El sombrero en cuestión pertenecía a la señora Constance Lovestock. La señora Lovestock era una mujer entrada en años con una gran fortuna y sin hijos. No le gustaba hacer las cosas a medias. Le encantaban los cisnes, porque los consideraba las criaturas más bellas y gráciles del mundo.
—Son tan esbeltos… —decía— y tan elegantes…
Nada más entrar en su enorme y suntuosa mansión de las afueras de Baltimore se veían los arbustos recortados con forma de cisne, las estatuas de cisnes a punto de alzar el vuelo, las fuentes en las que una madre cisne salpicaba con las alas a sus pequeños, la pila para pájaros en forma de cisne donde a las aves menores se les concedía el honor de poder bañarse, y, por supuesto, los cisnes de verdad, que se deslizaban sobre el estanque que rodeaba la casa, o que a veces pasaban frente a los ventanales de la planta baja con sus andares de pato, sin la elegancia que cabría esperar de ellos.
—Yo nunca hago las cosas a medias —decía la señora Lovestock con orgullo.
Una noche de principios de diciembre en que estaba sentada tejiendo en el sofá con forma de cisne frente al fuego junto a su marido, el señor Lovestock (quien todos los veranos se iba de vacaciones unos días solo, teóricamente a buscar escarabajos, pero en la práctica se dedicaba a cazar cisnes en un coto privado de Florida, derribándolos desde una distancia casi nula como un demente), anunció:
—Gerald, voy a adoptar a unos niños.
El señor Lovestock se sacó la pipa de la boca y emitió un sonido a modo de reflexión. Había oído con claridad lo que había dicho. No se había referido a «un niño» sino a «unos niños». Sin embargo, con los años había aprendido que el enfrentamiento directo con su mujer resultaba inútil y decidió que era más sensato adoptar una postura entre inconsciente y halagadora y dejarla hacer.
—Muy bien, querida, es una idea fabulosa. Serás una madre estupenda. Sí, adoptaremos un niño.
De inmediato la señora Lovestock chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—No te burles de mí, Gerald. No tengo ninguna intención de adoptar solo a un niño. No vale la pena hacer semejante esfuerzo solo para uno. Creo que tendríamos que empezar por tres. —Se puso en pie dando la conversación por terminada y salió con paso decidido de la habitación.
El señor Lovestock suspiró y volvió a colocarse la pipa a un lado de la boca mientras se preguntaba si existiría algún lugar donde pudiera pasar el verano cazando niños.
Probablemente no, pensó, y siguió leyendo el periódico.
—Esta es vuestra última oportunidad.
Kate se sentó frente al escritorio delante de la señorita Crumley. Estaban en su despacho de la torre norte de la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe. El edificio era una fábrica de armas del siglo anterior y en invierno el viento se colaba por las paredes haciendo que los cristales de las ventanas temblaran y que el agua de los lavabos se helara. El despacho de la señorita Crumley era la única habitación caldeada, por lo que Kate esperaba que lo que tuviera que decirle fuera para largo.
—No bromeo, jovencita. —La señorita Crumley era una mujer bajita y de aspecto pesado con el pelo de un tono purpúreo recogido en la coronilla. Mientras hablaba, desenvolvía un caramelo que había cogido de un bol de encima de su escritorio. Los niños tenían prohibido comer caramelos. Al llegar al centro de acogida, mientras la señorita Crumley les recitaba la lista de obligaciones y prohibiciones (la mayoría eran prohibiciones), Michael se comió un caramelo de menta y, como castigo tuvo que soportar toda una semana duchas de agua helada. «No nos ha dicho que no pudiéramos comer caramelos. ¿Cómo iba a saberlo?», se quejó el chico.
La señorita Crumley se llevó el caramelo a la boca.
—Es vuestra última oportunidad. Si tus hermanos y tú no os mostráis afables para que esa señora os adopte… —Chupó el caramelo con fruición mientras pensaba en una amenaza lo bastante aterradora—. No me haré responsable de lo que os ocurra.
—¿Quién es? —preguntó Kate.
—¡¿Qué quién es?! —repitió la señorita Crumley con los ojos como platos sin dar crédito a lo que oía.
—Quiero decir, ¿cómo es?
—¿Qué quién es? ¿Qué cómo es? —La señorita Crumley chupeteaba el caramelo con mayor frenesí a medida que aumentaba su indignación—. Es una mujer… —Se interrumpió. Kate aguardó, pero la señorita Crumley, en lugar de continuar hablando, se puso roja como un tomate y empezó a emitir sonidos guturales.
Durante un brevísimo segundo (en realidad, más bien durante tres segundos) Kate se planteó contemplar cómo se ahogaba la señorita Crumley, pero al final se levantó de un salto, rodeó el escritorio y le dio un golpe seco en la espalda.
Una pastilla verde y viscosa salió disparada de la boca de la señorita Crumley y aterrizó sobre el escritorio. La mujer se volvió hacia Kate mientras respiraba hondo, con el rostro todavía enrojecido. Kate la conocía lo suficiente para no esperar que le diera las gracias.
—Es una mujer —prosiguió la señorita Crumley entrecortadamente— que quiere adoptar a tres niños, a ser posible hermanos. ¡Eso es todo lo que tienes que saber! ¡Qué quién es! ¡Habrase visto! Ve a buscar a tus hermanos. Aséalos y vístelos con sus mejores ropas. La señora llegará dentro de una hora. Y si alguno de ellos hace algo, te prometo… —Recogió el caramelo y volvió a llevárselo a la boca—. En fin, no me haré responsable de lo que os ocurra.
A medida que Kate descendía por la estrecha escalera de caracol y se alejaba del despacho de la señorita Crumley, el ambiente cada vez era más frío. Se arropó más con su delgado jersey. Los adultos que veían a Kate por primera vez siempre observaban lo extraordinariamente guapa que era, con su pelo rubio oscuro y sus grandes ojos color avellana; pero cuando la miraban con más detenimiento, reparaban en el ceño de concentración que se había instalado en su frente, en sus uñas mordidas hasta convertir las puntas de sus dedos en muñones, en el agarrotamiento de sus extremidades; y en vez de exclamar: «Oh, qué niña tan guapa», chasqueaban la lengua y mascullaban: «Pobrecita». Pues al mirar a Kate, a pesar de su belleza, veían a alguien pendiente siempre de cuál sería el siguiente golpe que le tendría reservado la vida.
Tras salir del orfanato por la puerta lateral, Kate vio a un grupo de niños reunidos alrededor de un árbol raquítico en un extremo del patio. Una niña pequeña de piernas esqueléticas y pelo corto de color castaño tiraba piedras a un niño encaramado a las ramas mientras lo instaba a que bajara y peleara.
Entre risas y burlas, Kate se abrió paso a través del grupo de chiquillos en el momento en que Emma cogía otra piedra.
—¿Qué estás haciendo?
Emma se volvió con las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
—¡Me ha roto el libro! ¡Estaba ahí sentada leyendo y él me ha quitado el libro y lo ha roto!
—No es verdad —protestó el niño desde el árbol—. ¡Está loca!
—¡Cállate! —chilló Emma, y le tiró la piedra. El niño escondió la cabeza detrás del árbol y la piedra rebotó contra el tronco.
Emma era menuda para tener once años; toda huesos. Sin embargo, hasta el último niño del orfanato la respetaba y temía su genio. Cuando la acorralaban o la provocaban, la niña se ponía hecha una fiera y la emprendía a patadas, arañazos y mordiscos. A veces Kate se preguntaba si su hermana se habría comportado con tanta violencia de no haber tenido que vivir separados de sus padres. Emma era la única de los tres hermanos que no guardaba ningún recuerdo de sus padres. Incluso Michael tenía una vaga idea de lo que significaban el cuidado y el amor paternos. Pero Emma no había conocido más vida que esa, y su lema era el siguiente: si no peleas, estás acabado. Por desgracia, siempre había unos cuantos chicos mayores que se dedicaban a provocarla y se regocijaban viéndola ponerse hecha una furia. Su objeto de burla predilecto era, cómo no, su apellido formado por una sola letra. Kate, con catorce años, era la mayor de los hermanos, y por tanto era responsabilidad suya conseguir que su hermana se tranquilizara.
—Tenemos que encontrar a Michael —dijo Kate—. Va a venir a vernos una mujer.
De inmediato se hizo un silencio sepulcral. Ningún niño de la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe había recibido la visita de un posible padre adoptivo desde hacía meses.
—Me da igual —contestó Emma—. Yo no voy.
—¡Tiene que ser muy tonta para querer a una niña como tú! —gritó el niño desde el árbol.
Emma cogió una piedra y se la lanzó. El niño no reaccionó lo bastante rápido y recibió una pedrada en el codo.
—¡Ay!
—Emma —Kate asió a su hermana del brazo—, la señorita Crumley dice que es nuestra última oportunidad.
Emma se soltó, se agachó y cogió otra piedra, pero era evidente que ya no estaba enfadada. Kate aguardó en silencio mientras Emma se pasaba la piedra de una mano a la otra hasta que acabó arrojándola sin fuerza contra el tronco.
—Está bien.
—¿Sabes dónde está Michael?
Emma asintió. Kate la cogió de la mano y los niños se apartaron para dejarlas pasar.
Las niñas encontraron a Michael en el bosque que bordeaba el orfanato explorando una cueva que había descubierto la semana anterior. Hacía ver que era la entrada del antiguo refugio de un enano. Michael llevaba toda la vida obsesionado con las historias de seres mágicos: brujos que luchaban contra dragones, caballeros que defendían a doncellas de las garras de los trasgos, campesinos más ingeniosos que los trolls. Leía todo cuanto caía en sus manos, pero tenía especial predilección por los relatos de enanos.
—Tienen una larga historia llena de nobleza. Y son muy trabajadores. No como los duendes, que siempre están peinándose y mirándose al espejo.
Michael tenía una muy mala opinión de los duendes.
El origen de su gran pasión era un libro titulado La enciclopedia de los enanos, escrito por un tal G. G. Greenleaf. La primera mañana de su nueva vida como huérfanos, nada más despertarse, Kate descubrió el libro oculto entre la ropa de cama de Michael y supo de inmediato que era el regalo de Navidad que su madre había hecho a su padre. Al cabo de los años, Michael había leído el libro decenas de veces. Kate sabía que era su particular forma de conservar un lazo con su padre, del que apenas recordaba nada. Por eso insistía e insistía para que Emma se mostrara comprensiva cuando Michael tenía a bien obsequiarlas con una de sus lecciones improvisadas, aunque no siempre resultaba fácil.
La cueva estaba cubierta de musgo y había humedad en el ambiente. El techo era lo bastante alto para que Kate y Emma pudieran caminar erguidas. Michael se encontraba a unos trescientos metros de la entrada, arrodillado junto a una linterna. Estaba casi en los huesos y tenía el pelo castaño y los ojos oscuros como su hermana pequeña, aunque los suyos se escondían tras unas gafas de montura metálica. A menudo la gente los tomaba por gemelos, lo cual molestaba sobremanera a Michael. «Yo soy un año mayor —protestaba siempre—. Me parece que salta a la vista».
Tras un destello y un zumbido, la vieja Polaroid de Michael escupió una fotografía. Unas semanas atrás el chico había encontrado la cámara en una tienda de objetos de segunda mano del centro de Baltimore, junto con una decena de carretes que el propietario prácticamente le había regalado, y desde entonces la usaba siempre que hacía de explorador, no sin antes recordarles a Kate y a Emma lo importante que era documentar los descubrimientos.
—Mirad esto —Michael mostró a sus hermanas la piedra que acababa de fotografiar—. ¿Qué os parece que es?
Emma refunfuñó.
—Una piedra.
—¿Qué es? —preguntó Kate siguiéndole la corriente.
—La hoja del hacha de un enano que vivió hace muchos años —respondió Michael—. Es evidente que el agua la ha erosionado y que las condiciones de esta cueva no son las mejores para que se conserve.
—Es curioso —comentó Emma—. Se parece mucho a una piedra.
—Vale, ya está bien —terció Kate, advirtiendo que Michael empezaba a molestarse, y le explicó que una mujer quería verlos.
—Id vosotras —dijo Michael—. Yo tengo trabajo aquí.
La mayoría de los huérfanos se morían de ganas de que los adoptaran. Soñaban con que una pareja rica y afable se los llevara de allí y les diera una vida llena de amor y comodidades. Sin embargo, ese no era el caso de Kate y sus hermanos, que detestaban que los trataran como a huérfanos.
—Nuestros padres están vivos —decían los tres hermanos— y algún día vendrán a buscarnos.
Claro que no tenían nada que respaldara esa convicción. Los habían dejado en el orfanato St. Mary de Boston, junto al río Charles, una Nochebuena de nieve de hacía diez años y, desde entonces, no había llegado a sus oídos una sola noticia de sus padres ni de ningún otro familiar. Ni siquiera sabían a qué hacía referencia la «P» de su apellido. Aun así, algo en lo más profundo de su ser les decía que sus padres volverían algún día, una certeza que se debía únicamente a que Kate nunca había dejado de recordarles a sus hermanos lo que su madre le había prometido la última noche que la vio: que un día volverían a estar todos juntos. Eso hacía de todo punto inaceptable la idea de que un extraño los adoptara. Por desgracia, esa vez había otras cosas a tener en cuenta.
—La señorita Crumley dice que es nuestra última oportunidad.
Michael suspiró y dejó caer la piedra. Recogió la linterna y salió de la cueva detrás de sus hermanas.
En los últimos diez años, los niños habían pasado por doce orfanatos. La estancia más corta había durado dos semanas y la más larga había sido con diferencia la primera, la de St. Mary. De eso hacía casi tres años. Hasta que un incendio acabó con St. Mary y con la madre superiora, una mujer muy afable llamada hermana Agatha que mostraba mucho interés por los niños pero que tenía la mala costumbre de fumar en la cama. Al salir de St. Mary habían empezado un viaje que los llevaría de un orfanato a otro. En cuanto se adaptaban a un lugar, tenían que volver a trasladarse. Al final dejaron de tener la esperanza de poder vivir en ningún sitio más de unos pocos meses y de hacer amigos. Y aprendieron a contar solo con ellos mutuamente.
El motivo de tantos traslados era que los niños resultaban, en términos adoptivos, difíciles de colocar. La familia que quisiera adoptar a uno tenía que adoptarlos a los tres, pero era raro que una familia estuviera dispuesta a adoptar a tres hijos a la vez, y las personas como la señorita Crumley no tenían mucha paciencia.
Kate comprendió que si esa señora no los quería, la señorita Crumley lo utilizaría como excusa para trasladarlos a otro orfanato, aduciendo que había hecho todo cuanto estaba en su mano pero que eran un caso perdido. Tenía la esperanza de que si sus hermanos y ella se comportaban bien, aunque la entrevista no tuviera éxito, la señorita Crumley se lo pensaría dos veces antes de quitárselos de encima. No era que los niños tuvieran en especial estima su actual hogar. El agua era turbia y las camas, duras. La comida causaba dolor de estómago tanto si se comía mucho como si no. No; el problema era que con el paso del tiempo cada orfanato había resultado peor que el anterior. De hecho, cuando seis meses atrás llegaron a la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe, Kate pensó: «Hemos tocado fondo». Pero ahora se preguntaba: «¿Existirá un lugar peor que este?».
Y francamente, no tenía ganas de averiguarlo.
Media hora más tarde, limpios y vestidos con sus mejores ropas (que no eran gran cosa), los niños llamaron a la puerta del despacho de la señorita Crumley.
—Adelante.
Kate llevaba a Emma cogida de la mano y Michael las seguía de cerca. Kate les había aconsejado: «Sonreíd y no habléis mucho. Quién sabe, puede que sea una persona estupenda. Si es así, podemos quedarnos con ella hasta que vuelvan mamá y papá».
Pero cuando Kate vio a aquella mujerona ataviada con un abrigo de plumas blancas, un bolso en forma de cisne y un sombrero del que sobresalía una cabeza de cisne en forma de interrogante, supo que no había esperanza para ellos.
—Supongo que estos son los incluseros —dijo la señora Lovestock dando un paso adelante e inclinándose sobre los niños—. ¿Y dice que se apellidan «P»?
—Sí, señora Lovestock —respondió con una risita la señorita Crumley, que solo le llegaba a la cintura a aquella gigantona—. Son de lo mejorcito que tenemos. Los quiero muchísimo, y por mucho que me duela separarme de ellos, lo sobrellevaré si sé que les espera un hogar tan maravilloso.
—Hummm… —La señora Lovestock se inclinó para examinarlos, lo mismo que el cisne de su sombrero, que bajó la cabeza con gesto curioso.
Kate miró hacia arriba y vio que Emma y Michael contemplaban atónitos el ave.
—Tengo que advertiros desde ahora mismo que no soporto a los niños revoltosos. No pienso tolerar las carreras, los gritos, las carcajadas, las manos ni los pies sucios, los comentarios desagradables sobre los cisnes… —Cada vez que enunciaba algo que no pensaba tolerar, la cabeza de cisne asentía en señal de aprobación—. Tampoco me gusta que los niños hablen demasiado, que se limpien las manos en la ropa ni que lleven los bolsillos llenos. Detesto a los niños con los bolsillos llenos.
—Estos niños nunca llevan nada en los bolsillos, se lo aseguro, señora Lovestock —dijo la señorita Crumley—. Nada en absoluto.
—Además, espero…
—¿Qué lleva en la cabeza? —la interrumpió Emma.
—¿Cómo dices? —La mujer no daba crédito.
—Eso que lleva en la cabeza, ¿qué es?
—Emma… —la advirtió Kate.
—Yo lo sé —saltó Michael.
—No.
—Sí.
—¿Qué es? —preguntó Emma.
La señora Lovestock se volvió hacia la directora del orfanato, que estaba temblando.
—Señorita Crumley, ¿qué es lo que está pasando aquí?
—Nada, señora Lovestock; nada en absoluto. Le aseguro que…
—Es una serpiente —dijo Michael.
La señora Lovestock se quedó como si le hubieran dado una bofetada.
—No es una serpiente —lo corrigió Emma.
—Sí que lo es. —Michael examinaba el sombrero de la mujer—. Es una cobra.
—Pero si es blanca.
—Seguro que la ha pintado. —Se dirigió a la señora Lovestock—. La ha pintado, ¿verdad?
—¡Michael! ¡Emma! —masculló Kate—. ¡Callaos!
—Solo le pregunto si ha pintado…
—¡Chissst!
Durante un rato que se hizo eterno solo se oyó el ruidito del radiador y a la señorita Crumley juntando y separando las manos con nerviosismo.
—Nunca en toda mi vida… —empezó a decir al fin la señora Lovestock.
—Querida señora Lovestock —saltó la señorita Crumley.
Kate sabía que tenía que decir algo para suavizar las cosas, si es que quedaba alguna posibilidad de que no los expulsaran. Pero entonces la mujer dijo:
—Supongo que no se puede esperar gran cosa de unos huérfanos.
—Nosotros no somos huérfanos —la interrumpió Kate.
—¿Cómo dices?
—Los huérfanos son niños cuyos padres han muerto —repuso Michael—. Los nuestros no han muerto.
—Volverán a buscarnos —añadió Emma.
—No les haga caso, señora Lovestock, no les haga caso. No son más que chiquilladas. —La señorita Crumley cogió el bol de caramelos—. ¿Quiere uno?
La señora Lovestock la ignoró.
—Es cierto —insistió Emma—. Volverán a buscarnos.
—Escuchadme bien. —La señora Lovestock se inclinó hacia delante—. Soy una mujer comprensiva, podéis preguntárselo a quien queráis, pero no toleraré las fantasías. Esto es un orfanato y vosotros unos huérfanos. Si vuestros padres os quisieran, no os habrían dejado tirados en la calle como basura sin ni siquiera un nombre decente. ¡Mira que llamaros «P»! Tendríais que estar agradecidos de que alguien como yo esté dispuesta a excusar vuestra horrible falta de educación y vuestra completa ignorancia acerca de cuál es el ave acuática más bella del mundo y daros un hogar. Y ahora, ¿tenéis algo que decir?
Kate vio que la señorita Crumley sacaba la cabeza por detrás de la cintura de la señora Lovestock y la miraba. Sabía que si no se disculpaba ante la mujer del cisne, lo más seguro era que la señorita Crumley los mandara a algún lugar que hiciera parecer la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe un maravilloso complejo vacacional. Pero ¿cuál era la otra opción? ¿Irse a vivir con aquella mujer que insistía en que sus padres los habían dejado tirados como basura y no tenían intención de volver jamás?
—Ya sabe —dijo estrechando la mano de su hermana—. Parece una serpiente.