4. La condesa de Cascadas de Cambridge

—Esto es… Vaya… Quiero decir que debemos de estar…

—Michael, ¿estás bien?

—… No hay otra… Quiero decir que… esto está pasando de verdad, ¿no? Tenemos…

—Michael.

—Vaya, vaya.

—¡Michael!

—¿Qué?

—¿Estás bien?

—Sí… sí, estoy bien.

—¿Emma?

—Yo también, creo.

Se encontraban a orillas de un lago grande y tranquilo. En la distancia, las chimeneas y los tejados inclinados de las casas destacaban sobre los pinos. Era un despejado día de verano. Kate notaba el olor de las plantas en plena floración.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Emma—. ¿Dónde estamos?

—Yo lo sé. —Michael tenía el rostro encendido de la emoción y al hablar se atropellaba—. ¡Estamos en la foto de Abraham! Bueno, no en la foto exactamente. —Se permitió soltar una breve risita—. Hemos aparecido en el sitio y en la época en que hicieron la foto.

Emma se quedó mirándolo.

—¿Eh?

—¿No lo ves? ¡Es magia! ¡Tiene que ser magia!

—¡Eso no existe!

—Ah, ¿no? Y entonces, ¿cómo hemos llegado aquí?

Emma miró a su alrededor y al no encontrar ninguna explicación para rebatir a Michael, decidió sabiamente cambiar de tema.

—Así pues, ¿dónde estamos?

—¡Pues en Cascadas de Cambridge!

—¡Qué va! ¡Aquí hay un lago enorme, árboles y todo lo demás! ¡Cascadas de Cambridge está más pelado que la luna! —exclamó contenta de poder demostrar que Michael se equivocaba en algo.

—¡Pero antes no! ¡Antes era así! ¡Tú no has visto la foto! ¡Era exactamente así! ¡La puse en el álbum y ahora estamos aquí! Un momento… ¡El libro! ¿Dónde…?

El libro, cuya cubierta a la luz del sol era de un intenso color esmeralda, se encontraba tirado en el suelo a poco más de un palmo de Michael. Este lo recogió y empezó a pasar las hojas rápidamente.

—¡La foto no está! ¡Pero el caso es que nos ha traído aquí! —Con una sonrisa de oreja a oreja, Michael guardó el libro en su bolsa y le dio unos golpecitos—. Es de verdad. Todo esto es de verdad.

Kate se había alejado un poco y contemplaba un barco enorme a lo lejos, en medio del lago. El tener que responsabilizarse de sus hermanos no le había permitido nunca dejarse llevar por la imaginación. Nunca había podido dejarse llevar por la fantasía de Michael. Pero su hermano tenía razón: había colocado la foto en el álbum y ahora se encontraban allí. Pero ¿qué querría decir eso? ¿Qué el libro era mágico? ¿Qué habían viajado en el tiempo? ¿Cómo era posible?

—No me digas…

Kate miró a su alrededor y vio a un hombrecillo a pocos pasos de distancia sosteniendo una cámara de fotos. Llevaba un traje marrón, era completamente calvo y tenía una barba blanca y pulida. Se había quedado boquiabierto de la sorpresa.

—Es Abraham —reconoció Michael—. Es lógico que esté aquí para poder hacer la foto. Es él, solo que más joven.

—Pero ya era calvo —observó Emma.

Kate suspiró profundamente intentando tranquilizarse. Entonces oyeron un grito procedente del bosque como nunca habían oído otro igual, que les atravesó los tímpanos como una ráfaga de viento gélido y rizó el agua del lago.

Abraham masculló:

—Oh, no…

Una figura emergió de entre los árboles y corrió hacia ellos a través de la maleza. Llevaba un traje oscuro hecho jirones y su rostro se ocultaba tras una especie de máscara. A medida que se acercaba, Kate vio que la criatura avanzaba a un ritmo extraño e irregular, como si a cada zancada diera una patada con ambas piernas hacia delante.

—Corred —susurró Abraham—. ¡Aprisa!

—¿Qué es? —preguntó Kate.

—¡Corred! ¡Corred!

Kate supo que era demasiado tarde cuando vio a Michael buscando la cámara de fotos y a Emma con una piedra en la mano. La criatura sacó una larga espada curvada y volvió a gritar, esta vez mucho más fuerte. Kate notó que le temblaban las piernas y que el corazón se le encogía en el pecho como si se lo hubieran estrujado hasta dejarlo exangüe.

La criatura golpeó a Abraham y este cayó al suelo.

Kate, temblorosa, avanzó un paso para colocarse entre la criatura y sus hermanos.

—¡Detente!

Y, para su sorpresa, se detuvo delante de ella. No tenía la respiración agitada, a pesar de la larga distancia que había recorrido desde el bosque. De hecho, Kate ni siquiera estaba segura de que respirara. De cerca, reconoció que la ropa de la criatura eran los restos de un viejo uniforme. En el pecho llevaba una insignia desvaída. El metal de la espada se veía abollado y mate. Pero lo que más captó la atención de Kate fue la piel de la criatura, de un color entre verdoso y pardusco, con pegotes de barro aquí y allá, astillas e incluso trozos de musgo. Mientras lo estaba observando, Kate vio que por debajo de su torso asomaba un grueso gusano de color rosa.

Se esforzó por mirarlo a la cara y entonces descubrió que no llevaba ninguna máscara; tenía la cabeza envuelta en jirones negros que solo dejaban ver sus ojos de color amarillo y pupilas de gato. Por como olía, parecía que la criatura hubiera yacido en el fondo de un pantano durante siglos y luego la hubieran desenterrado.

Levantó la espada y señaló hacia el lugar de donde había venido.

—Es mejor que vayáis —dijo Abraham—, ya que os iba a obligar tarde o temprano.

La criatura rodeó a Kate, agarró a Michael y casi lo arrojó contra los árboles. Se volvió hacia Emma, pero Kate volvió a interponerse en su camino.

—¡Detente, detente! ¡Ya vamos!

—¡Coge mi cámara! —gritó Michael.

Kate se agachó, recogió la cámara y se la colgó al cuello. Emma aún tenía en la mano la piedra, así que Kate la cogió de la otra mano y se dirigieron adonde estaba Michael. Luego los tres caminaron junto a la hilera de árboles mientras lo que quiera que fuera aquella cosa los seguía cojeando.

El bosque en el que los niños se vieron obligados a adentrarse no se parecía en nada al de Cascadas de Cambridge que ellos conocían. Allí los árboles eran altos y robustos, el suelo estaba tapizado de helechos y el canto de los pájaros amenizaba el lugar. Estaban rodeados de exuberancia y vida.

—Me apuesto algo a que el doctor Pym es un brujo —susurró Michael emocionadísimo—. Hemos debido de entrar en su despacho, ¿no creéis? Me pregunto qué más tendrá allí.

A esas alturas Kate ya había aceptado que lo que les estaba ocurriendo era mágico. La verdad era que eso explicaba muchas cosas, no solo lo del libro que Michael había encontrado, sino también, por ejemplo, que toda una cordillera quedara oculta a la vista. Aun admitiendo que la magia existía, lo que más le preocupaba en ese momento era cómo iban a salir de allí.

—¿Adónde creéis que nos lleva? —preguntó Emma.

—Es probable que quiera matarnos —respondió Michael mientras se colocaba bien las gafas. El día era cálido y húmedo y los tres habían empezado a sudar.

—Bueno, como solo es un álbum de fotos, mientras antes te mate a ti… Yo no pienso perdérmelo. —Se volvió hacia su perseguidor—. ¿Adónde nos llevas, mala bestia?

—No le hables —ordenó Kate.

—No me da miedo.

—Ya lo sé —dijo Kate, aunque estaba convencida de lo contrario—, pero aun así no le hables.

Tras diez minutos de recorrido bajo la amenaza de gruñidos y empujones, los niños llegaron al final de una pequeña cuesta, donde el bosque daba a un claro. Michael se detuvo en seco.

—¡Mirad!

Señaló el río, pero al principio Kate no dio señales de comprender. Parecía que el agua descendiera hasta media montaña, pasara por debajo del estrecho puente de piedra y, de repente, se detuviera unos cuatrocientos metros antes del nacimiento de la cascada, solo que… ¡no había ninguna cascada! ¡No había ningún chorro que brotara de la montaña y se precipitara contra las rocas! Kate recorrió hacia atrás con la mirada el seco canal hasta donde se detenía la corriente de agua. Observó que había algo parecido a una gruesa pared de madera de lado a lado del cañón, y entonces cayó en la cuenta: ¡era la presa de la que había hablado Abraham!

Se volvió a mirar el pueblo, el reluciente lago en la distancia, y vio el mismo barco de antes en el agua cristalina. En el otro Cascadas de Cambridge no había ninguna presa ni ningún lago, y apenas había árboles. ¿Qué habría ocurrido para que todo cambiara? ¿Tendría la culpa de ello su harapiento perseguidor?

—En La enciclopedia de los enanos —observó Michael—, G. G. Greenleaf explica que los enanos eran grandes constructores de presas, nada que ver con los duendes, que solo pensaban en construir salones de belleza.

Emma soltó un gruñido y dijo que Kate y ella no querían oír hablar de enanos.

—Ya tenemos bastante con saber que vamos a morir pronto; no nos tortures más.

Tras ellos, la criatura emergió de entre los árboles y empezó a blandir la espada.

—Vamos —dijo Kate.

Mientras los chicos descendían por la colina, Kate se llevó la mano al relicario de su madre. Era responsabilidad suya que lograran escapar, proteger a sus hermanos, tal como había prometido.

—Y esos… —empezó Emma.

—Sí —respondió Kate.

—Y…

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer con ellos?

—No lo sé.

La criatura los había conducido fuera del bosque, a un claro que había junto al dique. De cerca se observaba una enorme plancha de madera, quizá de unos siete metros y medio de grosor, en forma de arco, como una suave «C» que uniera un lado de la garganta con el otro. Su parte anterior daba a una larga extensión de agua retenida. La parte posterior… a un precipicio.

Sin embargo, ninguno de los tres hermanos miraba la presa.

Por un motivo.

Habían encontrado a los niños de Cascadas de Cambridge.

En el centro del claro, una cincuentena de niños y niñas se encontraban reunidos formando un pelotón.

A Kate le pareció que el más pequeño debía de tener unos seis años y el mayor debía de ser más o menos de la edad de Michael. No gritaban, no se empujaban, no corrían de un lado a otro, no mostraban ninguno de los comportamientos que Kate consideraba normales tratándose de un grupo de niños. Unos cincuenta niños permanecían en el más absoluto silencio y sin moverse.

A su alrededor, nueve criaturas en estado de descomposición vestidas con harapos negros andaban de un lado a otro.

El perseguidor de los niños los obligó a avanzar con un rugido violento.

—Emma —susurró Kate—, tenemos que hacer unas cuantas preguntas a esos niños, así que quietecita, ¿de acuerdo?

—¿De qué me hablas?

—Quiere decir que no la armes —soltó Michael.

—Está bien —gruñó Emma.

La criatura los empujó hasta la parte posterior del grupo. Kate se sintió aliviada al ver que la mayoría de los niños miraban hacia el bosque que se extendía al otro lado del precipicio y no reparaban en su llegada. Sin embargo, hubo uno que los miró directamente. Tenía la cara muy redonda, una rebelde mata de rizos pelirrojos y grandes paletas.

—Qué es lo que miras, ¿eh…? —empezó Emma.

—Emma.

Emma cerró la boca.

—No sois de aquí —dijo el niño.

Hablaba en voz baja y Kate reconoció en su mirada la de tantos otros niños que tras años en orfanatos acababan convenciéndose de que nadie los iba a adoptar nunca. Era un niño sin esperanza.

—Me llamo Kate —se presentó, hablando en el mismo to no quedo que el muchacho—. Estos son mis hermanos, Michael y Emma. ¿Cómo te llamas tú?

—Stephen McClattery. ¿De dónde venís?

—Del futuro —soltó Michael—. Probablemente de dentro de quince años más o menos.

—Michael es nuestro guía —dijo Emma satisfecha—. Si morimos, será culpa suya.

El niño parecía confuso.

—Esa criatura nos ha atrapado en el bosque y nos ha traído hasta aquí —dijo Kate—. ¿Qué son?

—¿Te refieres a los chirridos? —preguntó Stephen McClattery. Una niña se acercó a él—. Los llamamos así por como chillan. ¿Los habéis oído chillar?

—Yo los oigo en sueños —repuso la pequeña.

Kate se quedó mirándola. Era más pequeña que Emma y llevaba coletas y unas gafas de gruesos cristales que le hacían unos ojos enormes. Aferraba una muñeca destrozada a la que le faltaba media cabellera.

—¿Es tu hermana?

Stephen McClattery negó con la cabeza.

—Se llama Annie. Vivía en una casa situada en las afueras del pueblo.

La pequeña asintió enérgicamente para dar a entender que era cierto.

—¿Y ahora dónde vive? —preguntó Kate pese a saber la respuesta.

—En la casa grande —respondió Stephen.

Kate miró a sus hermanos. Era evidente que estaban recordando la gran habitación con barrotes en las ventanas e hileras de camas.

—¿Sois huérfanos todos? —preguntó Emma.

—No —respondió Stephen—. Tenemos padres.

—Entonces, ¿por qué no vivís con ellos? —se extrañó Michael.

Stephen McClattery se encogió de hombros.

—Ella no nos deja.

Kate sintió un escalofrío. Seguro que aquella era la razón por la que los niños habían desaparecido. Pero antes de que pudiera preguntar a quién se refería, uno de los niños gritó y el grupo avanzó en tropel, saltando, gritando y arrojándose unos sobre otros, como si se hubiesen olvidado de las terribles criaturas. Stephen McClattery y la pequeña habían desaparecido entre la multitud.

—¿Qué está pasando? —preguntó Emma—. ¿Qué es esto?

Kate estiró el cuello para mirar por encima de las cabezas de los demás niños. Al otro lado del barranco, varias figuras emergían del bosque. Entonces comprendió por qué los niños gritaban.

—Son sus madres.

Al otro lado del barranco solo había mujeres que agitaban la mano y llamaban a los niños por sus nombres.

Kate miró a su alrededor. Los chirridos (así era como aquel niño los había llamado) se apostaban delante del grupo obligando a las criaturas a retroceder. Era su oportunidad de escapar, pero ¿adónde? Seguían atrapados en el pasado.

Entonces tuvo una idea.

—¡Michael!, ¿aún tienes la foto?

—No, desapareció al ponerla en…

—No, la de Abraham no. ¡La que hiciste tú cuando estábamos en el estudio! ¡Dime que sí que la tienes!

Michael abrió los ojos de par en par al comprender lo que Kate pretendía. Si al poner la fotografía de Abraham en el álbum habían aparecido allí, era posible que la fotografía que había tomado en el estudio los hiciera regresar.

—¡Sí! ¡La tengo aquí!

Cuando Michael introdujo la mano en la bolsa oyeron un nuevo ruido.

¡Piiiiii! ¡Piiiiii!

Kate observó que los niños y las madres se callaban y miraban hacia el lugar de donde procedía el ruido, de detrás de los árboles. Durante unos segundos no ocurrió nada. Luego Kate oyó el sonido inconfundible de un motor, y una flamante motocicleta negra emergió del bosque con sus gruesos neumáticos abriéndose paso por el terraplén. El conductor era un hombre muy menudo de aspecto peculiar. Tenía la barbilla estrecha y alargada y la parte superior de la cabeza casi se reducía a un punto. Su cara, sin embargo, era ancha y plana. Parecía que alguien lo hubiera aferrado por el mentón y por la coronilla y le hubiera estirado la cabeza. Tenía el pelo descolorido y encrespado e iba vestido con un traje oscuro de raya diplomática y una pajarita anticuada. Llevaba unas gafas de lentes abultadas que le hacían los ojos saltones. Tocó el claxon.

¡Piiiiii!

La motocicleta tenía un sidecar, pero Kate no pudo adivinar los rasgos del pasajero. Quienquiera que fuera, llevaba un viejo guardapolvo, un casquete de piel y unas gafas iguales a las del motorista.

¡Piiiiii!

El vehículo pasó traqueteando y dando tumbos alrededor de los niños hasta detenerse en el borde de la presa. Kate observó que los chirridos no se movían, como si estuvieran a la espera.

El conductor apagó el motor y rodeó la motocicleta hasta situarse donde el pasajero del sidecar se había apeado. La figura se despojó del guardapolvo, de las gafas y del casquete y se lo entregó todo al hombre menudo. Resultó ser una chica de unos dieciséis o diecisiete años. Lucía un cutis pálido e inmaculado y una cabellera rubia que le caía por los hombros formando unos tirabuzones perfectos. Llevaba un vestido blanco con volantes que a Kate le pareció pasado de moda, y sus brazos desnudos eran delgados. No llevaba joyas, ni falta que le hacían. Era la criatura más bella que Kate había visto en su vi da. Toda ella parecía rebosar vitalidad. Al ver una flor amarilla a sus pies, la chica soltó un grito de júbilo, la arrancó, se dio media vuelta y se alejó dando saltos hacia la presa.

—¿Quién es? —preguntó Michael.

—Es ella —respondió en voz baja Stephen McClattery—. La condesa.

—No me gusta —soltó Emma—. Es una creída.

La chica, o joven mujer, como quiera considerarse a una muchacha de dieciséis o diecisiete años, llegó a la presa y empezó a subir un tramo de escalera. Hasta ese momento Kate solo había estado pendiente de los niños para fijarse en lo grandiosa que era la presa. Formaba una especie de puente ancho y curvilíneo hasta el otro extremo del precipicio, unos doscientos metros por encima de este. Kate observó a la condesa llegar al punto más alto y, danzando, situarse en el centro. Allí se detuvo, en equilibrio sobre el seno de la garganta, con el cielo y las laderas cubiertas de árboles que bajaban hasta el valle como único telón de fondo.

Se volvió de espaldas a las madres envueltas con sus chales, miró a los niños y dio un salto de emoción.

—¡Qué bien! ¡Si habéis venido todos! ¡Estoy tan contenta de ver a todo el mundo!

—No parece tan mala persona —susurró Michael.

—Cállate, anda —musitó Emma.

El tono de la chica era alegre, y Kate notó que tenía un ligero acento.

—Escuchad, estoy segura de que todos os estaréis preguntando por qué os he pedido que vinierais. Bueno, podéis agradecérselo a mi secretario, el señor Cavendish. —Señaló al hombre menudo, que trataba de alisarse el pelo largo y encrespado—. ¿No os parece el ser más encantador de la tierra? Bueno, él me ha recordado que hoy es el segundo aniversario de mi llegada a Cascadas de Cambridge. ¿C’est incroyable, n’est pas? ¡Llevamos juntos dos años! ¡Qué maravilla!

Si había alguien más que opinaba igual, no se pronunció.

—La cuestión es que el señor Cavendish también me ha recordado tristemente que vuestros hombres no parecen estar más cerca de encontrar lo que les pedí el día de mi llegada. —Frunció el labio inferior.

—Es agradable, ¿no? —observó Michael.

Esta vez fue Kate quien le ordenó que se callara.

La condesa prosiguió.

—Pero ¡no desesperéis, mes amis! Vuestra pequeña condesa no ha parado de pensar y pensar hasta que ha empezado a salirle humo de la cabeza, y ¡he descubierto en qué andaba equivocada! Sí. ¡Todo es culpa mía! Les dije a los hombres: «Encontrad lo que quiero y me marcharé. Luego podréis reuniros con vuestras familias y todo volverá a ser como antes». ¡Quelle imbécile! ¡¿Cómo he podido tener tan pocas luces?! Les pedí a los hombres que encontraran una cosa, ¡y resulta que la recompensa por encontrarla es privaros de mi compañía! ¡No me extraña que no hayan progresado! ¡Me queréis tanto que no deseáis que me marche! No os culpo por ello, desde luego, pero no puede ser. Por mucho que os cueste, tenéis que intentar quererme menos.

Agitó la mano y, acto seguido, una de las decrépitas criaturas vestidas de negro se dirigió dando grandes zancadas hacia los niños. Introdujo la mano en medio del pelotón de pequeños cuerpos y un segundo más tarde se dirigía a la presa con la pequeña Annie bajo el brazo. Tanto los niños como las madres empezaron a gritar. La criatura ascendió por el puente hasta donde se encontraba la condesa y colgó a la niña sobre el precipicio sosteniéndola por el cuello de la chaqueta.

El chillido de Annie atravesó los tímpanos de Kate. Agitaba las piernas en el aire. Al otro lado de la garganta, una mujer cayó de rodillas al suelo.

—¡¿Qué está haciendo?! —gritó Emma aferrando a Kate por el brazo con tanta fuerza que le hizo daño—. No puede… No puede…

La condesa se llevó las manos a los oídos y empezó a danzar en círculo mientras gritaba burlonamente:

—¡Con tanto ruido no puedo pensar!

Los gritos fueron remitiendo hasta oírse solo los gimoteos de Annie.

La condesa sonrió con aire compasivo.

—¡Ya lo sé! ¡Es horrible! Pero ¿qué puedo hacer? Ya hace dos años, ¿no es así, señor Cavendish?

El secretario asintió con su deforme cabeza.

—Y, creedme, mes anges, no me gusta nada tener que ponerme gruñona, pero ¡tengo que procurar que no me queráis tanto! —La condesa tomó la muñeca que Annie había soltado y le acarició la media cabellera—. He hecho que avisaran a los hombres. O encuentran lo que busco, o a partir de este domingo… Detesto los domingos, son tan aburridos… A partir de este domingo el pueblo perderá un niño por cada semana de espera.

Con una risita, arrojó la muñeca al vacío. Mientras caía por el precipicio, a ambos lados de la garganta se oyó un clamor creciente. Kate notaba cómo el terror se apoderaba de los niños. Entonces algo le rozó el hombro. Levantó la cabeza y, al ver un uniforme rasgado y descolorido, pensó que era uno de los chirridos, pero había algo distinto en él. Se movía con delicadeza, sin los movimientos bruscos de los chirridos. Y era enorme, más alto que los demás y como mínimo el doble de corpulento. Si se trataba de un hombre, era el más alto que Kate había visto jamás. Al pasar por su lado, bajó la mirada. Sus ojos eran de un gris intenso parecido al granito. Luego avanzó entre el grupo de niños y fue directo hacia la bella criatura situada en el centro de la presa.

—¿Quién es? —preguntó Emma—. No es un chirrido. ¿Le has visto los ojos?

En el punto más alto del puente, la condesa asintió agitando su dorada cabellera y el chirrido hizo retroceder a Annie y la arrojó hacia la escalera. La niña se puso en pie y corrió hacia los demás niños entre sollozos.

—Bueno, ha sido una visita muy agradable. Me alegra ver que tenéis tan buen aspecto y os cuidáis. De todas formas, tengo que…

—¡Lo ha visto! —exclamó Emma.

—¿A quién? —Cuando el hombre pasó por su lado, Michael estaba ocupado limpiando los cristales de sus gafas, frotándolos con fuerza, como si así pudiera borrar lo que acababa de presenciar—. ¿De qué habláis?

La condesa miraba al hombre alto que en ese momento emergía de entre los niños. Kate vio que susurraba algo al chirrido que estaba junto a ella y que este abría la boca, y entonces volvieron a oír el grito.

Michael y Emma se llevaron en vano las manos a los oídos. Los otros niños reaccionaron como si acabaran de recibir un golpe y muchos cayeron al suelo de rodillas. Kate se quedó muda al observar que tres de las criaturas desenvainaban sus herrumbrosas espadas de hoja dentada y se acercaban al hombre. Al momento, el hombre también empuñaba su espada. Los niños retrocedieron en tropel, haciendo caer a Emma al suelo. Kate y Michael la ayudaron a ponerse en pie y se apartaron para que no los pisotearan. Por encima de los gritos de los niños, se oían los gruñidos y el ruido metálico de las espadas. Y luego, uno por uno, los horrendos bramidos fueron cesando.

Cuando lograron apartarse del grupo, Kate vio que los tres chirridos yacían en el suelo, como si se mezclaran con la tierra al tiempo que emitían un horrible siseo. El hombre tenía la respiración agitada. En la batalla, había perdido el pañuelo que ocultaba su rostro. Tenía el pelo largo y moreno y una cicatriz le cruzaba verticalmente la mejilla.

—¡Los ha matado! —exclamó Stephen McClattery con to no de asombro—. ¡Nadie antes había conseguido matar a los chirridos!

Seis chirridos más arremetieron contra el hombre.

En el puente, la condesa sostenía la flor que había arrancado del suelo y miraba por encima de ella como una muchacha contempla a su pareja de baile desde el extremo opuesto del salón. Kate vio que Cavendish, el conductor de cabeza en forma de pelota de rugby, hacía todo lo posible por ocultarse tras la motocicleta.

—Con seis no podrá —dijo Michael—. Son demasiados.

Al parecer, el hombre alto había llegado a la misma conclusión. Mientras las criaturas avanzaban para atacarlo, él se volvió hacia el puente y dio marcha atrás.

—¡Muere, bruja!

Pero antes de que pudiera blandir la espada, la condesa sopló la flor. Kate observó cómo un remolino dorado volaba hacia el hombre y lo envolvía. Este retrocedió, pero sus músculos se agarrotaron y quedó completamente inmovilizado. Un chirrido le dio un puntapié en el pecho y el hombre cayó al suelo levantando una nube de polvo. La condesa soltó una breve carcajada y empezó a dar brincos desde donde estaba.

—¿Habéis visto lo que ha hecho? —preguntó Michael.

—Es una bruja —concluyó Emma—. Alguien debería tirarla por el barranco o quemarla. Eso se hace con las brujas.

Kate sabía que tenían que escapar de allí, no importaba quién los viera. Estaba a punto de decirle a Michael que sacara el libro de la bolsa cuando la atractiva joven se volvió y clavó la mirada en ellos.

Kate se sintió como si la hubieran apuñalado.

La condesa extendió el brazo y con el dedo señaló el corazón de Kate mientras gritaba con voz estridente:

—¡Detenedlos!

—Michael —susurró Kate—, ¡el libro! ¡Ahora!

—Lo verán y…

—¡Da igual! —Y ella misma abrió la bolsa y sacó el libro. Las criaturas negras corrían hacia ellos una detrás de otra emitiendo gritos. Kate trató de ignorarlas, pero se sentía como si estuviera bajo el agua y le faltara el aire para respirar.

—¿Dónde… dónde está la foto?

Michael no se movió. Kate se percató de que los gritos de las criaturas lo habían dejado helado. Entonces Emma le propinó un bofetón.

—¿Por… por qué has hecho eso?

—¡La foto!

Michael vio cómo las oscuras criaturas se acercaban abriéndose camino entre los niños. La condesa volvió a gritar.

—¡Detened a esos niños!

Rebuscó en sus bolsillos, sacó la fotografía y la dejó caer.

Kate se puso de rodillas y abrió el álbum sobre su regazo.

—Emma… ¡Cógeme el brazo!

Con las manos temblorosas, alcanzó la foto que había caído al suelo, pero Michael la estaba pisando.

—¿Dónde está? —preguntó él—. ¡No la veo!

—¡La tienes debajo del pie! ¡Muévete!

Los chirridos se estaban acercando. Los gritos eran cada vez más estridentes. Tenía que concentrarse… Concentrarse…

Entonces, por un instante, se hizo el silencio. Al parecer, las criaturas también tenían que coger aire. Kate notó que sus pulmones volvían a llenarse de oxígeno y que su corazón bombeaba sangre al resto de su cuerpo. Apartó a Michael de un empujón y cogió la fotografía. Estaba cubierta de tierra y al pisarla se había arrugado. Con el rabillo del ojo, vio que los chirridos apartaban a Stephen McClattery.

—¡Corred! —gritó Emma.

—¡Cogeos a mí! —ordenó Kate.

Dos criaturas oscuras se acercaban. Kate colocó la fotografía en la página en blanco. El estómago le dio un vuelco y el suelo desapareció bajo sus pies.

Kate pestañeó, y vio que todo estaba oscuro y el ambiente era frío. Pestañeó unas cuantas veces más, y una vez que su vista se fue acostumbrando a la oscuridad, la invadió una sensación de alivio. Estaban en el estudio del sótano de la mansión. Ella se encontraba arrodillada en el suelo y tenía el libro sobre el regazo. Vio que en el otro extremo de la habitación estaban los tres: Michael, Emma y ella misma. La luz de la linterna iluminaba sus siluetas.

Y, de repente, desaparecieron.

Kate notó que la soltaban, como si una fuerza la hubiera estado reteniendo.

—Kate. —Era la voz de Emma a su lado. Reparó en la fuerza con que su hermana la aferraba del brazo—. Kate, ¿dónde está Michael?

Kate miró al lugar donde había visto que estaba Michael, donde debería estar Michael, pero su hermano no se encontraba allí.