6. La página negra

A primera hora de la mañana, la señorita Sallow las puso a trabajar. Entre terminar las tareas para la ama de llaves y evitar al doctor Pym, se hizo media tarde antes de que Kate y Emma se encontraran sentadas con Abraham junto a la chimenea mientras bebían sidra y lo escuchaban refunfuñar sobre lo lejos que había tenido que ir a buscar el pavo.

—No me quejo. Disfruto tanto como el primero con un buen pavo, pero no me parece bien que un viejo como yo tenga que recorrer medio país con un tiempo como el de ayer. Hacía un frío que pelaba. ¡Era para quedarse calvo! ¿Queréis más sidra?

La habitación que ocupaba Abraham en la torre era completamente circular y las ventanas daban a todas las direcciones. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de la estancia no era su redondez perfecta, sino que no había un solo centímetro de pared que no estuviera cubierto por una fotografía. Y no solo en las paredes había fotos, sino que también se apilaban en el suelo, bajo las sillas y en delicado equilibrio sobre la mesa. Eran cientos, miles de fotos, todas amarillentas y descoloridas por el paso de los años.

—Hace tiempo —les dijo Abraham al observar su asombro cuando entraron— me apasionaba la fotografía. Puede que se debiera a que nací con esta cojera y no podía trabajar en la mina. Pero las cosas cambian. Llevo años sin hacer una sola fotografía.

Se inclinó y les llenó las jarras de sidra.

—¿Estáis seguras de que no os ocurre nada? Parecéis las dos un poco ausentes. Espero que vuestro hermano no os haya contagiado lo que quiera que tenga.

—Estamos bien.

Aunque no habían hablado de ello, tanto Kate como Emma sabían que era Nochebuena y que hacía diez años que sus padres habían desaparecido. Por la mañana, mientras se vestían, Emma había abrazado a Kate sin más y habían permanecido abrazadas en silencio en mitad de la habitación por lo menos un minuto.

—Así que habéis conocido al doctor. No sé si sabéis que no es de Cascadas de Cambridge. Un buen día llegó y compró esta vieja casa, de eso hace más de diez años. Y nos acogió a la vieja Sallow y a mí.

—Abraham… —Kate y Emma habían decidido contarle la verdad; necesitaban respuestas, y el anciano vigilante era quien mejor podía ayudarlas a obtenerlas y en quien más podían confiar—. ¿Te… hummm… te acuerdas de nosotros? Del día que nos vimos en el lago. ¿Cómo llegamos? ¿Aparecimos de repente?

Kate estaba segura de que si hubiera formulado la pregunta dos días atrás, Abraham no habría tenido ni idea de lo que le estaba diciendo, pero en el lapso de ese tiempo Michael, Emma y ella habían viajado al pasado. Ahora ese pasado era distinto, y en consecuencia los recuerdos de Abraham también debían de serlo. De hecho, antes de que terminara de formular la pregunta, el anciano ya sonreía.

—¿Que si me acuerdo de vosotros? ¿De tres jovencitos que aparecieron como caídos del cielo? Una cosa así no se olvida. Anteayer, cuando os vi a los tres bajar del barco, me dije: «Abraham, viejo amigo, esos son los tres niños que hace quince años aparecieron de la nada; y, míralos, están exactamente igual que entonces». Me alegro de que por fin me lo hayáis confesado, temía estar volviéndome loco. —Abraham se inclinó para acercarse más a ellas—. Entonces ya lo habéis adivinado, ¿no? Ya sabéis la verdad sobre Cascadas de Cambridge.

Kate negó con la cabeza.

—No. Por eso estamos aquí.

—¡Vamos! ¡Me estáis tomando el pelo! ¿Habéis viajado en el tiempo y tengo que creerme que no os habéis dado cuenta de en qué clase de lugar estáis?

—Creemos que… Bueno, que hay algo extraño…

—Extraño, sí, por no decir algo peor.

—¿Y el doctor Pym es…? ¿Es…?

—¿Es qué, señorita?

—¿Es…? —Kate no era capaz de pronunciar la palabra. Por suerte, la paciencia de Emma había llegado a su límite.

—¡¿Es un brujo?!

—¡Chisssssst! —Abraham arrastró la silla para acercarse más mientras les indicaba mediante señas que bajaran la voz—. ¡No hace falta que os oigan desde Westport! —Luego les guiñó un ojo con una sonrisa—. Habéis dado en el clavo. Ese hombre es un brujo, tan real como la vida misma.

Kate dejó la jarra de sidra en el suelo; ya no se fiaba de su pulso.

—¿Cómo lo habéis sabido? ¿Os ha hecho algún encantamiento tal vez?

—Hizo que el fuego se encendiera solo —respondió Emma.

Abraham asintió con complicidad.

—Sí, el doctor es un hombre brillante, y sin embargo no supo encender un fuego para salvar su propia vida. Decidme, ¿vosotras también sois brujas? —Su rostro adquirió una expresión preocupada—. Porque si sois brujas, acordaos de que yo siempre he sido amable con vosotras. Espero que no me convirtáis en cabra, ni hagáis que me crezca otro trasero.

—No somos brujas —le aseguró Kate.

—Qué va —dijo Emma—. Creíamos que eso de la magia eran fantasías de Michael.

—¿En serio? —Abraham se acarició la barba—. ¿No sabíais que la magia existía?

—No hay de qué extrañarse —repuso Kate—. La mayoría de la gente no cree en la magia.

—Ni Michael —añadió Emma—. Y mira que es raro.

—Y, entonces, ¿cómo habéis adivinado…?

—Te lo contaremos todo —dijo Kate—, pero antes tienes que hablarnos de Cascadas de Cambridge. Queremos saber la verdad.

Él se quedó mirándolas un buen rato, y luego suspiró.

—Muy bien. Supongo que ya se ha descubierto el pastel, pero antes necesito fumar. —Tomó la pipa, apretó la cazoleta con el pulgar y la encendió con una ramita de la chimenea—. Lo primero que tenéis que saber es que en un pasado muy lejano vuestro mundo y el mundo de la magia estaban unidos. Así. —Abraham entrelazó sus deformes dedos—. Lo estuvieron durante miles de años, hasta que la gente normal empezó a proliferar y a extenderse, y construyeron pueblos y ciudades. Al final los magos comprendieron que la especie humana era imparable y empezaron a concentrarse en ciertos lugares y a hacerlos invisibles a ojos de los humanos, lugares a los cuales era imposible acceder si no se sabía cómo. Grandes extensiones de terreno iban desapareciendo del mapa. El proceso duró aproximadamente un siglo, pero a finales de 1899 el último territorio desapareció. ¡Tachán!

—¡Pero de eso no hace tanto tiempo! —lo interrumpió Kate—. ¡La gente se acordaría!

—Estamos hablando de una magia muy potente, jovencita. Se borraron los recuerdos de la gente. Se hizo que olvidaran las islas y los bosques desaparecidos, así como que la magia existía. Se cambió la historia de la humanidad. El único problema fue que algunos pueblos habitados por humanos desaparecieron junto con las tierras mágicas. Cascadas de Cambridge es uno de ellos. Y yo, igual que la señorita Sallow y otros habitantes del pueblo, he tenido a los magos de vecinos toda la vida. En otros tiempos incluso hacíamos tratos con ellos. Pero somos humanos, igual que vosotros. No como esos que corren por ahí. —Señaló la ventana con la pipa—. En esas montañas ocurren cosas que ni siquiera podéis imaginar.

El anciano se inclinó más hacia delante.

—Ahora os toca a vosotras, queridas. Si no sois brujas, ¿cómo es que aparecisteis hace quince años?

Las niñas se miraron. Temían que si le contaban lo del libro, las obligara a devolvérselo al doctor Pym. Y, entonces, ¿cómo salvarían a Michael?

—Te hemos mentido —dijo Emma—. Sí que somos brujas. Queríamos ver cuántas cosas sabías. Felicidades. Has superado la prueba.

A Kate le pareció una mentira espantosa, pero Abraham asentía como si en todo momento hubiera sospechado algo como aquello.

«Tenemos motivos más que suficientes», pensó.

—Abraham —empezó a decir Kate—, necesitamos fotos antiguas, de cuando… ella estuvo aquí.

A pesar de la cálida lumbre, la habitación quedó sumida en un ambiente estremecedor.

Abraham bajó la voz.

—Te refieres a la condesa, ¿no? ¿Qué queréis de ella? Fueron malos tiempos; mejor olvidarlos.

—Por favor, las necesitamos de verdad.

—Si no nos las das, te convertiremos en sapo. —Emma entornó los ojos ante Abraham mientras movía el dedo. El anciano saltó de la silla y se dirigió a un cofre situado junto a la pared, levantó la tapa y empezó a rebuscar en él.

Kate dirigió a Emma una mirada de reproche, pero la niña se encogió de hombros.

—Las está buscando.

Abraham regresó con una gruesa carpeta de piel repleta de fotografías.

—No sé si sabéis que me nombró fotógrafo oficial. Menuda vanidosa. Siempre me repetía que mi obligación era inmortalizar su belleza para la posteridad. —Con un resoplido, le entregó la carpeta a Kate—. Podéis quedároslas. Estoy encantado de librarme de ellas.

Kate echó un vistazo por encima a los cientos de fotos. A buen seguro encontrarían la que las devolvería al tiempo o al lugar donde quisiera que estuviera Michael.

—Abraham, ¿quién era la condesa? ¿Es ella la culpable de que Cascadas de Cambridge sea como es?

Abraham no parecía muy dispuesto a responder, pero en cuanto Emma entornó los ojos él levantó las manos en señal de rendición.

—De acuerdo, os contaré lo que sé, pero no tengo ni idea de quién era ni de dónde venía en realidad. Un buen día apareció en Cascadas de Cambridge con cincuenta de esos demonios putrefactos. Los niños los llamaban chirridos. Me acuerdo de que aquel día, junto al lago, uno de ellos se os llevó a los tres, así que ya sabéis lo terribles que eran esas malditas criaturas.

Se oyó el siseo y el chasquido de un tronco, y Abraham hizo una pausa para avivar el fuego con el atizador. Cuando prosiguió, su tono era más quedo.

—Era verano. Hacía un día precioso, sin una sola nube a la vista. La mayoría de los hombres estaban en la mina, a dos horas de camino entre las montañas. En el pueblo solo había mujeres y niños; y también estaba yo, claro, debido a mi pierna. —Se frotó la pierna afectada con expresión ausente—. Había ido a visitar a mi primo cuando oí un grito que me dejó sin respiración. Nunca en toda mi vida había oído nada igual. Salí corriendo de la casa y vi que uno de los monstruos perseguía a un niño por la calle. Lo atrapó y se lo llevó antes de que yo pudiera abrir la boca. Los seguí hasta la plaza sin poder dar crédito a lo que veía. Había niños por todas partes. Y chirridos empuñando espadas y obligando a las madres a retroceder, a apartarse de sus pequeños. Y entonces, entre aquel océano de figuras negras, vi brillar su cabellera rubia. Dijo algo y los monstruos hicieron avanzar a los niños como si fueran borregos, bajaron hasta el cañón y cruzaron el puente. Yo los seguí junto con las mujeres, que no paraban de llorar y gritar y…

Abraham dejó de hablar.

—¿Te encuentras bien, jovencita? —se dirigió a Kate.

—Estás pálida —dijo Emma.

—Es… Estoy bien —farfulló Kate—. Sigue, por favor.

Pero lo cierto era que no estaba bien. Pensaba en los niños, en lo asustados que debían de estar, y en que había dejado a Michael con aquellos monstruos…

—Por favor, estoy bien.

Abraham asintió y dio un trago de sidra.

—Está bien. En la gran casa vivía el viejo señor Langford, un hombrecillo diminuto, pero con una enorme fortuna en su haber. Su familia siempre había dirigido la mina. Estaba allí, sentado en la escalera de entrada a la casa, cuando llegó ella con sus monstruos y los pobres niños que no cesaban de llorar. Él le dijo que qué se había creído, que aquello era una propiedad privada, que si sabía con quién estaba hablando y blablablá, y entonces ella soltó aquella risita suya y bien sabe Dios que una de las criaturas partió al señor Langford por la mitad. Claro que, a decir verdad, a nadie le caía muy bien el señor Langford; menudo tapón engreído. Aun así, fue una forma terrible de morir. Todavía movía los labios cuando el torso se separó de sus piernas y cayó al suelo.

Kate y Emma permanecieron sentadas en completo silencio, sin atreverse siquiera a respirar. Abraham volvió a atizar el fuego, concentradísimo en el pasado.

—Enviamos mensajeros a la mina, pero antes de que los hombres regresaran se hizo de noche. Salimos con antorchas y todas las armas que pudimos reunir y cruzamos el puente. —Abraham rio sin ganas—. ¿En qué estaríamos pensando? No éramos guerreros, y ella era una bruja malvada con un ejército de demonios. No teníamos ninguna posibilidad. —Sacudió la cabeza—. Bajó la escalera para recibirnos, acompañada de tres chirridos, pero le bastó con levantar su diminuta mano —Abraham levantó una mano— para que todos nos detuviéramos en seco. Entonces, con su voz dulce y clara dijo: «Tengo a vuestros hijos ahí dentro; todos tienen la hoja de una espada en el cuello. Morirán antes de que lleguéis a la puerta». El silencio fue estremecedor. No se movió ni un alma. Recuerdo que el señor Langford aún yacía al pie de la escalera partido en dos y que ella nos miraba; a la luz de las antorchas, su rostro era bellísimo y aterrador a la vez. Entonces nos dijo que quería una cosa que estaba en las montañas y que, si la encontrábamos, nos devolvería a los niños.

—¿Qué hicisteis? —preguntó Emma con un hilo de voz.

—¿A ti qué te parece? Los hombres se adentraron en las montañas bajo la vigilancia de un grupo de monstruos. Las mujeres volvieron al pueblo y ella se quedó en la casa con los niños.

Pasó un minuto sin que ninguno de ellos dijera nada, oyéndose solo el crepitar del fuego. Kate se percató de que se le habían agarrotado las manos debido a la fuerza con que aferraba la carpeta y poco a poco las abrió y fue flexionando los dedos.

—¿Y nadie intentó rebelarse? —preguntó Emma al fin.

—Unos cuantos. Se perdía la paciencia y uno acababa volviéndose loco de tanto echar de menos a los seres queridos.

—¿Qué les pasó?

—La condesa tenía un barco que utilizaba de prisión flotante para quienes la desobedecían. Por la noche se oían los gritos procedentes del lago. —Abraham se estremeció—. Se decía que a los que iban a parar allí les hacía cosas terribles.

Kate recordó que, cuando viajaron al pasado, había visto el barco en el lago. Tenía que ser aquel al que se refería Abraham.

—¿Qué era lo que buscaba?

—No nos lo dijo, pero corrían rumores.

—¿Qué rumores?

La voz de Abraham se había convertido en un susurro.

—La gente decía que lo que quería era un libro, un gran libro de magia que estaba enterrado en las montañas desde hacía mucho tiempo. Imaginaos. —Bajó la voz aún más, hasta el punto de que a Kate y a Emma les costaba oírlo—. Imaginaos algo tan espantoso y temible que tuvieran que haberlo enterrado para que la gente no lo viera.

Kate miró a Emma. Los oscuros ojos de su hermana se habían abierto como platos. Las dos estaban pensando lo mismo. ¿Sería su libro el que quería la condesa? Pero ellos lo habían encontrado en la casa. No podía ser ese.

—¿Qué pasó al final? —quiso saber Emma.

Abraham sacudió la cabeza.

—Ya os he dicho todo lo que puedo decir. Convertidme en tritón si queréis, pero hay cosas que es mejor no remover.

—Por favor —le rogó Kate—, tenemos que saber qué les ocurrió a los niños. —Y entonces soltó lo que había estado conteniendo—: Tiene a nuestro hermano.

—¿Qué?

—No está enfermo. Lo dejamos allí en el pasado… Yo lo dejé allí.

—Dios mío… —Abraham se pasó la arrugada mano por la cara—. Sí, ahora me acuerdo. He apartado de mi memoria en lo posible aquellos días, pero de vuestro hermano sí que me acuerdo. —Sacudió la cabeza—. No, no puedo decíroslo. Lo siento, pero no me pidáis que os lo diga. Tenéis que ir a ver al doctor Pym, él es el único que puede ayudaros.

Se dispuso a levantarse, pero Kate lo agarró de la manga.

—Al menos enséñanos la última foto que hiciste, por favor.

El anciano pestañeó varias veces, obviamente sorprendido ante la petición. Luego se dirigió a un escritorio, abrió un cajón y sacó una fotografía antigua. Con las manos temblorosas, se la mostró.

La imagen era oscura y borrosa. En ella se veía lo que parecía un grupo de mujeres corriendo por el borde del barranco, la mayoría de ellas con antorchas. A pesar de la mala calidad, tanto Kate como Emma percibieron la expresión de alarma y miedo de las mujeres.

Se oyó cerrarse una puerta. Levantaron la cabeza y vieron que Abraham había subido por la escalera de caracol y se había encerrado en su dormitorio.

—Vamos —dijo Kate guardándose la fotografía en el bolsillo, y salieron de la torre.

Puesto que era casi la hora de cenar y no habían tomado nada desde el desayuno bajaron a la cocina. La señorita Sallow estaba preparando el pavo al horno y se encontraba demasiado ocupada para reprenderlas por no haber acudido a la hora de la comida. Tomaron pan, queso y salami y se escabulleron escalera arriba.

Abraham tenía razón en una cosa: la condesa era vanidosa, como pudieron comprobar después de hojear decenas de fotos de ella vestida de noche, luciendo joyas, dando un paseo en barca, jugando al bádminton con su peculiar secretario. Casi siempre miraba a la cámara con timidez, como si la hubieran pillado por sorpresa, y siempre daba la casualidad de que su perfil bueno era el izquierdo.

—Mira esta. —Emma estaba en el suelo rodeada de fotos, sosteniendo en una mano una fotografía de la condesa con aire coqueto bajo una sombrilla de encaje—. Ya te dije que era una creída. —Y la arrojó sobre las que había ido desechando en un rincón.

Kate miraba fotos encima de la cama, y cada vez que daba con la de un chirrido, la deslizaba rápidamente debajo de la pila. Durante los dos últimos días había procurado no pensar en lo que debía de estar sufriendo Michael, si quería ser de alguna utilidad. Sin embargo, tras haber escuchado la historia de Abraham y haber visto fotografías de esas criaturas con sus oscuras prendas raídas y sus largas espadas de hoja dentada, el miedo que sentía por su hermano la estaba sobrepasando. Dio con una fotografía de un chirrido especialmente horrendo y, sin pensar, apartó la pila entera, presa de la preocupación.

Emma soltó un gemido y arrojó otra fotografía a la pila del rincón.

El libro reposaba junto a Kate y, por un momento, se permitió deslizar los dedos sobre la cubierta esmeralda, pensando en la visión que había tenido la noche anterior. ¿Habrían sido simples imaginaciones suyas? Abrió el libro y apretó los dedos contra una página en blanco. El efecto fue inmediato. Vio el pueblo a orillas del río con tanta claridad como si estuviera allí. Sin embargo, había crecido. Había calles de piedra, un muro y un mercado. Vio a hombres y mujeres apiñados y oyó el clamor de las voces.

Volvió otra página y presionó el pergamino con los dedos. Vio un gran ejército marchando por una carretera levantando polvo con las sandalias. Oyó las lanzas chocando contra los escudos, el toque rítmico de un tambor. Por detrás de ellos, a cierta distancia, Kate divisó el pueblo a orillas del río ardiendo en llamas. Dio un grito ahogado y pasó unas cuantas páginas más. El ejército había desaparecido. Vio una flota de barcos en el mar meciéndose con las olas. El viento hacía crujir las velas. Oyó los gritos de los marineros, los restallidos de las cuerdas; percibía los compartimentos de madera repletos de tesoros procedentes de tierras lejanas. Volvió más páginas. Vio a gente correr mientras un dragón negro y otro rojo luchaban en el aire, por encima de un pueblo, y arrojaban llamaradas por la boca. Se enroscaron el uno con el otro y cayeron, provocando que algunos edificios se derrumbaran y que el fuego se propagara. Otra página. Un caballero vestido con una armadura entró en una cueva mientras un monstruo de brazos largos y escamosos emergía de la oscuridad con un siseo. Volvió más páginas y vio un globo de aire caliente elevándose en el aire mientras un grupo de mujeres con vestidos largos y hombres con sombreros de paja blancos aplaudían. Otra página. Vio una ciudad repleta de automóviles antiguos. Buscó una página del final del libro. Aguardó. No ocurrió nada. Miró el pergamino en blanco. En el mismísimo centro apareció un punto negro. Mientras Kate lo observaba, el punto empezó a extenderse como una mancha de tinta, hasta que toda la página se volvió negra. Y, entonces, observó con horror que el color negro también empezaba a teñirle los dedos.

—¡Kate!

Emma la estaba mirando. Kate se dio cuenta de que estaba tumbada boca arriba.

—¿Qué pasa?

—Has gritado.

—¿Qué? Yo no he gritado.

—Ya lo creo —aseguró Emma—. Y parecía que te hubieras desmayado.

La ayudó a incorporarse. Kate echó un vistazo al libro y vio que la página volvía a estar en blanco.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Emma.

—Nada. —Kate extendió el brazo y cerró el libro.

—Tanto da, mira qué he encontrado. —Emma le tendió una fotografía.

Kate ahogó un grito. En la desvaída imagen en blanco y negro, Michael la observaba desde el pasado. Estaba solo, y de fondo se divisaba una esquina de la casa. Su hermano sostenía un cartel escrito a mano en el que se leía: «AYUDADME».

Alguien quiso abrir la puerta.

—¿Qué pasa? ¡¿Quién ha cerrado la puerta?!

Era la señorita Sallow.

—Corre —susurró Kate. Rápidamente, despejaron un lado de la cama y Kate atrajo el libro hacia sí—. Asegúrate de que tu cuerpo toque el mío.

—¿Es que os preocupa que alguien se cuele en la habitación y se lleve las joyas de la nobleza francesa? ¡Abrid la puerta ya!

Kate cogió la foto de Michael y abrió el libro. Las páginas volvían a estar en blanco. Su corazón se aceleró. Sabía que tenía que hacerlo rápido, antes de que perdiera el valor. Bajó la foto hacia el libro.

—¡Espera! —Emma se aferró a su brazo.

—¿Qué haces? Tenemos que…

—Necesitamos otra foto para poder volver.

Kate se quedó paralizada. Había estado a punto de viajar al pasado junto con su hermana sin posibilidad de regresar. Emma alcanzó la cámara de fotos de Michael, la dirigió hacia Kate y pulsó el disparador. Al cabo de un instante, la cámara expulsaba una fotografía.

—¿Acaso sus altezas son sordas? El pavo está listo y el doctor Pym me ha enviado a buscarlas. Incluido el heredero, tanto si se encuentra mejor como si no. Así que ouvre la porte, ¡o tendré que entrar por la fuerza!

—¡Un segundo! —gritó Kate tratando de aparentar tranquilidad—. ¡Enseguida salimos! —Emma sopló la fotografía y se la guardó en el bolsillo—. Ya —dijo aferrando el brazo de Kate.

Oían a la señorita Sallow murmurar algo al otro lado de la puerta mientras rebuscaba entre las llaves de su cinturón.

Kate hizo una pausa sosteniendo la foto en el aire, por encima de la página en blanco y volvió a notar que la oscuridad emergía del libro, amenazando con engullirla.

—¿Qué pasa? —preguntó Emma.

Con un suspiro, Kate se concentró en Michael y colocó la fotografía sobre la página.