17. El prisionero

El humo se alzaba en una gruesa columna desde el otro lado de la curva del valle. No se oía sonido alguno. Incluso los pájaros guardaban silencio. Michael se hallaba con su hermana y Gabriel en la cima de la torre medio derrumbada.

—¿Cómo sabemos siquiera que se trata de Rourke? —preguntó Emma—. Puede que alguien se haya olvidado simplemente de apagar su hoguera.

Gabriel no dijo nada, pero continuó mirando valle abajo.

—¡Aquí estoy!

Todos se volvieron mientras Wilamena aparecía en la parte superior de las escaleras de la torre. Había subido corriendo y tenía el rostro encendido, con las mejillas como dos melocotones rosados…

«Para ya», se dijo Michael.

La princesa de los duendes llevaba un cuenco de arcilla amplio y poco profundo y un frasco pequeño. Se había colgado un odre del hombro. Se arrodilló en el suelo y colocó el cuenco de arcilla cuidadosamente ante sí.

—Este es el cuenco de cristalomancia de Xanbertis; nos permitirá ver lo que ocurre en el valle.

Vertió unos centímetros de agua del odre; luego destapó el frasco de cristal y echó una medialuna de aceite sobre la superficie.

—Acercaos.

Gabriel y los niños se arrodillaron en torno al cuenco. Michael notó que Wilamena deslizaba su mano en la suya y se planteó la posibilidad de protestar, pero al final decidió dejar correr el asunto.

Enseguida empezó a formarse una imagen en el cuenco. Era al tiempo clara y extrañamente fluida. Michael lo comparó con la sensación que daría ver la televisión en el fondo de un estanque.

Emma soltó un grito ahogado.

—¡Chirridos! ¡Nunca he visto tantos!

Observaron la escena que tenía lugar en el bosque: una veintena de figuras vestidas de negro, armadas con espadas y ballestas, se movían deprisa en la oscuridad, bajo los grandes árboles. Era una visión terrible, y aún peor, reflexionó Michael, porque los chirridos no estaban solos.

—¿Qué es esa cosa?

Con su mano libre, Michael señaló una de las gruesas siluetas que marchaban junto a los morum cadi. La criatura tenía la piel de aspecto correoso y llevaba una maza con púas. Unos colmillos cortos y amarillos ascendían desde su mandíbula.

—Es un imp —comentó Gabriel—, un esbirro de Magnus el Siniestro. He tenido tratos con ellos otras veces.

—Eso significa que mató a un montón —dijo Emma.

Michael ignoró las palabras de su hermana, diciendo:

—¿Cuándo han llegado? Deben de haberse pasado toda la noche subiendo por el valle.

Gabriel dijo:

—Muéstranos de dónde proviene el humo.

Wilamena echó más aceite. La imagen que se hallaba ante ellos se disolvió, y una nueva surgió para ocupar su lugar. Al principio solo pudieron distinguir una gran mancha pálida. De pronto la figura se definió claramente. Emma lanzó un grito y se puso en pie de un salto.

—¡Es él! —exclamó señalando al hombre calvo, cuya cabeza llenaba ahora el cuenco—. ¡Ese es el tipo con el que se quedó luchando el doctor Pym!

—Así que es Rourke —dijo Gabriel de forma un tanto rotunda, como si hubiese desaparecido alguna oportunidad o esperanza—. ¿Podemos ver más?

La princesa de los duendes movió la mano sobre el cuenco, y fue como si una cámara se retirase. La imagen se amplió, revelando a Rourke de pie en el mismo claro del que se habían llevado a Emma la noche anterior. Y detrás de él, en el lugar en el que los duendes habían colocado la escultura de Wilamena, vieron que habían formado un arco con árboles recién talados. Debía de medir unos cinco metros de alto por tres de ancho, y las llamas corrían por los troncos emitiendo una espiral de humo negro.

—Mirad —dijo Michael—, ¿veis…?

Imps y chirridos, de dos en dos y de tres en tres, salían del arco en llamas y entraban en el claro. Pero lo extraño, lo que había atraído la atención de Michael y ahora atraía la de los demás, era que las criaturas no pasaban de un lado al otro. En lugar de eso, parecían materializarse simplemente debajo de la viga transversal, como si apareciesen de la nada.

—Rourke ha creado un portal —dijo Gabriel—. Debe de haber cruzado las montañas con un grupo reducido, y después ha creado esta entrada para transportar al resto de su ejército.

—Bueno, así que tiene un ejército —contestó Emma—. ¿Y qué? Nos limitaremos a… —Miró a Gabriel—. ¿Qué vamos a hacer?

Gabriel se volvió hacia Wilamena.

—¿Cuántas salidas tiene este valle?

—Solo una. El túnel a través de las montañas.

Michael pensó que, en otras palabras, estaban atrapados, con el ejército de Rourke entre ellos y la única vía de escape.

Gabriel le preguntó a la princesa qué ayuda podían esperar de los duendes, pero Wilamena no supo darle una respuesta.

—Al alba he encendido una hoguera para hacerles saber que mi maldición había sido anulada. Vendrán. Sin embargo, para llegar hasta nosotros, tendrán que adelantar a esas criaturas.

Emma había vuelto a arrodillarse, y Michael notó que le cogía la mano derecha. Cerró los ojos e imaginó que era Kate, y no Wilamena, quien sostenía su mano izquierda, y que sus dos hermanas estaban con él.

«Superaremos esto —pensó—. Lograré que superemos esto. Tengo que hacerlo».

—Si Rourke está aquí —dijo Gabriel, y Michael abrió los ojos y vio que miraba fijamente la negra columna de humo—, entonces el doctor Pym no puede andar muy lejos. Tenemos que confiar en que él o los duendes lleguen a tiempo para poder ayudarnos.

—Pero debe de haber algo que podamos hacer, ¿no? —dijo Michael.

Gabriel lo miró.

—Sí. Podéis desayunar.

Aunque dijeron que no tenían hambre, minutos más tarde los dos hermanos estaban en el pequeño edificio situado junto al muro de la fortaleza que servía de cocina, engullendo cuencos de estofado.

—Pase lo que pase hoy —había dicho Gabriel—, necesitaréis todas vuestras fuerzas.

Y una vez que hubieron empezado a comer, de pie junto al fuego en el que Gabriel había preparado el estofado, los niños se dieron cuenta de que estaban hambrientos. Sin contar el pan con embutido y los frutos secos del día anterior, Michael y Emma no habían tomado una comida en condiciones desde el desayuno del enclave, en la costa de la Antártida, y parecía que hubiese transcurrido toda una vida desde entonces. Además, el estofado estaba delicioso, ya que Gabriel había encontrado la despensa de la fortaleza repleta de verduras frescas, todas cultivadas en gigantescos tamaños en el suelo mágicamente fértil del valle.

Gabriel había ido a revisar las fortificaciones y ver qué podía hacerse, si es que podía hacerse algo. Mientras se zampaba el estofado con Emma, Michael pensaba en el guardián. Cuando Emma y él habían cruzado la torre del homenaje, el hombre no había alzado la mirada; pero Michael había oído las palabras del guardián resonando en su cabeza: «¡Tú no eres el Protector! ¡Tú no eres el Protector!».

Emma bajó bruscamente su cuenco, y algo que sonó como el grito de guerra de un gran sapo prehistórico salió de su garganta, llenando la habitación entera. Los hermanos se miraron. Emma parecía casi tan desconcertada como Michael.

—Lo siento.

—Ajá.

—Pero ha molado, ¿eh?

Entonces oyeron:

—¡Conejito querido y su hermana! ¡Venid enseguida!

Dejaron caer sus cuencos y echaron a correr.

Al llegar al patio principal de la fortaleza, se encontraron con cuarenta duendes alineados en ordenadas filas, todos ellos arrodillados ante la princesa. Gabriel se hallaba junto a Wilamena. Lo primero en que repararon Michael y Emma al ver a los duendes, aparte de la asombrosa belleza de todos ellos, era que no iban vestidos como los petimetres anticuados que los jóvenes habían visto en el claro la noche anterior. Esos duendes, con sus botas de suave cuero, sus túnicas medievales, sus cotas de malla de plata y sus capas verdes y marrones con capucha, parecían haber salido de un cuento de hadas. Todos llevaban espadas en sus cinturones y sostenían un liso arco de madera. Un carcaj rebosante de flechas colgaba de su espalda.

Un duende estaba adelantado respecto a los demás. El pelo oscuro le llegaba hasta los hombros. Tenía la piel muy clara y los ojos más azules que Michael y Emma habían visto jamás. Lo cierto es que sus ojos eran tan azules que obligaron a los niños a reevaluar toda su noción del azul, como si todo lo que antes habían llamado azul precisase ahora un nuevo nombre, como «no azul», «casi azul» o «nada que se parezca remotamente al azul».

—¿Y mi padre? ¿Está bien? —preguntó Wilamena.

—Salvo por la añoranza que siente por su ausencia —respondió el duende de ojos azules.

—Dígame, capitán, ¿cuál es el estado de su pelo?

—No tan lustroso desde que la hicieron prisionera, pero estoy seguro de que recuperará su vigor y vitalidad cuando usted vuelva a casa.

—Pobrecillo. Esperemos que así sea.

La princesa de los duendes se volvió hacia Michael y Emma. Michael tuvo que admitir que su sonrisa era radiante, y por una vez no trató de reprimir sus pensamientos.

—Os dije que mi pueblo vendría. Este es el capitán Anton, jefe de la guardia de mi padre. Capitán, dígales a las tropas que se levanten.

El duende de ojos azules dio la orden, y los duendes alineados se pusieron en pie de un brinco.

Wilamena apoyó la mano en el hombro de Michael.

—Este es el arrojado caballero que anuló la maldición. Le debo mi vida y libertad.

El capitán de los duendes se inclinó ante Michael.

—Ha devuelto el sol a nuestros cielos. Gracias a usted ya no vivimos en la oscuridad, señor…

—Conejo —dijo la princesa de los duendes.

—En realidad —quiso rectificar Michael—, me llamo…

—¡Tres hurras por el señor Conejo! —gritó el capitán.

—Oh, olvídelo —gruñó Michael.

Y se quedó allí mientras cuarenta duendes, con la maliciosa participación de Emma, aclamaban al valiente señor Conejo.

Luego siguió un breve intervalo en el que miembros de las tropas de los duendes levantaban la mano y solicitaban permiso para hablar, Wilamena se lo otorgaba y el soldado en cuestión ensalzaba algún aspecto de la belleza de la princesa.

—¡Sus ojos son luminosos! ¡Brillan como Andrómeda en la frialdad del espacio! ¡Comparados con ellos, los diamantes son simples trozos de carbón!

—¡Su barbilla es un bultito redondo y perfecto que denota al mismo tiempo firmeza de propósitos y flexibilidad compasiva! ¡También me gusta su hoyuelo!

—¡Yo he compuesto una oda a la curva de su pie!: «Oh, Sublime Pie…».

Gabriel los interrumpió por fin, preguntándole al capitán de los duendes lo que había visto de Rourke y su ejército de monstruos.

En la medida de lo posible, el rostro del duende se volvió sombrío.

—Muy poco. Hemos venido por la otra orilla del río, puesto que del claro emanaba un aire viciado. ¿Quién es ese Rourke y qué pretende?

—Busca a estos niños —dijo Gabriel—, y también busca el libro que el guardián defendía.

Entonces habló Wilamena, y Michael percibió en su voz un tono nuevo, claramente regio:

—Del mismo modo que el Conejo me ha salvado la vida, ahora tenemos la ocasión de salvar la suya y la de su hermana. Tenemos que estar agradecidos por la oportunidad que se nos brinda.

El capitán de los duendes se inclinó.

—Estamos con usted y el señor Conejo hasta la muerte, princesa.

Gabriel preguntó si cabía esperar refuerzos.

El capitán negó con la cabeza.

—Nosotros mismos no hemos venido esperando la guerra, sino simplemente para escoltar a la princesa Wilamena hasta su hogar. Y el resto de nuestra colonia estará ocupado preparando la fiesta en su honor. Si encendemos una hoguera, dudo que nadie la vea.

—Enciendan una de todos modos —dijo Gabriel—. Una posibilidad de ayuda es mejor que ninguna. Mientras tanto, debemos hacer lo que podamos.

A Michael y a Emma se les asignó la tarea de evaluar las reservas de agua de la fortaleza. Un registro de los almacenes y de los depósitos de agua de lluvia reveló la existencia de cuatro grandes barriles de agua, aunque en uno de ellos, según reconoció Michael, flotaba mucho barro.

Cuando Emma y él regresaron al patio para dar su informe, encontraron muy avanzados los preparativos para el asedio. Duendes soldados reparaban zonas deterioradas de las murallas. Otros utilizaban sus cuchillos para hacer flechas, colocadas en haces a lo largo de los muros. Otro grupo de duendes reforzaba las puertas principales con gruesas vigas de madera; incluso habían encendido la forja, y un duende daba martillazos contra el yunque. Como era de esperar, todos los duendes cantaban, aunque, una vez que Michael oyó la letra, decidió que la canción no le gustaba demasiado:

Oh, qué día para luchar;

podría ser el último.

Las hordas diabólicas vienen hacia aquí,

Tra-la-la-la-la-la;

lucharemos por nuestra princesa,

y por su querido Conejo…

—¡La he compuesto yo misma! —dijo Wilamena, brincando hacia ellos—. Cuando no se me ocurría nada, les he hecho decir «tra-la-la». Hay una estrofa entera sobre tu nariz y mi generosidad al pasarla por alto.

—Genial —dijo Michael.

—¿Por qué no van vestidos como los duendes anticuados que vimos anoche? —preguntó Emma.

—¡Qué graciosa eres! ¡No puedes esperar que un cuerpo se vista del mismo modo cada día de la semana! ¡No somos enanos!

—Escuchad… —dijo Michael, que había llegado al límite de su aguante.

En ese momento se oyó un profundo rugido, y la tierra tembló bajo sus pies. Michael y Emma se abrazaron, y Gabriel, que supervisaba el trabajo en las puertas principales, se apresuró a acudir a su lado.

—¿Es… es Rourke? —preguntó Michael.

—No —contestó Gabriel—, es otra cosa.

Todos se volvieron. Una densa nube negra salía del cono del volcán.

—Eso no es bueno, ¿verdad? —dijo Emma.

—¿Crees que es porque sacamos la Crónica de la lava? —preguntó Michael—. ¿Como si de algún modo mantuviese el volcán estable?

—Si es eso lo que ocurre, no podemos hacer nada —respondió Gabriel—. Venid.

Los condujo hasta una escalera de mano, y los niños y Wilamena subieron detrás de él hasta el punto de las almenas en el que se encontraba Anton, observando la lejana línea de los árboles.

—Se están concentrando en el bosque —señaló el capitán.

Michael se asombró de la buena vista del duende. Para él, los árboles eran poco más que una gran mancha oscura.

Gabriel dijo:

—Ya no tardarán mucho.

Los cantos se desvanecieron cuando los duendes dejaron de trabajar y ocuparon sus posiciones. Pronto quedó todo en silencio salvo por el constante ruido metálico procedente de la forja. Michael miró a los duendes apostados a izquierda y derecha a lo largo de los muros. Todos miraban tranquilos ladera abajo, con el arco en la mano y el carcaj lleno de flechas a la espalda. De pronto se sintió muy pequeño y mezquino por haberse burlado despiadadamente de los duendes durante años. Sí, podían ser tontos, y sí, pasaban mucho tiempo pensando en su pelo, pero Michael supo sin sombra de duda que cada duende que estaba dentro de la fortaleza estaba dispuesto a morir para defenderlos a él y a su hermana, y que antes de que acabase el día era muy probable que muchos entregasen su vida.

—Ahí están —dijo Anton.

Michael volvió a mirar ladera abajo y vio lo que se avecinaba.

Trató de tragar saliva, pero parecía tener la garganta llena de serrín.

—Hay muchos, ¿verdad? —dijo Emma.

—Sí… —masculló Michael—, muchos.

El ejército de Rourke salía del bosque a raudales, en una gran marea negra que no parecía tener fin. No dejaban de aparecer criaturas. Michael trató de contarlas, pero había demasiadas, y continuaban emergiendo de entre los árboles. La llanura entera, desde la base del volcán hasta el borde del bosque, no tardó en convertirse en una oscura masa numerosa y asesina.

Pensó: «Estamos perdidos».

Y dijo en voz alta:

—Todo… saldrá bien.

Y cuando el muchacho empezaba a pensar que aquello no acabaría nunca, que los chirridos y los imps seguirían saliendo de entre los árboles cuando las primeras líneas asaltaran en tropel los muros de la fortaleza, por fin emergió el final del ejército de Rourke.

Trolls —afirmó el capitán de los duendes, escupiendo la palabra como si fuese veneno.

Tres enormes criaturas de piel gris habían irrumpido torpemente en la llanura y avanzaban corriendo y balanceando unos garrotes que medían la mitad de los propios árboles.

—Perfecto —dijo Emma—. Como si no fuese ya lo bastante malo.

Entonces, mientras la primera fila trepaba con dificultad por las rocas de la base del volcán, comenzaron los alaridos. Había centenares de morum cadi entre el ejército, y los gritos se alzaban en un espantoso coro. Las paredes del cañón devolvían el eco del estrépito, que se duplicaba con nuevos alaridos y se hacía aún más fuerte. El aire tembló y se oscureció, y a Michael le pareció que le aplastaban el corazón y los pulmones…

Entonces oyó que Emma susurraba:

—No es real… No puede hacerme daño… No es real…

Michael repitió lo mismo que ella. El dolor menguó y pudo respirar de nuevo.

Hubo un destello a su lado: Gabriel había desenvainado su machete y lo tenía preparado. El capitán de los duendes pronunció una sola palabra, y cada duende situado a lo largo de los muros colocó una flecha en su arco.

Las hordas negras se abalanzaron ladera arriba, lo bastante cerca para que Michael viese las espadas de hoja dentada de los chirridos, el mar de encendidos ojos amarillentos…

—Vosotros dos —dijo Gabriel—, id a…

Sin embargo, antes de que pudiese ordenarles que se marchasen, las hordas se detuvieron bruscamente a cincuenta metros de la fortaleza. Llenaban toda la ladera de la montaña y vibraban como una bestia inmensa y terrible. Los alaridos continuaban. Michael recorrió con la mirada los uniformes andrajosos y los cuerpos verdes y putrefactos de los chirridos, los pequeños y detestables ojos de los imps

¿Por qué no atacaban?

¿Por qué el capitán de los duendes no ordenaba disparar?

Defensores y atacantes parecían estar esperando; pero ¿qué?

Supo la respuesta cuando divisó una figura solitaria avanzando por la llanura. Incluso de lejos, Michael vio la cabeza calva de Rourke reluciendo al sol. Se abrió un camino en el centro de las huestes, y Rourke ascendió por el volcán en largas zancadas seguras. Cuando se acercó, Michael vio que el hombre llevaba un uniforme de alguna clase. Parecía un viejo uniforme de la caballería: botas altas de cuero, pantalones bombachos y una camisa caqui con galones en los hombros. Rourke llevaba en la mano una fusta corta.

Al llegar a la vanguardia del ejército, Rourke se paró y alzó la fusta.

Los alaridos se detuvieron.

—¡Buenos días a los que están dentro!

Fue Gabriel quien respondió:

—¡No sois bienvenidos! ¡Marchaos! ¡Os daremos una sola ocasión!

El calvo se echó a reír.

—¿De verdad? ¡Sois muy amables! —Se protegió los ojos con la mano—. ¿Veo a los pequeños Michael y Emma escondidos entre todos esos latosos duendes? ¡Vaya, vaya! ¡Nos habéis obligado a una buena persecución! ¿Por qué os marchasteis de Malpesa tan deprisa? ¡Tenía tantas ganas de conoceros!

El hombre tenía un acento desenvuelto y cadencioso que Michael no acababa de situar.

—¡Y os podría haber presentado a un amigo mío!

Rourke se volvió, y Michael vio que otra figura avanzaba por la llanura. No poseía el ímpetu atrevido y enérgico de Rourke, sino que progresaba despacio y con paso firme. Michael percibió que era un hombre de dimensiones normales y que caminaba con la cabeza gacha, como si temiese perder el equilibrio. Luego, mientras pasaba con dificultad entre las grandes rocas situadas al pie del volcán, el hombre levantó la mirada, el sol se reflejó en sus gafas y Michael sintió que una mano se introducía en su pecho y le agarraba el corazón.

Dio un grito ahogado y tuvo que apoyarse en el muro de la fortaleza.

—¿Michael? —preguntó Emma—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Quién es?

—Es… es…

Pero la palabra murió en su garganta.

Para entonces, el hombre estaba junto a Rourke. Llevaba unos vaqueros desteñidos y una vieja camisa de cuello abrochado. Tenía una barba corta y un pelo castaño rojizo que necesitaba un corte con urgencia. Estaba horriblemente delgado y la ropa le colgaba floja del cuerpo. Parecía muy cansado.

Michael notó que Emma se ponía rígida; también lo sabía.

De todos modos, él tenía que decirlo al menos una vez:

—Es… papá.

Rourke le apoyó en el hombro su mano de gigante.

—Creo que ya habréis adivinado la identidad de mi amigo. Solo quisiera recalcar que no ha sufrido el menor daño. Estás sano como una manzana, ¿no es así, Richard? Ve y díselo a los críos.

El padre de los niños vaciló, como si fuese reacio a formar parte de lo que estaba sucediendo.

—Habla, compadre —lo animó Rourke, con un matiz de amenaza en la voz—. No nos tengas en suspenso. Seguro que Michael y Emma han estado muertos de preocupación.

Su padre levantó al fin la cabeza. Michael observó que sus ojos recorrían los muros y luego se clavaban en él y en Emma. Al verlos, pareció desanimarse ligeramente.

—¡No he sufrido ningún daño! ¡Ninguno de nosotros lo ha sufrido! ¡Vuestra madre y yo estamos bien! Yo… ¡siento mucho esto!

La voz de su padre era seca e irregular, pero Michael podía sentirla, como una vieja llave que encajase en una cerradura olvidada, abriendo algo profundo en su interior.

—¿Que lo sientes? —exclamó Rourke—. ¿Qué es lo que hay que sentir? ¡Estás dando gratas noticias! Bueno, niños, no vayáis a imaginaros que nos ha molestado tener a vuestros papás como invitados. Ya casi son de la familia. Por supuesto, igual que pasa con la familia, ¡a veces te dan ganas de partirles la cara! —Se echó a reír y le dio al hombre una palmada en la espalda—. Bueno, vamos a lo importante. No podemos tener a todo el mundo esperando. No querréis que vuestros amigos duendes lleguen tarde a la peluquería. Este es el trato que estoy dispuesto a ofrecer, y creo que lo hallaréis muy justo: ¡los pequeños Michael y Emma se entregarán y me entregarán la Crónica, o mataré al bueno de Richard aquí mismo! ¿Alguna pregunta? Genial. ¡Tenéis dos minutos para decidir!

«Ya está —pensó Michael—. Esto es el fin».

Con el paso de los años, Michael había imaginado muchísimas veces el encuentro con su padre; de hecho, con su padre y su madre. Y siempre lo había imaginado del mismo modo. Habría todos los abrazos, besos y llantos necesarios, que Michael y su padre aguantarían con actitud generosa. Más tarde, cuando sus hermanas y su madre se marchasen a hacer cosas de chicas (Michael no estaba seguro de qué era eso, pero suponía que incluía más abrazos, besos y llantos), le entregaría a su padre La enciclopedia de los enanos, diciendo que la había mantenido a salvo para él, y su padre diría algo como «¡Pero si es tuya!» y Michael respondería: «No la necesito. Me la sé de memoria». A continuación, su padre mostraría su impresión mediante los sonidos adecuados, los dos se sentarían y se pasarían la tarde hablando de los enanos, pues la escena siempre tenía lugar por la tarde. La única vez que Michael había compartido aquellas ideas con Emma, ella le había dicho que era lo más extravagante que había oído en su vida y que los enanos no eran ni de lejos tan fantásticos como él creía. Pero Emma no había comprendido que no tenía nada que ver con los enanos. La cuestión era que su padre habría visto quién era Michael y le habría gustado. Se habría sentido complacido de pasar una tarde en compañía de su hijo. Eso era. Eso era todo lo que Michael quería. Y habrían podido hablar de enanos, de terremotos, de libélulas o de nada en absoluto.

Pero eso nunca iba a suceder. Ya no.

—¡Que alguien le dispare a ese calvo! —les gritaba Emma a Gabriel y al capitán de los duendes—. ¡Está justo ahí mismo! ¿A qué estáis esperando?

—No pueden —dijo Michael—. Los chirridos matarían a papá.

—Pero…

—Tu hermano tiene razón. Vuestro padre nunca conseguiría llegar hasta la fortaleza. —Gabriel se arrodilló para ponerse a la altura de los niños—. Solo diré esto: si de mí dependiese, nunca os pondría en manos del enemigo. Pero esta decisión es vuestra, y es terrible tener que tomarla. Decidáis lo que decidáis, no me opondré.

Michael miró a su hermana.

—¿Tú qué piensas?

Emma se mordía el labio inferior y miraba alternativamente, con gesto febril, a Michael y a Gabriel.

—No… no lo sé… Lo que pienses tú.

Así que de él dependía. Michael reflexionó sobre el hecho de que, si Kate hubiese estado allí, habría tenido que tomar ella la decisión. Como era de esperar, Michael se encontró recordando las palabras del rey Killick: «Un gran jefe no vive en su corazón, sino en su cabeza». Michael lo creía y sabía que su padre lo creía. También sabía que Magnus el Siniestro no debía bajo ningún concepto obtener el control de la Crónica. Si eso ocurría, todo estaba perdido.

La táctica lógica a seguir estaba clara.

Solo había un problema; Michael no podía dejar morir a su padre.

«Me entregaré yo y entregaré la Crónica —pensó—. Pero no a Emma».

—¡Se acabó el tiempo! —gritó Rourke.

Michael notó la mano de Gabriel sobre su hombro y miró al hombre a los ojos. Se disculpó en silencio, y Gabriel asintió.

Entonces Gabriel dijo:

—Haz esto por mí. Pide que te dejen hablar con tu padre. Cuanto más podamos aplazarlo, mejor. Aún es posible que venga el brujo.

—¡Sí! —exclamó Emma, nerviosa—. ¡Es una idea brillante! ¡Sal ahí fuera y habla y habla, tanto tiempo como puedas! ¡Muéstrate muy aburrido! ¡No te costará nada!

Michael había tomado su decisión y quería acabar cuanto antes. Sin embargo, accedió a hacer lo que le pedían, a sabiendas de que si no funcionaba estaba preparado. Miró ladera abajo. Las gafas de su padre eran dos discos brillando al sol.

—Yo… ¡quiero hablar con él antes!

Rourke se encogió de hombros.

—Muy bien. Me parece justo que quieras inspeccionar la mercancía.

Emma lo abrazó.

—Simplemente habla con papá. No hagas nada más. ¿Me lo prometes?

Michael se lo prometió sin mirarla a los ojos. Después se volvió, sintiendo el suave roce de la mano de Wilamena contra la suya, y siguió al capitán de los duendes por la escalera de mano hasta llegar finalmente a las puertas principales de la fortaleza.

Allí el capitán Anton lo detuvo, hablando en voz baja:

—A una señal suya, mis arqueros clavarán veinte flechas en ese gigante calvo antes de que pueda pestañear. Si su padre sabe correr, tal vez los dos puedan volver vivos. Los cubriremos lo mejor que podamos.

—¿Cuál debería ser la señal?

—¿Podría usted rascarse la coronilla?

—Vale. Pero… ¿y si solo necesito rascarme la cabeza porque me pica?

El duende lo miró.

—Resista las ganas.

—Oh, vale.

A una señal del capitán, se descorrieron los pesados cerrojos, se retiraron todas las vigas adicionales y se abrieron las puertas de la fortaleza. Entonces el duende le dio una palmada a Michael en el brazo.

—Buena suerte, señor Conejo.

A los pocos instantes, Michael había cruzado las puertas y se hallaba al otro lado de los muros. Nada se interponía entre él y las hordas de monstruos. Nunca se había sentido tan expuesto. Michael se concentró en la cara de su padre y echó a andar. Su mano derecha apretaba la bolsa contra la cadera, notando el bulto de la Crónica junto a la forma familiar de La enciclopedia de los enanos. En todo el valle solo se oía el sonido de las botas de Michael sobre las rocas.

Se detuvo a diez metros de Rourke y su padre. Allí la ladera era relativamente llana, y Michael tuvo que alzar la vista hasta el rostro de su padre. Se le veía mucho mayor que en la foto en la que aparecía con Hugo Algernon, mucho mayor y también mucho más cansado. La barba era una novedad. Michael pensó que, más que parecer alguien que llevaba barba, parecía alguien sin tiempo o medios para afeitarse. De cerca, estaba aún más delgado.

Su padre sonrió tristemente.

—Lo siento mucho, Michael.

—No es culpa tuya.

—¿Estás bien? ¿Estás herido?

Michael negó con la cabeza.

—Estoy perfectamente.

—¿Y Emma?

—Está bien. Está ahí atrás.

—Pero ¿Kate no está con vosotros?

—No. Es… una larga historia.

Rourke se rio por lo bajo.

—Muy cierto, compadre. Pero no tardarás mucho en ver a tu encantadora hermana. Desde luego que no.

Michael intuyó que el hombre sabía algo de Kate y se burlaba de él. Sin embargo, Michael no mordería el anzuelo. Pensó en lo que le había dicho el capitán de los duendes y se preguntó si su padre y él conseguirían realmente llegar hasta la fortaleza.

—Para que lo sepas —dijo Rourke, como si le adivinase los pensamientos—, si esos taimados duendes intentan algo, tengo a una docena de morum cadi armados con ballestas que matarán a tu padre antes de que dé un solo paso.

«Bueno —pensó Michael—, tanto peor».

—¿Dónde está mamá?

—No me dejan decirlo, pero se encuentra bien. Te manda un abrazo y dice que, decidas lo que decidas, lo entenderemos. Me alegro de verte, incluso en estas condiciones.

Michael asintió y dijo en voz baja:

—Yo también.

Ambos guardaron silencio unos instantes.

—Lo he intentado —dijo Michael con voz ahogada—. He hecho lo que he podido.

—Lo sé —dijo su padre—. No pasa nada.

—¡Y Kate no está! —Las emociones lo invadían a medida que se desmoronaban los muros que Michael había levantado—. ¡He tenido que ser el jefe! ¡He tenido que tomar todas las decisiones! ¡He intentado hacer lo que tú harías, tal como dice el rey Killick! —Hizo una pausa, abrumado, sin querer llorar delante de Rourke. Al cabo, tras recuperar la compostura, volvió a alzar la mirada. Había confusión en el rostro de su padre—. Ya sabes, lo que dice el rey Killick sobre los jefes…

Se detuvo, creyendo que su padre continuaría. Pero en cambio vio que miraba a Rourke por un instante.

—Lo siento, Michael. Han pasado muchas cosas en los últimos diez años. Creo que no me acuerdo.

—¡Sí que te acuerdas! —Y de pronto fue de vital importancia que su padre se acordase—. El doctor Algernon dijo que era tu cita favorita. El rey Killick dijo: «Un gran jefe no vive en su corazón, sino en su cabeza». ¿No te acuerdas? ¡Tienes que acordarte!

—Oh, por supuesto —dijo su padre, sonriendo—. Siempre me gustó esa cita. Y es muy cierta.

Y entonces, sin entender siquiera del todo lo que hacía, Michael dijo:

—Killick era un viejo rey… de los duendes.

La sonrisa de su padre no vaciló en ningún momento.

—Sí, ahora me acuerdo. Los duendes poseen mucha sabiduría. Gracias por recordármelo.

—Bueno —interrumpió Rourke—, ha sido una reunión deliciosa, pero no estamos aquí para pasarnos el día charlando. Venid tu hermana y tú, y tenéis mi palabra de que ni vosotros ni vuestros padres sufriréis daño alguno. Negaos, y pasaré por las armas a Richard y a cada uno de los duendes de esa fortaleza, y aun así os marcharéis con nosotros. ¿Entendido?

A Michael le daba vueltas la cabeza. Su padre no recordaba la cita, ¡y luego había fingido recordarla! ¡Creía que Killick era un duende! ¿Lo había olvidado?

—Chaval, estás poniendo a prueba mi paciencia.

—Vale. Pero… tengo que explicárselo a mi hermana. La traeré aquí.

Necesitaba alejarse. Necesitaba espacio y tiempo para pensar en lo que había sucedido. Empezó a volverse.

—Espera.

Rourke tenía su cuchillo en la garganta del padre de los niños.

—Si quieres traer a la pequeña Emma tú mismo, perfecto. Deja la Crónica.

Michael pudo percibir la tensión en la fortaleza, la sed de sangre que recorría las filas de imps y chirridos. Parecía que la vida de todos pendiese de la hoja de Rourke. Metió la mano en su bolsa y tanteó hasta encontrar la cubierta de duro cuero que tan bien conocía.

—Pero deje que mi padre la sostenga. Solo hasta que volvamos Emma y yo.

Rourke sonrió.

—Por supuesto.

Michael dio un paso adelante y le entregó a su padre el libro.

—Hay… una maldición sobre él. Mantenlo cerrado.

Observó cómo su padre pasaba la mano por la cubierta.

—Creía que era rojo.

—La orden lo ocultó en la lava, así que el cuero se quemó. Ahora vuelvo.

Empezó a ascender por la ladera hacia la fortaleza. Tuvo que obligarse a ir despacio. El corazón le latía con fuerza; tenía los nervios a flor de piel. Tropezó con unas rocas sueltas. A medio camino de la puerta echó un vistazo por encima del hombro. Rourke lo observaba, y en cuanto sus ojos se encontraron (tal vez el calvo vio algo o tal vez ya sospechaba). Rourke le arrebató a su padre el libro que Michael le había dado. Michael no esperó a que lo abriese y mirase el interior y echó a correr con todas sus fuerzas.

—¡Detenedlo! —gritó Rourke—. ¡Detened al muchacho!

Los gritos de los chirridos desgarraron el aire. Michael estaba a veinte metros de la puerta cuando se cayó al suelo, encima de las rocas. Se levantó al instante, pero el retraso le había salido caro. Oyó que los chirridos se acercaban. A continuación, el capitán de los duendes salió corriendo de la fortaleza con el arco tendido. Su mano borrosa disparó una andanada de flechas que pasaron silbando junto a la cabeza y los hombros de Michael, y encontraron su objetivo con un sonido parecido al de un acordeón. El duende lo agarró del brazo, gritando:

—¡Corre!

Y tiró de él. Enseguida entraron en la fortaleza, Michael oyó que se cerraban las enormes puertas y cayó de rodillas, jadeando.

—¡¿Michael?! ¡¿Qué ha pasado?! ¿Estás bien? —Era Emma, agarrada de su brazo—. ¡Le has dado el libro! ¡¿Y papá?! ¡Sigue ahí fuera!

Michael se obligó a ponerse en pie.

—Ese no… ese no es papá…

—¿Qué quieres decir?

—Ha olvidado la cita, la que se supone que le encanta y… y creía que el rey Killick era un duende… y le he dado La enciclopedia de los enanos y se ha tragado que era la Crónica. ¡No es él!

Michael vio que Emma no lo entendía, pero no había tiempo para explicárselo mejor. Fuera, más allá de los muros, Rourke gritaba su nombre. Seguido de Emma y del capitán de los duendes, Michael subió a toda velocidad a las almenas.

—Oh, Conejo… —Wilamena se precipitó hacia él al verlo aparecer.

—Ahora no —dijo Michael.

Corrió hacia el muro. Gabriel ya estaba allí, mirando ladera abajo. A sus pies, Rourke tenía un cuchillo en la garganta del hombre que Michael ya no creía que fuese su padre. La enciclopedia de los enanos yacía en el suelo.

—¡Compadre! ¡Te doy una última oportunidad!

Michael se volvió hacia Emma.

—Escucha, sé que no confías en mí…

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—¡Quiero decir que no como antes! ¡Y lo entiendo! ¡Pero tienes que confiar en mí ahora! ¡Ese no es nuestro padre!

Emma lo miró fijamente, e incluso sin el poder de la Crónica Michael vio el dolor de su traición aún muy vivo en su interior. Era horrible ver aquel dolor y saber que él era el responsable. Sin embargo, no miró hacia otro lado. Sabía lo que estaba pidiendo.

—¿Seguro? —dijo—. ¿Seguro al cien por cien?

¿Estaba tan seguro? ¿Era posible siquiera? A pesar de todas las pruebas, olvidar la cita, confundir a Killick con un duende, no reconocer La enciclopedia de los enanos, a pesar de todo eso, aún tenía dudas. No había manera de estar seguro al cien por cien.

Pero intuía que ese hombre no era su padre.

—Sí. Estoy seguro.

—Vale —dijo ella—. Confío en ti.

Michael se volvió hacia el capitán de los duendes.

—Dispárale.

—¿Al calvo? Con mucho gusto.

Puso una flecha en el arco y lo tensó.

—No —dijo Michael—. Al hombre que se hace pasar por nuestro padre.

Emma, el capitán, Gabriel y Wilamena se lo quedaron mirando.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Gabriel.

—Sí. —Cogió la mano de Emma y notó cómo temblaba—. Ese no es nuestro padre.

Los ojos de Emma iban nerviosamente de Michael a Gabriel. Se sentía asustada, pero estaba con él. Asintió.

—Vaya…

Se oyó un zumbido, y al cabo de un instante el astil de una flecha asomaba por el pecho del hombre que se hallaba junto a Rourke. La ladera de la montaña quedó en silencio.

—Michael… —Emma lo agarró del brazo.

—Espera.

El hombre se desplomó de rodillas y cayó hacia delante, encima de las rocas negras.

Michael se quedó completamente paralizado. No parpadeaba. No respiraba…

Entonces Rourke se echó a reír. Sus carcajadas resonaron por todo el cañón. Con su bota, le dio la vuelta al hombre. El padre de los niños había desaparecido. En su lugar yacía un hombre bajito y de pelo rubio rojizo con una flecha clavada en el pecho.

—¡Había usado un conjuro de alteración! —gritó Wilamena—. ¡Eres un genio, Conejo!

Lo agarró y le dio un beso en la mejilla.

—Mi padre nunca confundiría La enciclopedia de los enanos —dijo Michael, tratando de no demostrar su alivio—. Ni creería que el rey Killick era un duende. Es ridículo. —Luego miró a Emma y le apretó la mano—. Gracias por confiar en mí.

Emma no dijo nada, pero lo abrazó con fuerza.

—¡Bueno, compadre —exclamó Rourke—, me parece que lo haremos a la antigua! —Se volvió hacia sus hordas—. ¡Traedme a los niños y matad a los demás!

Y así empezó la batalla.