5. El doctor Stanislaus Pym

A la hora de cenar, le contaron a la señorita Sallow que Michael se había acostado porque no se encontraba bien. Apenas probaron bocado y casi no prestaron atención a la anciana cuando mascullaba que la comida no estaba a la altura de las exigencias de Versalles y que sin duda a primera hora de la mañana la llevarían a la guillotina.

Cuando regresaron al dormitorio, Abraham ya había encendido la lumbre y las niñas se acostaron en la cama que compartían abrazadas.

—Todo irá bien —tranquilizó Kate a Emma—. Conseguiremos que vuelva.

En algún momento de la noche, Kate notó que Emma se había quedado dormida, pero ella permaneció despierta mientras daba vueltas a lo ocurrido. ¿Habría alcanzado algún chirrido a Michael en el último momento? O, peor, ¿habría colocado ella la foto en el álbum antes de que Michael la tocara? ¿La habría visto él desaparecer ante sus ojos mientras trataba de alcanzarla? Siguió imaginando a su hermano aferrándose al vacío que, justo un segundo antes, ella y Emma habían ocupado, y el terror que debió de apoderarse de él al notar el frío zarpazo de los chirridos. Tendida en la oscuridad, con Emma profundamente dormida a su lado, Kate no paraba de susurrar:

—Todo es culpa mía, todo es culpa mía.

Su madre le había pedido que cuidara de sus hermanos, y ella no lo había hecho. ¿Qué le diría? ¿Cómo se lo iba a explicar? Su única esperanza era el libro escondido bajo el colchón. Se valdría de él. Conseguirían otra foto y volverían a viajar al pasado para hacer que Michael regresara a casa.

En cuanto el primer rayo de luz entró por la ventana, despertó a Emma.

—Vístete —le ordenó—. Vamos a ver a Abraham.

Abraham ocupaba un piso de la última planta de la torre norte. Se apostaron en la puerta y estuvieron más de un minuto llamando, pero no contestó nadie. Encontraron a la señorita Sallow en la cocina, afanada en los fogones.

—Abraham se ha marchado a Westport —les explicó mientras tiraba dos salchichas en el plato de Kate—. Ha ido a buscar al doctor Pym.

—¿Qué?

—Siento no hablar francés, su Excelencia, pero, por si entiende el inglés corriente volveré a repetirlo: Abraham ha ido a Westport a buscar al doctor Pym. Ha salido a primera hora de la mañana y está al llegar.

—Kate —susurró Emma—, ¿te acuerdas de lo que dijo Michael? El libro debe de ser del tal doctor ese. ¿Crees que de verdad es un brujo o…?

—¿Dónde está vuestro hermano? —preguntó la señorita Sallow.

—En la cama —respondió Kate—. Aún no se encuentra bien.

—Hummm… Supongo que se ha declarado en huelga de hambre para no tener que probar esta porquería. Bueno, podéis subirle algo de comer de todos modos. Y si no lo quiere, dejad que lo tire por la escalera.

Fue en busca de una bandeja a la despensa.

En cuanto hubo salido de la cocina, Emma se inclinó sobre la mesa y susurró:

—¡Ese doctor como se llame se dará cuenta de que hemos cogido el libro y nos convertirá en sapos o algo así! Tenemos que…

Se interrumpió al oír unos pasos irregulares en el pasillo. Un segundo después, Abraham entraba en la cocina, aún con la ropa de abrigo puesta.

—Buenos días, jóvenes promesas. —Se dirigió a la tetera frotándose las manos—. Hoy en la calle hace un frío que pela. Lo mismo le he dicho al doctor mientras cruzábamos el lago. «Tienes razón, Abraham —me ha respondido él—, hace un frío que pela». Ha sido agradable charlar con el doctor.

—¿Abraham?

—¿Sí, señorita? —Se había servido una taza de té y no paraba de echarse terrones de azúcar.

—Tengo que pedirte un favor. Necesitamos otro…

—¿Aún no habéis terminado? ¡Muy requetemal! —La señorita Sallow había entrado en la cocina. Retiró de mala gana los platos de Emma y de Kate y los dejó en el fregadero—. A la biblioteca. El doctor me ha dicho en el pasillo que vayáis inmediatamente.

—¿Nosotras? —se extrañó Kate—. Pero ¿por qué?

—Y yo qué sé. Puede que quiera pediros un autógrafo. Vamos, ¿a qué estáis esperando? ¿A que los heraldos anuncien vuestra presencia a toque de trompeta? ¡Vamos! Y tú… —Le arrojó una cebolla a Abraham—. ¡Deja de robarme el azúcar!

—Solo me he puesto dos terrones, señorita Sallow.

—¿Dos terrones? ¡Ya te daré yo dos terrones! ¡Y dos chichones! ¡O cuatro!

La señorita Sallow empezó a perseguir a Abraham alrededor de la mesa con una cuchara de madera para azotarle.

—Vamos —suspiró Kate.

Kate y Emma se detuvieron en la puerta de la biblioteca.

—Recuerda —susurró Kate— que no sabemos nada de él. Puede que sea un hombre normal que dirige un orfanato.

—Oh, sí, un orfanato en el que solo hay tres niños y que está en una casa vieja rarísima llena de cosas mágicas.

Kate estaba a punto de admitir que su hermana tenía parte de razón cuando oyó una voz.

—Pasad, pasad. No os quedéis ahí fuera cuchicheando.

Como no tenían elección, Kate cogió a Emma de la mano y abrió la puerta.

Habían estado en la biblioteca el día anterior, cuando Emma rompió la escalera de mano, así que la estancia les resultaba familiar. En ella había dos estanterías repletas de libros y, frente a la puerta, una hilera de ventanales estrechos con estructura de hierro que daban a las caballerizas en ruinas. A su izquierda había una chimenea y cuatro sillas con la tapicería de cuero muy desgastada. Un hombre de pelo blanco con un traje de tweed trataba de encender la lumbre arrodillado en el suelo, dándoles la espalda. En una de las sillas había una capa, un bastón y un viejo maletín estropeado.

—Sentaos, sentaos. —Su voz resonó en la chimenea—. Enseguida estoy con vosotras.

Kate y Emma ocuparon sendas sillas y Kate no pudo menos de preguntarse si el hombre tenía idea de lo que estaba haciendo. En la chimenea había leña y papel de periódico apilados de cualquier manera, además de unas cuantas piedras, una lata de refresco vacía y unas bolsitas de té usadas. No paraba de encender cerillas sin éxito.

—Al diablo —exclamó el hombre. Kate lo oyó mascullar algo para sí y, de repente, en la chimenea apareció una gran hoguera—. ¡Sí! ¡Esa es la fórmula! —Emma dio un codazo en el costado a Kate y señaló con el dedo como diciendo: «¿Lo ves?». El hombre se puso en pie y se volvió hacia ellas mientras se sacudía las manos. Saltaba a la vista que era muy mayor, pero sus movimientos eran ágiles y para nada revelaban la torpeza propia de la edad. Tenía unas cejas pobladas en forma de cuerno cuyo color se correspondía con su níveo pelo, y llevaba las gafas retorcidas y un poco ladeadas, como si acabara de sufrir un accidente. Por el aspecto del traje se diría que también había sufrido el mismo accidente, si no más—. Hoy en día se ha perdido el arte de encender una hoguera. No todo el mundo sabe hacerlo. Pero permitid que me presente, soy el doctor Stanislaus Pym. —Les hizo una gran reverencia.

Kate y Emma lo miraron perplejas. El hombre daba la impresión de ser inofensivo, parecía el típico tío abuelo un poco chiflado y, sin embargo, a Kate le resultaba familiar, como si lo hubiera visto antes en alguna parte, lo cual era imposible…

El doctor Pym las observaba con gesto expectante.

—Ah… —titubeó Kate—. Yo… yo soy Kate y esta es mi hermana Emma.

—¿Y tenéis apellido?

—No. Bueno, en realidad, más o menos sí. Nos llamamos «P», como la letra. Es todo lo que sabemos.

—Ah, sí, recuerdo haberlo leído en vuestro historial. Y también creo que tenéis un hermano. ¿Dónde está?

—Michael no se encuentra bien —respondió Kate.

El doctor Pym se quedó mirándola, y a ojos de Kate la imagen del afable anciano un poco torpe se desvaneció. Le daba la impresión de que la estaba penetrando con la mirada. Pero, con igual rapidez, volvió a mostrarse sonriente.

—Qué lástima. Bueno, decidme si hay algo que pueda hacer por vosotras. Poseo unas cuantas habilidades más, aparte de encender hogueras. Así que… —Se sentó frente a ellas—. Contadme cosas de vuestra vida. Tomáoslo con calma, detesto las prisas. Gozamos de un buen fuego y la señorita Sallow nos servirá té. Podemos tomarnos todo el tiempo que queramos.

Se sacó una pipa del bolsillo, acercó una cerilla a la cazoleta y dio unas cuantas caladas, tras lo cual exhaló una gran bocanada de color azul verdoso. El humo rodeó a Kate y a Emma como abrazándolas y atrayéndolas hacia sí.

—Empezad por donde queráis —dijo en tono afable.

Kate se quedó callada unos instantes, recordando cómo después de la entrevista con la mujer de los cisnes había oído a la señorita Crumley hablar por teléfono amenazando, suplicando, ofreciendo recompensas con tal de que alguien se llevara de allí a Kate y sus hermanos. Y, de repente, apareció aquel hombre. ¿Por qué? ¿Qué quería? Los había llevado allí por algún motivo, de eso no le cabía duda, pero ¿cuál?

—¿Hay algún problema, querida?

Kate se recordó a sí misma que lo único que importaba en ese momento era salvar a Michael. Respiró hondo y notó que el humo de la pipa del doctor tenía cierto regusto a almendra.

—Nos llevaron al orfanato St. Mary en la Nochebuena de hace diez años… —Pensaba contarle las cuatro cosas más importantes y luego disculparse diciendo que tenían que ir a ver cómo se encontraba su hermano. Sin embargo, sucedió algo extraño: antes de que se diera cuenta, le estaba relatando su vida al doctor con todo detalle, con la ayuda de las aportaciones de Emma. Le contaron lo bien que se había portado con ellos la hermana Agatha, que siempre fumaba en la cama y que una noche el orfanato y ella acabaron envueltos en llamas; que el siguiente orfanato lo dirigía un hombre muy gordo que siempre se quedaba la mejor parte de la comida para él y su familia de gordos, y que muchas noches a ellos les tocaba cenar un trozo de pan duro y un escaso plato de aguachirle. Y, así, entre Emma y ella fueron contándole cosas de los distintos orfanatos en los que habían vivido, de los niños a quienes habían conocido, de cómo se negaban a que los llamaran huérfanos porque sabían que sus padres regresarían algún día, sin apenas darse cuenta de que la señorita Sallow entraba para servirles té y tostadas con mermelada y de que al cabo de un rato volvía a entrar para llevarse los platos vacíos. Emma y ella siguieron contando al doctor cosas que no habían contado nunca a nadie: los recuerdos que Kate conservaba de sus padres, sus sueños acerca de la casa en la que vivirían cuando volvieran a estar todos juntos. Emma habló mucho rato del perro que quería tener, un perro negro con tres manchitas blancas que se llamaría señor Smith y no haría travesuras porque no estaba bien visto, de lo cual Kate no tenía ni idea. En algún momento, la señorita Sallow volvió a entrar, esta vez con una bandeja de sándwiches, y ellas empezaron a hablar de la señorita Crumley y del desastre de entrevista con la mujer del sombrero de cisne, del viaje en tren en dirección al norte, de la espesa niebla del lago, de cómo Abraham los estaba esperando con un coche de caballos y que esa había sido la primera vez que montaban en un vehículo así… Y, de pronto, Kate se dio cuenta de que el doctor Pym también estaba hablando.

—¡Por Dios! ¡Menudo viaje! Y hoy ya ha pasado medio día —dijo chasqueando la lengua—. Bueno, aunque ha sido todo un placer no os retendré por más tiempo. Seguro que tenéis ocupaciones más importantes que entretener a un viejo.

Kate tuvo la impresión de acabar de despertar de un sueño. Miró la bandeja vacía donde estaban los sándwiches. ¿Se los habían comido? No se acordaba. El fuego seguía ardiendo en el hogar, pero vio que ahora el sol entraba por el otro extremo de la ventana. ¿Cuánto tiempo llevaban allí?

—Ya hablaremos luego, pero antes me gustaría haceros una advertencia. —Se inclinó hacia delante sin levantarse—. En este mundo hay sitios muy diferentes a todos los demás. A veces parece que las cosas pertenezcan a países distintos. Un bosque por aquí, una isla por allá, una ciudad a medio construir…

—Una cadena de montañas —dijo Kate.

—Sí —reconoció el doctor Pym—. A veces incluso una cadena de montañas. Cascadas de Cambridge y todo lo que lo rodea es así. El pueblo en sí es bastante seguro, pero no os adentréis en las montañas, acechan peligros que ni siquiera imagináis. Un día os lo explicaré con más detalle; pero, de momento, decidme si ha quedado entendido.

Miró a Kate, y de repente volvió a tener la impresión de que la penetraba con la mirada. Asintió y él se recostó en el asiento esbozando su sonrisa de abuelo.

—Estupendo. Por cierto, le he pedido a la señorita Sallow que mañana prepare una cena especial, pavo tal vez. A fin de cuentas es Nochebuena.

—¡¿Qué?! —exclamaron a coro Kate y Emma.

—Pues claro. ¿No habíais caído en la cuenta? —Entonces, como si se le acabara de ocurrir, musitó—: Ah, claro. También era Nochebuena cuando os dejaron en el primer orfanato, ¿verdad? O sea que mañana hará… —Hizo el cálculo mental—. Diez años. Hará diez años que desaparecieron vuestros padres.

Kate se quedó muda de asombro. ¿De verdad al día siguiente era Nochebuena? ¿Cómo era posible que no hubiera reparado en ello? Daba la impresión de que mientras hablaban con el doctor no habían pasado horas, sino días enteros.

El doctor Pym se puso en pie.

—Tal vez mañana vuestro hermano ya esté recuperado del todo y yo tenga el placer de conocerlo. —Acompañó a las chicas hasta la puerta. Las dos se sentían confusas—. Decidme, ¿ibais a buscar a Abraham?

Kate no se planteó cómo era posible que lo supiera, sino que se limitó a asentir con rigidez.

—Pedidle que os enseñe la última foto que tomó. Creo que os parecerá interesante.

Y, dicho esto, las hizo salir y cerró la puerta.

En cuanto Kate y Emma hubieron salido de la biblioteca, su mente se despejó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Emma—. Era como si tuviera el cerebro hueco.

—Yo también.

—¿Crees que ha hecho magia? Le he dicho cosas que no le había contado nunca a nadie. ¿Te parece que he hecho bien?

Kate notaba la preocupación en la voz de Emma y ahondó en sus propios sentimientos. Conocía cuál era la reacción normal tras haber compartido cosas tan íntimas. Una se sentía avergonzada y arrepentida, deseando poder tragarse las palabras. Pero lo cierto era que en ese caso se le había ofrecido la oportunidad de descargarse de cosas cuyo peso había soportado tanto tiempo que ya le parecía que formaba parte de su ser. Al subir por la escalera de caracol que conducía a la torre de Abraham sintió una extraña sensación de ligereza. Notaba el frío aire colándose por las paredes. Oía el canto de un pájaro en la distancia, y el crujido de los escalones bajo sus pies y los de Emma. Y, a pesar de la difícil misión que les esperaba (pues no tenía ni idea de cómo su hermana de once años y ella iban a conseguir salvar a Michael de la bruja y sus diabólicos soldados), se sentía infinitamente mejor que por la mañana.

—Sí —respondió—. Me parece que has hecho bien.

—A mí también —convino Emma. Y Kate la vio sonreír.

Estuvieron llamando a la puerta de Abraham durante dos minutos, pero tampoco esta vez contestó nadie.

—Estoy empezando a enfadarme de verdad —dijo Emma.

Abajo, encontraron a la señorita Sallow fregando el suelo del recibidor.

—He mandado al viejo a comprar el pavo de Navidad para el doctor. Es posible que tenga que ir hasta Westport. Estará de vuelta a última hora de la tarde.

—Pero necesitamos hablar con él ahora —protestó Emma.

—Vaya, ¿de verdad, su Excelencia? Bueno, puede que en el futuro tengamos que ponernos de acuerdo con antelación sobre los horarios de vuestro secretario personal, pero hasta que no llegue ese ansiado día… —extendió una fregona a Emma y un cubo y una escoba a Kate— podéis hacer algo útil.

Las empujó hasta el comedor de gala, donde según ella el doctor Pym quería celebrar la cena de Nochebuena. Era una sala enorme con las paredes recubiertas de paneles de madera y una gran mesa de roble en el centro. Por encima de la mesa había colgadas dos lámparas de hierro forjado entre las cuales las telarañas se extendían como si fueran espumillón. También había una chimenea de piedra tan grande que dentro cabía la cama entera de Kate y Emma. En ese momento la habitaba una familia de zorros. La repisa de la chimenea se sostenía sobre dos dragones de piedra que, como todo el resto de la estancia, estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo y suciedad.

—El doctor Pym nos ruega que no molestemos a los zorros, pero por lo que respecta a todo lo demás quiero que reluzca como el Louvre de vuestro París un domingo por la mañana.

—Qué tontería —dijo Emma cuando la señorita Sallow se marchó—. Lo que tenemos que hacer es ayudar a Michael.

—Ya lo sé —convino Kate—, pero mientras no consigamos una foto de Abraham no podemos hacer nada.

Emma gruñó algo ininteligible mientras se ponía a fregar el suelo. Kate humedeció la escoba y se dispuso a limpiar uno de los dragones. Dos pequeños zorros las observaban trabajar desde el interior de la chimenea.

Se acercaba la hora de la cena y Abraham todavía no había vuelto. Kate y Emma cenaron solas en la cocina. Le dijeron a la señorita Sallow que le habían llevado un plato a Michael. Mientras ascendían por la escalera, notaron que la ligereza que habían sentido cuando terminaron de hablar con el doctor Pym se había esfumado. Estaban agotadas y preocupadísimas.

Era la segunda noche que trataban de conciliar el sueño mientras contemplaban la cama vacía de Michael. Los hermanos nunca se habían separado durante tanto tiempo. «Mañana —se dijo Kate a sí misma—; mañana conseguiremos que vuelva».

En mitad de la noche se despertó con un sobresalto y recordó que no había comprobado si el libro seguía allí escondido. Se levantó, introdujo la mano debajo del colchón y se puso a palpar con el corazón en un puño. Entonces notó el tacto de la cubierta de piel y, con cuidado, lo sacó.

Había una gran luna y su luz plateada iluminaba la cama confiriendo a la cubierta de color esmeralda un brillo extraño. Lo abrió por una de las páginas centrales. Estaba en blanco. Pasó los dedos por el papel reseco y ondulado por el paso del tiempo. Volvió una de las rígidas hojas y esta crujió. Estaba en blanco. Otra. También en blanco. Y así sucesivamente. Todas estaban en blanco. Entonces, cuando se disponía a cerrar el libro, sucedió una cosa.

Tenía los dedos sobre la última página que había abierto y de pronto le dio la impresión de que una imagen se proyectaba en su cabeza: vio un pueblo a orillas de un río con una torre y las mujeres lavando la ropa. La imagen no era estática. Vio que el agua se movía y el viento hacía susurrar las hojas de los árboles. A lo lejos le pareció oír el tañido de una campana.

—¿Qué haces? —masculló Emma.

Kate cerró el libro y volvió a deslizarlo debajo del colchón.

—Nada —dijo mientras se arropaba con el edredón—. Vuélvete a dormir.