3. El marqués y las marquesas de Francia

—Todavía durmiendo, ¿eh? El marqués y las marquesas de Francia necesitan una cura de reposo, ¿verdad? Y eso que se pasan el día ganduleando mientras los demás trabajan. ¿Es así como funcionan las cosas en el alegre París?

Kate abrió los ojos. La señorita Sallow, la anciana de espalda encorvada que hacía las veces de ama de llaves y de cocinera, estaba descorriendo las cortinas para que la luz de la mañana entrara en la habitación. Emma emitió un suave gemido y Michael se tapó la cabeza con la ropa de cama.

Les habían adjudicado un dormitorio de la cuarta planta, desde cuya ventana Kate vio Cascadas de Cambridge al otro lado del río. La anciana tiró de las mantas de Michael antes de salir de la habitación.

—El desayuno estará listo en cinco minutos, marqueses.

Desde su llegada a la casa la noche anterior, la señorita Sallow les había acusado al menos una veintena de veces de comportarse como si fueran «el marqués y las marquesas de Francia». Por qué los tenía en lo que a ellos les parecía en tan buen concepto, era un auténtico misterio. No habían pisado aún la puerta de entrada cuando apareció la mujer y empezó a reñirles por haber llegado tarde.

—Nos lo hemos tomado con calma, ¿eh? Tal vez el caballero y las damas esperaban un carruaje de cuatro caballos, ¿a que sí? Y chocolatinas y pasteles para el trayecto.

Llevaba un viejo jersey rojo con los codos agujereados, unos bastos zapatos de hombre sin calcetines y un gorro de punto que cubría su cabello cano. Antes de darles tiempo a decir nada, cogió las bolsas de Kate y de Emma.

—He preparado la cena. Dudo que sea del exquisito gusto del marqués y las marquesas de Francia, pero tendréis que contentaros con lo que hay. Si no os agrada, podéis cortarme la cabeza. A estas alturas, me da igual. Por aquí.

Cenaron en una mesa de madera que había en la cocina. La señorita Sallow iba de un lado a otro haciendo ruido con las ollas y sartenes y quejándose entre dientes de los muchos defectos que, al parecer, los chicos compartían con la nobleza francesa. Aun así, la señorita Sallow les sirvió la mejor comida que habían probado en años: pollo asado, patatas, una pequeñísima cantidad de judías verdes y arroz con leche caliente. Si el precio de comer así era tener que soportar que los llamaran marqués y marquesas de Francia, Kate, Michael y Emma estaban encantadísimos de pagarlo.

Cuando hubieron comido todo lo que pudieron, la señorita Sallow gritó:

—¡Abraham!

Instantes después, el anciano entró cojeando en la cocina.

—Así que ya han terminado de cenar —dijo mirando los platos vacíos y la estática expresión de saciedad de los chicos.

—Muy suspicaz, Abraham —saltó la anciana—. No se te escapa nada, ¿verdad?

—Solo he hecho una observación, señorita Sallow.

—Y hay que dar gracias al cielo, porque ¿qué haríamos los demás si no fuera por tu perspicacia? Bueno, ¿estás listo para guiar a estos nobles hasta sus aposentos o tienes que hacer alguna otra observación?

—Por aquí, jóvenes promesas —dijo Abraham.

Los condujo por diferentes escaleras y por pasillos oscuros y llenos de recovecos. La luz de la lámpara de gas titilaba con su paso irregular. Emma se agarró a Kate, y Michael, medio dormido, tropezó con dos mesas, una lámpara y una alfombra de oso.

Cuando llegaron a su dormitorio, Abraham encendió un fuego lo bastante vivo para que durara toda la noche.

—Ahora escuchadme bien —les advirtió—; no andéis por los pasillos de noche. Os marearán hasta que ni siquiera seáis capaces de encontraros a vosotros mismos y tengáis que gritar para que la señorita Sallow acuda en vuestra ayuda, y luego, jovencitos, creedme cuando digo que habríais preferido que no os hubiera encontrado jamás.

Se dispuso a salir, pero se detuvo y retrocedió.

—Casi se me olvida. Os he traído esto.

Se sacó del bolsillo una vieja fotografía en blanco y negro y se la entregó a Kate. En ella se veía un gran lago y, a lo lejos, los tejados salpicados de chimeneas que se elevaban por encima de los árboles. Kate se la dio a Michael, y este, sin abrir los ojos, la guardó entre las páginas de su cuaderno.

—La hice hace casi quince años. ¿Os acordáis del barranco que hemos ido bordeando? Antes era un embalse; el río desembocaba en él, formando un lago que se extendía desde esta gran casa hasta el pueblo.

—¿Un embalse? —dijo Michael bostezando—. ¿Para qué necesitaba el pueblo un embalse?

—Qué aburrido… —masculló Emma, y se volvió hacia la ventana.

Abraham prosiguió sin inmutarse.

—Para construir un canal hasta el valle. Cascadas de Cambridge vivía de la minería, de extraer minerales de las montañas. Ahora ya no queda nada, pero en el pasado este lugar era un sitio respetable. Los hombres tenían trabajo y la gente era amable, en las montañas había árboles y los niños… —se interrumpió.

—¿Qué pasaba con los niños? —preguntó Kate, que de repente, a pesar del cansancio, cayó en la cuenta de que al cruzar el pueblo no había visto ni un solo niño.

Abraham agitó la mano como para ahuyentar la pregunta.

—Nada. Es tarde y mi anciana cabeza se hace un lío. Esta foto solo es para que sepáis que vuestro nuevo hogar no siempre ha sido el lugar caído en el olvido y peligroso que es hoy. En fin, buenas noches, y no andéis por los pasillos.

Salió de la habitación antes de que Kate tuviera tiempo de insistir. En cuanto estuvieron solos, Michael y Emma se durmieron de inmediato, pero Kate permaneció despierta hasta tarde, contemplando la luz de la lumbre reflejada en el techo y preguntándose qué secretos guardaría Abraham. El miedo que había sentido nada más ver la casa le oprimía el corazón como una coraza de frío metal.

Al final el largo viaje, la copiosa cena y el calor de la lumbre hicieron su efecto y Kate cayó en un sueño agitado.

Los chicos se perdieron tratando de encontrar la cocina y acabaron en una habitación de la segunda planta que en algún momento bien podría haber sido una galería de arte o una pista de tenis cubierta. Estaban hambrientos y decepcionados.

—Los enanos tienen un sentido de la orientación excelente —dijo Michael—. Nunca se pierden.

—Ojalá fueras un enano —soltó Emma.

Michael convino que estaría bien.

—¿No oléis a beicon? —preguntó Kate a sus hermanos.

Guiados por el aroma, diez minutos más tarde los chicos daban con la cocina, donde la señorita Sallow se declaró encantada de que el emperador y las emperatrices (al parecer, habían subido de categoría) hubieran tenido a bien honrarla con su presencia, no sin antes advertirles que la próxima vez que llegaran tarde les daría su comida a los perros.

—Tenemos que aprender a movernos por la casa —dijo Michael a la vez que la emprendía con la gruesa pila de tortitas. Kate y Emma se mostraron de acuerdo, y después de desayunar, los tres volvieron al dormitorio donde Michael rebuscó en su bolsa hasta dar con dos linternas, su cámara de fotos, papel y lápices para dibujar planos, un pequeño cuchillo, una brújula y pegamento.

—Bueno, creo que es evidente que me toca a mí guiar la expedición.

—Ni hablar. Nos guiará Kate, que es la mayor.

—Pero yo tengo más experiencia en explorar sitios.

Emma soltó un resoplido.

—Te refieres a cuando metes las narices en la tierra y gritas: «¡Eh! ¡Mirad esa piedra! ¡Vamos a hacer ver que era de un enano! ¡Quiero casarme con él!».

A Kate le pareció bien que Michael guiara la expedición, y él autorizó a Emma a llevar la brújula, que a fin de cuentas era lo que quería.

Durante las horas siguientes descubrieron una sala de música con un piano antiguo y desafinado, un salón de baile con grandes lámparas llenas de telarañas que colgaban hasta el suelo, una piscina cubierta sin agua, una librería de dos pisos con una escalera de mano corredera que se vino abajo en cuanto Emma trató de trepar por ella, una sala de juegos con una mesa de billar en cuyos agujeros moraban familias enteras de ratones, y un sinfín de dormitorios.

Michael anotaba cada nuevo descubrimiento en su cuaderno de forma metódica.

Consiguieron llegar a la cocina a tiempo para la comida y la señorita Sallow les sirvió sándwiches de pavo con salsa de mango y, en honor a su visita, tortilla francesa. Después de comer los chicos quisieron ir a ver la cascada, que a fin de cuentas era lo que daba nombre al pueblo. Y así, con el estómago lleno, salieron de la casa, cruzaron el estrecho puente y caminaron por la nieve junto al borde del barranco. Pronto oyeron un fuerte rumor y, tras subir una cuesta, de repente el camino desembocó en un alto precipicio, y se encontraron ante una extensión de agua que se abría frente a ellos. En la distancia vieron el azulado lago Champlain abrazado por la oscura franja del muelle de Westport. Y, justo por debajo de donde estaban, el río brotaba de la montaña y caía a cientos de metros de distancia junto al acantilado. Daba vértigo estar allí de pie entre el estruendo del agua y las frías y húmedas gotas que se desprendían de la cascada y les salpicaban la cara.

Emma agarró a Michael por el abrigo cuando este se asomó para tomar una fotografía del salto de agua desde arriba.

Durante mucho rato los chicos permanecieron tendidos boca abajo sobre la nieve, observando la corriente de agua caer contra el acantilado. Kate notó que la nieve se derretía y le empapaba el abrigo, pero no le apetecía moverse, a pesar de que la sensación acuciante de peligro que sintió desde el primer momento que llegaron no había desaparecido y tenía muchas preguntas: ¿qué había pasado en aquel lugar?, ¿por qué habían muerto los árboles?, ¿por qué la gente era tan esquiva?, ¿por qué las montañas no se veían desde Westport?, ¿dónde estaba el misterioso doctor Pym? Y lo que más la inquietaba: ¿por qué no se veían niños por ninguna parte?

—Bueno, compañeras —dijo Michael levantándose y sacudiéndose la nieve del abrigo—, será mejor que volvamos. —Desde que hacía de guía de la expedición había empezado a llamar a Ka te y a Emma «compañeras»—. Quiero explorar unas cuantas habitaciones más antes de cenar, que, por lo que he oído a la señorita Sallow, será estofado de carne.

De nuevo en la casa, descubrieron una habitación en la que únicamente había relojes, otra que no tenía techo y una tercera que no tenía suelo, hasta que dieron con la habitación de las camas.

Estaba en la planta baja, en el ala sudoeste. Al menos había sesenta somieres metálicos viejos dispuestos en varias filas.

—Es un dormitorio como los de los orfanatos de verdad —dijo Michael.

Pero cuando descorrieron las cortinas y vieron que en las ventanas había barrotes, no tardaron en salir de aquella habitación.

Era casi la hora de cenar cuando descendieron por un tramo de escaleras y empujaron una puerta medio podrida que daba a la bodega. El ambiente era frío y húmedo y a la luz de las linternas descubrieron un estante vacío detrás de otro.

Michael encontró un estrecho pasillo en la parte posterior de la bodega y lo siguió hasta ir a parar a una pared de ladrillo. Acababa de darse media vuelta cuando Kate y Emma doblaron la esquina.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Emma.

—Nada.

—¿Qué hay ahí?

—¿Qué hay dónde?

—¿Estás ciego? ¡Ahí!

Michael se volvió. Donde momentos antes había una gruesa pared de ladrillo, ahora había una puerta. Se quedó sin respiración y el corazón empezó a latirle con fuerza.

—¿Qué pasa? —quiso saber Kate.

—Nada, solo que… —Se esforzó por mantener la calma—. Hace un segundo esa puerta no estaba ahí.

—¿Qué?

—Lo dice en broma —soltó Emma—. Todo es parte de su jueguecito de hacer ver que los enanos existen, de dar sustos de muerte, ¿recuerdas?

—¿Es verdad eso? —preguntó Kate—. ¿Nos estás gastando una broma?

Michael quiso negarse y decir que estaba contando la verdad, pero cuando observó la mirada de su hermana supo que, si decía eso, Kate querría marcharse. Además, ¿qué iba a explicar? ¿Qué la puerta había aparecido de la nada? Eso era imposible. Era evidente que por algún motivo no la había visto.

Claro que no era cierto. Él sabía muy bien que…

—¿Michael?

—Sí. Era una broma. —Y sonrió para demostrar que todo iba bien.

—Ya te he dicho que es muy raro —dijo Emma—. Mira cómo sonríe.

La puerta se abrió sin problemas y tras ella vieron un estrecho tramo de escalera que descendía. Michael pasó primero y contó los escalones en voz alta: veinte, veintiuno, veintidós… cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco… cincuenta… sesenta… setenta. Tras el escalón número ochenta y dos había otra puerta.

Michael se detuvo a esperar a sus hermanas.

—Tengo que confesaros una cosa, os he mentido. Antes la puerta no estaba.

—Qué…

—Lo siento. Un guía nunca debería mentir a su equipo, pero tenía muchas ganas de descubrir lo que había aquí abajo.

Kate sacudió la cabeza enfadada.

—Tenemos que irnos ahora mismo.

Emma protestó.

—Es otra broma de las suyas. Díselo.

—¡Parad ya los dos!

—Kate… —Michael subió un escalón para acercarse más a ella—. Por favor…

Más tarde Kate recordaría muchas veces ese momento en especial, sin dejar de preguntarse qué habría ocurrido si no hubiera cedido, si no hubiera mirado a Michael y hubiera visto en sus ojos el entusiasmo, la emoción, la súplica desesperada…

—De acuerdo —accedió con un suspiro mientras se decía a sí misma que su hermano no había visto la puerta por culpa de la mala iluminación de la bodega y que no tenía por qué dar la nota—. Cinco minutos.

Un instante después, Michael tenía la mano en la manija y la puerta se abrió a la oscuridad.

Avanzaron Kate y Emma por un lado y Michael por otro. Las luces de sus linternas alumbraron una especie de laboratorio o estudio. El techo formaba un arco como si se tratara de una cueva, unas veces muy grande, otras pequeña y otras normal. Cada vez que se volvían las paredes parecían haberse movido. Había libros y papeles por todas partes, apilados en el suelo, en mesas, en estanterías. Vieron armarios repletos de recipientes de varios tamaños e instrumentos metálicos con esferas numéricas y clavijas. Kate encontró una bola del mundo, pero al darle la vuelta los países mutaban y adquirían formas que no reconocía.

Si las lámparas o la lumbre hubieran estado encendidas, Kate habría reconocido antes la habitación y no se habría quedado allí inmóvil en la oscuridad contando los segundos que faltaban para poder marcharse.

—Mirad esto —dijo Emma frente a una hilera de botes, señalando uno en particular. Kate se acercó. Un diminuto lagarto de largos dedos flotaba en líquido de color ámbar. El animal tenía en el lomo dos alas plegadas que parecían de papel.

Al otro lado de la habitación, Michael preparaba la cámara de fotos. Acababa de accionar el disparador cuando oyó que Kate exclamaba detrás de él:

—¡Oh, no!

La cámara expulsó la fotografía y Michael la agitó para que se secara mientras parpadeaba para borrar las lucecitas que aparecían ante sus ojos. Había fotografiado un viejo libro que había sobre el escritorio con las cubiertas de piel verde y las páginas en blanco.

Kate corrió arrastrando a regañadientes a Emma tras sí.

—Tenemos que salir de aquí.

—Mirad. —Michael hojeaba el libro con una mano—. Todas las páginas están en blanco, como si lo hubieran borrado.

—Escucha, Michael, no tendríamos que estar aquí. No bromeo.

La fotografía se había secado y Michael la guardó dentro del libro. Al hacerlo encontró la fotografía que Abraham les había entregado la noche anterior donde aparecía el lago con el pueblo en la distancia.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Kate—. No tendríamos que estar aquí.

—¡Déjame! —Emma trataba de soltarse de Kate.

—Me has dicho que cinco minutos. No es más que un estudio, y esto debe de ser un viejo álbum de fotos, ¿ves?

Cuando Michael quiso colocar la foto de Abraham en el álbum, Kate lo cogió del brazo mientras murmuraba algo sobre un sueño que había tenido. Pero cuando la fotografía rozó la página en blanco, el suelo desapareció bajo sus pies.