Cogidos de la mano, Michael y la princesa de los duendes cruzaron el bosque corriendo. Wilamena iba delante; las empapadas frondas de los helechos se echaban atrás para dejarla pasar antes de cerrarse sobre Michael y dejarlo calado hasta los huesos una y otra vez. El chico no le había preguntado a la princesa adónde lo llevaba, ni ella le había dado ninguna pista, así que se llevó una sorpresa cuando, al llegar a la pared del cañón, vio a una docena de figuras envueltas en capas, con velas encendidas. Las reconoció: eran las que componían la procesión que había cruzado el bosque. Seguían cantando, aunque ahora en voz tan baja que Michael tuvo que hacer un esfuerzo para oír la canción. Las figuras estaban reunidas delante de una grieta triangular. Ante la mirada de Michael, uno de los duendes apagó su vela, se introdujo en la grieta y desapareció.
—Mi pueblo llegó a este valle hace miles de años —susurró la princesa—, cuando todo era hielo y nieve. ¿No te has preguntado por qué decidimos convertir semejante erial en nuestro hogar?
Michael estuvo a punto de contestar que no pretendía entender ni remotamente cómo funcionaba la mente de un duende, pero decidió que la respuesta correcta era:
—Sí.
—Vinimos porque nuestra raza se siente atraída por los lugares en los que se solapan el mundo mortal y el mundo espiritual —dijo Wilamena—. Imagina dos círculos cuyos bordes se tocan, y un espacio estrecho que no pertenece por completo ni a un mundo ni al otro, sino a los dos al mismo tiempo. Es lo que existe en este valle. Lo que existe aquí. —E indicó con un gesto la grieta de la pared.
—¿Quieres decir que esa cueva conduce a la tierra de los muertos?
—Sí y no. La auténtica tierra de los muertos es un lugar en el que no se aventuran a entrar los vivos. La cueva conduce a un lugar intermedio, donde los círculos se tocan. Y allí los muertos pueden venir hasta nosotros. ¿No notaste una presencia inexplicable al entrar en el valle por primera vez?
Y Michael cayó en la cuenta de que la había notado, de que cuando Gabriel, Emma y él llegaron al valle tuvo la sensación de que no estaban solos, de que algo los vigilaba a sus espaldas, aunque supuso que aquella sensación solo se debía a los nervios.
Se quedó mirando a un duende envuelto en una capa que apagaba su vela y entraba en la grieta.
—¿Qué están haciendo?
—Van a despedirse de quienes murieron en batalla. Nadie puede permanecer mucho rato en ese lugar, pero hay tiempo suficiente para decir lo necesario. Luego cada cual regresará a su propio mundo, los vivos con los vivos, los muertos con los muertos.
Michael miró a la princesa de los duendes.
—Debería haber intentado devolverles la vida a los duendes que murieron. Debería haber utilizado la Crónica. No se me ocurrió. Lo siento mucho.
Wilamena negó con la cabeza.
—La muerte forma parte de la naturaleza. Había llegado su hora, y murieron como valientes. El caso de tu hermana es distinto. Su viaje entre los vivos no ha finalizado todavía. —Volvió la cabeza hacia la grieta—. Y si el enemigo no le permite venir aquí, tú debes ir allí.
Michael comprendió. Tragó saliva y agarró la Crónica con más fuerza.
—¿Está enterado el doctor Pym de todo esto?
—Desde luego, conoce la existencia de este lugar, pero no sabe que te he traído aquí. De hecho, reunido en consejo con mi padre y los ancianos, ha hablado en contra de enviarte al Pliegue.
—¿El Pliegue?
—Es así como llamamos al lugar en el que se solapan los mundos. El brujo sabe que debes viajar allí solo, y que no tendría poder para protegerte. Está buscando una forma más segura de liberar a tu hermana, pero no existe.
—¿Por qué tengo que ir solo? ¿Y los duendes que ya están allí?
—No los verás. Aunque tú y yo entrásemos codo con codo, nos hallaríamos muy alejados. Tú podrías encontrarte en una ciudad, mientras que yo estaría en un campo vasto y vacío. El Pliegue cambia para cada uno de nosotros y siempre es diferente.
Cuantas más cosas le contaba la princesa de los duendes, más confuso se sentía Michael. Solo quería saber una cosa:
—¿Cómo encontraré a Kate?
—Solo tienes que conservar en tu mente la idea de tu hermana, y ella vendrá a ti. Pero quedas advertido: otros se han quedado demasiado tiempo y no han podido encontrar el camino de regreso. Debes darte prisa, Michael.
—Es la primera vez que me llamas por mi nombre.
Wilamena sonrió.
—Creo que ya no eres un conejo.
Michael la miró, y de pronto lo asaltó el recuerdo de aquel breve momento en que compartió su vida. Recordó la oscuridad y desesperación que había sufrido durante los largos años que había vivido como prisionera, pero también se acordó de la profunda e insaciable alegría que obtenía del mundo que la rodeaba; y supo que, si le diesen a elegir, Wilamena sufriría todo lo que había sufrido y más con tal de no sacrificar ni un solo día de estar viva.
Era tal como su padre había dicho. Ella escogía la vida, con todas sus consecuencias.
Entonces Michael hizo algo que lo sorprendió incluso a él. Se inclinó y besó a la princesa de los duendes. Sus labios eran suaves, y él no supo si era o no magia, pero sintió una calidez que se le extendía por las mejillas y las orejas, por el cuello y por el pecho.
—Gracias —dijo.
Se volvió, pasó junto a los duendes reunidos y entró en la cueva, llevándose consigo la calidez de aquel beso.
Al cabo de pocos metros se vio envuelto en tinieblas. No paraba de tropezar contra el suelo rocoso, pero continuaba avanzando lentamente, con una mano extendida ante sí y el recuerdo de Kate claro y fuerte en su mente. Entonces, a lo lejos, Michael percibió una luz tenue y gris. Se dirigió hacia ella. La oscuridad se desvaneció a su alrededor y el suelo se volvió liso. Se dio cuenta de que ya no se encontraba en una cueva, sino en una especie de corredor.
Entonces entró en la luz y ahogó un grito.
Se hallaba en la gran nave de una vieja iglesia de piedra. Contempló las hileras de columnas, las vidrieras y el techo abovedado. Curiosamente, a lo largo del pasillo central, había filas de catres en lugar de bancos. La iglesia parecía vacía.
Entonces Michael oyó la débil y resonante música de un violín.
Emma se despertó y supo que algo iba mal. Se incorporó y miró a su alrededor. Su habitación era similar a la de su hermana, pero estaba en un árbol diferente, a varios metros de distancia. Tras ponerse un par de suaves zapatos de piel (un regalo de los duendes, pues había perdido una bota en el volcán), Emma salió a la rama que servía tanto de balcón como de puente hacia el resto del bosque. Había charcos de agua por todas partes. Los árboles goteaban agua. Estaba claro que se había desatado una tormenta. ¿Cómo podía ser que no se hubiese despertado? A Emma la asaltó el pensamiento terrible de que se había pasado un día entero durmiendo y volvía a ser de noche.
Se puso en camino hacia el árbol en el que había dejado a sus hermanos. Se obligó a avanzar despacio, pues las ramas estaban resbaladizas por la lluvia y la noche era oscura y tenebrosa. Al llegar a la habitación de Kate, encontró a su hermana tal como la había dejado. No vio a Michael por ninguna parte. Pero Gabriel estaba de pie junto a la cama de Kate y parecía recuperado del todo. Cuando se volvió, Emma se abalanzó a abrazarlo. Repitió su nombre una y otra vez mientras él le devolvía el abrazo, y la niña se sintió lo más segura que se había sentido desde su llegada a la aldea de los duendes. Incluso la oscuridad que los rodeaba pareció desvanecerse un poquito.
Emma dio un paso atrás y se enjugó los ojos.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Creía que estabas durmiendo!
—Me he despertado y me he encontrado mucho mejor. Cuando me he enterado de lo de tu hermana, he tenido que venir.
Sin soltar a Gabriel, Emma se arrodilló junto a la cama. Su hermana tenía la frente lisa. La muerte había borrado el ceño de preocupación.
—¿Dónde está Michael? Debería estar aquí.
Gabriel guardó silencio durante un momento. Fue como si escuchase algún sonido lejano, aunque Emma solamente oía el goteo constante de la lluvia.
—Creo que ha ido a tratar de devolverle la vida a tu hermana.
—¡Pero ya lo hizo! ¡Trató de escribir su nombre en el libro y no pudo!
—Hay otra forma. Una forma peligrosa. Puede ir directamente en busca de su espíritu. El brujo puede haberle mostrado cómo hacerlo.
—¿Qué? ¿Por qué no me lo ha dicho?
—Sin duda, trataba de protegerte.
—¡Pero también es mi hermana! ¡Debemos encontrarlos!
—Pues ven. Sé dónde buscar. Es posible que necesiten nuestra ayuda.
Emma se inclinó y le susurró a Kate que la quería y que no tardaría en regresar. A continuación se levantó y salió con Gabriel a toda prisa.
Michael siguió la música por la nave central de la iglesia, más allá de las hileras de catres y hasta cruzar una puerta de la pared del fondo. Se encontró en la base de la torre. En el centro del suelo, una gran campana yacía de lado, con el armazón de hierro partido por la mitad. Una escalera de madera de aspecto desvencijado ascendía en espiral a lo largo de los muros. Michael se quedó allí, escuchando la canción del violín que resonaba a través de la torre; luego empezó a ascender.
La princesa de los duendes había dicho que el Pliegue era diferente para cada persona. Pero ¿de dónde había salido aquella vieja iglesia? ¿Y qué significaba? ¿Hacía bien en seguir la música? ¿Lo conduciría hasta Kate? ¿Y quién la tocaba?
Se acabaron los peldaños, y Michael encontró una escalera de mano que atravesaba una trampilla en el techo. Tras encajarse la Crónica bajo el brazo, Michael continuó subiendo y salió a una amplia plataforma de madera situada encima de la torre. Unas columnas de piedra alrededor del borde de la plataforma sostenían el tejado, y tres campanas de hierro colgaban suspendidas de las vigas. Había un agujero en el centro del suelo por el que debía de haber caído la cuarta campana. La iglesia estaba dentro de un banco de niebla interminable.
«¿Sigo en la cueva o estoy en otro sitio?», se preguntó Michael.
Se sentía confuso, asustado y muy solo.
Michael no veía a Kate por ninguna parte, pero había encontrado el origen de la música.
Un chico varios años mayor que Michael, con el pelo oscuro y rebelde y vestido con ropas gastadas y anticuadas, tocaba un violín abollado en el borde del campanario. Tenía los dedos sucios, pero tocaba con una precisión desenvuelta y fluida, y mantenía los ojos cerrados como si estuviese absorto en la música. Michael se quedó esperando, sin saber qué debía hacer.
La canción se desvaneció y el chico bajó el violín.
—Me enseñó mi madre. Solía tocar para ella. Me llamo Rafe.
—Yo soy Michael.
—Lo sé.
—¿Qué… qué es este lugar?
—¿La iglesia? —El chico extendió el brazo hasta una de las columnas que sostenían el tejado. Había algo triste y cariñoso en su forma de tocarla—. Este lugar ya no existe en el mundo de los vivos. Aquí conocí a tu hermana. El Pliegue, para utilizar la palabra de los duendes, se manipula con voluntad y poder. Al sentir tu llegada, la iglesia me ha parecido la opción ideal. Creo que soy un sentimental.
Sus ojos tenían un llamativo matiz verde. En ese instante Michael supo quién era y que no se trataba de un chico, sino de su enemigo.
—¿Dónde está ella?
—Detrás de ti.
Michael se volvió. Vio una mesa, y su hermana yacía en ella. Llevaba el mismo vestido de encaje que Michael recordaba. Tenía los ojos cerrados, la cara pálida y las manos cruzadas sobre el pecho. Se le acercó y le tocó el brazo. Era sólido; su hermana era real.
—La retienes aquí, ¿verdad?
—Así es.
—¿Por qué?
—Creo que conoces la respuesta.
Michael no dijo nada. El chico se había situado justo detrás de él.
—Mis seguidores en el mundo de los vivos han preservado mi cuerpo físico durante décadas. Esperan a que yo ascienda al poder. Como Protector de la Crónica, puedes devolverme la vida. Libera mi espíritu, y yo liberaré a tu hermana. Si no, se quedará conmigo.
Michael notó que un peso frío se le instalaba en el estómago. Era por eso por lo que el doctor Pym no quería que él fuese allí. Sabía perfectamente que tendría que afrontar esa decisión: traer de vuelta a su hermana y también a Magnus el Siniestro, o dejar a Kate atrapada para siempre en la tierra de los muertos.
Pero no había decisión alguna que tomar, no para Michael. No le importaba si Magnus el Siniestro regresaba a la vida y recuperaba todo su antiguo poder. No le importaba ser responsable de todo lo que sucediese a continuación. Kate era lo importante, lo único importante. Michael traería de vuelta a Magnus el Siniestro un centenar de veces si con eso su hermana abriera los ojos y le hablara.
Y tal vez fuese eso lo que el brujo temía realmente.
A Michael le pareció oír otro violín a lo lejos. Tocaba una canción diferente, una que era al mismo tiempo más rápida y más fascinante, menos humana.
—Vamos, decídete.
—Ya lo he hecho.
Michael abrió la Crónica sobre la mesa y liberó el punzón de los soportes con un chasquido.
—Te tiemblan las manos. No hay necesidad de tener miedo.
—No tengo miedo.
Era cierto: no lo tenía. El temblor se debía a los nervios, al conocimiento de que estaba haciendo algo trascendental e incorrecto, pero que no podía evitar. Quería recuperar a su hermana y pagaría cualquier precio. Y dejar que Magnus el Siniestro regresase al mundo era solo parte del coste. Michael sabía que todo lo que había experimentado antes, los sentimientos de traición de Emma, la desesperación de la princesa de los duendes durante su largo cautiverio, el sentimiento de culpa y la locura del guardián, no eran nada en comparación con la oscuridad y el odio que encontraría dentro de Magnus el Siniestro; y tan pronto como conjurase la magia de la Crónica toda esa oscuridad, todo ese odio, se volverían suyos. No había modo de no quedar cambiado.
Michael sabía todo eso y, una vez más, no le importaba.
Puso el pulgar encima de la mesa y se lo pinchó con el punzón. Se volvió hacia el chico.
—Libera a Kate. Luego te traeré de vuelta.
El chico sonrió.
—Esto no es una negociación. Yo iré primero, o me llevaré a tu hermana a un lugar adonde no puedas seguirme, y eso será el final.
—¿Cómo… cómo sé que la dejarás marchar?
El chico que se llamaba Rafe alargó el brazo y apartó con ternura el pelo de la frente de Kate.
—Porque quiero que viva tanto como tú.
Michael observó los brillantes ojos verdes del chico y lo creyó.
El chico agarró a Michael por el brazo. De pronto su voz se volvió fría y autoritaria:
—Ahora, escribe mi nombre.
Y Michael apoyó la punta del punzón en la página y escribió, en letras humeantes y ensangrentadas, «Magnus el Siniestro»…
Al instante, era un hombre delgado y con cara de halcón, pero con los mismos llamativos ojos verdes, que vivía en una tierra polvorienta y devastada por la guerra. El hombre era el hechicero de un pueblo. Tenía un carácter duro y orgulloso, pero Michael sintió su amor por la gente a la que protegía, y por su joven familia, su esposa y su hijo. Michael sintió que eran su propia gente, su familia. Y cuando el hombre regresó a casa y encontró su pueblo quemado, a su familia asesinada, fue el corazón de Michael el que se volvió negro de odio y sentimiento de culpa. Juntos, Michael y el hombre atraparon y castigaron a los responsables, y el chico se deleitó con el sufrimiento que el hombre causaba, que él mismo causaba; y cuando se hubieron vengado la rabia del hombre se volvió contra todos los hombres, todos los seres humanos, y Michael se sintió arder con la misma rabia…
Michael agarró con fuerza el punzón. Temblaba mucho, luchaba por aferrarse a sí mismo…
La magia lo derribó una vez más…
Era viejo. Había viajado a tierras lejanas, había aprendido mucho, había adquirido más poder, y ahora se moría. Era de noche. Ardía una hoguera, y Michael vio al otro lado de las llamas a un muchacho con ojos de color verde esmeralda, y se oyó a sí mismo, con una voz ronca y temblorosa, hablar de tres libros de poder insondable, y decirle al muchacho que ellos, que él, pues el hombre y el muchacho eran uno, utilizaría los Libros para cambiar el mundo. A continuación el hombre cogió un cuchillo y lo pasó por su propia garganta, y Michael se convirtió en el muchacho…
Pasó más tiempo. El muchacho que estaba sentado al otro lado de la hoguera había muerto años atrás; sus huesos eran polvo. No obstante, seguía vivo, del mismo modo que el primer hombre continuaba vivo, como Michael estaba vivo, en el cuerpo de otro, un hombre con los mismos llamativos ojos verdes. El hombre le hablaba al oído a un joven conquistador mientras saqueaban una ciudad a orillas del mar. Michael acechó por unas calles llenas de fuego y gritos, y sintió una enorme y terrible alegría al estar tan cerca de su objetivo. Y entonces Michael y el hombre descendieron a los sótanos situados debajo de la torre y se encontraron con que los Libros ya habían desaparecido, y Michael sintió que mil años de rabia surgían para consumirlo…
Michael sintió que caía cada vez más hondo en la oscuridad, y no había nada que pudiese hacer para evitarlo, ninguna parte de sí a la que poder asirse…
Transcurrieron siglos. El mundo cambió. Michael murió y renació, murió y renació. Los Libros lo rehuían, pero adquirió poder, y con el poder, seguidores. Y, con cada año que pasaba, Michael tenía la sensación de que los rostros de la esposa y el hijo del primer hombre se volvían cada vez más borrosos e imprecisos…
Era otro hombre, este alto y rubio, pero con los mismos ojos de color esmeralda. Llevaba en su interior media docena de vidas, media docena de muertes, y escuchaba una profecía acerca de tres niños que encontrarían los Libros y los reunirían. Tres niños que serían sacrificados para que un nuevo mundo pudiese surgir…
Y más muertes, más vidas. Michael tomó conciencia de una presión dentro del hombre, dentro de sí mismo, a medida que cada vida se conjugaba con la anterior…
Luego Michael era un anciano, más viejo de lo que había sido jamás. Tenía los huesos retorcidos; la respiración, débil y acuosa. Se hallaba en una sala de baile iluminada con velas, rodeado de figuras oscuras. Luego la multitud de figuras se separó, y un chico se adelantó. Michael reconoció a Rafe, y vio que estrechaba a Kate entre sus brazos, y una parte olvidada de Michael cobró vida al ver a su hermana. Estaba herida, sangraba, y Rafe se cambiaba por Kate, cambiaba su vida por la de ella, y había angustia en la cara del chico. Luego, de pronto, Kate había desaparecido, y sucedía de nuevo, Michael se estaba muriendo, y sentía el espíritu de Magnus el Siniestro pegándose como un cáncer al alma del chico…
Pero algo era diferente de todas las veces anteriores, y Michael se dio cuenta de que la diferencia estaba en Rafe.
—Creo que ya está.
Arrancaron el punzón de la mano de Michael, que se desplomó contra la mesa. Jadeaba y tenía la ropa empapada en sudor. Se sentía envenenado. Seguía temblando de odio y de ira mientras se esforzaba por permanecer en pie.
Al chico le brillaban los ojos verdes.
—¿Has disfrutado de tu viaje a través de mis diversas vidas? Imagino que ha sido un poco abrumador. No puedo decirte cuánto agradezco esto, Michael. Pero antes de que te vayas…
Apretó el puño, y el punzón se partió.
—¿Qué estás…?
—Oh, tengo toda la intención de dejar que le devuelvas la vida a Kate. Pero hoy no. Antes tengo que ocuparme de unas cuantas cosas, y puedo vigilarla mejor aquí abajo. Sin embargo, tú deberías marcharte. Yo diría que ya te has quedado demasiado tiempo.
Rafe se estaba volviendo invisible, borroso e insustancial. Michael se abalanzó hacia delante, pero su mano pasó a través del brazo del chico.
—¡Espera, por favor!
—Adiós, Michael. Pronto volveremos a vernos.
Los trozos del punzón cayeron al suelo con estrépito. Michael estaba solo. Buscó con desesperación los fragmentos, pero la torre tembló, y uno de ellos se alejó rodando hasta desaparecer entre las tablas de la plataforma. Michael dejó que los demás fragmentos cayesen de su mano. Era inútil. Vio que la bruma se alzaba y se dirigía en oleadas hacia la iglesia. Había fracasado. Más aún, había empeorado las cosas. ¿Y cómo podría traer de vuelta a Kate ahora? ¿Qué le diría al doctor Pym? ¿Qué le diría a Emma? Se volvió hacia la mesa y cogió la mano de Kate. Estaba fría.
—Lo siento —susurró—. Lo he intentado. De verdad.
Michael sintió que la oscuridad brotaba en su interior, y su desesperación se volvió rabia. ¡Aquello no era justo! ¡Aquello no debería estar sucediendo! ¡A Kate no! ¡A él no! ¡Era culpa del doctor Pym! ¡Era culpa de sus padres! ¡Eran ellos los que debían estar allí! Ojalá estuviesen muertos ellos, no…
Una voz sonó en su cabeza: «El libro te cambiará. Recuerda quién eres»…
«Ese… no soy yo —pensó Michael—. Ese es Magnus el Siniestro. No soy yo».
Miró el rostro de su hermana, se concentró en ella, y notó que la rabia y la oscuridad se desvanecían. Aunque todavía estaban allí, en lo más hondo de él, del mismo modo que estaban allí los recuerdos de Emma, los del guardián y los de Wilamena, ahora recordaba quién era él.
Pasaron unos segundos. Michael sabía que debía irse, pero no quería abandonar a su hermana. De hecho, no tenía fuerzas. Había utilizado las últimas que le quedaban rechazando el veneno de Magnus el Siniestro. Eso, sumado a la pérdida de Kate, el encuentro con su padre y el simple agotamiento humano, era demasiado. Se sentía acabado. Algo en su pecho pareció abrirse, y todos los sentimientos que había estado reprimiendo durante meses, toda la culpa, la tristeza y la vergüenza, salieron en tropel.
Michael apoyó la cabeza contra el libro aún abierto y sollozó.
Al cabo de un tiempo, unos segundos o una eternidad, oyó un siseo extraño. Se levantó y se enjugó los ojos. La hoja crepitó al entrar en contacto con las lágrimas. Pero había más. El libro mismo estaba ardiendo. Las llamas lamían los bordes de la cubierta. Avanzaban lentamente por la página, pero no afectaban al libro ni a la mano de Michael, apoyada sobre él. Michael apartó la mano y las llamas se apagaron.
Durante un rato se quedó atónito, con la mente en blanco.
Luego la torre tembló, las campanas repicaron y su cerebro volvió a la vida con un sobresalto. Pensó en el dibujo en forma de llamas grabado en la cubierta del libro y recordó que las letras burbujeaban y humeaban cuando escribía el nombre de alguien; pensó en el brujo diciendo: «Tienes fuego en tu interior».
¿Había causado él las llamas? ¿O el libro había intuido algo en él y las llamas eran su respuesta? En cualquier caso, sin utilizar su sangre, sin el punzón, había conjurado el poder de la Crónica, e intuía que lo había hecho a un nivel más profundo que nunca.
Pero ¿de qué servía? Sin punzón no podía anotar el nombre de Kate.
Lo asaltó otro recuerdo. En la aldea de los duendes el doctor Pym dijo que el punzón era solo un apoyo, y Michael no supo a qué se refería. Sin embargo, ahora se preguntó emocionado si el punzón sería como las fotos que habían usado al principio para conjurar el poder del Atlas. Con el tiempo Kate aprendió a controlar el Atlas a voluntad. ¿Podía ocurrir lo mismo ahora? ¿Podía el punzón ser solo un medio para acceder al poder de la Crónica hasta lograr dominarlo? Entonces cayó en la cuenta de que, tras romper el punzón, Magnus el Siniestro aún pretendía devolverle a Kate la vida. ¡El punzón no podía ser la única vía para usar la Crónica!
La torre osciló. Lenguas de bruma gris se deslizaron sobre el borde de la plataforma.
Michael apoyó la mano en la página abierta y concentró toda su atención en su hermana. Veía las cosas con una claridad perfecta y espeluznante. Comprendió que mientras la Crónica invadía su ser con los sentimientos de otros, de Emma, del guardián y de la princesa Wilamena, había querido apropiarse de sus sentimientos, de su corazón. En su fuero interno, Michael sospechaba que lo había sabido desde el principio y que por eso se había esforzado tanto por apartar la Crónica de sí. Sin embargo, aquel libro era responsabilidad suya; ahora Michael lo entendía y lo aceptaba. «Recuerda quién eres». «Soy Michael Wibberly —pensó—. Soy hermano de Kate y Emma». Y ofreció en sacrificio su amor por sus hermanas, el sentimiento que formaba la base misma de su vida.
Tenía los ojos cerrados, pero oyó el crujido de las llamas. De pronto, Michael se encontró en una habitación de techos altos y ventanas estrechas ocupada por veinte camas o más, todas situadas en ordenadas hileras. Adornos de Navidad colgaban de las paredes, y Michael reconoció el dormitorio del orfanato de Boston en el que habían vivido sus hermanas y él tras la desaparición de sus padres. Kate sostenía a Emma sobre sus rodillas, y Michael se vio a sí mismo, a los tres años de edad y ya con gafas, sentado a los pies de la cama. Kate les decía que algún día sus padres regresarían y todos celebrarían juntos la Navidad. Sin embargo, para que ese milagro se hiciese realidad, Michael y Emma tenían que creer firmemente en él. Entonces Kate tenía cinco años, y Michael se maravilló de su fuerza…
Ahora se encontraba en Richmond, Virginia, pues el orfanato de Boston había ardido años atrás. Sus padres seguían sin regresar. Su orfanato en Richmond estaba en un viejo almacén de tabaco, a orillas del río James. Era verano, y Kate había llevado a sus hermanos al río. Estaban salpicándose los unos a los otros y saltando a una profunda charca desde unas rocas altas, y Michael sintió la felicidad de Kate al ver a sus hermanos contentos y despreocupados…
A continuación se hallaban en un orfanato diferente, este situado junto a una elegante escuela privada, y Kate los colaba en la biblioteca de la escuela para leerles cuentos en los rincones oscuros y vacíos de los estantes…
Y estuvo con Kate mientras ella discutía con todos y cada uno de los directores de orfanato que trataron de separarlos; permaneció despierto con ella la víspera de sus cumpleaños y los de Emma mientras preparaba unos regalos que le habían costado meses y meses de trabajo y ahorro, y todo con tal de que Emma y él tuviesen un paquete que abrir. Michael vio el millón de pequeñas cosas con las que intentaba hacer sus vidas un poco mejores, la mayoría de las cuales nunca había reconocido o había dado por sentadas. Y aunque los orfanatos cambiaban y todos se hacían mayores, Michael sintió que el amor de Kate hacia sus hermanos se mantenía tan fuerte, constante y fervoroso como siempre, y comprendió que no podía hacer nada para perderlo. Cuando apartó la mano del libro tenía lágrimas en los ojos. Entonces vio que el cuerpo de su hermana se volvía leve y fantasmal, y, finalmente, lo vio desaparecer.
Tenía la respiración agitada. Se sentía vacío, pero también completo. La oscuridad de Magnus el Siniestro ya no podía consumirlo. Su hermana le había infundido fuerzas; mejor dicho, ella era su fuerza.
La torre osciló y tembló. La bruma arañaba los tobillos de Michael, y el chico supo que debía marchase. Cerró el libro y echó a correr hacia la trampilla. Bajó las escaleras de la torre de tres en tres. Al llegar abajo, oyó un estruendo de madera rota procedente de arriba y comprendió que una de las campanas se había soltado. Siguió corriendo sin alzar la vista. Estaba ya en la gran nave cuando oyó un ensordecedor ruido metálico y el suelo tembló bajo sus pies. La iglesia se estaba desintegrando. Las paredes y el techo se fundían con la bruma. A ambos lados, más allá de las hileras de catres, solo había una niebla que se extendía más y más. Aún podía ver la puerta que conducía al túnel, y aceleró mientras el suelo se convertía en humo.
Michael se dejó caer de rodillas justo al otro lado de la boca de la grieta, dando tragos de aire fresco y limpio. Había avanzado a trompicones, tropezando una y otra vez con las rocas que sobresalían del suelo del túnel. Por fin había visto una luz a lo lejos y se había dirigido hacia ella. Sabía qué era; sabía quién era. Ahora que la princesa de los duendes se inclinaba hacia él y su brillante cabello caía hacia delante, el resplandor dorado lo rodeaba por todas partes.
—¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?
Michael notó su mano en la nuca e intuyó la presencia de los demás duendes en las proximidades. Se puso en pie despacio y sintió que las piernas le flaqueaban.
—Sí. Estoy bien.
Pero la mano le temblaba cuando se colocó bien las gafas.
—¿Has encontrado a tu hermana? ¿Le has podido devolver la vida? ¿Dónde está el punzón? ¿Qué ha pasado? Háblame.
Michael miró la Crónica. Tenía los dedos agarrotados en torno al lomo. Sí, el punzón había desaparecido, pero su conexión con el libro era más fuerte que nunca. Ahora la Crónica formaba parte de él. Posó su mirada en la princesa de los duendes.
—Tengo que verla.
Cogidos de la mano una vez más, Michael y la princesa de los duendes cruzaron el bosque a toda prisa. Los helechos seguían estando húmedos por la tormenta, y Michael volvió a quedarse empapado. Cuando llegaron a la aldea de los duendes había luces que se movían en las ramas situadas más arriba. La princesa lo condujo hasta el árbol de su hermana y le hizo subir por las escaleras que ascendían en espiral. Michael se detuvo en la puerta de la habitación. La princesa se volvió hacia él con el rostro iluminado por la luz de las velas que brillaban a través del umbral.
—¿Qué ocurre?
—¿Y si…? —susurró Michael—. ¿Y si no está…?
Wilamena le apretó la mano con una sonrisa.
—Ven.
Dio un par de pasos más y entró en la habitación. Allí estaba el doctor Pym, inclinado sobre su hermana, hablando en voz baja; y allí estaba Kate, sentada en la cama, con los ojos abiertos, asintiendo mientras escuchaba. Michael no oyó el grito que brotó de su propia garganta. Solo supo que al cabo de un instante estaba sollozando entre los brazos de su hermana. Notaba la mejilla de Kate contra su coronilla, oía el latido de su corazón y oía su voz, que pronunciaba su nombre una y otra vez.
Michael quería decirle cuánto la había echado de menos, cuánto la quería, que había mantenido su promesa y que Emma estaba sana y salva, pero no podía hablar, y finalmente fue Kate quien se adelantó. Le cogió la cara con ambas manos y lo obligó a mirarla a los ojos. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero sonreía.
—Michael, ¿me has devuelto la vida? El doctor Pym me ha dicho que eras el único que podía hacerlo. ¿Cómo lo has hecho?
Michael inspiró hondo y se enjugó los ojos. Notaba que el brujo lo observaba. Kate estaba viva. Había llegado el momento de afrontar las consecuencias de sus actos. Se disponía a hablarles del chico de ojos verdes, de Magnus el Siniestro, cuando el brujo dijo:
—Yo también estoy deseoso de oír la historia. Pero reservemos la explicación hasta que llegue Emma. La he mandado llamar en cuanto Katherine ha empezado a moverse. Llegará enseguida.
—No. Ha desaparecido.
Al volverse, Michael, Kate y el brujo vieron que Gabriel entraba y pasaba junto a la princesa de los duendes.
—He ido a su habitación, pero estaba vacía. Ha desaparecido.
—Gabriel, ¿estás seguro de que este es el lugar adecuado? —preguntó Emma—. Aquí no hay nadie.
—Estoy seguro.
Estaban al borde del claro en el que dos noches atrás Emma y Michael habían contemplado a los duendes mientras celebraban su picnic, en el que Emma había sido raptada por la entonces dragona Wilamena y en el que Rourke había construido el portal para permitir el paso de su ejército.
El portal, ya con el fuego apagado, se encontraba en el centro del claro. Lo formaban media docena de árboles talados y convertidos en un tosco arco.
—Debes tener paciencia —dijo el hombre.
Desde que habían abandonado la aldea de los duendes, Emma había estado varias veces a punto de mencionar su temor de que, hiciesen lo que hiciesen, perderían a Kate de forma definitiva. Sobre todo ansiaba oír palabras tranquilizadoras. Sin embargo, cada vez que pensaba en su querida hermana, allí tendida, tan pálida e inmóvil, Emma necesitaba todas sus fuerzas para contener las lágrimas. Además, el silencio de su amigo tenía una cualidad nueva y perturbadora que le impedía hablar.
El arco de madera se inflamó sin previo aviso.
Emma soltó un grito ahogado.
—¿Sabías que iba a pasar eso?
—Sí.
—¿Qué significa?
—Este portal conduce a una fortaleza de Magnus el Siniestro. El ejército vino desde allí. Y es allí donde el cuerpo del amo ha sido preservado durante décadas.
A Emma le entraron ganas de preguntar de qué amo estaba hablando, y qué tenía que ver aquel estúpido portal con devolverle la vida a su hermana. La niña se sentía confusa y algo asustada. En ese momento oyó gritos procedentes de las profundidades del bosque. Emma escuchó. Alguien pronunciaba su nombre. Pero la voz… Era imposible…
Una mano la agarró del brazo y un brillo muy extraño apareció en el aire.
Emma gritó al ver que el rostro que estaba junto a ella ya no era el de su amigo.
Más tarde dedujeron lo que debía de haber sucedido: Rourke debió de sobrevivir a la caída desde la torre de la fortaleza; tras emplear un conjuro de alteración entró en la aldea disfrazado de Gabriel y se llevó a Emma. Se averiguó incluso que la pareja había sido vista cuando se dirigía hacia el bosque.
Pero todo eso ocurrió después.
Tan pronto como Gabriel volvió sin Emma, Wilamena despertó a toda la aldea y los duendes se dirigieron en masa al valle. Pronto corrió el rumor de que el arco del claro volvía a estar en llamas.
Llegaron demasiado tarde, por supuesto. Para cuando Kate, Michael y el brujo alcanzaron el claro después de que lo hiciera Gabriel, que se había adelantado con los duendes, Emma había desaparecido y el arco se había convertido en un revoltijo humeante. Anton, el capitán de los duendes, había llegado el primero, justo a tiempo de ver cómo Rourke obligaba a cruzar el portal a Emma, que gritaba y pateaba. Anton dijo que había otra extraña figura que al principio le pareció un hombre, aunque enseguida le dio la impresión de ser la de un chico. El capitán dijo que tanto el hombre como el chico tenían los mismos llamativos ojos verdes.
Entonces Kate agarró al doctor Pym, gritando:
—Era él, ¿verdad? ¡Era Rafe!
Pero el brujo no respondió. Michael había echado a correr y tiraba de los leños ardientes con las manos desnudas, llamando a gritos a su hermana. Los demás tuvieron que llevárselo de allí.