23. El fantasma

Michael exigió que al menos se le permitiera tratar de devolverle la vida a Kate. El brujo accedió, pero le dijo que si notaba alguna resistencia no debía forzarla. Michael apenas lo oyó. Tras pincharse el pulgar, apoyó la punta ensangrentada del punzón sobre la página, notó la corriente ya familiar que lo atravesaba, vio que el rostro de Kate se definía claramente y empezó a escribir.

No pudo ir más allá de la segunda letra del nombre de su hermana. Era como si una fuerza invisible le inmovilizase la mano, y cuando, desobedeciendo las órdenes del brujo, trató de rechazarla, notó que comenzaba a abrirse una grieta en el punzón y se detuvo aterrorizado.

Eso fue todo. El doctor Pym animó a los niños a no perder la esperanza, anunciándoles que iba a consultar el asunto con el padre de la princesa Wilamena y los duendes más ancianos, quienes encontrarían un modo de liberar a Katherine; luego, el brujo y la princesa de los duendes se marcharon, y Emma se desplomó contra su hermano, sollozando. Por su parte, Michael, que se sentía como si se encontrara en el fondo de un oscuro pozo y solo recibiese vibraciones sordas del mundo exterior, la estrechó entre sus brazos y la dejó llorar.

Los dos hermanos permanecieron junto a Kate el resto del día, casi sin hablar. Emma se marchó dos veces para comprobar cómo evolucionaba Gabriel y regresó en ambas ocasiones con la noticia de que seguía durmiendo.

Al caer la noche, se oyeron cantos en el bosque. Eran tristes y hermosos, y un duende que les trajo la cena dijo que era una canción fúnebre en honor de los duendes caídos en batalla. Tras escucharla, los niños se sintieron reconfortados. Sin embargo, ninguno de los dos tenía apetito y, como el doctor Pym no estaba allí para decirles que comiesen, la comida quedó intacta. El brujo regresó al cabo de un rato. Les dijo que aún no había encontrado un modo de liberar a Kate de las garras de Magnus el Siniestro y los animó a descansar un poco. Michael dijo que no se iba a ninguna parte, pero se unió al brujo para exigirle a Emma que se fuese a la cama. Emma trató de protestar, pero se había quedado velando a Kate toda la noche anterior. La niña hablaba entre dientes, tenía los párpados pesados y casi temblaba de fatiga, y acabó cediendo.

Su habitación estaba en un árbol diferente, y abrazó a Michael antes de marcharse.

—Pronto será tu cumpleaños, ¿verdad? Supongo que… feliz cumpleaños.

Cuando Emma ya ponía un pie en la rama, el doctor Pym le pidió que esperase y le dijo que la guiaría a través de la oscuridad. El brujo se volvió hacia Michael.

—¿Qué ocurre, chico? Veo que tienes una pregunta que hacerme.

—¿Habría podido… habría podido devolverle la vida? ¿He hecho algo mal?

Todo el día había estado atormentándole la idea de que quizá hubiese podido devolverle la vida a Kate de haber sido lo bastante fuerte o inteligente. Temía que el brujo le hubiese echado toda la culpa a Magnus el Siniestro para ahorrarle sufrimientos.

El doctor Pym no pareció perturbado ni sorprendido por la pregunta de Michael.

—No, chico, no has hecho nada mal. En ningún momento has tenido ninguna posibilidad de poder reanimar a tu hermana. Solo te he permitido intentarlo para que pudieses entender a qué nos enfrentamos.

—Pero casi rompo el punzón.

El brujo se encogió de hombros.

—Cosas peores habrían podido ocurrir. El punzón es un apoyo, nada más.

El duende que les había servido la cena también había traído velas. A su luz parpadeante, Michael observó el rostro del anciano y trató de adivinar sus intenciones. La respuesta, si es que estaba allí, era imposible de leer.

—Dime —dijo el doctor Pym—, ¿te hizo el guardián alguna advertencia acerca del uso del libro?

—Dijo… dijo que me cambiaría.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Cada experiencia que tenemos nos cambia. Cuando utilizas la Crónica vives la vida entera de otro, compartes sus esperanzas y sus miedos, sus amores y sus odios; sería muy fácil perderse. Siempre debes recordar quién eres.

—Eso es lo que él dijo. Pero ¿y si…? ¿Y si no soy…?

—Michael —lo interrumpió el brujo, en tono bajo y confidencial—, sé que no deseas ser el Protector de la Crónica. Has tratado de decírmelo esta mañana y no he querido escucharte. La cuestión es que la Crónica te escogió por alguna razón, y creo que la elección fue correcta. Yo mismo no habría escogido a ningún otro.

—Doctor Pym, le agradezco que trate de hacerme sentir mejor, y sé que es bueno para la moral del equipo… pero es que no soy la persona adecuada.

Por fin había conseguido decirlo; las palabras estaban pronunciadas.

Sin embargo, el brujo negó con la cabeza.

—Estás muy, pero que muy equivocado.

—Pero…

—Michael Wibberly, tienes fuego en tu interior.

—Yo… Espere, ¿qué?

El brujo apoyó su mano arrugada sobre el pecho de Michael.

—Es el fuego del sentimiento verdadero, del amor y la compasión, de la pena. Es la llama que enciende la Crónica. Sin ella nunca habrías podido utilizar el libro como lo has hecho. Es cierto que de momento no controlas todo el poder de la Crónica, pero incluso Katherine necesitó tiempo para dominar el Atlas. —El brujo agarró a Michael por el hombro—. Tienes mucho más para dar de lo que imaginas.

Y se marchó, llevándose a Emma consigo. Michael se quedó a solas con Kate.

Trató de tenderse junto a ella, pero el corazón le palpitaba con fuerza. Se levantó y echó a andar, apretando la Crónica contra su pecho. Recorrió la pequeña habitación durante una hora o más, mirando una y otra vez el rostro de su hermana como si pudiese atisbar en él alguna señal de vida. La lluvia empezó de pronto, una fuerte lluvia que caía intensa fuera de la habitación. Michael salió a la oscuridad sin soltar el libro y se dejó empapar. El agua estaba fría, casi congelada, pero no sirvió para enfriar la fiebre que ardía en él, y su corazón siguió latiendo como si fuese a salírsele del pecho. El niño solo supo que no podía volver a la habitación.

Bajó a toda prisa la escalera de caracol. El agua le resbalaba por las gafas y sus pies se deslizaban sobre las tablas de madera. Sabía que estaba siendo imprudente, pero aun así iba cada vez más rápido, mareándose más y más a medida que rodeaba el gran árbol. De pronto estaba en el suelo del bosque y caminaba deprisa, sin que supiese ni le importase hacia dónde, abriéndose paso entre las matas de helechos mientras sus pies se hundían en el fango, con los brazos en torno a la Crónica y el corazón latiéndole con fuerza.

Después de un rato se dio cuenta de que oía, a través del constante y ensordecedor repiqueteo de la lluvia, el débil sonido de unas voces. Eran los cantos que Emma y él habían oído antes, la canción fúnebre de los duendes. Michael se apresuró a acercarse. Pronto aparecieron unas luces oscilando entre los árboles, y se encontró con una procesión. Treinta duendes o más, embozados en capas oscuras y llevando velas (cuyas llamas parecían impermeables a la lluvia), cruzaban despacio el bosque. Michael se escondió detrás de un árbol y contempló su paso. Una vez más, la canción lo reconfortó, y sintió que su pánico empezaba a menguar. Entonces, justo cuando los duendes desaparecían entre los árboles, dejó de llover.

Michael se quedó allí, respirando profunda y lentamente, y escuchando el agua que goteaba desde las ramas. Se llevó la mano al pecho; ya no tenía el corazón desbocado. Se encontró tocando el trozo de cristal que llevaba debajo de la camisa. Se le ocurrió que debía de ser pasada la medianoche. Tenía trece años. Se mirase por donde se mirara, ya era el mayor de los Wibberly.

Se quitó la canica del cuello y la colocó sobre una raíz muy nudosa. Michael dio un pisotón y notó que el cristal crujía bajo su bota. Se oyó un siseo, y Michael dio un paso atrás mientras una bruma de color gris plata se alzaba en la oscuridad. Los contornos de una figura empezaron a tomar forma: el humo formó pies y piernas, un torso, brazos, hombros y una cabeza. Ante los ojos de Michael, la bruma arremolinada asumió los familiares rasgos de su padre.

La brumosa figura resultaba idéntica en todos los aspectos a la figura que Rourke había presentado ante los muros de la fortaleza: el modo en que iba vestida, las gafas que llevaba, la dejadez de su pelo y barba e incluso la fatiga de sus ojos. La única diferencia era que la figura que se hallaba ante él estaba hecha solo de humo. A través de ella, Michael veía los árboles que se encontraban más allá.

—Increíble —murmuró la figura, mirándose las manos fantasmales. Su voz sonaba apagada, como si viniese de muy lejos—. Ha funcionado. Pero entonces… —Se volvió y vio a Michael—. ¡Madre mía! ¿Eres…? ¿Es posible que seas… Michael?

Michael solo pudo asentir.

—Pero… eres… ¡eres muy mayor!

Michael estaba totalmente inmóvil. Al hacer pedazos la esfera no sabía qué podía esperar, pero todavía no se había recuperado del impacto de encontrarse cara a cara con su padre, o alguna versión de su padre, por segunda vez en dos días.

—Oh, chico…

La figura se abalanzó hacia delante como si fuese a abrazarlo. Michael no tuvo tiempo de moverse y de todos modos resultó innecesario, pues el espectro lo atravesó. Michael se volvió y lo vio medio metro detrás de él. Parecía confuso y algo avergonzado.

—Vaya… eso ha sido una estupidez.

—Escucha… —empezó Michael, consciente de que tenía que recuperar el control de la situación.

—¿Estamos en alguna clase de bosque?

—¿Qué? Sí, pero…

La figura agitó la mano con gesto impaciente.

—Eso no importa ahora. Hay cosas que tengo que decirte. Esto puede ser difícil de creer, pero en realidad soy…

—Sé quién eres.

—¿De verdad? ¿Me reconoces? ¿Cómo puedes acordarte?

—Vi una foto. —Michael se había recuperado, aunque su voz seguía siendo temblorosa—. ¿Qué clase de prueba puedes ofrecer de que eres quien… pareces ser?

—¿Prueba? ¿Te refieres a una identificación de alguna clase?

—¡No lo sé! ¡Solo me hace falta una prueba! —Michael notó que se ponía frenético—. ¿Cómo sé que eres mi padre?

—Bueno, es que resulta que no lo soy.

De todas las posibles respuestas, esa era la que menos esperaba Michael, y momentáneamente frenó su pánico creciente.

—Tu padre no es una extraña aparición hecha de humo. Tu verdadero padre, el de carne y hueso, se halla en otra parte. Por lo menos eso espero. Soy un reflejo de Richard, pero en lugar de reflejar solo su cara lo reflejo todo, su aspecto, sus recuerdos… Por ejemplo, recuerdo la última vez que te vi o, mejor dicho, que él te vio. Era Nochebuena, hace diez años. Os sacó a Emma y a ti de la casa y os metió en el coche de Stanislaus. Los dos dormíais. Y los dos erais muy pequeños. —La figura guardó silencio por un instante y luego dijo—: Y tengo sus pensamientos y sentimientos. Si él estuviese aquí ahora, mirándote, estaría pensando lo mismo que estoy pensando yo.

—¿Y qué es? —le preguntó Michael con voz ronca—. Solo… por curiosidad.

—Que le habría gustado veros crecer —respondió la figura, acercándose a él—. Al renunciar a vosotros, vuestra madre y yo hicimos lo que creímos que era mejor. Sin embargo, cada día de los últimos diez años hemos tenido que soportar el dolor causado por la decisión que tomamos. En comparación con eso, el cautiverio ha sido fácil. —La figura se encogió de hombros—. ¿Te parece prueba suficiente?

Michael estaba totalmente paralizado por la incertidumbre. Quería creer que aquel era su padre, o un reflejo de él, pero ¿cómo podía estar seguro?

—Entonces, ¿tienes todos los recuerdos de mi padre?

—Así es. Pregúntame cualquier…

—¿Quién es el rey Killick?

—¿Perdón?

—¿Quién es el rey Killick? Si tienes los recuerdos de mi padre, deberías saberlo. Te daré una pista. Es un famoso rey de los duendes.

La figura se quedó mirándolo con expresión confusa.

—No… no tengo ni idea.

Michael sintió que algo se derrumbaba en su interior.

«Mira —se dijo—, así aprenderás a hacerte ilusiones».

—Por supuesto —continuó la figura—, la cuestión sería muy distinta si me hubieses preguntado por el rey Killick de los enanos. Sin embargo, nunca he oído hablar de ningún duende llamado Killick. Parece raro que un duende tenga nombre de enano…

—¿Qué…?

—Lo cierto es que hay una cita de Killick que nunca he olvidado. Me refiero a Killick el enano. «Un gran jefe no vive en su corazón…».

—«… sino en su cabeza», acabó Michael.

—¡Exacto! ¡Tú también la conoces! Entonces, ¿por qué creías que Killick era un…? Oh, ya lo entiendo, ¡me estabas poniendo a prueba! ¿Y qué? ¿He aprobado?

Michael asintió; tenía la garganta rasposa.

—Bien. —La figura se arrodilló ante Michael—. Pues esto es lo que tengo que decirte: tu madre y yo nos hemos escapado. Tanto da cómo lo hemos hecho y quién nos ha ayudado. Os enviamos este mensaje para que sepáis que estamos bien. Creemos saber dónde está escondido uno de los libros, y vamos a buscarlo…

—¡Pero no hace falta! —soltó Michael—. ¡Ya lo tengo!

—¿De qué estás hablando?

—¡Fuimos a ver a Hugo Algernon! ¡Encontramos la tumba en Malpesa! ¡Vinimos a la Antártida! ¡Tengo la Crónica! ¿Lo ves?

Michael le tendió el libro. La figura fue a cogerlo, pero se detuvo. Hilos de humo se alzaban desde las puntas de sus dedos.

—¡Vaya!

—¿Qué pasa? —preguntó Michael.

—Se me acaba el tiempo. Este cuerpo no está hecho para durar. Escúchame. —El espectro apoyó sus manos, que desaparecían, en los hombros de Michael—. Es estupendo que tengas la Crónica. Pero estamos buscando el último libro.

—¿El último…?

—Escúchame bien: si fracasamos, o si lo encuentras antes que nosotros, no dejes que Stanislaus reúna los tres Libros. Deben mantenerse separados. Hemos averiguado cosas. Puede que sean ciertas y puede que no, pero no vale la pena arriesgarse. —Michael empezó a hablar, pero la figura lo interrumpió—: No hace falta que lo entiendas. Simplemente, prométemelo.

Michael asintió. Veía cada vez con más claridad a través de la figura.

—Pero… no puedes irte.

—Me temo que no tengo elección. No sé cómo expresar lo orgulloso que estoy de ti y lo orgulloso que se sentiría tu verdadero padre si estuviese aquí ahora.

Michael no podía creer que eso fuera todo. Había muchas preguntas que quería hacer, muchas cosas que quería decir. Sin embargo, no tardó en comprender que todas las palabras que le dijese a la aparición se desvanecerían tan pronto como lo hiciese esta. Sería como susurrarle al viento.

—He perdido la Enciclopedia.

—No sé a qué te refieres.

La enciclopedia de los enanos. Me la regalaste la noche que se nos llevó el doctor Pym. La he guardado durante todo este tiempo para poder devolvértela, pero al final la he perdido. Lo siento.

—No importa, chico. Lo digo en serio.

Pero Michael sacudía la cabeza. Era consciente de que estaba aplazando lo que de verdad tenía que decir. Inspiró hondo una vez más.

—Yo… traicioné a… Kate y Emma. —Las palabras eran duras y se le atoraban en la garganta—: El año pasado, en Cascadas de Cambridge, las delaté ante la condesa. Ella prometió que os encontraría a mamá y a ti. Mintió, por supuesto. Y yo sabía… sabía lo que hacía. Pero después fue horrible. Dolía tanto que… no quise volver a sentir aquello nunca más. No quise volver a sentir nada nunca más…

Lloraba en silencio y se pasó la mano por la cara, todavía húmeda por la lluvia. La figura no dijo nada.

—¡Pero la Crónica te hace sentir las cosas! —prosiguió Michael—. ¡Y no quiero! ¡No puedo! ¡Nadie lo entiende, pero no puedo!

Entonces dejó caer la mirada y apretó el libro aún con más fuerza contra su pecho.

—Michael… Michael —repitió la figura hasta que el niño alzó la vista—. Esa cita del rey Killick, ¿sabes por qué nunca la he olvidado?

—¿Porque… para los enanos tiene mucho sentido? —dijo Michael con la voz quebrada.

—No. Siempre la he recordado porque yo era así antes de que nacieseis tus hermanas y tú, antes de conocer a tu madre. Vivía dentro de mi cabeza.

—Y era mejor, ¿verdad? —sugirió Michael—. Todo duele menos, ¿no es así?

—¡No! O sea, sí, sentía menos dolor. Pero el sentido de la vida no es evitar el dolor. ¡El sentido de la vida es estar vivo! Sentir cosas. Eso incluye lo bueno y lo malo. Habrá dolor. ¡Pero también alegría, y amistad y amor! Vale la pena, créeme. Tu madre y yo perdimos diez años de nuestra vida, pero cada minuto de cada día teníamos nuestro amor por tus hermanas y por ti, y no cambiaría eso por nada. No dejes que el miedo te controle. Escoge la vida, hijo.

Entonces la figura lo estrechó entre sus brazos fantasmales. Michael cerró los ojos, y pareció que la sombra de su padre se hacía más sólida y real. Michael notaba el pecho del hombre contra su mejilla y oía el latido de su corazón. De repente abrió los ojos y ya no abrazaba más que aire.

De pronto fue consciente de un resplandor dorado, y al volverse vio a la princesa de los duendes. Se había echado hacia atrás la capucha de su capa, y su cabello brillaba en la oscuridad.

—¿Estabas… mirando?

Ella asintió sin ninguna vergüenza.

—Sí. —Dio un paso adelante y le cogió la mano—. Ven conmigo.

—¿Por qué?

—Voy a mostrarte cómo devolverle la vida a tu hermana.