Michael se despertó al oír el canto de los pájaros.
Vio unos árboles borrosos y fragmentos de un cielo azul.
Estaba en una cama, la más blanda que había probado en su vida.
Aparte de eso, no tenía idea de dónde se encontraba ni de cómo había llegado hasta allí. Sin embargo, algo le dijo que se limitase a disfrutar del momento y de su ignorancia.
Entonces olió… ¿una pipa?
—¿Estás descansado, chico? Has dormido mucho. Son casi las doce.
Michael se dio la vuelta y vio al doctor Stanislaus Pym sentado en una silla. En todos los sentidos salvo en uno, el brujo tenía la misma apariencia de siempre. Iba vestido con su habitual traje de tweed raído; su pelo blanco continuaba asomando en todas direcciones; sus gafas de carey seguían repletas de parches; sus bolsillos estaban llenos de cosillas sueltas; en realidad, solo resultaba diferente la sonrisa del brujo: era sombría, apagada, sin la alegría de siempre. Y si Michael no hubiese estado atontado por el sueño, tal vez se habría percatado del cambio.
—¿Dónde… dónde estoy? —preguntó, aceptando sus gafas de manos del brujo y mirando a su alrededor.
La habitación, ahora bien enfocada, le pareció a Michael una especie de amplia cueva de madera. No había tablas ni tablones. Las paredes, el suelo y el techo eran un bloque continuo y nudoso. Los únicos muebles eran la cama y la silla. No había puerta. Enfrente del mago, donde la pared se abría a algo que parecía un balcón, Michael vio una rama ancha y plana que se extendía hacia fuera.
—¿Estoy en… un árbol?
—Así es, chico. Estás con los duendes al fondo del valle, y ellos construyen su hogar en los árboles. Espero que no te den miedo las alturas. Aunque, ¿qué estoy diciendo? ¡Madre mía! ¡Llegaste aquí a lomos de un dragón!
Al oír estas palabras, Michael se acordó de la noche anterior. Recordó la sensación de volar, el viento soplando con fuerza, el bosque bajo sus pies, oscuro, silencioso y tranquilo; recordó el calor que irradiaba del dragón y el musculoso batir de sus alas; recordó haber tratado de sujetar a Gabriel aunque sus propias fuerzas empezaban a fallar, y a Emma gritando que necesitaban ayuda, y al dragón lanzándose en picado entre los árboles; y recordó haber estado rodeado de un centenar de voces que cantaban mientras unas manos tiernas lo dejaban en el suelo.
—¿Me desmayé?
—Los duendes intuyeron que estabas muy débil. Su canción te adormeció.
—Pero ¿dónde está Emma? ¿Y Gabriel…?
—Ambos están aquí y ambos han recibido los cuidados necesarios. Emma solo tenía cortes, cardenales y quemaduras leves en las manos. Las heridas de Gabriel eran graves, pero los médicos de los duendes son muy hábiles. Está fuera de peligro.
—¡Pero yo iba a curarlo! Con la Crónica…
—Una oferta generosa. Pero el poder de los Libros debe ser siempre el último recurso. El sueño y el descanso curarán a Gabriel ahora. Ah, por si quieres saberlo, la Crónica está a tu lado.
Michael se inclinó. El libro estaba en el suelo. Se había acostumbrado tanto a su atracción que solo ahora, al verlo, tomó conciencia del tirón que notaba en el centro del pecho. En secreto, se sintió aliviado de no tener que curar a Gabriel. Por lo que a él respectaba, prefería no volver a tocar la Crónica nunca más.
—Puedes cogerla si quieres —dijo el anciano, observándolo con atención.
—Gracias, señor, pero no es necesario. Quería preguntar por la princesa Wilamena. ¿Sigue siendo un dragón o…?
—La princesa ha sido devuelta a su normal y encantadora forma. Y deja que te diga que tienes en ella a una ferviente admiradora —dijo con un atisbo de la antigua chispa.
—Bueno, es un alivio oírlo. Me refiero a la primera parte. Escuche, doctor Pym, tengo que hablar con usted sobre la Crónica…
El brujo levantó la mano.
—Estoy seguro de que tienes muchas preguntas para mí, al igual que las tengo yo para ti. Pero me parece que veo llegar tu desayuno.
Un duende se aproximaba por la rama, llevando una bandeja cargada con tazas y cuencos tapados y un diminuto hervidor de porcelana. El duende llevaba pantalones bombachos verdes, calcetines largos de color blanco, zapatos negros con brillantes hebillas de oro y una chaquetilla ajustada que tenía una especie de brocado de oro y botones hasta el cuello.
«Hay que ver —pensó Michael—, la de tiempo que deben de perder vistiéndose».
Entonces se acordó de los duendes que había visto tendidos en el patio de la fortaleza, envueltos en sus capas, y se sintió avergonzado. «Nunca olvides lo que hicieron», se dijo.
—Gracias —dijo el brujo—. Nos sentaremos fuera.
Habían preparado sobre la rama una mesa baja y varios cojines grandes, y el duende se pasó unos minutos disponiendo cuidadosamente el desayuno. Luego ahuecó los almohadones y, después de hacer una reverencia, se llevó la bandeja vacía.
—¿Nos sentamos? —sugirió el brujo—. Podemos hablar cuando hayas comido. Tu ropa está a los pies de la cama.
Mientras el doctor Pym salía al exterior, Michael cogió su camisa y sus pantalones doblados, que habían sido limpiados y remendados durante la noche, y se vistió. Encontró la canica de color gris azulado, aún unida al cordón de cuero sin curtir, y se la pasó por la cabeza. Observó que ya no tenía las manos quemadas, y que sus cortes y cardenales casi habían desaparecido. Flexionó los tobillos sin sentir dolor. Al parecer, los médicos de los duendes lo habían curado también a él.
—¡Venga, chico! —lo llamó el brujo—. ¡Hace un día perfecto! Ah, y trae el libro.
De mala gana, Michael cogió la Crónica, se puso las botas, miró a su alrededor en busca de su bolsa, hasta que recordó que había desaparecido, y salió.
Realmente hacía un día perfecto. Una brisa fresca soplaba entre los árboles, y la luz del sol los calentaba. La comida era sencilla: frutos secos, bayas, nata, miel y una especie de infusión hecha con flores. Sin embargo, las bayas no se parecían a nada que Michael hubiese visto jamás: fresas grandes y rojas como manzanas, moras tan gruesas y oscuras que parecían ciruelas, frambuesas gigantes, esponjosas y jugosas…
—No te importa que lo compartamos, ¿verdad? —preguntó el brujo, alargando el brazo para mojar en la nata una fresa del tamaño de un puño—. ¡Madre mía, qué delicia!
Michael no respondió. Ya se estaba llenando la boca de almendras y avellanas. No había comido desde el estofado de Gabriel del día anterior, pero hasta que se sentó no se había dado cuenta de lo hambriento que estaba. Durante unos minutos olvidó todo lo demás y se concentró en el desayuno. No tardó en tener los dedos, los labios y los dientes manchados de morado y rojo. Y, solo cuando el brujo le insistió para que probase la infusión, cuyo primer sorbo fue como beber la luz del sol que extendió una calidez encendida y dorada por su cuerpo aún agotado, Michael empezó a comer más despacio y a saborear cada bocado.
La rama en la que se encontraban desayunando Michael y el brujo debía de medir tres metros de ancho y era absolutamente plana. El muchacho se asomó y calculó que el suelo, medio oculto en la oscuridad del bosque, debía de encontrarse a unos cien metros. Más cerca, vio habitaciones parecidas a la suya esparcidas por los árboles próximos y accesibles a través de escaleras de caracol que subían y bajaban por los grandes troncos. Sin embargo, lo más asombroso para Michael, y lo que le hizo añorar el diario y la cámara de fotos que había perdido, fue el modo en que la rama de un árbol se alargaba y enroscaba alrededor de la rama de otro árbol, y luego continuaba adelante hasta conectarse con una rama de un tercer árbol, creando una compleja red de caminos por los que Michael vio caminar sin temor a numerosos duendes. El niño se percató de que allí arriba, colgada en los confines soleados del bosque, había una ciudad entera.
Se volvió y vio que el brujo lo miraba fijamente.
—¿Qué ocurre? ¿Tengo algo en la cara?
—Bastantes cosas, la verdad. Sin embargo, estaba pensando en el chico al que conocía, y pensando también en el chico que ha llevado a cabo unas hazañas tan increíbles en los últimos días. Tu hermana y la princesa Wilamena me lo han contado todo. Michael, estoy muy orgulloso de ti. Y espero que estés orgulloso de ti mismo.
Michael reflexionó sobre lo que acababa de oír. Sabía que en otros tiempos le habría dicho pomposamente al brujo que no era gran cosa aunque en el fondo hubiese creído que sí lo era y que nadie habría podido hacerlo tan bien. Pero ahora no dijo eso. Estaba pensando en el guardián y sus hermanos, y en los larguísimos años que habían pasado protegiendo el libro. Y pensó en Wilamena y los duendes arriesgando sus vidas en defensa de su hermana y de él. Y pensó en Emma, quedándose con él en el volcán mientras Gabriel se debatía entre la vida y la muerte…
Dijo con total sinceridad:
—Me han ayudado mucho.
—Cierto. ¡Pero aun así has recuperado uno de los Libros de los Orígenes perdidos! ¡Has devuelto a una princesa a su pueblo! ¡Has llegado a un lugar seguro con tu hermana a través del fuego y la guerra! Inventiva. Valentía. Serena inteligencia. Seamos justos, chico. ¡Qué apropiado que seas el Protector de la Crónica!
—Doctor Pym, antes de que me diga nada más, todo este asunto del Protector…
—Y todavía resulta más apropiado que mañana vayas a cumplir trece años —siguió el brujo, como si Michael no hubiese hablado—. Estás creciendo realmente.
—¿Qué?… ¡Agh!
—¿Te encuentras bien, chico?
Muy sorprendido, Michael primero tomó aire, a continuación se atragantó y por último se las arregló para expulsar entre toses una mora del tamaño de un huevo de petirrojo. Por fin logró preguntar:
—¿Qué?
—No me digas que has olvidado tu propio cumpleaños.
—Yo… Perdone… Creo que sí. Pero ¿no es un poco tonto pensar en cumpleaños con todo lo que está pasando?
—Una vez más, discrepo. Las fechas son importantes. Déjamelo a mí. Ya se me ocurrirá algo adecuadamente festivo. Pero ahora, te prometí una conversación.
—Sí, bueno, como iba diciendo…
—¿Por qué no te cuento lo que ya le he contado a tu hermana, como por ejemplo dónde he estado, qué descubrimientos he hecho, etcétera?
Michael tuvo la clara sensación de que el doctor Pym sabía lo que pretendía decir y quería distraerlo. Pensó que tarde o temprano el brujo debería enterarse de que él no tenía la menor intención de continuar siendo Protector de la Crónica. Sencillamente, la Crónica y él no hacían buena pareja; de nada servía pretender lo contrario. Sin embargo, de momento dio otro sorbo de infusión y le dedicó toda su atención al anciano brujo.
—Me viste por última vez en Malpesa, forcejeando con Rourke en el tejado. Bueno, cuando el edificio en el que estábamos cayó dentro del canal, por fortuna no sufrí heridas y me dirigí de inmediato a la sala en la que tú y yo descubrimos el esqueleto. Para mi consternación, me encontré con que la sala ya había sido saqueada por los lacayos de Rourke. Entonces tuve que elegir. Podía seguir a Rourke mientras él os perseguía a tu hermana y a ti, o… —El brujo hizo una pausa para sacar su tabaco—. Dime, chico, ¿qué sabes de la adivinación del pensamiento?
—No gran cosa —dijo Michael—. En La enciclopedia de los enanos, G. G. Greenleaf la llama «ladinismo de brujos». Con perdón.
El doctor Pym refunfuñó.
—Primero, «ladinismo» no es una palabra. En segundo lugar, me gustaría que el señor G. G. Greenleaf no se explayara acerca de temas que ignora de forma tan espantosa. En realidad, lograr acceder a los pensamientos de otro es un asunto muy difícil y problemático. Con alguien como Rourke, puede incluso ser bastante peligroso. Por fortuna, cuando nos enfrentamos en el tejado, estaba tan concentrado en intentar destruirme que pude superar sus defensas y extraer cierta información valiosa. —Se llevó la pipa a la boca—. Tus padres ya no son prisioneros de Magnus el Siniestro.
—¡¿Qué?!
El grito de Michael se extendió a través de los árboles, espantando a una bandada de pájaros que descansaba en las altas copas.
El doctor Pym asintió con gesto comprensivo.
—Yo tuve más o menos la misma reacción. Sin embargo, piensa en lo que ocurrió justo antes de vuestra batalla en el volcán. ¿Por qué iba Rourke a presentaros un falso padre si el verdadero hubiese estado disponible? Es extraño, ¿no?
Michael reconoció que el brujo tenía razón.
—Pero ¿está absolutamente seguro? No es que no lo crea, pero…
—No, no, haces bien en preguntar. Resulta que durante mi repugnante viaje por la mente de Rourke también pude averiguar dónde se hallaba la prisión de tus padres…
—¡¿Y es ahí adónde fue cuando se marchó de Malpesa?! —exclamó Michael—. ¿Dónde estaba? ¡Apuesto a que en algún desierto en el que lleva un siglo sin llover! ¡O quizá en una selva llena de caníbales y de gigantescos insectos venenosos! O…
—Los tenían prisioneros en la ciudad de Nueva York.
Michael se detuvo, creyendo haber oído mal.
—Durante diez años —siguió el brujo—, tus padres estuvieron prisioneros en una mansión de la isla de Manhattan. ¡Cuando pienso en el tiempo que perdimos Gabriel y yo explorando los confines del mundo y registrando hasta el último rincón señalado en los mapas! ¡Resulta que hasta conocía la casa donde los tenían cautivos! Hace cien años los seguidores de Magnus el Siniestro actuaban desde allí. No obstante, en ningún momento se me pasó por la cabeza que nuestros enemigos pudiesen tener la osadía de utilizar esa casa como prisión de tus padres. ¡Oh, Michael, no existe loco más loco que un loco viejo!
El doctor Pym suspiró; en ese momento parecía muy viejo.
—Pero ¿fue allí? —lo apremió Michael.
—En efecto. La mansión estaba escondida, pero la encontré con bastante facilidad. Se hallaba abandonada. Tengo la sospecha de que, tras la huida de Richard y Clare, sus captores se marcharon, imaginando quizá que los amigos de vuestros padres, es decir, yo mismo y otros, tomaríamos represalias. Sea como fuere, fui libre de hacer un cuidadoso registro. Así que, para responder a tu pregunta, sí, tengo la certeza de que estuvieron allí y de que se han escapado.
—¿Cuándo?
—En mi opinión, y solo es una opinión, hace bastante poco. En las últimas semanas.
—Entonces…, ¿dónde están?
—¿Dónde están? ¿Quién los ayudó a escaparse? Desgraciadamente, chico, no tengo más idea que tú.
El brujo guardó silencio y exhaló un enorme anillo de humo que se llevó la brisa. Michael sabía que era una buena noticia que sus padres se hubiesen escapado, pero ¿qué había cambiado en realidad? Magnus el Siniestro seguía queriendo apoderarse de sus hermanas y de él, seguía queriendo los Libros. Por otra parte, ellos seguían sin saber dónde estaban sus padres.
—Eso me hizo pensar que tal vez hubiesen tratado de ponerse en contacto con nosotros —siguió el brujo—. Me refiero a la esfera de cristal que llegó a Cascadas de Cambridge, la que llevas ahora al cuello.
Michael acarició la canica con los dedos y sintió un escalofrío de emoción. El brujo estaba en lo cierto: era más probable que nunca que la canica hubiese sido enviada por sus padres. Pero entonces recordó a quién iba dirigida, a «El mayor de los Wibberly», y algo se echó atrás en su interior. Aún no estaba preparado para arrebatarle a Kate ese título.
—Tal vez.
El brujo se encogió de hombros.
—Por supuesto, puedes hacer con ella lo que te plazca. Bueno, mientras registraba la mansión hice otro descubrimiento que vale la pena mencionar. ¿Recuerdas que yo decía que Magnus el Siniestro había estado presente en este mundo durante miles de años?
Michael dijo que sí.
—Bueno, pues te parecerá interesante saber que solo hay un modo conocido de alcanzar la inmortalidad…
—¿Se refiere a la Crónica?
—Exactamente. Y sabemos que en su caso no tenía esa opción. Así que, ¿cómo lo hizo? Siempre he creído que descubrir su secreto era esencial para poder derrotarlo de una vez por todas.
—¡Pero usted ha vivido el mismo tiempo! ¿Cómo lo ha hecho?
El brujo negó con la cabeza.
—Eso no tiene importancia.
—Pero…
—Estamos hablando de Magnus el Siniestro. No nos desviemos del tema.
—Pero…
—¡Oh, está bien! Yo escribí la Crónica.
Michael abrió la boca y luego la cerró. Fuese lo que fuese lo que esperaba, no era aquello.
—No pongas esa cara de sorpresa. Los Libros no se escribieron solos, y sabes que yo formaba parte del consejo que los creó.
—¿Usted… lo escribió?
—Sería más exacto decir que lo transcribí. El conocimiento y el poder de la Crónica son mucho más grandes que los míos. La sabiduría de todo el consejo de magos pasó por mí, y yo la puse por escrito. En el proceso, alguna pequeña esquirla del poder de la Crónica se quedó conmigo. ¿Podemos ahora hablar de Magnus el Siniestro?
Michael asintió. Aún estaba un tanto pasmado.
—En primer lugar, debemos examinar la naturaleza particular de su longevidad. ¿Te acuerdas de que el doctor Algernon se refirió a él como «el Eterno»?
De nuevo, Michael dijo que lo recordaba.
—Bueno pues —continuó el brujo con una sonrisa—, lejos de ser eterno, Magnus el Siniestro ha muerto muchísimas veces.
—Pero usted dijo…
—Y cada vez ha renacido. Muere y renace, muere y renace una y otra vez.
—¿Quiere decir que se reencarna?
—No exactamente…
—¿Es más bien uno de esos seres que renacen de sus cenizas?
—Tampoco eso…
—¿Posee su espíritu el cuerpo de algún pobre crío? Lo vi en una película…
El brujo levantó la mano.
—Podríamos pasarnos todo el día especulando. Ese ha sido mi dilema. Muchas teorías, pero ninguna prueba. Sin embargo, toda la magia, en especial la magia poderosa, deja huellas, y en esa mansión hallé por fin lo que necesitaba.
Michael hacía lo posible por retener cada palabra que decía el brujo, pero ¡cómo anhelaba tener en sus manos bolígrafo y papel! Nada podía sustituir a un registro escrito.
El brujo exhaló otro anillo de humo y después preguntó bruscamente:
—Chico, ¿qué crees que pasa cuando muere el universo?
—¿Eh?
—No puedes imaginarte que todo esto durará para siempre. El universo es una masa de energía en constante expansión, y un día se desmoronará como si fuese un pastel que ha pasado demasiado tiempo en el horno. Entonces, ¿qué? ¿La nada?
Michael se encogió de hombros. No tenía la menor idea.
El doctor Pym se inclinó sobre la mesa y susurró:
—Renacerá.
Michael estuvo a punto de volver a decir «eh».
—La vida del universo no es una línea recta. Imagina más bien un círculo. Y a lo largo de ese círculo el universo nace, se destruye a sí mismo y vuelve a nacer, una y otra vez, sin parar. ¿Lo entiendes?
—Creo… que sí.
—Bueno, pues aquí viene la parte más asombrosa. Igual que el universo renace una y otra vez, también lo hace todo lo que hay en él. —El brujo hizo un gesto amplio con el brazo como para abarcar cuanto los rodeaba—. Este bosque, el valle, el mundo exterior, todas las criaturas que lo habitan, todo ha existido antes y volverá a existir.
—¿Quiere decir que todos nosotros… ya hemos vivido antes?
—Exactamente. Tú, yo, Emma, Katherine, Gabriel y este árbol, en un patrón repetido durante toda la eternidad. ¿Quién sabe cuántas veces hemos estado tú y yo aquí sentados, teniendo esta misma conversación? Y lo que Magnus el Siniestro hizo fue establecer contacto con esas versiones anteriores del universo, para sacar de ellas a sus otros yoes y traerlos aquí. Cuántas veces hizo eso, cuántas copias de sí mismo reunió, no puedo decirlo. Sin embargo, como piedras arrojadas al océano, entonces arrojó a esos otros yoes a través del tiempo, cada uno más lejos que el anterior, de forma que cada pocos siglos naciese otro en este mundo.
—Pero… ¿por qué?
—Porque tiempo atrás se profetizó que no se desataría todo el poder de los Libros hasta que transcurriesen milenios. Sin el poder de los Libros, los tres trabajando en colaboración, no tenía esperanza alguna de alcanzar su objetivo. Así que…
—Doctor Pym —interrumpió Michael—, ¿se da cuenta de que nunca ha dicho cuál es exactamente su objetivo?
—¿No lo he dicho?
—No.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¡Vaya, pues es abrir las puertas a una era de la magia en la que él ejerza el poder definitivo! ¡Una era en la que la humanidad esté esclavizada! ¡Ese es el objetivo! ¡Y lo ha sido durante todos estos siglos!
—¿Y podría hacer eso?
—¿Que si podría hacerlo? El poder de los Libros es inseparable del tejido de la existencia. Trata de considerarlo así: cada vez que Katherine ha utilizado el Atlas, cada vez que tú has utilizado la Crónica, el mundo ha cambiado a nuestro alrededor. Y ambos habéis actuado de forma inconsciente. Imagina a alguien que quisiera de verdad cambiar el mundo. Desde luego, no cabe duda de que, si Magnus el Siniestro controla los Libros, puede alcanzar su objetivo.
Michael asintió, preguntándose qué había hecho, qué había cambiado, cada vez que había recurrido al uso de la Crónica. No era de extrañar que el doctor Pym llamase a los Libros «el último recurso».
—Como iba diciendo —continuó el brujo—, por medio de esos otros yoes, Magnus el Siniestro creó un puente vivo para trasladarse a través del tiempo. Sin embargo, y aquí llegamos a lo que descubrí en la mansión, siempre ha sido obligación del actual Magnus el Siniestro localizar al siguiente y otorgarle los recuerdos y el poder que se le deben.
—¿Qué quiere decir con «otorgarle los recuerdos y el poder»?
—Al nacer, esos individuos no conocen su auténtico origen. Hasta que los recuerdos del Magnus el Siniestro anterior, o, mejor dicho, de cada Magnus el Siniestro anterior, se transfieren al nuevo Magnus, este no obtiene el conocimiento de quién es.
—Y el último Magnus el Siniestro nació, o despertó, cabría decir, en esa mansión a principios del siglo XX. Eso fue lo que descubrí. Y fue a él a quien combatimos y vencimos, o eso creíamos, mis compañeros y yo hace cuarenta años. Desde entonces, ningún otro ha ocupado su lugar. Creo que fue el último de los procedentes de los otros mundos.
—Entonces, si mataron al último, ¿no debería haber acabado todo?
—Eso cabría esperar. Sin embargo, incluso en la muerte, su espíritu ha continuado guiando a sus seguidores en todo momento. Y ahora que la profecía está a punto de cumplirse, cuando los Libros sean encontrados y reunidos, está decidido a volver a incorporarse al mundo de los vivos y reclamar todo su antiguo poder.
—¿Cómo es posible siquiera?
—Chico, la respuesta se halla junto a ti. —Indicó con un gesto de la cabeza el libro de piel roja que descansaba sobre la rama—. Y por eso hay que mantener la Crónica alejada de él. —El doctor Pym vació su pipa de tabaco—. Ahora creo que es hora de ver a tu hermana.
Michael asintió.
—Supongo que Emma estará con Gabriel…
—La verdad es que… hablaba de Katherine —contestó el brujo.
Kate estaba en un árbol distinto, y para llegar allí el brujo guio a Michael a través de varios de los puentes formados por las ramas entrelazadas, y luego por una angustiosa escalera que bajaba dando la vuelta alrededor de uno de los enormes troncos. Mientras caminaban, el doctor Pym le explicó que había llegado al valle justo después de que el volcán entrase en erupción, emergiendo del túnel situado bajo las montañas a tiempo de ver pasar volando al dragón con todos sus pasajeros. Los había seguido hasta la colonia de los duendes.
—La escena era caótica, como puedes imaginarte: entre la alegría de los duendes ante el regreso de su princesa, su pena al saber de los caídos en batalla, Emma gritando que alguien ayudase a Gabriel y mi llegada, que no contribuyó precisamente a calmar la situación… Y de pronto, sin previo aviso, Katherine estaba entre nosotros.
El doctor Pym dejó de bajar bruscamente y se dio la vuelta. Michael se hallaba dos peldaños por detrás del brujo, agarrando con una mano la Crónica y con la otra el tronco del árbol. Hasta ese momento tenía la mirada clavada en la espalda del anciano para ignorar el abismo de su izquierda. Ahora se encontró mirando al brujo a los ojos.
—Michael —dijo el brujo en tono sombrío—, no hay forma de prepararte para lo que te aguarda, pero ¿sabes una cosa?, todo se arreglará.
Luego, sin más explicaciones, el anciano le volvió la espalda al pie de la escalera.
Tras doblar la curva del árbol, llegaron a una habitación muy similar a la de Michael, un profundo hueco en el tronco situado encima de una rama ancha y plana. El brujo se detuvo en la entrada y le indicó a Michael con un gesto que se adelantase. Dentro había tres figuras. Wilamena, la princesa de los duendes, se hallaba a la izquierda de Michael. Llevaba un vestido de satén verde oscuro, bordado con hilo de oro en la figura de un gran árbol que, si no se miraba de frente, parecía mover sus ramas al viento. El pelo de la princesa había sido lavado y trenzado, y brillaba intensamente a la luz tenue. Wilamena le dedicó a Michael una mirada llena de compasión, pero no habló ni avanzó hacia él.
Frente a ella, a la derecha de Michael, estaba Emma de rodillas. La niña no se había cambiado de ropa, ni se había lavado, ni había dormido desde la noche anterior. Al ver a Michael, se levantó de un salto, echó a correr y le arrojó los brazos en torno al cuello, sollozando. Michael hizo los movimientos de abrazarla y darle unas palmaditas en la espalda, pero algo en su interior se había apagado. Tenía los ojos inexpresivos; su cuerpo ya no parecía suyo.
Justo delante de él, Kate yacía en una cama baja. Tenía los ojos cerrados y llevaba un vestido de encaje de color marfil de cuello alto. La habían tapado con una manta que le llegaba justo por debajo de los hombros, y sus brazos yacían sobre el lecho. Las manos sostenían el relicario de oro de su madre. Tenía la cara muy pálida.
Sin necesidad de preguntarlo, Michael supo que su hermana estaba muerta.
Con ternura, se apartó del cuello los brazos de Emma, la cogió de la mano y fue a arrodillarse junto a Kate. Se tomó unos momentos para poner en orden sus ideas antes de hablar.
—¿Cuándo… cuándo ha…?
—Nada más aparecer —respondió el brujo desde el umbral—. Los médicos de los duendes y yo hicimos cuanto pudimos. Lo siento mucho.
Michael alargó el brazo y tocó la mano de su hermana. Estaba fría.
Pensó que no era real y que debía de tratarse de un truco. No era Kate; no podía estar muerta. Pero en el fondo sabía que no era ningún truco, y que aquella era realmente su hermana.
Sollozando, Emma lo agarró del brazo.
—Michael… ¡devuélvele la vida! ¡Usa el libro! Puedes hacerlo, ¿no? ¡Devuélvele la vida! ¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo!
Michael no tenía necesidad de que se lo dijesen, puesto que ya tenía la Crónica abierta y el punzón en la mano y se disponía a pincharse el pulgar.
—Me temo que esto no va a funcionar. —Michael miró al doctor Pym, cuya silueta se perfilaba en la puerta—. El espíritu de vuestra hermana ha viajado a la tierra de los muertos, el mismo lugar en el que Magnus el Siniestro lleva cuarenta años atrapado. Su poder allí es muy grande. No la soltará.
—¿De qué está hablando? —quiso saber Michael, impaciente. Apenas había oído las palabras del brujo.
—Una sombra se cierne sobre ella —dijo la princesa de los duendes, hablando por primera vez—. Se posó en ella en cuanto murió.
—Vuestra hermana está prisionera en la tierra de los muertos —dijo el doctor Pym.