus gafas. Emma se había enfadado bastante, sobre todo porque había metido la mano en un asqueroso agujero lleno de gusanos y al final resultó que Michael llevaba las gafas colgando de una oreja.
Los tres estaban empapados, cubiertos de barro y agotados.
Mientras ayudaban a Emma a ponerse en pie, Kate se preguntaba hasta dónde deberían llegar esa noche, dónde estarían seguros.
El panorama era bastante desalentador.
Entonces oyeron el aullido.
No era un chirrido, pero procedía de la casa. En cuestión de segundos, se desató un coro de gritos salvajes que con la misma velocidad enmudeció.
Kate dijo:
—Vienen hacia aquí.
Los niños corrieron como nunca lo habían hecho antes, ignorando la pesadez de piernas y el dolor en los costados. Emma pronto tomó la delantera y desapareció entre una maraña de arbustos. Kate justo se agachaba para pasar por debajo de una rama cuando oyó el grito de su hermana. Al cabo de un segundo, Michael y ella habían apartado los arbustos, y Kate pudo verlo por sí misma.
—¡No!
Estaban al borde de un precipicio, de un oscuro valle iluminado de vez en cuando por los relámpagos. Había cientos de metros de altura y ambos lados estaban cortados por paredes de rocas. Kate se culpó a sí misma. Recordó que el primer día en el orfanato habían ido a ver la cascada y contemplaron con deleite el excitante y vertiginoso espectáculo del agua cayendo por el precipicio. Tendría que haberse dado cuenta de hacia dónde iban.
Oyeron nuevos aullidos procedentes del bosque. Fuera lo que fuese, lo que hacía aquel ruido se estaba acercando.
—¡¿Qué vamos a hacer?! —gritó Emma.
—¡Por allí! —A veinte metros, un estrecho y tortuoso camino descendía por el barranco. Kate no sabía si llegaría hasta abajo del todo, pero era su única oportunidad.
—¡Vamos!
El camino era muy empinado y estaba resbaladizo; en ningún punto alcanzaba el metro de ancho pero en general era mucho más estrecho. Avanzaba y retrocedía en zigzag, y los niños caminaban pegados mientras resbalaban en el barro y las ráfagas de viento amenazaban con arrojarlos al vacío. Descendieron diez metros, quince, veinte, bajo el azote de la lluvia.
Kate, que cerraba la marcha, no cesaba de mirar de soslayo con la esperanza de divisar el fondo del valle. Si lograban alcanzarlo, al menos tendrían una oportunidad. Tal vez encontraran una cueva donde esconderse o…
—¡Kate!
Emma se había detenido y señalaba hacia arriba. Kate levantó la cabeza en el momento en que un relámpago proyectaba sus ramificaciones en el cielo e iluminaba la silueta de un lobo enorme situado al borde del precipicio. La criatura soltó un aullido que resonó por todo el valle.
—¡Corred! —gritó.
Toda precaución relativa al descenso quedó obviada. Corrieron por el camino, y milagrosamente sus pies fueron encontrando los pedazos de tierra firme entre el barrizal. Diez metros más… quince… Kate miró hacia arriba y vio que media docena de aquellas criaturas descendían por el camino a una velocidad de vértigo, sin la menor prudencia ni temor alguno. Mientras Kate observaba, los miembros de la manada se apiñaron en un recodo del camino y chocaron unos con otros, tras lo cual se oyó un alarido y una figura negra se despeñó al vacío.
—¡Atrás!
Sujetó a Emma, y los tres niños se pegaron a las rocas mientras la criatura, aullando y agitando los miembros, pasaba a centímetros de distancia de donde ellos estaban.
—Bien —dijo Kate entre jadeos, con el corazón en la garganta—. Vamos bien.
—No —protestó Michael.
—Sí. Solo tenemos que correr.
—¡No! ¡Mira!
Kate miró enfrente de Emma y vio lo que Michael señalaba. Las piernas estuvieron a punto de flaquearle. El camino seguía unos metros más y luego desaparecía; quedaba literalmente cortado. Le entraron ganas de rendirse, de sentarse y dejar que todo acabara de una vez. Pero una voz interior le dijo que no iban a terminar de esa forma. Ella no lo permitiría. Aguzó la vista en medio de la lluvia y la oscuridad y vio que, de hecho, el camino sí continuaba, solo que tres metros y medio más abajo. Sopesó las opciones con rapidez. Por fin se veía el fondo del valle, pero aún tenían que descender treinta metros. Si retrocedían no tenían ninguna esperanza. Los lobos avanzaban por el camino y cada segundo que pasaba estaban más cerca. No tenían elección.
—¡Tendremos que saltar!
—¡¿Estás loca?! —gritó Michael.
—¡Es la única posibilidad!
Justo en ese momento un lobo soltó un aullido muy prolongado que los hizo estremecerse.
—Está bien —convino Michael, que dio media vuelta, avanzó tres pasos y saltó en la oscuridad.
Kate y Emma contuvieron la respiración mientras descendía por los aires. Por suerte, la otra parte del camino quedaba un poco más baja y el niño contó con un pequeño margen de espacio que le permitió aterrizar a cuatro patas.
Entonces la tierra cedió.
Kate empezó a gritar, pero Michael ya trepaba para ponerse a salvo. Sin perder un instante más, Kate se volvió hacia Emma.
—Tú tendrás que saltar más, sé que puedes hacerlo.
—Ya lo sé. —La brillante mirada de Emma mostraba empeño y determinación. Se agachó y emprendió la carrera, y, al saltar al vacío, pedazos de barro salieron despedidos. Michael aguardaba de pie al borde del camino, dispuesto a tirar de ella si se quedaba corta.
Emma aterrizó encima de él.
Kate oyó el impacto y el gemido de Michael al caer ambos al suelo. No pudo por menos de sentirse impresionada. Por desgracia, el impacto provocó que se desprendiera medio metro más de tierra del camino.
Kate percibió un movimiento un poco más arriba de donde se encontraba y, sin mirar, se arrojó al suelo. Un animal le pasó por encima, las fauces arrancando bocados al espacio que ella había ocupado hacía un instante. Se oyó un fuerte alarido cuando el lobo se precipitó al barranco, incapaz de frenarse. Kate se puso en pie a tiempo de verlo desaparecer en la oscuridad. Al levantar la cabeza vio que el resto de la manada no andaba muy lejos. No había tiempo que perder.
Cogió carrerilla y saltó, pero sus pies resbalaron con el barro y en ese momento supo que no iba a conseguir llegar al otro lado. Extendió los brazos, pero no alcanzó a Michael y a Emma, que con los brazos extendidos a su vez gritaban su nombre. Estaba demasiado lejos. Entonces, milagrosamente, una fuerte ráfaga de viento sopló desde el fondo del barranco y la impulsó, haciendo que cayera de bruces en el camino y se quedara sin respiración por el golpe recibido. Se esforzó por aferrarse a la tierra mojada, pero resbalaba y se estaba cayendo.
Dos pares de brazos tiraron de ella y la pusieron a salvo.
Un momento después, los tres niños estaban arrodillados en el barro, abrazados y temblando de alivio. A pesar de la lluvia y el viento, Kate podría haberse quedado así toda la noche, pero sabía que todavía no estaban seguros. El salto que a ella casi le había costado la vida no era nada para un lobo. Se apartó de sus hermanos y se volvió hacia el precipicio: la manada doblaba el último recodo, estaba lo bastante cerca como para que los niños pudieran oír sus jadeos ensordecedores.
—¡Ojalá tuviera una espada! —exclamó Michael.
Kate tenía serias dudas de que eso hubiera servido de mucho, pero no era momento de ponerse a discutir.
—Ayúdame.
Empezó a dar saltos en el borde del precipicio. La tierra estaba blanda y no tenía base en la que sostenerse, y la lluvia la había debilitado aún más. Kate resbaló dos veces cuando el terreno cedió bajo sus pies, pero en ambas ocasiones sus hermanos tiraron de ella. En cuestión de segundos los niños ensancharon el hueco de cuatro metros y medio a cinco, y de cinco a seis. Y para cuando el primer lobo se lanzó al vacío, el abismo medía más de siete metros y medio.
Tal vez fuera por el miedo, o por el cansancio, o tal vez porque sabían que si el lobo los alcanzaba no serviría de nada alejarse más, la cuestión es que los niños no echaron a correr, permanecieron donde estaban, empapados y cubiertos de barro, contemplando a la bestia enorme que se abalanzaba sobre ellos.
«No es suficiente —pensó Kate—. Conseguirá saltar».
El lobo alcanzó el borde del terreno e instintivamente los niños se echaron hacia atrás, pero el animal no los atacó. Kate vio que no había conseguido completar el salto: la mitad inferior de su cuerpo colgaba en el aire mientras con las patas delanteras se aferraba al barro y a las rocas sueltas a la vez que daba furiosas dentelladas. Entonces la criatura se dio impulso y sus patas traseras encontraron un punto de apoyo. Y justo en el instante en que por la garganta de Kate ascendía un grito para indicar a sus hermanos que echaran a correr, la tierra sobre la que estaba el lobo cedió, arrastrando consigo al animal.
Kate soltó el aire y se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Aguzó la vista para observar a través de la lluvia a los tres lobos restantes. Estaban apiñados en el otro extremo del camino, como una masa hambrienta y temblorosa. Kate percibía su ansia, pero sabía que no conseguirían saltar.
—¡Eh, gallinas! —gritó Emma—. ¡Venid a por nosotros!
Los lobos dieron unas cuantas vueltas antes de enfilar camino arriba y desaparecer en la oscuridad.
—¡Miradlos! —exclamó Emma volviéndose hacia Michael y Kate con expresión triunfal—. Se han rendido.
—No lo creo —repuso Michael—. Seguro que están buscando otra forma de bajar.
—Vamos —protestó Kate.
Quedaban solo unos veinte metros de descenso y enseguida llegaron a la parte inferior del valle. Los cuerpos de los lobos que se habían precipitado al vacío yacían contra las rocas. Kate miró hacia arriba, pero no vio al resto de la manada.
Oyó a Emma decir que seguramente todo formaba parte del plan de la señorita Crumley, y a Michael responder que lo dudaba, y de nuevo a Emma decirle a Michael que tenía el cerebro apepinado.
Kate no les prestaba atención porque trataba de pensar. Llovía más que nunca y estaban agotados. No tenía ni idea del tiempo que tardarían los lobos en encontrar otro camino. La cuestión era si debían seguir corriendo o era mejor buscar de inmediato un lugar donde esconderse.
—Kate…
—Dejadme pensar.
—Kate. —Emma le tiró del brazo y Kate se volvió.
A unos treinta metros de distancia, una sombra avanzaba sobre las rocas.
—¡Corred!
Salieron disparados hacia los árboles. Oyeron un gruñido tras sí y ascendieron con dificultad por una pequeña cuesta. Kate esperaba notar en cualquier momento el peso del animal sobre su espalda. «Sigue corriendo —se dijo—. Tú sigue corriendo».
—¡No paréis! Ya…
Las palabras se atoraron en su garganta cuando vio un lobo sentado frente a ellos.
Durante varios minutos, no se movieron. El pelo grisáceo de la criatura estaba apelmazado por la lluvia, su boca abierta dejaba al descubierto los dientes en una espantosa sonrisa y de sus tripas emergió un gruñido ronco. Emma y Michael estaban petrificados. Era responsabilidad de Kate hacer algo. ¿Y si se lanzaba encima de él? El animal no lo esperaría y tal vez sus hermanos tuvieran tiempo de escapar. No le preocupaba en absoluto perder la vida. Se estaba preparando cuando entre la lluvia vio aparecer otro lobo, cabizbajo, con la mirada asesina fija en ellos. Entonces un ruido a sus espaldas le indicó que el primer lobo les había cortado el paso. Y al fin lo comprendió: no podían hacer nada, iban a morir allí.
—Kate… —empezó a decir Emma con voz temblorosa.
—Vamos a cogernos de las manos —dijo Kate. Lo hicieron mientras permanecían quietos en círculo, espalda contra espalda—. Ahora cerrad los ojos —les ordenó—. ¡Vamos!
Michael y Emma obedecieron, pero Kate mantuvo los ojos bien abiertos mientras observaba cómo los lobos los rondaban. Era responsabilidad suya. Era culpa suya. No pensaba ahorrarse la espantosa visión.
Miró a los ojos al lobo más grande para hacerle notar que no estaba asustada, ya no sentía el azote de la lluvia en el rostro ni la fatiga del cuerpo. A su mente acudió el recuerdo de su madre. «Lo siento —pensó Kate—. He hecho todo lo que he podido».
El animal se agazapó frente a ella, dispuesto a atacar.
Kate apretó las manos de Emma y de Michael y susurró:
—Os quiero.
Y en ese instante el lobo se abalanzó sobre ella.
Pero sus fauces no la alcanzaron.
Se oyeron unos pasos rápidos y pesados y un objeto que cortaba el aire. El lobo lo vio acercarse y trató de dar media vuelta, pero el objeto ya lo había alcanzado. Kate captó su contorno borroso; era alargado y grisáceo. Este alcanzó al lobo en la cabeza, y el golpe fue lo bastante fuerte y cercano para que Kate oyera cómo le partía el cráneo.
A su lado había un hombre enorme, un gigante. Su larga cabellera morena le cubría el rostro y de sus muñecas colgaban unas gruesas cadenas. Con fieros gruñidos, los dos lobos restantes se abalanzaron sobre él. Aferró a uno en el aire y le partió el cuello con un chasquido sordo. El segundo se agarró con la boca a su brazo y le clavó los colmillos en la carne. El hombre dio un tirón y lanzó a la criatura por los aires igual que una persona normal haría con un gato. El animal fue a dar contra una roca y cayó al suelo, aturdido. Con dos zancadas, el hombre puso la bota sobre su cuello y la hundió hasta oír un fuerte crujido. El lobo yacía inerte.
Michael y Emma habían abierto los ojos y observaban maravillados al hombre, que se dirigía hacia donde estaban. Cuando se inclinó sobre ellos, la sombra le ocultaba el rostro. Aun así, Kate lo reconoció. Era el mismo hombre que aquel día, junto al dique, se había enfrentado a la condesa. Les dijo:
—Venid conmigo.