2. La venganza de la señorita Crumley

El frenazo del tren despertó a Kate, que se había quedado dormida apoyada en la ventanilla y había cogido frío. Después de detenerse a media mañana en Nueva York, el tren había continuado hacia el norte bordeando el río Hudson, atravesando Hyde Park y Albany y una decena más de pueblecitos cercanos al río; ahora, al asomarse Kate vio que las orillas del río estaban cubiertas por capas de hielo y que el tren se adentraba a través de un paisaje de colinas onduladas cubiertas de nieve con casitas de campo salpicadas aquí y allá. Habían salido de Baltimore a primera hora de la mañana. La señorita Crumley los había acompañado personalmente a la estación.

—Bueno, espero que en vuestro próximo hogar os portéis mejor.

Los chicos aguardaron en el andén, con sus bolsas respectivas con ropa y unas pocas pertenencias.

Kate sabía que la señorita Crumley no dejaría pasar la oportunidad de reprenderlos por última vez.

—Le he advertido al director de vuestro próximo orfanato, el doctor Pym, creo, sí, el doctor Stanislaus Pym, que probablemente de mayores los tres seáis unos criminales y unos asesinos, y me ha dicho que ese es exactamente el tipo de niños que espera recibir. ¡Ja! No quiero ni imaginarme lo que os espera allí.

Habían pasado dos semanas desde la desastrosa entrevista con la señora Lovestock. La señorita Crumley se puso inmediatamente en contacto con todos los orfanatos que conocía en busca de algún lugar donde admitieran a los chicos. Unos días antes, Kate se encontraba frente a su despacho y la oyó suplicar por teléfono: «Ya sé que solo aceptan animales, pero le aseguro que a esos niños no les hace falta gran cosa». Entonces recibió una llamada anunciando que los habían aceptado en un orfanato.

—¿Adónde vamos? —preguntó Kate.

—A Cascadas de Cambridge. Está en el norte, cerca de la frontera. No lo conozco.

—¿Es bonito?

—¿Que si es bonito? —La señorita Crumley soltó una carcajada, como si fuera el mejor chiste que hubiera oído en mucho tiempo—. Más bien no, por no decir nada. Aquí tenéis los billetes de tren. Tenéis que bajar en Westport. Luego dirigíos al embarcadero que está justo después del puerto principal. Allí cruzaréis el lago en barco. El doctor Pym ha dicho que os estará esperando una persona en la otra orilla. Ahora marchaos, que no quiero saber nada más de vosotros.

Los niños subieron al tren y se instalaron en un vagón vacío desde el que veían a la señorita Crumley observarlos desde el andén.

—Mírala —dijo Emma—, se queda para asegurarse de que nos marchamos. Ojalá la pillara por mi cuenta, aunque fuera solo una vez. —Apretó los puños.

—¿Alguien quiere un caramelo?

Las chicas miraron asombradas a Michael, que tenía en las manos una bolsa de plástico repleta de caramelos.

—Anoche me colé en su despacho —dijo encogiéndose de hombros.

La señorita Crumley los miraba satisfecha desde el andén mientras el tren se ponía en marcha, pero durante el camino de vuelta al orfanato se inquietó al recordar a la pequeña desvergonzada Emma sacándole la lengua desde el tren. Juraría que la niña llevaba una pastilla de regaliz en la boca. «Bah, qué ridiculez. ¿De dónde iba a sacar esa niña una pastilla de regaliz?».

Cuando se detuvieron en Albany, Kate bajó y se gastó el poco dinero que tenía en comprar unos bocadillos de queso que sus hermanos se comieron mientras seguían camino hacia el norte y el paisaje se volvía cada vez más abrupto. Cuando hubieron terminado de comer, Michael y Emma salieron a inspeccionar el tren mientras Kate se recostaba cerrando los ojos y se quedaba dormida al instante.

Kate tuvo un sueño en el que se encontraba frente a una gran casa de piedra. Era enorme, oscura y aterradora, y no le apetecía nada entrar. Pero de repente estaba dentro y descendía por una escalera mal iluminada, al final de la cual había una puerta; la empujó y se encontró en un estudio. A simple vista era bastante normal: había un escritorio, sillas, una chimenea y estanterías. Pero cada vez que volvía la cabeza, la habitación era distinta: las paredes se desplazaban, los libros cambiaban de lugar, las sillas ocupaban el sitio de las otras. Y entonces sintió un miedo horrendo y estremecedor. Sintió que allí corría peligro. Ella y sus hermanos corrían peligro.

En ese momento el tren frenó bruscamente y Kate se despertó con la cabeza apoyada en el frío cristal de la ventanilla. Sintió la necesidad imperiosa de ver a Michael y a Emma, y se levantó y salió corriendo del compartimento.

Kate era la única que tenía recuerdos reales de su madre y de su padre. Los recuerdos de Michael eran poco más que vagas impresiones que a veces adornaba. Kate se acordaba con claridad de una guapa mujer con la voz suave y de un hombre alto con el pelo castaño. Tenía recuerdos de la casa en la que vivían, de su dormitorio, de la Navidad… Podía ver a su padre sentado en su cama leyéndole un cuento sin recordar cuál. Con los años, pasaría interminables horas tratando de recuperar más fragmentos de su anterior vida, y siempre que un recuerdo le venía a la cabeza, era de forma inesperada: una frase, un olor o el color del cielo evocaban algo, y de repente Kate recordaba a su madre cocinando, paseando por la calle de la mano de su padre… en algún momento de los que habían pasado juntos cuando eran una familia. Pero el recuerdo más claro que siempre la acompañaba era el de la noche que Michael, Emma y ella salieron de su casa para siempre. Kate aún podía notar el roce del pelo de su madre en la mejilla, las manos que le abrochaban el collar, y oír la voz que le susurraba que la quería mientras arrancaba a Kate la promesa de cuidar de sus hermanos.

Y Kate cumplió su promesa cuidándolos año tras año, orfanato tras orfanato, para que cuando sus padres volvieran pudiera decirles: «¿Lo veis? Lo he conseguido. Están bien».

Encontró a Michael y a Emma en el vagón restaurante sentados a la barra engullendo los donuts y las tazas de chocolate caliente que la camarera les había servido gratis.

—Se me ha ocurrido otro —dijo Michael con la sonrisa teñida de azúcar glaseado como un payaso—. Pugwillow.

—Pugwillow —repitió Kate—. ¿Es un apellido?

—No —respondió Emma—. Se lo acaba de inventar.

—¿Y qué? —protestó Michael—. Podría serlo.

Uno de los pasatiempos favoritos de los niños durante los últimos diez años consistía en hacer conjeturas sobre lo que significaba la «P» de su apellido. Habían dado con miles de posibilidades: Peters, Paulson, Plainview, Puget, Pickett, Plukowsky, Paine, Pone, Platte, Pike, Pabst, Packard, Padamadan, Paddison, Paez, Paganelli, Page, Penguin (el favorito de Emma con diferencia), Pasquale, Pullman, Pershing, Peet, Pickford, Pickles, etcétera. Tenían la esperanza de que si pronunciaban el nombre correcto, Kate acabaría recordando: «¡Sí! ¡Ese es nuestro apellido!», exclamaría. De ese modo podrían utilizarlo para encontrar a sus padres, pero ese momento no había llegado a ocurrir.

Kate sacudió la cabeza.

—Lo siento, Michael.

—No pasa nada. Seguramente no es un apellido de verdad.

La camarera se acercó y volvió a llenar las tazas de chocolate. Kate aprovechó para preguntarle qué podía contarles de Cascadas de Cambridge, pero la mujer les dijo que nunca había oído hablar de ese pueblo.

—Lo más probable es que no exista —dijo Emma cuando la camarera se hubo alejado—. Apuesto a que la señorita Crumley solo quería librarse de nosotros. Seguro que espera que nos secuestren, o que nos maten, o…

—Es muy poco probable que nos maten a los tres —observó Michael mientras sorbía el chocolate—. Claro que puede que a uno sí.

—Vale, pues que te maten a ti —saltó Emma.

—No, que te maten a ti.

—No, a ti.

—No, a ti.

Empezaron a reírse tontamente cuando Emma dijo que cualquier asesino que viera a Michael no podría resistirse a matarlo, e incluso era posible que tuviera que rematarlo, y entonces Michael soltó que seguramente una banda de asesinos aguardaban a que Emma bajara del tren echándose a suertes quién la mataba. Kate los dejó por imposibles.

El relicario que su madre le había regalado tenía una rosa grabada en el exterior. Kate había adquirido el hábito de frotar la cajita metálica entre sus dedos pulgar e índice cada vez que se sentía inquieta, y con los años la rosa casi había desaparecido. Kate había tratado sin éxito de librarse de aquel hábito, pero ahora, mientras se preguntaba adónde los habría enviado la señorita Crumley, se descubrió frotando la cajita.

Westport era un pequeño pueblo a orillas del lago Champlain. Las farolas engalanadas con guirnaldas y las luces colgadas en las calles anticipaban la Navidad. Los niños no tuvieron ningún problema para encontrar el puerto ni el embarcadero, no así a alguien que hubiera oído hablar de Cascadas de Cambridge.

—¿Cascadas de qué? —gruñó un hombre bizco con gesto avinagrado que podría tener cualquier edad comprendida entre los cincuenta y los ciento diez años.

—Cascadas de Cambridge —repitió Kate—. Está al otro lado del lago.

—De este no. Si no, lo sabría. Llevo toda la vida navegando en él.

—Ya os lo he dicho —refunfuñó Emma—. La gruñona de la señorita Crumley quería librarse de nosotros.

—Vamos —dijo Kate—, casi es la hora de que zarpe el barco.

—Sí. El barco que no va a ninguna parte.

El embarcadero era estrecho y alargado y estaba lleno de maderos rotos y podridos. Se extendía más allá de la placa de hielo y acababa en mar abierto. Los niños anduvieron hasta el final, y allí se acurrucaron, arropándose con los abrigos y arrimándose entre sí como pingüinos contra el viento glacial que soplaba del otro lado del lago.

Kate observó el sol. El viaje había durado todo el día y pronto oscurecería y haría más frío. A pesar de que Emma insistía en que la señorita Crumley los había enviado a un lugar que no existía y de que nadie parecía haber oído hablar jamás de Cascadas de Cambridge, Kate tenía la convicción de que el barco vendría. La señorita Crumley mostraba su mezquindad con los pellizcos, los tirones de pelo y los constantes comentarios a los niños acerca de lo poco que valían, pero de ahí a dejar a tres criaturas abandonadas en pleno invierno había un gran trecho, y la señorita Crumley no era capaz de semejante crueldad, o al menos eso creía Kate.

—Mirad —exclamó Michael señalando una espesa niebla que avanzaba como un muro sobre la superficie del lago—. Va muy deprisa.

Cuando Michael hubo terminado la frase, la niebla los había envuelto. Los niños, que antes aguardaban sentados sobre sus bolsas, se habían puesto en pie y observaban la masa gris. La humedad se condensaba y perlaba sus abrigos en medio de la quietud y el silencio del lugar.

—Qué raro es esto —dijo Emma.

—Chissst —la acalló Michael.

—¡No me hagas callar! Eres…

—Escucha.

Era el ruido de un motor.

El barco emergió de la niebla y fue directo hacia ellos. A medida que se acercaba, quienquiera que fuese el piloto invirtió el sentido de la marcha y paró el motor para que la nave atracara en silencio. Era una embarcación pequeña pero amplia, y el casco de madera pintado de negro estaba desconchado. A bordo solo había un hombre, que, con gran destreza, amarró una cuerda a una torre de alta tensión.

—¿Sois vosotros los de Cascadas de Cambridge?

El hombre tenía una espesa barba negra y los ojos tan hundidos que apenas se veían.

—He dicho que si sois vosotros los de Cascadas de Cambridge.

—Sí —respondió Kate—. Sí… somos nosotros.

—Entonces subid. El tiempo apremia.

Más tarde, los niños no se pondrían de acuerdo sobre el tiempo que habían pasado en el barco. Michael que si media hora, Emma que si solo habían sido cinco minutos y Kate que si una hora, si no dos. Parecía como si la niebla no solo hubiera confundido su visión, sino también su noción del tiempo. Lo único de lo que estaban seguros era de que, en un momento dado, emergió de la niebla una oscura costa, y a medida que se acercaban a ella divisaron un muelle y la silueta de un hombre que aguardaba. El capitán del barco lanzó una cuerda al hombre. Kate observó que era anciano y lucía una pulcra barba blanca. Llevaba un traje marrón viejo pero cuidado, tenía las manos pequeñas y limpias; incluso su pequeña coronilla calva parecía haberse desprendido del pelo para acentuar la imagen de pulcritud. Sin tiempo que perder en presentaciones, cogió las bolsas de Michael y Emma.

—Por aquí —dijo, alejándose del muelle con una cojera que denotaba años de práctica.

Michael y Emma saltaron por la borda. Kate estaba a punto de seguirlos cuando notó la mano del capitán del barco en el hombro.

—En este lugar tendréis que andaros con mucha cautela. Cuida de tus hermanos.

Antes de que pudiera preguntarle por qué lo decía, el hombre soltó las amarras e impulsó el barco para que se alejara, obligándola a saltar al muelle.

—¡Corre! —dijo la voz a través de la niebla.

—¡Ven! —gritó Emma—. ¡Tienes que ver esto!

Kate permaneció inmóvil observando cómo el barco desaparecía entre la espesa niebla, reprimiendo el impulso de gritar al capitán que volviera, reunir a sus hermanos, regresar a Baltimore y decirle a la señorita Crumley que se irían a vivir con la señora de los cisnes.

Notó que la agarraban del brazo.

—Tenemos que darnos prisa —dijo el anciano—. No nos queda mucho tiempo.

Cogió su bolsa y la arrastró por el muelle hacia donde Michael y Emma aguardaban sentados y sonrientes en la parte trasera de un carro arrastrado por dos caballos.

—Mira —señaló Emma—. Un caballo.

El anciano ayudó a Kate a sentarse junto a sus hermanos y de un ágil salto ocupó el lugar del conductor, tomó las riendas y puso en marcha el carro con una sacudida que obligó a los niños a aferrarse a los laterales. Casi de inmediato, el camino se hizo cuesta arriba y empezaron a ascender a través de la niebla, que se fue disipando hasta que el ambiente volvió a ser frío y despejado.

Solo llevaban unos minutos de trayecto cuando Michael gritó sorprendido.

Kate se volvió, y de no haber sido porque Michael y Emma estaban viendo a su lado lo mismo que ella habría pensado que eran imaginaciones suyas. Frente a ellos se erigían los picos escarpados de una gran cordillera. Pero ¿cómo era posible? Desde que salieron de Westport solo habían visto colinas onduladas a lo lejos. Eso, sin embargo, eran auténticas montañas: altísimas, incisivas e imponentes.

Kate se inclinó hacia delante no sin dificultad debido a la cuesta y la forma en que el carro rebotaba en los surcos del camino de tierra.

—Señor…

—Me llamo Abraham, jovencita. No hace falta que me llames «señor».

—Bueno…

—Te estás preguntando cómo es que esas montañas no se ven desde Westport.

—Sí, señ… Abraham.

—Por la tarde, la luz del lago es muy juguetona y produce efectos visuales. Ahora siéntate bien. Nos queda una hora de camino y más nos vale llegar antes de que se haga de noche.

—¿Qué pasa cuando se hace de noche? —preguntó Michael.

—Salen los lobos.

—¿Los lobos?

—En cuanto cae la noche, salen los lobos. Ahora sentaos bien.

Emma masculló:

—Odio a la señorita Crumley.

Cuanto más ascendían, más inhóspito se volvía el paisaje. A diferencia de las praderas que rodeaban Westport, aquí había muy pocos árboles, el terreno era rocoso y de aspecto yermo.

Cuando por fin el sol se hubo escondido tras las montañas y en el cielo se veían los últimos destellos rojizos de luz y Kate creía ver en cada sombra una manada de lobos al acecho, la carretera ascendió serpenteando por un collado entre dos picos y el anciano gritó:

—Cascadas de Cambridge, ¡adelante!

Frente a ellos se extendía un sinuoso valle inclinado hacia el río procedente de las montañas que lo atravesaba de lado a lado como una arteria. El pueblo se levantaba en la orilla del río más próxima, y la carretera desembocaba en una callejuela llena de tiendas y casas. También la ladera estaba salpicada de casas, separadas por muros de piedra tortuosos y medio derrumbados. Sin embargo, la mayoría de las ventanas estaban a oscuras y solo salía humo de unas cuantas chimeneas. Las pocas personas con las que se habían cruzado caminaban apresuradas y cabizbajas.

—¿Qué le pasa a este sitio? —preguntó Emma a media voz.

Abraham tiró con fuerza de las riendas y obligó al caballo a ir al trote. Tanto la carretera como el pueblo terminaban junto al ancho río de un verde grisáceo, y el anciano torció para enfilar la orilla siguiendo las recientes huellas que las ruedas habían dejado en la nieve.

—¿Dónde está el orfanato? —preguntó Michael.

—Al otro lado del río.

—¿Y cómo es el doctor Pym?

Abraham tardó un rato en responder:

—Diferente.

—Diferente, ¿en qué sentido?

—Diferente y punto. Además, no se deja ver mucho por aquí. La señorita Sallow y un servidor somos los que nos encargamos de casi todo.

—¿Cuántos niños viven aquí? —quiso saber Emma.

—¿Incluidos vosotros tres?

—Sí.

—Tres.

—¿Tres? ¿Qué clase de orfanato es ese en el que solo viven tres niños?

La pregunta era lógica y merecía respuesta, pero en ese preciso momento bordeaban un barranco a unos trescientos metros sobre el río (las orillas habían ido formando una pendiente cada vez más pronunciada desde que salieron del pueblo) y el carro patinó sobre el hielo y se desplazó hasta el borde del precipicio.

—¿Es necesario que vayamos tan rápido? —preguntó Kate a la vez que los tres hermanos se agarraban con más fuerza a los laterales del carro.

—Mirad al cielo —dijo Abraham.

El tono rojizo había desaparecido dando paso a un morado negruzco. En cuestión de minutos sería de noche.

El anciano enfiló un estrecho puente. Acompañados por el ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines helados, los chicos bajaron la vista al río que recorría la garganta. Cuando hubieron cruzado el puente, Abraham azuzó al caballo para que ascendiera por un camino lleno de curvas.

—¡Casi hemos llegado!

Kate tenía un horrible presentimiento relacionado con ese sitio que iba algo más allá de la ausencia de gente, de árboles, y de vida.

—¿Es eso? —preguntó Emma.

Cuando hubieron rodeado la colina, ante ellos se erigió la casa más grande que los niños habían visto jamás. Estaba construida con piedra oscura, las paredes eran desiguales y estaban torcidas, y varias chimeneas sobresalían del tejado irregular. En las esquinas había torreones y ventanas altas y oscuras. Solo se veían algunas luces en la planta baja. A Kate le pareció que la casa acechaba la colina como una gran bestia peligrosa.

Abraham volvió a tirar de las riendas a la vez que gritaba al caballo.

En ese momento oyeron aullar a un lobo, seguido de otros. Pero los lobos andaban lejos y el carro ya estaba frente a la casa, la misma casa que Kate estaba segura de haber visto en sueños.